La Ascensión del Señor (ciclo C)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Catequesis del 17.IV.13 y Regina Coeli 2014 y 2016
- BENEDICTO XVI – Homilía 2009 y Regina Coeli 2010 y 2012
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- P. Abad Dom Josep ALEGRE (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
Misa de la Vigilia
SE LO LLEVARON AL CIELO
Hech 1, 1-11; Heb 9, 24-28; 10, 19-23; Lc 24, 46-53
El relato pascual refiere el triunfo del Padre sobre la muerte. Los acontecimientos que arrancaron a Jesús de la tierra de los vivos no fueron un accidente imprevisto, sino la manifestación del misterio del pecado humano y de la salvación obrada por Dios. La obediente entrega del Hijo y la generosa fidelidad del Padre se conjuntaron para desmontar la confabulación de los dirigentes judíos que pretendían aniquilarlo. Las lecturas de este domingo coinciden en presentarnos la exaltación del Hijo. Jesús regresa al Padre habiendo cumplido su misión. En adelante, la misión tendrá que ser obra del Espíritu y de la buena voluntad de los apóstoles. Jesús advierte a sus discípulos que ellos vivirán como colaboradores de Dios. No pueden acceder a los secretos y a los tiempos establecidos por el Padre. El Hijo mismo tuvo que aprender a discernir su voluntad y a vivir pendiente de sus mandatos.
Esta Misa se dice en la tarde del día que precede a la solemnidad, ya sea antes o después de las primeras Vísperas de la Ascensión.
ANTÍFONA DE ENTRADA Sal 67, 33. 35
Canten a Dios, reinos de la tierra, toquen para el Señor, que asciende sobre los cielos; su majestad y su poder resplandecen sobre las nubes. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Dios eterno, cuyo Hijo subió hoy al cielo en presencia de sus Apóstoles, te pedimos nos concedas que él, de acuerdo a su promesa, permanezca siempre con nosotros en la tierra, y nos permita vivir con él en el cielo. El, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
En la celebración de la Misa de la Vigilia se utiliza el mismo formulario de lecturas que en la Misa del día de la Ascensión del Señor, tal como aparecen en las páginas que siguen.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Dios nuestro, cuyo Unigénito, nuestro mediador, vive para siempre y está sentado a tu derecha para interceder por nosotros, concédenos acercarnos llenos de confianza al trono de la gracia y obtener así tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Hb 10, 12
Cristo ofreció un solo sacrificio por el pecado, y se sentó para siempre a la derecha de Dios. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te pedimos, Señor, que los dones que hemos recibido de tu altar, enciendan en nuestros corazones el deseo de la patria celeste, para que, siguiendo las huellas de nuestro Salvador, tendamos siempre a la meta a donde nos ha precedido. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Misa del Día
ANTÍFONA DE ENTRADA Hch 1, 11
Hombres de Galilea, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo? Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto marcharse. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Concédenos, Dios todopoderoso, rebosar de santa alegría y, gozosos, elevar a ti fervorosas gracias ya que la ascensión de Cristo, tu Hijo, es también nuestra victoria, pues a donde llegó él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros, que somos su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo...
O bien:
Te rogamos nos concedas, Dios todopoderoso, que al reafirmar, en este día, nuestra fe en la ascensión a los cielos de tu Unigénito, nuestro Redentor, nosotros vivamos también con nuestros pensamientos puesto en las cosas celestiales. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Se fue elevando a la vista de sus apóstoles.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 1, 1-11
En mi primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido. A ellos se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.
Un día, estando con ellos a la mesa, les mandó: “No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado: Juan bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo”.
Los ahí reunidos le preguntaban: “Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?”. Jesús les contestó: “A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad; pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra”.
Dicho esto, se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndolo alejarse, seles presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 46, 2-3, 6-7. 8-9
R/. Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.
Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos: que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey supremo. R/.
Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos. R/.
Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo. R/.
SEGUNDA LECTURA
Cristo entró en el cielo mismo
De la carta a los hebreos: 9, 24-28; 10, 19-23
Hermanos: Cristo no entró en el santuario de la antigua alianza, construido por mano de hombres y que sólo era figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para estar ahora en la presencia de Dios, intercediendo por nosotros.
En la antigua. alianza, el sumo sacerdote entraba cada año en el santuario para ofrecer una sangre que no era la suya; pero Cristo no tuvo que ofrecerse una y otra vez a sí mismo en sacrificio, porque en tal caso habría tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. De hecho, él se manifestó una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Y así como está determinado que los hombres mueran una sola vez y que después de la muerte venga el juicio, así también Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. Al final se manifestará por segunda vez, pero ya no para quitar el pecado, sino para la salvación de aquellos que lo aguardan y en él tienen puesta su esperanza.
Hermanos, en virtud de la sangre de Jesucristo, tenemos la seguridad de poder entrar en el santuario, porque él nos abrió un camino nuevo y viviente a través del velo, que es su propio cuerpo. Asimismo, en Cristo tenemos un sacerdote incomparable al frente de la casa de Dios.
Acerquémonos, pues, con sinceridad de corazón, con una fe total, limpia la conciencia de toda mancha y purificado el cuerpo por el agua saludable. Mantengámonos inconmovibles en la profesión de nuestra esperanza, porque el que nos hizo las promesas es fiel a su palabra.
Palabra de Dios.
O bien.
Lo hizo sentar a su derecha en el cielo
De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 1,17-23
Hermanos: Pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo.
Le pido que les ilumine lamente para que comprendan cuál es la esperanza que les da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza poderosa.
Con esta fuerza resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos los ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones, y por encima de cualquier persona, no sólo del mundo actual sino también del futuro.
Todo lo puso bajo sus pies y a él mismo lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, y la plenitud del que lo consuma todo en todo.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 28, 19- 20
R/. Aleluya, aleluya.
Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, dice el Señor, y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. R/.
EVANGELIO
Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 24, 46-53
En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Al ofrecerte, Señor, este sacrificio en la gloriosa festividad de la ascensión, concédenos que por este santo intercambio, nos elevemos también nosotros a las cosas del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 28, 20
Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Dios todopoderoso y eterno, que nos permites participar en la tierra de los misterios divinos, concede que nuestro fervor cristiano nos oriente hacia el cielo, donde ya nuestra naturaleza humana está contigo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
La ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1,1-11)
1ª lectura
Como en el evangelio (cfr Lc 1,1-4), San Lucas inicia su narración con un prólogo semejante al que empleaban los historiadores profanos. En este segundo volumen de su obra enlaza con los acontecimientos narrados al final del evangelio y comienza a relatar los orígenes y la primera expansión del cristianismo, efectuados con la fuerza del Espíritu Santo, protagonista central de todo el escrito. La dimensión espiritual del libro de los Hechos, que forma una estrecha unidad con el tercer evangelio, encendió el alma de las primeras generaciones cristianas, que vieron en sus páginas la historia fiel y el amoroso actuar divino con el nuevo Israel que es la Iglesia. Así, la forma de narrar de Lucas es la de los historiadores, pero la significación del relato es más profunda: «Los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia; pero, si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, el médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cfr Col 4,14), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma» (S. Jerónimo, Epistulae53,9).
«Teófilo» (v. 1), a quien va dedicado el libro, pudo ser un cristiano culto y de posición acomodada. También puede ser una figura literaria, pues el nombre significa «amigo de Dios».
El tercer evangelio narra las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles, refiriéndolas al mismo día (cfr Lc 24,13.36). Aquí, San Lucas dice que se les apareció «durante cuarenta días» (v. 3). La cifra no es solamente un dato cronológico. El número admite un sentido literal y uno más profundo. Los períodos de cuarenta días o años tienen en la Sagrada Escritura un claro significado salvífico. Son tiempos en los que Dios prepara o lleva a cabo aspectos importantes de su actividad salvadora. El diluvio inundó la tierra durante cuarenta días (Gn 7,17); los israelitas caminaron cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida (Sal 95,10); Moisés permaneció cuarenta días en el monte Sinaí para recibir la revelación de Dios que contenía la Alianza (Ex 24,18); Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches con la fuerza del pan enviado por Dios, hasta llegar a su destino (1 R 19,8); y Nuestro Señor ayunó en el desierto durante cuarenta días como preparación a su vida pública (Mt 4,2).
La pregunta de los Apóstoles (v. 6) indica que todavía piensan en la restauración temporal de la dinastía de David: la esperanza en el Reino parece reducirse para ellos —como para muchos judíos de su tiempo— a la expectación de un dominio nacional judío, bajo el impulso divino, tan amplio y universal como la diáspora. Con su respuesta, el Señor les enseña que tal esperanza es una quimera: los planes de Dios están muy por encima de sus pensamientos; no se trata de una realización política sino de una realidad transformadora del hombre, obra del Espíritu Santo: «Pienso que no comprendían claramente en qué consistía el Reino, pues no habían sido instruidos aún por el Espíritu Santo» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum2).
Cuando el Señor corrige a sus discípulos, sí les especifica claramente cuál debe ser su misión: ser testigos suyos hasta los confines de la tierra (v. 8): El celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 122).
Después (vv. 9-11), el Señor asciende a los cielos. Así se explica la situación actual del cuerpo resucitado de Jesús: «La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su Humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. (...) Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668-669).
Lo sentó a su derecha en los cielos (Ef 1,17-23)
2ª lectura
Los fieles a los que dirige esta carta a los Efesios, en su mayor parte procedentes de la gentilidad, están particularmente interesados por el «conocimiento» de los misterios divinos. Ese afán, aunque podía estar influido por corrientes doctrinales y culturales del momento, era bueno de suyo. Por eso, se pide a Dios el Espíritu de sabiduría y revelación, para conocer lo verdaderamente importante, Jesucristo, en quien reside toda plenitud. Además, el conocimiento del misterio de Cristo constituye un sólido fundamento para la esperanza (v. 18): «La palabra del Apóstol habla de las cosas futuras como ya hechas, como corresponde a la potencia de Dios, pues lo que se ha de llevar a cabo en la plenitud de los tiempos ya tiene consistencia en Cristo, en el que está toda la plenitud; y todo lo que ha de suceder es, más que una novedad, el desarrollo del plan de salvación» (S. Hilario de Poitiers, De Trinitate 11,31).
Vosotros sois testigos (Lc 24,46-53)
Evangelio
En estas últimas palabras del Señor en el Evangelios de San Lucas se compendia todo lo que desarrollará después en el libro de los Hechos de los Apóstoles: está en el designio de Dios la predicación del misterio de Cristo (vv. 46-47), del que aquéllos han sido testigos (v. 48), para la salvación universal (v. 47). La misión apostólica comenzará en Jerusalén (v. 47) porque allí culmina el «éxodo» de Jesús (cfr 9,31) y allí comienza la misión del Espíritu Santo (v. 49). Si Galilea era la tierra de las promesas (24,6), Jerusalén es la del cumplimiento.
Con la Ascensión se consuma la salvación. Jesús, como Sumo Sacerdote, bendice a sus fieles. Su entrada en el cielo no significa sólo la gloria merecida por su Humanidad santísima, sino que señala que nuestra humanidad participa ya en Él de la gloria de la divinidad: «Los Apóstoles y todos los discípulos, que estaban turbados por su muerte en la cruz y dudaban de su resurrección, (...) cuando el Señor subió al cielo, no sólo no experimentaron tristeza alguna, sino que se llenaron de gran gozo. Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las criaturas celestiales, (...) por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona del Hijo» (S. León Magno, Sermo 1 de ascensione Domini 4).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La Ascensión del Señor
1. Nuestro Señor Jesucristo ha subido hoy al cielo; suba con él nuestro corazón. Escuchemos al Apóstol, que dice: Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha del Padre; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra. Como él ascendió sin apartarse de nosotros, de idéntica manera también nosotros estamos ya con él allí, aunque aún no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que tenemos prometido. Él ha sido ensalzado ya por encima de los cielos; no obstante, sufre en la tierra cuantas fatigas padecemos nosotros en cuanto miembros suyos. Una prueba de esta verdad la dio al clamar desde lo alto: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y al decir: tuve hambre y me distéis de comer ¿Por qué nosotros no nos esforzamos en la tierra por descansar con él en el cielo sirviéndonos de la fe, la esperanza, la caridad, que nos une a él? Él está allí con nosotros; igualmente, nosotros estamos aquí con él. Él lo puede por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, aunque no lo podemos en virtud de la divinidad como él, lo podemos, no obstante, por el amor, pero amor hacia él. Él no se alejó del cielo cuando descendió de allí hasta nosotros, ni tampoco se alejó de nosotros cuando ascendió de nuevo al cielo. Que estaba en el cielo mientras se hallaba en la tierra, lo atestigua él mismo: Nadie, dijo, subió al cielo sino quien bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo. No dijo: «El hijo del hombre que estará en el cielo», sino: El hijo del hombre que está en él cielo.
2. El permanecer con nosotros incluso cuando está en el cielo es una promesa hecha antes de su ascensión al decir: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo. Pero también nosotros estamos allí, puesto que él mismo dijo: Regocijaos, porque vuestros nombres han sido escritos en el cielo, a pesar de que con nuestros cuerpos y fatigas quebrantemos la tierra y la tierra nos quebrante a nosotros. Una vez que nos encontremos en su gloria después de la resurrección corporal, ni nuestro cuerpo habitará esta tierra de mortalidad ni nuestro afecto se sentirá inclinado hacia ella; todo él lo tomará de aquí quien tiene las primicias de nuestro espíritu. No hemos de perder la esperanza de alcanzar la perfecta y angélica morada celestial porque él haya dicho: Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo: el hijo del hombre que está en el cielo. Parece que estas palabras se refieren únicamente a él, como si ninguno de nosotros tuviese acceso a él. Pero tales palabras se dijeron en atención a la unidad que formamos, según la cual él es nuestra cabeza y nosotros su cuerpo. Nadie, pues, sino él, puesto que nosotros somos él en cuanto que él es hijo del hombre por nosotros, y nosotros hijos de Dios por él. Así habla el Apóstol: De igual manera que el cuerpo es único y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. No dijo: «Así Cristo», sino así también Cristo. A Cristo, pues, lo constituyen muchos miembros, que son un único cuerpo. Descendió del cielo por misericordia y no asciende nadie sino él, puesto que también nosotros estamos en él por gracia. Según esto, nadie descendió y nadie ascendió, sino Cristo. No se trata de diluir la dignidad de la cabeza en el cuerpo, sino de no separar de la cabeza la unidad del cuerpo. No dice «de tus descendencias», como si fueran muchas, sino: En tu descendencia que es Cristo. Así, pues, llama a Cristo descendencia de Abrahán; y, no obstante, el mismo Apóstol dijo: Pues vosotros sois descendencia de Abrahán. Por tanto, si no se trata de descendencias, como si fueran muchas, sino de una sola, y ésta la de Abrahán, que es Cristo; la de Abrahán, que somos nosotros, cuando él sube al cielo, nosotros no estamos separados de él. No mira con malos ojos el que nosotros vayamos allá quien descendió del cielo, sino que ciclo.» Por eso, robustezcámonos entre tanto; ardamos con todas las llamas del deseo por ello; meditemos en la tierra lo que contamos poseer en el cielo. Entonces nos despojaremos de la carne de la mortalidad; despojémonos ahora de la vetustez del alma: el cuerpo será elevado fácilmente a las alturas celestes si el peso de los pecados no oprimen al espíritu.
3. Por insinuación calumniosa de los herejes, a algunos les intriga el saber cómo el Señor descendió sin cuerpo y ascendió con él; les parece que está en contradicción con aquellas palabras: Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo. ¿Cómo pudo subir al cielo, preguntan, un cuerpo que no bajó de allí? Como si él hubiera dicho: «Nada sube al cielo sino lo que bajó de él.» Lo que dijo fue esto otro: Nadie sube sino quien bajó. La afirmación se refiere a la persona, no a la vestimenta de la persona. Descendió sin el vestido del cuerpo, ascendió con él; pero nadie ascendió, sino quien descendió. Si él nos incorporó a sí mismo en calidad de miembros suyos, de forma que, incluso incorporados nosotros, sigue siendo él mismo, ¡con cuánta mayor razón no puede tener en él otra persona el cuerpo que tomó de la virgen! ¿Quién dirá que no fue la misma persona la que subió a un monte, o a una muralla, o a cualquier otro lugar elevado por el hecho de que, habiendo descendido despojado de sus vestiduras, asciende con ellas, o porque, habiendo descendido desarmado, asciende armado? Como en este caso se dice que nadie subió sino quien descendió, aunque haya subido con algo que no tenía al descender, de idéntica manera, nadie subió al cielo sino Cristo, porque nadie sino él bajó de allí, aunque haya descendido sin cuerpo y haya ascendido con él, habiendo de ascender también nosotros no por nuestro poder, sino por la unión entre nosotros y con él. En efecto, son dos en una sola carne; es el gran sacramento de Cristo y la Iglesia; por eso dice él mismo: Ya no son dos, sino una sola carne.
4. Ayunó cuando fue tentado, a pesar de que, con anterioridad a su muerte, necesitaba el alimento, y, en cambio, comió y bebió una vez glorificado, a pesar de que, después de su resurrección, ya no lo necesitaba. En el primer caso mostraba en su persona nuestra fatiga; en el segundo, en nosotros su consolación; en ambas ocasiones, en el marco de cuarenta días. En efecto, según consta en el evangelio, cuando fue tentado en el desierto antes de la muerte de su carne había ayunado durante cuarenta días; y, a su vez, según lo indica Pedro en los Hechos de los Apóstoles, después de la resurrección de su carne pasó cuarenta días con sus discípulos, entrando y saliendo, comiendo y bebiendo. Bajo el número 40 parece estar simbolizado el transcurso de este mundo en quienes han sido llamados a la gracia por quien no vino a anular la ley, sino a darle cumplimiento 2. Diez son los preceptos de la ley cuando ya la gracia de Cristo se halla difundida por el mundo. El mundo consta de cuatro partes, y 10 multiplicado por 4 da 40, puesto que los que han sido redimidos por el Señor fueron reunidos de todas las regiones: de oriente y de occidente, del norte y del mar. Su ayuno de cuarenta días antes de su muerte equivalía, en cierto modo, a clamar: «Absteneos de los deseos mundanos»; y el comer y beber durante cuarenta días después de la resurrección de la carne equivalía a decir: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo. El ayuno, en efecto, tiene lugar en la tribulación del combate, porque quien compite en la lucha se abstiene de todo; el alimento, en cambio, es propio de la paz esperada, que no será perfecta hasta que nuestro cuerpo, cuya redención anhelamos, no se revista de inmortalidad; cosa que no nos gloriamos de haberla alcanzado ya, pero de la que nos alimentamos en la esperanza. Una y otra cosa hemos de hacer; así lo mostró el Apóstol al decir: Gozando en la esperanza y siendo pacientes en la tribulación, como si lo primero se hallase simbolizado en el alimento, y lo segundo en el ayuno. Una y otra cosa hemos de realizar cuando emprendemos el camino del Señor: ayunar de la vanidad del mundo presente y robustecernos con la promesa del futuro; en el primer caso no apegando el corazón, y en el segundo, poniendo su alimento en lo alto.
(Sermones sobre los tiempos litúrgicos, Sermón 263 A, O.C. (XXIV), BAC Madrid 1983)
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FRANCISCO – Catequesis del 17.IV.13 y Regina Coeli 2014 y 2016
Catequesis en el Año de la Fe 2013
Jesús es nuestro abogado, nos defiende siempre
Queridos hermanos y hermanas:
En el Credo encontramos afirmado que Jesús «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». La vida terrena de Jesús culmina con el acontecimiento de la Ascensión, es decir, cuando Él pasa de este mundo al Padre y es elevado a su derecha. ¿Cuál es el significado de este acontecimiento? ¿Cuáles son las consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la derecha del Padre? En esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.
Partamos del momento en el que Jesús decide emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas señala: «Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de caminar a Jerusalén» (Lc 9, 51). Mientras «sube» a la Ciudad santa, donde tendrá lugar su «éxodo» de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe bien que el camino que le vuelve a llevar a la gloria del Padre pasa por la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia católica afirma que «la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo» (n. 662). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, también cuando requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros programas. La Ascensión de Jesús tiene lugar concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de la Pasión para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más vemos que la oración nos dona la gracia de vivir fieles al proyecto de Dios.
Al final de su Evangelio, san Lucas narra el acontecimiento de la Ascensión de modo muy sintético. Jesús llevó a los discípulos «hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (24, 50-53). Así dice san Lucas. Quisiera destacar dos elementos del relato. Ante todo, durante la Ascensión Jesús realiza el gesto sacerdotal de la bendición y con seguridad los discípulos expresan su fe con la postración, se arrodillan inclinando la cabeza. Este es un primer punto importante: Jesús es el único y eterno Sacerdote que, con su Pasión, atravesó la muerte y el sepulcro y resucitó y ascendió al Cielo; está junto a Dios Padre, donde intercede para siempre en nuestro favor (cf. Hb9, 24). Como afirma san Juan en su Primera Carta, Él es nuestro abogado: ¡qué bello es oír esto! Cuando uno es llamado por el juez o tiene un proceso, lo primero que hace es buscar a un abogado para que le defienda. Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las asechanzas del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados. Queridísimos hermanos y hermanas, contamos con este abogado: no tengamos miedo de ir a Él a pedir perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: nos defiende siempre. No olvidéis esto. La Ascensión de Jesús al Cielo nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios; Él nos abrió el camino; Él es como un jefe de cordada cuando se escala una montaña, que ha llegado a la cima y nos atrae hacia sí conduciéndonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él, estamos ciertos de hallarnos en manos seguras, en manos de nuestro salvador, de nuestro abogado.
Un segundo elemento: san Lucas refiere que los Apóstoles, después de haber visto a Jesús subir al cielo, regresaron a Jerusalén «con gran alegría». Esto nos parece un poco extraño. Generalmente cuando nos separamos de nuestros familiares, de nuestros amigos, por un viaje definitivo y sobre todo con motivo de la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no veremos más su rostro, no escucharemos más su voz, ya no podremos gozar de su afecto, de su presencia. En cambio el evangelista subraya la profunda alegría de los Apóstoles. ¿Cómo es esto? Precisamente porque, con la mirada de la fe, ellos comprenden que, si bien sustraído a su mirada, Jesús permanece para siempre con ellos, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos.
San Lucas narra el hecho de la Ascensión también al inicio de los Hechos de los Apóstoles, para poner de relieve que este acontecimiento es como el eslabón que engancha y une la vida terrena de Jesús a la vida de la Iglesia. Aquí san Lucas hace referencia también a la nube que aparta a Jesús de la vista de los discípulos, quienes siguen contemplando al Cristo que asciende hacia Dios (cf. Hch 1, 9-10). Intervienen entonces dos hombres vestidos de blanco que les invitan a no permanecer inmóviles mirando al cielo, sino a nutrir su vida y su testimonio con la certeza de que Jesús volverá del mismo modo que le han visto subir al cielo (cf. Hch 1, 10-11). Es precisamente la invitación a partir de la contemplación del señorío de Cristo, para obtener de Él la fuerza para llevar y testimoniar el Evangelio en la vida de cada día: contemplar y actuar ora et labora —enseña san Benito—; ambas son necesarias en nuestra vida cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo; ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos: contamos con este abogado que nos espera, que nos defiende. Nunca estamos solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros se encuentran numerosos hermanos y hermanas que, en el silencio y en el escondimiento, en su vida de familia y de trabajo, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto a nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, que subió al Cielo, abogado para nosotros. Gracias.
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Regina Coeli 2014
El Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). “Ir”, o mejor, “salir” se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.
Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles –y también nuestra mirada– a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!
Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: “Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das”. Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.
Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad “en salida”. Es más: la Iglesia nació “en salida”. Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre “en salida” con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.
A sus discípulos misioneros Jesús dice: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.
Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.
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Regina Coeli 2016
El Espíritu Santo es el artífice del testimonio que cada bautizado ofrece al mundo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, acaecida cuarenta días después de la Pascua. Contemplamos el misterio de Jesús que sale de nuestro espacio terreno para entrar en la plenitud de la gloria de Dios, llevando consigo nuestra humanidad. Es decir, nosotros, nuestra humanidad entra por primera vez en el cielo. El Evangelio de Lucas nos muestra la reacción de los discípulos ante el Señor que «se separó de ellos y fue llevado al cielo» (24, 51). No hubo en ellos dolor y desconsuelo, sino que se postraron «ante él, y se volvieron a Jerusalén con gran gozo» (v. 52). Es el regreso de quien no teme ya a la ciudad que había rechazado al Maestro, que había visto la traición de Judas y la negación de Pedro, había visto la dispersión de los discípulos y la violencia de un poder que se sentía amenazado. A partir de aquel día para los apóstoles y para todo discípulo de Cristo fue posible habitar en Jerusalén y en todas las ciudades del mundo, también en las más atormentadas por la injusticia y la violencia, porque sobre todas las ciudades está el mismo cielo y cualquier habitante puede alzar la mirada con esperanza. Jesús, Dios, es un hombre verdadero, con su cuerpo de hombre está en el cielo. Y esta es nuestra esperanza, es nuestra ancla, y nosotros estamos firmes en esta esperanza si miramos al cielo.
En este cielo habita aquel Dios que se ha revelado tan cercano que llegó a asumir el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret. Él permanece para siempre el Dios-con-nosotros —recordemos esto: Emmanuel, Dios con nosotros— y no nos deja solos. Podemos mirar hacia lo alto para reconocer delante de nosotros nuestro futuro. En la Ascensión de Jesús, el crucificado resucitado, está la promesa de nuestra participación en la plenitud de vida junto a Dios.
Antes de separarse de sus amigos, Jesús, refiriéndose al evento de su muerte y resurrección, les había dicho: «Vosotros sois testigos de estas cosas» (v. 48). Es decir, los discípulos son testigos de la muerte y de la resurrección de Cristo, ese día, también de la Ascensión de Cristo. Y, en efecto, después de haber visto a su Señor subir al cielo, los discípulos regresaron a la ciudad como testigos que con gozo anuncian a todos la vida nueva que viene del Crucificado resucitado, en cuyo nombre «se predicarán a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados» (v. 47). Este es el testimonio —hecho no sólo de palabras sino también con la vida cotidiana—, el testimonio que cada domingo debería salir de nuestras iglesias para entrar durante la semana en las casas, en las oficinas, en la escuela, en los lugares de encuentro y de diversión, en los hospitales, en las cárceles, en las casas para ancianos, en los lugares llenos de inmigrantes, en las periferias de la ciudad... Este testimonio nosotros debemos llevarlo cada semana: ¡Cristo está con nosotros; Jesús subió al cielo, está con nosotros; Cristo está vivo!
Jesús nos ha asegurado que en este anuncio y en este testimonio seremos «revestidos de poder desde lo alto» (v. 49), es decir, con el poder del Espíritu Santo. Aquí está el secreto de esta misión: la presencia entre nosotros del Señor resucitado, que con el don del Espíritu continúa abriendo nuestra mente y nuestro corazón, para anunciar su amor y su misericordia también en los ambientes más refractarios de nuestras ciudades. Es el Espíritu Santo el verdadero artífice del multiforme testimonio que la Iglesia y cada bautizado ofrece al mundo. Por lo tanto, no podemos jamás descuidar el recogimiento en la oración para alabar a Dios e invocar el don del Espíritu. En esta semana, que nos lleva a la fiesta de Pentecostés, permanezcamos espiritualmente en el Cenáculo, junto a la Virgen María, para acoger al Espíritu Santo. Lo hacemos también ahora, en comunión con los fieles reunidos en el Santuario de Pompeya para la tradicional súplica.
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BENEDICTO XVI – Homilía 2009 y Regina Coeli 2010 y 2012
Homilía 2009
Fe en la presencia real de Jesús en la historia
Queridos hermanos y hermanas:
“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que “fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús “fue elevado”? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo “elevar” tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.
Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús “fue elevado” (Hch 1, 9), y luego se añade que “ha sido llevado” (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que “lo ocultó a sus ojos” (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de “sentarse a la derecha de Dios”.
En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El “cielo”, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén “con gran gozo” (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon “con gran gozo”. Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los “dos hombres vestidos de blanco”, no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Queridos hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor “desaparecido”, sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús “ausente”, sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su “presencia gloriosa” de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras “prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva” (Lumen gentium,8).
Hermanos y hermanas de esta querida comunidad diocesana, la solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien “dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (...) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar “a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios” (Ef 4, 13), teniendo todos la vocación común a formar “un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que estamos llamados” (Ef 4, 4). En este marco se coloca mi visita que, como ha recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a “construir, fundar y reedificar” constantemente vuestra comunidad diocesana en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a Cristo: “Christo nihil omnino praeponere” (LXII, 11).
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Regina Coeli 2010
Jesús permanece y está cerca de cada uno de nosotros
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en Italia y otros países se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Este domingo celebramos, además, la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, sobre el tema: “El sacerdote y la pastoral en el mundo digital: los nuevos medios de comunicación al servicio de la Palabra”. En la liturgia se narra el episodio de la última vez que el Señor Jesús se separó de sus discípulos (cf. Lc 24, 50-51; Hch 1, 2.9); pero no se trata de un abandono, porque él permanece para siempre con ellos –con nosotros– de una forma nueva. San Bernardo de Claraval explica que la Ascensión de Jesús al cielo se realiza en tres grados: “El primero es la gloria de la resurrección; el segundo, el poder de juzgar; y el tercero, sentarse a la derecha del Padre” (Sermo de Ascensione Domini, 60, 2: Sancti Bernardi Opera, t. VI, 1, 291, 20-21). Inmediatamente antes de este acontecimiento tuvo lugar la bendición de los discípulos, que los preparó a recibir el don del Espíritu Santo, para que la salvación fuera proclamada en todas partes. Jesús mismo les dijo: “Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre” (Lc 24, 48-49).
El Señor atrae la mirada de los Apóstoles –nuestra mirada– hacia el cielo para indicarles cómo recorrer el camino del bien durante la vida terrena. Sin embargo, él permanece en la trama de la historia humana, está cerca de cada uno de nosotros y guía nuestro camino cristiano: acompaña a los perseguidos a causa de la fe, está en el corazón de los marginados, se halla presente en aquellos a los que se niega el derecho a la vida. Podemos escuchar, ver y tocar al Señor Jesús en la Iglesia, especialmente mediante la palabra y los sacramentos. A este propósito, exhorto a los muchachos y jóvenes que en este tiempo pascual reciben el sacramento de la Confirmación a permanecer fieles a la Palabra de Dios y a la doctrina que han aprendido, como también a acercarse asiduamente a la Confesión y a la Eucaristía, conscientes de haber sido elegidos y constituidos para testimoniar la Verdad. Renuevo también mi invitación especial a los hermanos en el sacerdocio a que “con su vida y sus obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico” (Carta de convocatoria del Año sacerdotal) y sepan utilizar con sabiduría también los medios de comunicación, para dar a conocer la vida de la Iglesia y ayudar a los hombres de hoy a descubrir el rostro de Cristo (cf. Mensaje para la 44ª Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24.I.10).
Queridos hermanos y hermanas, el Señor, al abrirnos el camino del cielo, nos permite saborear ya en esta tierra la vida divina. Un autor ruso del siglo XX, en su testamento espiritual, escribió: “Observad más a menudo las estrellas. Cuando tengáis un peso en el alma, mirad las estrellas o el azul del cielo. Cuando os sintáis tristes, cuando os ofendan,... deteneos a mirar el cielo. Así vuestra alma encontrará la paz” (N. Valentini − L.ák (ed.), Pavel A. Florenskij. Non dimenticatemi. Le lettere dal gulag del grande matematico, filosofo e sacerdote russo, Milán 2000, p. 418). Doy gracias a la Virgen María, a quien en los días pasados pude venerar en el santuario de Fátima, por su materna protección durante la intensa peregrinación a Portugal. A ella, que vela por los testigos de su Hijo amado, dirigimos con confianza nuestra oración.
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Regina Coeli 2012
En Cristo nuestra humanidad es llevada a la altura de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
Cuarenta días después de la Resurrección —según el libro de los Hechos de los Apóstoles—, Jesús sube al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio no se celebra el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación. Después de haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al cielo (cf. Mc 16, 19). Él entretanto «no se separó de nuestra condición» (cf. Prefacio); de hecho, en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así reveló el destino final de nuestra peregrinación terrena. Del mismo modo que por nosotros bajó del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano. San León Magno explica que con este misterio «no solamente se proclama la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. De hecho, hoy no solamente se nos confirma como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en las alturas del cielo» (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: ccl 138 a, 451.453). Por esto, los discípulos cuando vieron al Maestro elevarse de la tierra y subir hacia lo alto, no experimentaron desconsuelo, como se podría pensar; más aún, sino una gran alegría, y se sintieron impulsados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cf. Mc 16, 20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio. Lo escribe también san Pablo: «Ha dado dones a los hombres... Ha constituido a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores... para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos... a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que rezamos, la tierra se une al cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo alto su humo, así cuando elevamos al Señor nuestra oración confiada en Cristo, esta atraviesa los cielos y llega a Dios mismo, que la escucha y acoge. En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos, por último, a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales, que el Señor nos promete, y a ser testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera vida.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
“JESUCRISTO SUBIO A LOS CIELOS, Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”
659. “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo “como un abortivo” (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).
660. El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía [...] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
661. Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que “salió del Padre” puede “volver al Padre”: Cristo (cf. Jn 16,28). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).
662. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, “no [...] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre [...], sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. “De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). Como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
663. Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).
664. Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
Resumen
665. La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3).
666. Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con Él eternamente.
667. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.
“DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”
I. VOLVERA EN GLORIA
Cristo reina ya mediante la Iglesia...
668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio” (LG 3), “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 5).
670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Ts 2, 7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no [...] haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20; cf. 1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tribulación” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
697. La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre “con su sombra” para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien “vino en una nube y cubrió con su sombra” a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: “Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle”» (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que “ocultó a Jesús a los ojos” de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).
Cristo, Cabeza de este Cuerpo
792. Cristo “es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la redención. Elevado a la gloria del Padre, “él es el primero en todo” (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas.
I. LA MATERNIDAD DE MARIA RESPECTO DE LA IGLESIA
Totalmente unida a su Hijo...
965. Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).
IV. “QUE ESTAS EN EL CIELO”
2795. El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es, por tanto, nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Seréis mis testigos
Entre los evangelistas, Lucas es el que da más realce a la Ascensión de Cristo al cielo. Con ella él termina el Evangelio y con ella inicia el libro de los Hechos de los Apóstoles. Un modo, éste, para afirmar que la Ascensión cierra «el tiempo de Jesús» e inaugura «el tiempo de la Iglesia». Pero, escuchemos cómo viene explicado el hecho en el Evangelio:
«Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios».
Si queremos, en verdad, que la fiesta de la Ascensión sea una «fiesta» y que no se asemeje, por el contrario, a un triste adiós, es necesario comprender la diferencia radical que hay entre una desaparición y una partida. Quien parte ya no está no se encuentra más; quien desaparece puede estar todavía allí, a dos pasos, sólo que alguna cosa impide vedo. La partida causa una ausencia; la desaparición inaugura una presencia encubierta. Con la Ascensión Jesús no ha partido, no se ha «ausentado», sino que, por el contrario, se ha establecido para siempre en medio de nosotros.
Sobre este punto las representaciones tradicionales de la Ascensión pueden llevarnos completamente fuera de lugar. Los pintores, ¿cómo han representado a la Ascensión? Jesús sube al cielo, María y los apóstoles le miran cómo se aleja y permanecen con la cabeza mirando a lo alto. La verdadera Ascensión no ha sido nunca representada y no puede ni siquiera ser simbolizada. Se puede representar una partida, un adiós; pero, no una desaparición; porque lo que desaparece, por definición, no aparece más. Jesús desaparece, sí, de la vista de los apóstoles; pero, para estar presente de otro modo, más íntimo, no fuera sino dentro de ellos. Sucede como en la Eucaristía: mientras que la hostia está fuera de nosotros la vemos, la adoramos; cuando la recibimos y comulgamos no la vemos más, ha desaparecido, pero para estar ahora dentro de nosotros. Se ha inaugurado una presencia nueva y más dinámica.
La Ascensión es, por lo tanto, una intensificación de la presencia de Cristo, no una ascensión local, que lo alejaría de nosotros. Como él no ha abandonado al Padre viniendo a nosotros mediante la encarnación, así no se ha separado de nosotros para volver al Padre. No ha restablecido las distancias entre el cielo y la tierra, más bien, por el contrario, ha asegurado establemente la comunicación entre ellos. Si no estuviese desaparecido según la carne, habría estado visible para algunos hombres en Judea; de este modo nuevo, espiritualizado, está presente en todos los hombres de todos los tiempos.
Pero, surge una objeción. Si no es ya más visible, ¿cómo será creído en el mundo?, ¿cómo actuarán los hombres para creer en esta su presencia? La respuesta es: ¡él quiere hacerse visible a través de sus discípulos! Bien sea en el Evangelio como en los Hechos, el evangelista Lucas asocia estrechamente el tema del testimonio al de la Ascensión:
«Vosotros sois testigos de estas cosas».
El «vosotros» indica en primer lugar a los apóstoles, que han estado junto con Jesús. Y, de hecho, después de Pentecostés ellos no hacen otra cosa que dar testimonio de Cristo.
Proclaman a todos: «A este Jesús Dios le resucitó de lo cual nosotros somos testigos» (Hechos 2, 32). Y también: «La Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio» (1 Juan 1,2): así comienza la primera carta de Juan. Después de los apóstoles, este testimonio, por así decir «oficial», esto es, ligado al oficio, pasa a sus sucesores, a los obispos y a los sacerdotes, que son definidos, en efecto, en un texto del concilio Vaticano II, «testigos de Cristo y del Evangelio» (cfr. Lumen gentium, 21). Pero, en sentido amplio testigos son todos los bautizados y creyentes en Cristo. Dice poco después el mismo documento del concilio (n. 38) que «cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y señal del Dios vivo»
Si todos debemos ser testigos, es necesario saber quién es y qué debe hacer un testigo. Testigo es uno que «atestigua», que afirma una cosa. Pero, no todos los que atestiguan algo son testigos, sólo quien refrenda una cosa que ha visto y ha oído en persona. Quien refiere una cosa sabida por otros podrá atestiguar sólo que Ticio o Cayo han dicho aquella determinada cosa, no que aquella cosa sea verdadera.
Ha llegado a ser célebre la afirmación de Pablo VI: «El mundo tiene necesidad de testigos, más que de maestros». ¡Esto es muy verdadero! Es relativamente fácil ser maestro; bastante menos ser testigo. En efecto, el mundo se atarea por el gran número de maestros, verdaderos o falsos; pero, escasea de testigos. Entre los dos roles, hay la misma diferencia que existe, según el proverbio, entre el decir y el hacer. Los hechos, dice un proverbio inglés, hablan más fuerte que las palabras.
El testigo es uno que habla con la vida. En este sentido, el modelo de todo testigo es Cristo mismo, quien ante Pilatos se definió como «testigo de la verdad» (Juan 18,37) y que la Escritura llama el «testigo fiel» (Apocalipsis 1,5). Él, en efecto, ha vivido hasta la última coma o tilde lo que ha enseñado y ha dado la propia vida para ser testigo de la verdad. Lo siguen de cerca los «super-testigos», que son los mártires. El siglo, apenas traspasado, ha sido probablemente el que ha visto mayor número de mártires, más aún que en la era de las persecuciones. Pensemos en Maximiliano Kolbe, Edith Stein, Oscar Romero, los siete monjes trapenses de Thibirina en Argelia, las hermanas y los misioneros que de vez en cuando figuran entre las víctimas de guerras y guerrillas en África y en América latina. Así como el gran número de sacerdotes, religiosos y religiosas, junto con los seglares, que dieron su vida por Cristo en la guerra civil española (1936-1939), ya reconocidos como mártires por la misma Iglesia al beatificarlos o elevarlos a los altares.
Pero, no podemos detenemos en estos nombres. Terminaríamos por perder de vista lo que nos ha recordado el Concilio: que cada bautizado debe ser testigo de Cristo. Existe, asimismo, el así llamado «martirio cotidiano», esto es, el testimonio de cada día, que a veces no es menos exigente que el martirio de sangre.
Un padre y una madre creyentes deben ser para sus hijos «los primeros testigos de la fe» (esto es lo que pide para ellos la Iglesia a Dios en la bendición, que sigue al rito nupcial). Demos un ejemplo concreto. En este período del año muchos niños se acercan a recibir la primera comunión o la confirmación. Una mamá o un papá creyentes pueden ayudar al niño a repasar el catecismo, explicarle el sentido de las palabras y ayudarle a memorizar las respuestas. ¡Hacen una cosa bellísima y, ojalá, hubieren muchos en disposición de hacerlo! Pero, ¿qué debe pensar el niño, si después de todo lo que los padres le han dicho y hecho con ocasión de su primera comunión, ellos se dejasen después sistemáticamente de ir a Misa el Domingo, no hiciesen nunca ni siquiera el signo de la cruz y no pronunciasen nunca una oración? Han sido maestros, pero no testigos.
El testimonio de los padres, naturalmente, no debe limitarse al tiempo de la primera comunión o de la confirmación de los hijos. Con su modo de corregir y de perdonar al niño y de perdonarse entre sí, de hablar con respeto de los ausentes, de comportarse ante un pobre que les pide limosna, con los comentarios que hacen al escuchar las noticias del día en presencia de los hijos, los padres tienen cada día la posibilidad de dar testimonio de su fe. El alma de los niños es como una cartelera fotográfica: todo lo que vieron y escucharon en los años de infancia reincidirá en ellos y un día «se desarrollará» y traerá sus frutos, buenos o malos.
Jesús sabe bien que nosotros por sí solos no somos capaces de dar testimonio. Abandonados a nosotros mismos, no podemos más que repetir lo que hizo Pedro durante la Pasión, esto es, decir de Cristo, con hechos y no con palabras: «No conozco a ese hombre» (cfr. Mateo 26, 74). He ahí por qué, antes de desaparecer de su mirada, Jesús les hace a sus discípulos una promesa:
«Vosotros recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra».
Un motivo más para vivir intensamente la novena de Pentecostés y prepararnos para la fiesta de la venida del Espíritu Santo del próximo Domingo.
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Dar testimonio de Cristo vivo
La ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo es la evidencia más tangible de que Él es el Hijo de Dios, que bajó del cielo para hacerse hombre y morir por la salvación de los hombres, que descendió a los infiernos anunciando su victoria, que resucitó de entre los muertos y subió a los cielos, para sentarse a la derecha de su Padre y ser glorificado con la gloria que tenía antes de que el mundo existiera, y que al mismo tiempo se ha quedado en el mundo en la Eucaristía y en cada hijo de Dios.
Jesús, Rey y Señor, ha destinado a sus apóstoles, a los sucesores de los apóstoles y a los sacerdotes que ellos ordenan, para que hagan sus obras y lleven el Evangelio a todos los pueblos, para que todos puedan conocerlo y crean en Él.
Conquistar los corazones de los hombres es una misión y responsabilidad muy grande, porque el que crea será salvado, pero el que se resista a creer será condenado.
Eleva tú la mirada al cielo, y recibe los dones y gracias que el Señor te envía por la acción del Espíritu Santo, para que, fortalecido, puedas cumplir con tu misión como testigo de que Cristo está vivo, llevando la buena nueva y dando testimonio con tu vida de que Él vive en ti, haciendo sus obras, viviendo tu vida ordinaria con los pies en la tierra, pero con el corazón en el cielo, que es en donde están tus tesoros.
Pero no te quedes mirando al cielo, no tengas miedo, llénate de valor y ve a anunciar que Cristo ha vencido al mundo.
Alégrate, porque tú has creído en el Señor y en sus promesas, y Él te ha prometido que estará contigo todos los días hasta el fin del mundo.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Esperando la Fuerza de lo Alto
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Después de vivir entre los hombres y una vez cumplida hasta el final la misión para la que el Hijo de Dios tomó carne de María, la Virgen, se elevó al Cielo en presencia de sus discípulos. Concluye así la presencia visible de Jesucristo entre los hombres, aunque no, desde luego, su acción en el mundo, como bien se desprende de sus palabras, que hoy ofrece la Iglesia a nuestra consideración.
Aquel día el Señor, antes de abandonar físicamente a los discípulos, hizo un breve resumen de lo que había sido su tarea durante su vida terrena, recordando los momentos más decisivos para nuestra salvación. Con gran concisión, pero con toda exactitud, manifiesta lo que espera de ellos, el sentido de la misión que les encomienda y la fuerza que están a punto de recibir para ser capaces de llevarla a cabo.
Se había cumplido ya, con su muerte y resurrección, la profecía anunciada por el mismo Dios inmediatamente después del primer pecado: que para lo que había sido el único verdadero mal de los hombres vendría un Salvador, el Mesías. Pues quiso Dios que el hombre, creado a su imagen y semejanza y con capacidad de amarle, pudiera salvar el inmenso abismo que, al haber pecado, lo alejaba de Él y del Paraíso de su intimidad que le tenía reservado. Ese primer pecado y los demás que son consecuencia de nuestra acción libre y de la debilidad causada por aquél, eran el verdadero mal que pesaba sobre la humanidad, muy superior a todas las demás desgracias humanas. Pero ya estaban abiertas las puertas del Cielo; pues, al hacerse hombre el Hijo de Dios, pudo merecer de modo infinito y reparar, por su Pasión y muerte, el pecado. Así, pues, aunque ofendemos a Dios y lo perdemos, siendo nuestro único verdadero bien, gracias al amor divino manifestado en Jesucristo, podemos ser perdonados si, arrepentidos, aceptamos la conversión que nos ofrece.
No comprendieron los judíos la Salvación que Dios brinda a los hombres. Esperaban sólo un remedio a sus males terrenos. Tenían puesta la esperanza en un libertador que los sacara de la opresión política que padecían y les diera un gran bienestar material. Tendría que ser, en ese caso, un gran guerrero, un rey revestido de poderío y riquezas... De un mesías así se sentirían orgullosos, le seguirían seguros, pues en poco tiempo –pensaban– se verían libres, por él, de tantas desgracias materiales que les oprimían y consideraban indignas para el pueblo elegido por Dios. Más de una vez le echaron, por ejemplo, en cara –sin fundamento, por otra parte– la bajeza de su linaje: ¿no es este el hijo de José?... Pensaban que de la familia de un artesano no cabía esperar gran cosa.
Tuvo que hacer milagros sin cuento para mostrar su naturaleza divina, probando así que era superior a cuantos profetas le precedieron: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan sanos y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se anuncia el Evangelio. De esta manera respondió a los que le preguntaron de parte del Bautista si era Él al que esperaban. Y, más tarde: las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. (...) Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. (...) Y, por fin: Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí, y también a mi Padre.
Seamos nosotros francos. A poco sinceros que somos reconocemos la maldad de nuestra vida. ¡Cuántas veces vemos a diario que deberíamos comportarnos mejor porque el Señor lo espera!: en casa, en el trabajo, con los amigos, en nuestro trato con Dios...; y, sin embargo, dejamos pasar esas oportunidades cediendo al capricho y no amando a Dios. Hasta le ofendemos –y nos damos cuenta– con frecuencia de modo expreso, tan pobre es nuestra condición. Nos sucede lo que a los que vieron los milagros y escucharon las palabras del mismo Cristo: nos consta que es Dios quien nos pide esa otra conducta más heroica; y, sin embargo, nuestras obras por el Señor no se corresponden a las suyas por nosotros.
Quizá nos sucede a estas alturas, con años ya de vida de fe, lo que a los discípulos del Señor: que aún después de su muerte, después de que les perdonara haberle abandonado, y habiéndole visto gloriosamente resucitado, necesitan ser vitalizados con el mismo Espíritu de Dios, con el Espíritu Santo. Es preciso que sean revestidos de la fuerza de lo alto, según su promesa, que hoy recordamos, para llevar a cabo lo que Dios –que los envía– espera de ellos.
Mientras aguardamos, pues, la Solemnidad de Pentecostés, que Dios mediante celebraremos el próximo domingo, nos encomendamos con más fuerza al Paráclito en los días de su Decenario que asimismo estamos celebrando.
Con la ayuda de nuestra Madre, Esposa de Dios Espíritu Santo, sabremos proponernos alguna invocación como la del himno...: Infunde amorem cordibus!, ¡llena de amor los corazones!, ¡llena de Amor Tuyo mi corazón!
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
¡También el mundo es de Cristo!
La solemnidad de la Ascensión que celebramos hoy está invadida por un sentido grande y solemne de alegría: “Exulta de santa alegría tu Iglesia, Señor, por el misterio que celebra en esta liturgia de alabanza” (Oración). La de hoy no es por lo tanto una liturgia melancólica de despedida a Jesús que deja la tierra y regresa a su tranquilo paraíso, sino una liturgia de alabanzas y exultación. Descubrir el motivo de estas alabanzas y de esta exultación significa celebrar el verdadero misterio de este día.
La oración litúrgica así recordada expresaba este misterio: “En Cristo ascendido al cielo nuestra humanidad es elevada hasta Dios y nosotros, miembros de su cuerpo, vivimos en la esperanza de alcanzar nuestra Cabeza en la gloria”. San Pablo escribe que en Cristo Jesús, Dios nos resucitó a todos nosotros y nos hizo reinar en los cielos (cf. Ef. 2,6). No obstante, por el momento, sólo hemos presentado una candidatura, aunque fuerte y segura, una especie de ancla arrojada desde el mar a tierra firme. Debe traducirse en realidad, para cada uno y para el mundo entero, cuando él vuelva. Podríamos recordar aquellas palabras de la carta a los Hebreos: Tenemos un Sumo Sacerdote tan grande que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en el cielo... Tenemos, por lo tanto, plena seguridad de que podemos entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo que es su carne (Heb. 8,1; 10,19-20). La Ascensión celebra, de alguna manera, la apertura de esta senda nueva y viviente, para llegar a Dios, que es Cristo inmolado y resucitado.
En otros tiempos, estos pensamientos bastaban por sí solos para inflamar de entusiasmo a los creyentes: certeza y esperanza, todo apuntaba hacia el cielo, o sea hacia un futuro puesto “en lo alto”, fuera de este mundo o al final de él. Hoy sentimos que todo eso, pese a decir lo esencial, no dice todo; la Ascensión esconde algún otro misterio.
A diferencia de los relatos sinópticos, san Pablo no dice simplemente que Jesús fue “elevado al cielo”, que “les ha sido quitado” sino que “lo elevó por encima de” todo lo que existe, en el sentido de que fue hecho jefe de todo y en el sentido de que “puso todas las cosas bajo sus pies” (II lectura): Cristo subió más allá de los cielos, para colmar todo el universo (Ef. 4,10); lo mismo se lee en la carta de Pedro: Jesús, subido al cielo y sentado a la diestra de Dios, obtuvo la soberanía sobre los ángeles, las Dominaciones y las Potestades (cf. 1 Ped. 3,22). La fiesta de la Ascensión es por lo tanto una fiesta de entronización; celebra a Cristo resucitado en tanto constituido por el Padre Señor, o sea soberano del mundo. De ahí la elección, para esta liturgia, del Salmo 46 que es justamente un salmo de entronización:
El Señor asciende entre aclamaciones,
asciende al sonido, de trompetas...
El Señor es el Rey de toda la tierra,
cántenle un hermoso himno.
El Señor reina sobre las naciones,
el Señor se sienta en su trono sagrado.
En Jesucristo, Dios volvió a ejercitar de manera nueva y directa su soberanía sobre el mundo y las naciones. El mundo nos aparece ahora como la nueva “túnica inmaculada” con la que estaba revestido Cristo, aparece como “el trono de su gloria”, además del escabel de sus pies. Naturalmente, aquí no se habla del mundo “puesto bajo el maligno”, o sea, del mundo entendido en sentido moral, sino de lo que hay de positivo en el mundo en la medida en que ha sido creado por Dios.
Jesús y el mundo: debemos profundizar esta relación de la que la fiesta —y el hecho— de la Ascensión es signo y expresión. En un sermón para la Ascensión, San León Magno decía que «todo lo que había de visible en nuestro Redentor, con su Ascensión, pasó a los ritos sacramentales y al magisterio, cuya autoridad sustituyó la observación y la escucha directa de él» (Ser. 2 Sull’Ascensione, PL 54, 397ssq.). Esto es verdad y en la fiesta del año pasado nos detuvimos justamente en ese pensamiento: Cristo permanece entre nosotros en la Iglesia también después de la Ascensión. Pero su presencia no se agota totalmente aquí; hay otra presencia, acaso más oculta, pero más amplia que cubre todo el mundo. Se ha convertido en el mundo «de nuestro Señor Jesucristo»: El dominio del mundo ha pasado a manos de nuestro Señor y de su Mesías (Apoc. 11,15). Y esto porque el Padre le dio el nombre que está más allá de cualquier otro nombre —o sea, el nombre de Señor, de Kyrios— frente al cual debe doblar toda rodilla: los cielos, la tierra y lo que está bajo tierra (cf. Flp. 2, 9-10).
No terminaríamos más de “separar” todo lo que está “incluido” en esta afirmación de fe. Desde esta perspectiva, ya no nos parece temerario el hecho de que alguien haya podido decir: «La vida es un paraíso, y todos estamos en un paraíso pero no queremos reconocerlo: porque si tuviéramos la voluntad para reconocerlo, mañana mismo se instalaría en todo el mundo el paraíso» (F. Dostoievski). Porque el Paraíso —el Cielo— está donde se encuentra Cristo, y Cristo, se encuentra, de alguna manera, en el mundo.
Su presencia tiene un punto de máxima concentración que es el hombre: cada hombre, no sólo el hermano en la fe y el miembro de la misma Iglesia; si hay algo que, desde este punto de vista, pone a un hombre por encima de otro, es el grado de su pobreza, sufrimiento y humillación: con esto la identificación por parte de Cristo es total: “A mí me lo hicieron”. Esto es verdad; pero por qué no recordar, al menos una vez, que todo el mundo —no sólo el hombre— es de Cristo, aunque todo lo creado sea “para el hombre”; que no se puede, por lo tanto, dañar el aire y el agua, cortar todas las plantar, matar a todos los animales, porque forman parte del reino de Cristo y tienen una belleza y un fin propio que no pueden ser sacrificados a los peores caprichos e instintos del hombre. ¡Cómo sentía todo eso san Francisco! Él no se limitaba a respetar a las creaturas: las amaba, porque veía en todas un reflejo de la gloria de Dios que en Cristo volvió a cubrir y renovar la faz de la tierra; todo le hablaba de Jesucristo. En una antiquísima fuente cristiana (el Evangelio apócrifo de Tomás) se refiere este dicho como pronunciado por Jesús: «Si cortas la leña, allí estoy yo; si levantas la piedra, allí estoy yo».
Desde el comienzo de la Iglesia, se oye entre los cristianos la pregunta: ¿Cómo será la venida del Hijo del hombre y cuáles serán los signos? (cf. Mt. 24, 3). Hoy nos parece vislumbrar una respuesta nueva a esa pregunta que se une a la antigua: la venida del Hijo del Hombre no procederá sólo “del cielo”, sino, simultáneamente, también de la tierra; se producirá cuando esa presencia, de la cual está preñado el mundo, se revele en toda su gloria, cuando nada impida a sus «ojos que lo reconocieran»“ (cf. Lc. 24, 16); cuando haya terminado la espera de la creación y haya alcanzado también ella el día del parto (cf. Rom. 8,19ssq.). Entonces, podrá hacer su ingreso en la nueva Jerusalén, seguido por todos sus santos y entregar el mundo al Padre para que Dios sea entonces todo en todos (cf. 1 Cor. 15,28).
La Eucaristía que ahora celebramos anticipa ese momento: en ella, en el ofertorio, a través de los elementos del pan y el vino, el mundo material va hacia Jesucristo y, a través de nosotros, en la comunión, ¡Jesucristo va hacia el mundo! Se apodera de él, por así decirlo y lo invade, como fuego que camina sobre los rastrojos... El que tiene esta esperanza en él, se purifica (1 Jn. 3,3).
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la fiesta de la Ascensión (12-V-1983)
– Reforzamiento de la fe y de le esperanza
“¡Asciende el Señor entre aclamaciones!”.
Para la Iglesia entera y también para la humanidad es motivo de alegría profunda la celebración litúrgica del misterio de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, que fue exaltado y glorificado solemnemente por Dios. A Cristo que vuelve al Padre aplica hoy la liturgia las palabras jubilosas que dedica el Salmista al Eterno:
“Dios desciende entre aclamaciones,/ El Señor al son de trompetas./ Pueblos todos, batid palmas,/ aclamad a Dios con gritos de júbilo./ Porque Dios es el rey del mundo,/ Dios reina sobre las naciones,/ Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46(47),6-9).
En este “misterio de la vida de Cristo” meditamos, por una parte, la glorificación de Jesús de Nazaret muerto y resucitado, y, por otra, también su marcha de esta tierra y su vuelta al Padre.
Esta glorificación, incluido su aspecto cósmico, San Pablo la acentúa cuando nos habla de la grandeza extraordinaria del poder de Dios respecto de nosotros, que se manifiesta en Cristo “resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado y potestad... y de todo nombre conocido no sólo en este mundo, sino en el futuro” (Ef 1,20).
La Ascensión de Cristo constituye una de las etapas fundamentales de la “historia de la salvación”, es decir, del plan misericordioso y salvífico de Dios para la humanidad. Santo Tomás de Aquino, en sus meditaciones sobre los “misterios de la vida de Cristo”, subraya maravillosamente, con su precisión neta y profunda, que la Ascensión es causa de nuestra salvación bajo dos aspectos. De parte nuestra, porque la mente se centra en Cristo a través de la fe, esperanza y caridad; y de su parte, en cuanto al subir nos prepara el camino para ascender nosotros también al cielo; siendo Él nuestra Cabeza, es necesario que los miembros le sigan allí donde Él les ha precedido. “La Ascensión de Cristo al cielo es directamente causa de nuestra ascensión, pues se incoa en nuestra Cabeza y a ésta deben unirse los miembros” (S. Th. III, 57,6, ad 2).
– Divinidad de Cristo y dignidad del hombre
La Ascensión no es sólo la glorificación definitiva de Jesús de Nazaret, sino también la prenda y garantía de la exaltación, de la elevación de la naturaleza humana. Nuestra fe y esperanza de cristianos se refuerzan y corroboran hoy, pues nos invita a meditar en nuestra pequeñez, sí, en nuestra fragilidad y miseria, pero también en la “transformación” más maravillosa aún que la propia creación, transformación que Cristo actúa en nosotros al estar unidos a Él por los sacramentos y la gracia. “Recordamos y celebramos litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza ha sido elevada en Cristo por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre –nos dice San León Magno–. Hemos sido establecidos y glorificados por este modo de obrar divino y así resplandece más maravillosamente la gracia de Dios..., y la fe se mantiene firme, la esperanza no vacila y el amor sigue encendido. En esto reside el vigor de los espíritus realmente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas fieles de verdad: creer sin vacilación lo que nuestros ojos no ven, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar la mirada” (Sermo LXXIV, 1; PL 54,597).
En el momento de separarse de los Apóstoles, Jesús les confiere el mandato de dar testimonio de Él en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines lejanos de la tierra (cfr. Hch 24,47).
– Esperanza de nuestra resurrección
...Todos somos pecadores y todos necesitamos “ese cambio radical de espíritu, mente y vida que en la Biblia se llama metánoia, conversión. Esta actitud es suscitada y alimentada por la Palabra de Dios que es revelación de la misericordia del Señor (cfr. Mc 1,15), se actúa sobre todo por vía sacramental y se manifiesta en múltiples formas de caridad y servicio a los hermanos” (aperite portas Redemptori,5).
Este es el rico significado litúrgico, teológico y espiritual de la solemnidad de hoy. A este propósito deseo hacer mías las palabras que otro gran predecesor mío, San Gregorio Magno, dirigía a los fieles de Roma reunidos en San Pedro en esta fiesta: “Debemos seguir a Jesús de todo corazón allí donde sabemos por fe que subió con su cuerpo. Rehuyamos los deseos de tierra, no nos contentemos con ninguno de los vínculos de aquí abajo, nosotros que tenemos un Padre en los cielos... Aunque os debatáis en el torbellino de los quehaceres, echad el ancla de la esperanza en la patria eterna ya desde ahora. No busque vuestra alma otra luz, sino la verdadera. Hemos oído que el Señor ascendió al cielo, pues reflexionemos con seriedad sobre aquello que creemos. No obstante la debilidad de la naturaleza humana que todavía nos retiene aquí, dejémonos atraer por el amor en pos de Él, pues estamos bien seguros de que Aquel que nos ha infundido este deseo, Jesucristo no defraudará nuestra esperanza” (In Evang, Homilia XXIX, 11; PL 76,1219).
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Hoy es un día muy grande. Hoy Cristo nos ha abierto las puertas del cielo al elevar victoriosamente su Humanidad Santísima a la gloria del Padre a la vista de los suyos en el escenario de su aparente derrota. “Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”. También nosotros nos unimos a esa alegría por el triunfo del Señor, preludio del nuestro porque somos miembros de su Cuerpo, y, como los discípulos, alabamos a Dios pensando: “No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor” (S. 117).
Alabar a Dios es un privilegio del hombre, una prueba de su dignidad. Conmoverse ante la grandeza de Dios, es abrirse al mensaje que nos llega de lo alto, un homenaje a todo lo que es Sabiduría, Bondad y Belleza, lo cual nos engrandece porque mostramos que somos capaces de apreciarlo, al paso que nos vuelve también mejores. Quien no se conmoviera ante la belleza de la naturaleza, del arte, del ingenio humano..., en última instancia de Dios Creador de todo eso, demostraría que es incapaz de ella. Sólo la ceguera, la inconsciencia o una mirada distorsionada por el culto al yo, puede ver en la alabanza y el agradecimiento a Dios un gesto sin sentido.
La alabanza a Dios por ser quien es y por todos sus beneficios brota con espontaneidad del corazón humano. Esa alabanza encuentra en la Santa Misa su expresión más alta y más grata a Dios. Ella es la alabanza perfecta. Nada ni nadie da a Dios un culto como el que Jesucristo, Dios también, ofrece al Padre en la Liturgia eucarística: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”. Si queremos manifestarle a Dios nuestra gratitud, no sólo como Él la merece sino como Él quiere, debemos hacerlo en la Santa Misa: “Haced esto en conmemoración mía”, dijo Jesús.
Los primeros cristianos expresaban al Señor su gratitud justamente así: “El domingo, nos dice S. Justino, teníamos todos juntos la asamblea, porque es el día primero en el que Dios creó el mundo...; y porque Jesucristo, Nuestro Redentor, resucitó este día de entre los muertos”.
“Estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”, nos dice el Evangelio de hoy. Que la obligada atención a las cosas de este mundo no nos impida alabar al Dios que hizo el mundo y todas las cosas. “Día tras día te bendeciré, Señor, y alabaré tu nombre por siempre jamás” (S. 144). Sí. “Bendice alma mía al Señor y no olvides sus beneficios” (S. 102). Porque, como denunciaba Séneca: “No ha producido la tierra peor planta que la ingratitud “.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«La Ascensión de tu Hijo, es ya nuestra victoria»
I. LA PALABRA DE DIOS
Hch 1, 1-11: Se elevó a la vista de ellos
Sal 46, 2-3.6-7.8-9: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas
Ef 1, 17-23: Lo sentó a su derecha en el cielo
Lc 24, 46-53: Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo
II. LA FE DE LA IGLESIA
«... La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube... y por el cielo... donde se sienta para siempre a la derecha de Dios... [hay] una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre...
El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra...» (659).
Está sentado a la derecha del Padre... entendemos la gloria y el honor de la divinidad... el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos... está sentado corporalmente... Sentarse a la derecha del Padre significa [también] la inauguración del reino del Mesías... A partir de este momento los apóstoles se convirtieron en testigos del «Reino que no tendrá fin» (663-664).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando con la humanidad, también el universo entero... quede perfectamente renovado en Cristo (LG 48)» (1042).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
Nos limitamos a los puntos más propios del misterio de la Ascensión:
«Testigos» revestidos «de la fuerza de lo alto»: La misión es testimonio de lo sucedido, no la reflexión que seduce. Los testigos de hoy, apoyados en la sucesión apostólica, garantizan lo sucedido a los apóstoles. «Mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo al cielo)»: La experiencia de «la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina» fue una experiencia profundamente «religiosa». Jesús aparece como Sumo Sacerdote en su sacrificio y exaltación en los cielos. «...se volvieron a Jerusalén con gran alegría»: por la vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo, el Hijo de Dios.
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
El misterio de la Ascensión: 659-668.
Entre la Ascensión y el retorno glorioso de Cristo: 669-670.
La respuesta:
«Nuestra comunión en los misterios de Jesús»: 516-521; 2711-2719.
El Tiempo de la misión y la prueba: 671-672.
La mirada hacia el retorno de Cristo: 673-677.
C. Otras sugerencias
La Ascensión nos abre «a la fuerza de lo alto». La semana que clausura las fiestas pascuales debe estar marcada por el deseo frecuente del Espíritu Santo. No debe perder el tono de las fiestas pascuales y debe intensificar la oración al Espíritu (2670-2672).
El Tiempo de la Iglesia: Tiempo del Espíritu y del testimonio, de la prueba del mal, de la espera y la vigilia. Son los rasgos de una espiritualidad eclesial, de la que han de participar todas las formas de espiritualidad.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Jesús nos espera en el Cielo
– Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.
I. Una bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San Lucas. Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al ver de nuevo al Resucitado, le adoraron, se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías. Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa
El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos.
Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.
Y después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos . Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la Misa
Poco a poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios : «era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos».
La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios . Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo.
La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario. Se fue Jesús con el Padre. – Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hch 1, 11)
Pedro y los demás vuelven a Jerusalén –cum gaudio magno– con gran alegría. (Lc 24, 52). – Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria.
— La Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta esperanza.
II. «Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso – enseña San León Magno en esta solemnidad –, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido».
La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada.
El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor, con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí. Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...)
Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hch 1, 12-14).
La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que « se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos».
— La Ascensión y la misión apostólica del cristiano.
III. Cuando estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4, 6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora largamente (Cfr. Lc 6, 12), cuando se compadece de la muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32; Mc 8, 2)
Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?.
Los ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia familia..., sino que los preserves del mal. Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones, las familias, la vida pública... Porque sólo así el mundo será un lugar donde se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios
Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima.
Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada día. Las mismas normas corrientes de la convivencia –que para muchos quedan en algo externo, necesario para el trato social – han de ser fruto de la caridad, manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la cordialidad, el espíritu de servicio…
Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque sólo podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes su doctrina
Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.
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P. Abad Dom Josep ALEGRE (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo
Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo.
Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».
Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).
Su reinado se está gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Quedarse con Jesús
«Sepan que yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Eso dijo Jesús.
Y lo dijo antes de subir al cielo.
Y se lo dijo a los Apóstoles, que lo escucharon y le creyeron.
Tu Señor estuvo con ellos, y con los que lo siguieron después de ellos, como está contigo, sacerdote. Y tú, sacerdote, ¿le crees?
Y así como Él está contigo, ¿tú estás con Él?
Tu Señor es tu amigo. Y tú, sacerdote, ¿eres un amigo fiel?
Tu Señor está contigo. Permanece tú con Él. No mirando al cielo, viendo que se ha ido, sino haciendo sus obras, seguro de que Él está contigo.
Tu Señor te ha llamado, y te ha elegido, y te ha enviado a bautizar a su pueblo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
No le digas que no sabes hablar, y eres tan solo un muchacho, porque allá a donde te envíe irás, y todo cuanto te ordene lo dirás.
Tu Señor te dice “no les tengas miedo, que yo estoy contigo para salvarte”.
Y tú, sacerdote, ¿le crees?
Tu Señor te ha dicho: “yo te envío para que seas mi testigo”, y ha puesto sus palabras en tu boca.
A Él le ha sido dado todo el poder en los cielos y en la tierra. Y con ese poder te envía a predicar el Evangelio por todo el mundo, para que crean en Él, y con ese poder te envía a todas las naciones, para arrancar y abatir, para destruir y arruinar, para construir y plantar.
Pero tu Señor, que ha sido en todo igual a ti, menos en el pecado, conoce tu debilidad, tu fragilidad, tu incapacidad, tu miseria, tu maldad, tu concupiscencia, tu impotencia, tu ignominia, tu infidelidad, tu soberbia, tu egoísmo, tu falta de generosidad, tu fe debilitada, tu esperanza atribulada, tu falta de paz, tu miedo, tu angustia, tu temor a la soledad que te lleva al desánimo y a la inseguridad, que da cabida a la duda y a la incredulidad.
Te comprende, te compadece, porque te entiende, y sabe que, a pesar de ser un pecador, tú tienes mucho amor, y eso le basta, porque un corazón contrito y humillado Él no lo desprecia.
Tu Señor te conoce, sacerdote, y sabe que tú solo no puedes, pero que quieres lo que Él quiere, que quieres porque Él quiere, que quieres como Él quiere, y que quieres cuando Él quiere.
Esa es la disposición que te mantiene configurado con tu Señor, en un mismo espíritu, y en un solo corazón, por el Espíritu Santo que se ha derramado en ti, porque lo amas.
Tu Señor ha subido al cielo a sentarse a la derecha de su Padre, para ser glorificado con la gloria que tenía junto a Él, antes de que el mundo existiera.
Y a ti, sacerdote, de esa gloria te hace parte, y te envía a hacer sus obras y aún mayores, para que sea glorificado el Padre en el Hijo.
Por tanto, sacerdote, tu Señor glorifica al Padre a través de ti.
Tu Señor, que ha venido al mundo a morir por ti, para salvarte, ha resucitado, y ha subido al Padre, para enviarte al Espíritu Santo que te une a Él, y te hace uno con Él, porque tu Señor ha venido al mundo para quedarse.
Tu Señor se queda contigo, sacerdote, y a través de ti permanece su presencia viva en el mundo, hasta que vuelva.
(Espada de Dos Filos II, n. 86)
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