Asunción de María

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

La Asunción de la Santísima Virgen María

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • SAN JUAN DAMASCENO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías de 2013 y 2014 – Ángelus 2018
  • BENEDICTO XVI – Homilías en las principales fiestas del año litúrgico
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • P. Dom Josep ALEGRE Abad emérito de Santa Mª de Poblet (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

LAS ESCRITURAS, SIEMPRE ACTUALES

Apoc 11, 19; 12, 1-6. 10; Sal 44; 1 Cor 15, 20-27; Lc 1, 39-56

La primera lectura, representa una relectura de la tradición bíblica hecha por el autor de Apocalipsis. En Is 66, 7-9, tenemos el fundamento: una profecía del nacimiento del pueblo nuevo engendrado por Sión, simbolizado por una mujer. La mujer huye al desierto, donde es alimentada milagrosamente (una alusión al maná del Éxodo). Se añade que, a la mujer, le son dadas “las dos alas de la gran águila” como al pueblo del Éxodo (Ex 19, 4). La corona de doce estrellas es una imagen que se refiere tradicionalmente a las doce tribus (Gen 37, 9-11). El dragón, evoca naturalmente al enemigo del pueblo (Ex 51, 9; Ez 29,3). El río, arrojado tras la mujer, puede evocar la persecución de los ejércitos egipcios (Ex 14, 5), Y la salvación de la mujer, se realiza según el modelo ofrecido por Ex 15, 12.

Misa vespertina de la vigilia

Esta Misa se utiliza en la tarde del día 14 de agosto, antes o después de las primeras vísperas de la solemnidad.

ANTÍFONA DE ENTRADA

De ti se han dicho maravillas, María, que hoy has sido exaltada sobre los coros de los ángeles y triunfas con Cristo para siempre.

ORACIÓN COLECTA

Dios nuestro, que al ver la humildad de la santísima Virgen María le concediste la gracia de que tu Unigénito naciera de ella según la carne, y en este día la coronaste de gloria incomparable, concede a quienes hemos sido salvados gracias al misterio de tu redención, que merezcamos, por sus ruegos, ser glorificados por ti. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Introdujeron el arca de la alianza y la instalaron en el centro de la tienda que David le había preparado.

Del primer libro de las Crónicas: 15, 3-4. 15-16; 16, 1-2

En aquellos días, David congregó en Jerusalén a todos los israelitas, para trasladar el arca de la alianza al lugar que le había preparado. Reunió también a los hijos de Aarón y a los levitas. Éstos cargaron en hombros los travesaños sobre los cuales estaba colocada el arca de la alianza, tal como lo había mandado Moisés, por orden del Señor.

David ordenó a los jefes de los levitas que entre los de su tribu nombraran cantores para que entonaran cantos festivos, acompañados de arpas, cítaras y platillos.

Introdujeron, pues, el arca de la alianza y la instalaron en el centro de la tienda que David le había preparado. Ofrecieron a Dios holocaustos y sacrificios de comunión, y cuando David terminó de ofrecerlos, bendijo al pueblo en nombre del Señor.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 131, 6-7. 9-10.13-14.

R/. Ven, Señor, a tu morada.

Que se hallaba en Efrata nos dijeron; de Jaar en los campos la encontramos. Entremos en la tienda del Señor y a sus pies, adorémoslo, postrados. R/.

Tus sacerdotes vístanse de gala; tus fieles, jubilosos, lancen gritos. Por amor a David, tu servidor, no apartes la mirada de tu ungido. R/.

Esto es así, porque el Señor ha elegido a Sión como morada: “Aquí está mi reposo para siempre; porque así me agradó, será mi casa”. R/.

SEGUNDA LECTURA

Nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 54-57

Hermanos: Cuando nuestro ser corruptible y mortal se revista de incorruptibilidad e inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido aniquilada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado es la ley. Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 11. 28

R/. Aleluya, aleluya.

Dichosos los que escuchan la

Palabra de Dios y la ponen en práctica, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno!

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 11, 27-28

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer del pueblo, gritando, le dijo: “¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno y cuyos pechos te amamantaron!”. Pero Jesús le respondió: “Dichosos todavía más los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, el sacrificio de reconciliación y alabanza que celebramos en la Asunción de la santa Madre de Dios, para que nos lleve a obtener el perdón y nos haga permanecer en continua acción de gracias. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Lc 11, 27

Dichosa la Virgen María porque llevó en su seno al Hijo del eterno Padre.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Después de participar de la mesa celestial, imploramos tu clemencia, Señor Dios nuestro, para que quienes celebramos la Asunción de la Madre de Dios, nos veamos libres de todos los males que nos amenazan. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Misa del día

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Apoc 12, 1

Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza.

O bien:

Alegrémonos en el Señor y alabemos al Hijo de Dios, junto con los ángeles, al celebrar hoy la Asunción al cielo de nuestra Madre, la Virgen María.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que elevaste a la gloria celestial en cuerpo y alma a la inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo, concédenos tender siempre hacia los bienes eternos, para que merezcamos participar de su misma gloria. Por nuestro Señor Jesucristo ...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies.

Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 11, 19; 12, 1-6.10

Se abrió el templo de Dios en el cielo y dentro de él se vio el arca de la alianza. Apareció entonces en el cielo una figura prodigiosa: una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza. Estaba encinta y a punto de dar a luz y gemía con los dolores del parto.

Pero apareció también en el cielo otra figura: un enorme dragón, color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y una corona en cada una de sus siete cabezas. Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Después se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo, en cuanto éste naciera. La mujer dio a luz un hijo varón, destinado a gobernar todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue llevado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, a un lugar preparado por Dios.

Entonces oí en el cielo una voz poderosa, que decía: “Ha sonado la hora de la victoria de nuestro Dios, de su dominio y de su reinado, y del poder de su Mesías”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 44, 10.11.12.16.

R/. De pie, a tu derecha, está la reina.

Hijas de reyes salen a tu encuentro. De pie, a tu derecha, está la reina, enjoyada con oro de Ofir. R/.

Escucha, hija, mira y pon atención: olvida a tu pueblo y la casa paterna; el rey está prendado de tu belleza; ríndele homenaje porque él es tu señor. R/.

Entre alegría y regocijo van entrando en el palacio real. A cambio de tus padres, tendrás hijos, que nombrarás príncipes por toda la tierra. R/.

SEGUNDA LECTURA

Resucitó primero Cristo, como primicia; después los que son de Cristo.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 20-27

Hermanos: Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos. Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre vendrá la resurrección de los muertos.

En efecto, así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida; pero cada uno en su orden: primero Cristo, como primicia; después, a la hora de su advenimiento, los que son de Cristo.

Enseguida será la consumación, cuando, después de haber aniquilado todos los poderes del mal, Cristo entregue el Reino a su Padre. Porque él tiene que reinar hasta que el Padre ponga bajo sus pies a todos sus enemigos. El último de los enemigos en ser aniquilado, será la muerte, porque todo lo ha sometido Dios bajo los pies de Cristo.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO

R/. Aleluya, aleluya.

María fue llevada al cielo y todos los ángeles se alegran. R/.

EVANGELIO

Ha hecho en mí cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes.

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 39-56

En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea, y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.

Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.

Entonces dijo María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava.

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su nombre y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen.

Él hace sentir el poder de su brazo: dispersa a los de corazón altanero, destrona a los potentados y exaltó a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide sin nada.

Acordándose de su misericordia, viene en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Suba hasta ti, Señor, nuestra ofrenda fervorosa y, por intercesión de la santísima Virgen María, elevada al cielo, haz que nuestros corazones tiendan hacia ti, inflamados en el fuego de tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO: La gloriosa Asunción de la Virgen.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.

Porque hoy ha sido elevada al cielo la Virgen Madre de Dios, anticipo e imagen de la perfección que alcanzará tu Iglesia, garantía de consuelo y esperanza para tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.

Con razón no permitiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro aquella que, de un modo inefable, dio vida en su seno y carne de su carne a tu Hijo, autor de toda vida.

Por eso, unidos a los ángeles, te aclamamos llenos de alegría: Santo, Santo, Santo ...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Lc 1, 48-49

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Habiendo recibido el sacramento de la salvación, te pedimos, Señor, nos concedas que, por intercesión de santa María Virgen, elevada al cielo, seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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SAN JUAN DAMASCENO (www.iveargentina.org)

Muerte y Asunción de la Santísima Virgen María

No existe mortal que pueda alabar dignamente el tránsito de la Madre de Dios. Sin embargo, siendo agradable a Dios cuanto redunde en honor de su Madre, y complaciendo a ésta cuanto sea dar gusto a su Hijo, cumplamos la deuda de alabar a María, que cuanto más se paga, más crece. Séanos propicia Ella misma.

Hoy descansa en el templo divino, no fabricado por mano alguna, la que fue también templo del Señor. Hoy el Edén recibe a1 paraíso del nuevo Adán, donde fue otra vez plantado el árbol de la vida y remediada nuestra desnudez. Desde hoy la Virgen Inmaculada, que no tuvo jamás afectos terrenos, sino celestiales, ha dejado de habitar en la tierra, y como cielo animado es colocada en las mansiones celestes.

Dios arrojó del paraíso a los primeros hombres., porque desobedecieron. ¿Y ahora? ¿No recibirá el paraíso la que rechazó todo pecado y dio sólo frutos de obediencia, enseñando la vida al género humano? ¿No abrirá el cielo sus fronteras? Eva escuchó a la serpiente engañadora, y halagados sus sentidos acarreó la sentencia de amargura y de dolor en el parto. ¿Osará la serpiente devorar a María que, sumisa a Dios, concibió sin deleite, ni varón, por obra del Espíritu Santo?

¿Cómo puede la corrupción apoderarse de un cuerpo que es fuente de la vida?

El que es camino y verdad, dijo: Donde yo esté estará también mi servidor (Io. 12,26) ¿Con cuánta mayor razón no ha de vivir Jesucristo junto a María?

María descansa como en lecho humilde en la ciudad de Jerusalén... Al llegar a este punto, siento arder en mi pecho las llamas de amor ferviente, y anegado en lágrimas dulcísimas, beso este lecho feliz..., que recibió al tabernáculo de la vida.

¿Qué honores no le tributará el que decretó honrar a los progenitores?

Los discípulos, dispersos por la tierra, fueron, por mandato divino, reunidos en Jerusalén... Testigos oculares, ministros de la palabra, llegaron para servir, cual era su obligación, a la Madre de Cristo y pedirle su bendición. Los sucesores de los apóstoles quisieron participar de ella. Tampoco faltaron las legiones angélicas y cuanto obedece al sumo Rey… Todos ponían sus ojos en María con toda reverencia y temor filial.

¡Adán y Eva exclamarían jubilosos: Bienaventurada tú, hija, que nos has librado de las penas merecidas por nosotros!… Cerramos la puerta del cielo y tú nos has abierto el camino del árbol de la vida.

Oíd el coro de los santos: Tú cumpliste nuestras profecías y nos trajiste el júbilo que anhelábamos. Y la muchedumbre de los santos circunstantes le rogaban: Quédate con nosotros, consuelo nuestro y ayuda nuestra. No nos desampares huérfanos, tú que eres la Madre del más misericordioso Señor. Se el descanso en nuestras fatigas, el refugio en los trabajos. Si te alejas, llévanos contigo a los que somos tu pueblo y heredad

Y cuando, el mismo Rey vino a recibir entre sus manos aquella alma santa e incontaminada de toda mancha, la Virgen le diría a su Hijo: En tus manos encomiendo mi espíritu. Recibe esta alma, a quien amas y has preservado de toda corrupción. A ti y no al sepulcro entrego mi cuerpo. Guárdalo salvo, ya que te dignaste nacer de él. Trasládame contigo, para que contigo viva, ¡oh fruto de mi vientre! Consuela también a estos mis hijos y hermanos tuyos. Aumenta el valor de mi bendición con bendiciones tuyas... Y luego se oyó la respuesta: Ven a mi descanso, bendita Madre mía, levántate, ven, amiga mía, la más hermosa de las mujeres. Porque el invierno ha pasado y ha llegado el tiempo de la recompensa (Cant. 2,10)

El Santo describe el cuidado con que amortajarían a la Virgen, empleando aguas que, en vez de limpiar, quedaron ellas más puras, el cortejo funerario y el santo entierro.

Colocado en el sepulcro, aquel cuerpo permanece allí tres días y al cabo de los cuales es conducido al paraíso, pues no convenía que quedase oculta en la tierra aquella divina habitación, mina inagotable, no arado campo de pan celestial, nunca regada viña de frutos inmortales, oliva emblemática de la compasión del Padre. Sino que del mismo modo que el cuerpo santo formado por la Virgen resucitó al tercer día, era justo que esta Señora fuese sacada del sepulcro y que la Madre fuera a reunirse con el Hijo, y puesto que Él bajó hasta María, Ella fuera conducida hasta el cielo.

Convenía... que si el Señor había dicho que debía ocuparse en las cosas de su Padre (Lc. 2,19), habitara la Madre en la casa real del Hijo... Convenía que fuera reservado incólume después de la muerte el cuerpo que en el parto conservó íntegra su virginidad y que habitara en los eternos tabernáculos la que había llevado en su seno al Creador, bajo el aspecto de infante. Convenía que habitara en las mansiones celestes la esposa prometida por el Padre. Convenía que la que había visto (con sus ojos corporales) a su Hijo en la cruz, y cuyo pecho había sido traspasado con la espada del dolor, le viera ahora sentado con su Padre. Convenía, finalmente, que la Madre de Dios poseyera lo que era propiedad de su Hijo y fuera venerada por todas las criaturas.

Ensalcemos este día con cánticos sagrados... Honremos a María con visitas nocturnas. Agrademos con nuestra limpieza de alma y cuerpo a Ella, la verdaderamente pura y limpia. Es natural que la semejanza alegre a los que son semejantes. Si ninguna cosa es más oportuna para dar culto a Dios que la misericordia, ¿podremos negar que le agradara también a su bendita Madre? (cf. n.15).

¡Oh sepulcro entre todos el más sagrado! ¿Por qué buscar en ti a la que ha sido elevada a los cielos?...

(Cf. SAN JUAN DAMASCENO, Hom. 1 y 2 in Dormit.: PG 96,715 ss. y 741 ss.)

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FRANCISCO – Homilías 2013 y 2014 - Ángelus 2018

Homilía 2013

Lucha, Resurrección, Esperanza

Queridos hermanos y hermanas

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener – todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha –, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario – pero escuchadme con atención: el Rosario. ¿Vosotros rezáis el Rosario todos los días? No creo [la gente grita: Sí] ¿Seguro? Pues bien, la oración con María, en particular el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices. También el Rosario nos sostiene en la batalla.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.

María ha conocido también el martirio de la cruz: el martirio de su corazón, el martirio del alma. Ha sufrido mucho en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza. Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, estos han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor», hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Donde está la cruz, para nosotros los cristianos hay esperanza, siempre. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.

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Homilía 2014

Signo de esperanza

En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a reinar con él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.

La “gran señal” que nos presenta la primera lectura nos invita a contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del pueblo.

En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.

Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo, que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su Reino en medio de la sociedad coreana. Que los cristianos de esta nación sean una fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores espirituales y culturales y el espíritu de competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la dignidad de todo hombre, mujer y niño.

Como católicos coreanos, herederos de una noble tradición, ustedes están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la Palabra de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los débiles de nuestra sociedad.

Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia extendida por el mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc 1,45). En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa esperanza, «como ancla del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí donde Cristo está sentado en su gloria.

Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío. Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen nunca robar la esperanza.

Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén.

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Ángelus 2018

Llamados a servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, alma y cuerpo 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la solemnidad de hoy de la Asunción de la Santísima Virgen María, el pueblo santo y fiel de Dios expresa con alegría su veneración por la Virgen Madre. Lo hace en la liturgia común y también con mil formas diferentes de piedad; y así la profecía de María misma se hace realidad: «desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lucas 1, 48). Porque el Señor ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.

La asunción en cielo, en alma y en cuerpo es un privilegio divino dado a la Santa Madre de Dios por su particular unión con Jesús. Se trata de una unión corporal y espiritual, iniciada desde la Anunciación y madurada en toda la vida de María a través de su participación singular en el misterio del Hijo. María siempre iba con el Hijo: iba detrás de Jesús y por eso nosotros decimos que fue la primera discípula.

La existencia de la Virgen se desarrolló como la de una mujer común de su tiempo: rezaba, gestionaba la familia y la casa, frecuentaba la sinagoga… Pero cada acción diaria la hacía siempre en unión total con Jesús. Y sobre el Calvario esta unión alcanzó la cumbre en el amor, en la compasión y en el sufrimiento del corazón. Por eso Dios le donó una participación plena en la resurrección de Jesús. El cuerpo de la Santa Madre fue preservado de la corrupción, como el del hijo.

La Iglesia hoy nos invita a contemplar este misterio: este nos muestra que Dios quiere salvar al hombre por completo, alma y cuerpo. Jesús resucitó con el cuerpo que había asumido de María; y subió al Padre con su humanidad transfigurada. Con el cuerpo, un cuerpo como el nuestro, pero transfigurado.

La asunción de María, criatura humana, nos da la confirmación de nuestro destino glorioso. Los filósofos griegos ya habían entendido que el alma del hombre está destinada a la felicidad después de la muerte. Sin embargo, despreciaban el cuerpo —considerado prisión del alma— y no concebían que Dios hubiera dispuesto que también el cuerpo del hombre estuviera unido al alma en la beatitud celestial. Nuestro cuerpo, transfigurado, estará allí. Esto —la «resurrección de la carne»— es un elemento propio de la revelación cristiana, una piedra angular de nuestra fe.

La realidad estupenda de la Asunción de María manifiesta y confirma la unidad de la persona humana y nos recuerda que estamos llamados a servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, alma y cuerpo. Servir a Dios solamente con el cuerpo sería una acción de esclavos; servirlo solo con el alma estaría en contraste con nuestra naturaleza humana. Un gran padre de la Iglesia, hacia el año 220, san Ireneo, afirma que «la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios» (Contra las herejías, iv, 20, 7). Si hubiéramos vivido así, en el alegre servicio a Dios, que se expresa también en un generoso servicio a los hermanos, nuestro destino, en el día de la resurrección, será similar al de nuestra Madre celestial. Entonces se nos dará la oportunidad de realizar plenamente la exhortación del apóstol Pablo: «Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6, 20) y lo glorificaremos para siempre en el cielo.

Recemos a María para que, con su intercesión maternal, nos ayude a vivir nuestro día a día con la esperanza de poder alcanzarla algún día, con todos los santos y nuestros seres queridos, todos en el paraíso.

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BENEDICTO XVI – Homilías en las principales fiestas del año litúrgico

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

María, la nueva Eva, es ascendida a los cielos

411. La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del “nuevo Adán” (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su “obediencia hasta la muerte en la Cruz” (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la descendencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el “protoevangelio” la madre de Cristo, María, como “nueva Eva”. Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Cc. de Trento: DS 1573).

... también en su Asunción ...

966. “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59; cf. la proclamación del dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por el Papa Pío XII en 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

En tu parto has conservado la virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte (Liturgia bizantina, Tropario de la fiesta de la Dormición, [15 de agosto]).

... ella es nuestra Madre en el orden de la gracia

967. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” [“typus”] de la Iglesia (LG 63).

968. Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61).

969. “Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna... Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (LG 62).

970. “La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres ... brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (LG 60). “Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente” (LG 62).

II    EL CULTO A LA SANTISIMA VIRGEN

971. “Todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1, 48): “La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano” (MC 56). La Santísima Virgen “es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de `Madre de Dios’, bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades... Este culto... aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente” (LG 66); encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios (cf. SC 103) y en la oración mariana, como el Santo Rosario, “síntesis de todo el Evangelio” (cf. Pablo VI, MC 42).

974. La Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su Cuerpo.

975. “Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo (SPF 15).

2853. La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está “echado abajo” (Jn 12, 31; Ap 12, 11). “El se lanza en persecución de la Mujer” (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, “llena de gracia” del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos” (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 17. 20) ya que su Venida nos librará del Maligno.

María, imagen escatológica de la Iglesia

773. En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por “la caridad que no pasará jamás” (1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). “Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del ‘gran Misterio’ en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo” (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la “Esposa sin tacha ni arruga” (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina” (ibid.).

829. “La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María” (LG 65): en ella, la Iglesia es ya enteramente santa.

967. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” [“typus”] de la Iglesia (LG 63).

972. Después de haber hablado de la Iglesia, de su origen, de su misión y de su destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su “peregrinación de la fe”, y lo que será al final de su marcha, donde le espera, “para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad”, “en comunión con todos los santos” (LG 69), aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre:

Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en Marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo (LG 68)

En comunión con la Santa Madre de Dios

2673. En la oración, el Espíritu Santo nos une a la Persona del Hijo Único, en su humanidad glorificada. Por medio de ella y en ella, nuestra oración filial comulga en la Iglesia con la Madre de Jesús (cf Hch 1, 14).

2674. Desde el sí dado por la fe en la anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la cruz, la maternidad de María se extiende desde entonces a los hermanos y a las hermanas de su Hijo, “que son peregrinos todavía y que están ante los peligros y las miserias” (LG 62). Jesús, el único Mediador, es el Camino de nuestra oración; María, su Madre y nuestra Madre es pura transparencia de él: María “muestra el Camino” [“Hodoghitria”], ella es su “signo”, según la iconografía tradicional de Oriente y Occidente.

2675. A partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno “engrandece” al Señor por las “maravillas” que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos (cf Lc 1, 46-55); el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

2676. Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Ave María:

“Dios te salve, María [Alégrate, María]”. La salutación del Angel Gabriel abre la oración del Ave María. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo que El encuentra en ella (cf So 3, 17b).

“Llena de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquél que es la fuente de toda gracia. “Alégrate... Hija de Jerusalén... el Señor está en medio de ti” (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3). “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que entregará al mundo.

“Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. “Llena del Espíritu Santo” (Lc 1, 41), Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María (cf. Lc 1, 48): “Bienaventurada la que ha creído...” (Lc 1, 45): María es “bendita entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra” (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre.

2677. “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...” Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora para nosotros como oró para sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”.

“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso

2678. La piedad medieval de Occidente desarrolló la oración del Rosario, en sustitución popular de la Oración de las Horas. En Oriente, la forma litánica del Acathistós y de la Paráclisis se ha conservado más cerca del oficio coral en las Iglesias bizantinas, mientras que las tradiciones armenia, copta y siríaca han preferido los himnos y los cánticos populares a la Madre de Dios. Pero en el Ave María, los theotokia, los himnos de San Efrén o de San Gregorio de Narek, la tradición de la oración es fundamentalmente la misma.

2679. María es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres. Como el discípulo amado, acogemos (cf Jn 19, 27) a la madre de Jesús, hecha madre de todos los vivientes. Podemos orar con ella y a ella. La oración de la Iglesia está sostenida por la oración de María. Le está unida en la esperanza (cf LG 68-69).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Mi espíritu se alegra en Dios

Hoy celebramos una de las fiestas más hermosas de la Virgen: su glorificación en cuerpo y alma en el cielo. El Evangelio es el fragmento de Lucas con el Magnificat de María. Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición aceptada tam­bién por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida dogmáti­camente), María ha entrado en la gloria no sólo con su espíritu, sino totalmente con toda su persona, detrás de Cristo, como primi­cia de la resurrección futura. La constitución Lumen gentium, 68 del concilio Vaticano II dice: «Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia, que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 Pedro 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo».

En todas las otras fiestas nosotros contemplamos a María como signo de lo que la Iglesia debe ser; en la fiesta de hoy la con­templamos como signo de lo que la Iglesia será. María es el más claro ejemplo y la demostración de la verdad de la palabra de la Escritura:

«Si compartimos sus sufrimientos, seremos también con él glorificados» (Romanos 8,17).

Nadie ha sufrido más «con Cristo» que María y nadie, por ello, es más glorificado con Cristo que María.

Pero ¿en qué consiste la gloria de María? Hay una gloria de María que podemos distinguir con nuestros propios ojos en la tie­rra. ¿Qué criatura humana ha sido más amada e invocada, en la ale­gría, en el dolor y en el llanto?, ¿qué nombre ha brotado más fre­cuentemente que el suyo en los labios de los hombres?, ¿y esto no es gloria?, ¿a qué criatura, después de Cristo, han enaltecido los hombres con más plegarias, más himnos, más catedrales?, ¿qué rostro, más que el suyo, han buscado reproducir en el arte? «Me fe­licitarán todas las generaciones» (Lucas 1,48), había dicho María de sí misma (o, mejor, había dicho de ella el Espíritu Santo) y vein­te siglos demuestran que fue una verdadera profecía.

Esto estimula a reflexionar si es justo creer demasiado rápida­mente si el Magnificat era un salmo ya preexistente, atribuido a María. ¿Quién, fuera de ella, podía decir aquella frase? Si otro la ha dicho de sí, es cierto que no se ha realizado en él sino en María.

Esto indica que el Magnificat es de María, aunque no hubiese sido escrito o dictado por ella, porque quien lo ha escrito lo ha co­municado para ella. Es de ella de quien el Espíritu Santo pretendía hablar. Lo que se dice de los poemas del Siervo del Señor vale, también, para este poema de la Sierva del Señor: quien lo ha escrito no hablaba «de sí mismo, sino de algún otro» (cfr. Hechos 8,34).

Grande ha sido, por lo tanto, la gloria de María sobre la tierra. Pero, ¿ es quizás toda esta gloria de María, toda su recompensa por lo que ha padecido por Cristo? La gloria de los hombres sobre la tierra y en la Iglesia es sólo un pálido reflejo de la de Dios. ¿Y qué es la gloria de Dios, el Kabod, de la que habla la Biblia? No se re­fiere sólo a la esfera del conocimiento sino también a la del ser. La gloria de Dios es Dios mismo, en cuanto que su ser es luz, belleza y esplendor y, sobre todo, amor. La gloria es algo tan real, que ella colma el retraso, pasa delante de Moisés (Éxodo 33,22; 49, 34) Y puede ser vista y contemplada en el rostro de Cristo (Juan 1, 14; 2 Corintios 4,6). Gloria es el esplendor lleno de potencia, que ema­na, como efluvio, del ser de Dios. La verdadera gloria de María consiste en la participación en esta gloria de Dios, en el haber sido rodeada por ella y estar sumida en ella. En el estar ya «llena de toda la plenitud de Dios» (Efesios 3,19).

En esta gloria María realiza la vocación por la que toda criatura humana y la entera Iglesia ha sido creada: ser «alabanza de la glo­ria» (Efesios 1, 14). María alaba a Dios y alabando se alegra, goza y exulta. Ahora se han verificado perfectamente las palabras profé­ticas que María había hecho suyas en la tierra, entonando el Mag­níficat:

«Con gozo me gozaré en Yahvé, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, en manto de jus­ticia me ha envuelto, como el esposo se pone una diadema, como la novia se adorna con aderezos» (Isaías 61,10).

¿Qué parte tenemos ya nosotros en el corazón y en los pensa­mientos de María? Acaso, ¿nos ha olvidado en su gloria? Como Ester, introducida en el palacio del rey, ella no se ha olvidado de su pueblo amenazado, sino que intercede por él, hasta que el enemigo, que lo quiere destruir, no haya sido arrancado de en medio. Quién después de María podría hacer suyas estas palabras de santa Tere­sita del Niño Jesús: «Siento que mi misión está por comenzar: mi misión de hacer amar al Señor como yo lo amo y dar a las almas mi pequeño camino. Si Dios misericordioso escucha mis deseos, mi paraíso transcurrirá sobre la tierra hasta el fin del mundo. Sí; quiero pasar mi cielo para hacer el bien en la tierra». Teresita del Niño Je­sús ha descubierto y hecha suya, sin saberlo, la vocación de María. Ella pasa su cielo para hacer el bien en la tierra y todos nosotros so­mos testigos.

María intercede. De Jesús resucitado se ha dicho que vive «in­tercediendo por nosotros» (Romanos 8,34). Jesús intercede por nosotros ante el Padre, María intercede por nosotros ante el Hijo. Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Mater, dice que «la me­diación de María tiene carácter de intercesión» (n. 21). Es media­dora en el sentido de que interviene. La creencia en el poder de in­tercesión, único de la Madre de Dios, se funda en la verdad de la comunión de los santos, que es un artículo del credo común. Y es cierto que esta comunión no excluye precisamente a los santos, que ya están junto a Dios.

No estamos hablando de deducciones abstractas. El poder inter­cesor de María se demuestra a posteriori, por la historia, no a priori, posiblemente por cualquier principio. Que María obtenga las gracias y que le ayuda a la Iglesia peregrina es verdad, porque ha sucedido y se puede constatar. j Cuántas gracias obtenidas por personas que sa­bían bien, por signos claros, que las obtenían por medio de María!

La mediación de María es, por lo tanto, una mediación subordi­nada a la de Cristo, no la oscurece, sino al contrario la pone a plena luz. En este sentido, la función de María puede ser ilustrada con la imagen de la luna. La luna no brilla con luz propia, sino por la luz del sol, que recibe y se refleja en la tierra; y, también, María no bri­lla con luz propia, sino con la luz de Cristo. La luna hace luz de no­che, cuando el sol se ha puesto y antes de que surja de nuevo; y, también, María ilumina frecuentemente a quienes atraviesan la no­che de la fe y de la prueba o que viven en las tinieblas del pecado, si se dirigen a ella y la invocan. Cuando por la mañana surge el sol, la luna se pone aparte y ciertamente no pretende competir con él; así, cuando Cristo viene él mismo al alma y la visita con su presen­cia, María se pone aparte y dice como Juan Bautista: «mi alegría... ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo dismi­nuya» (Juan 2, 29-30). Los Padres gustaban aplicar este simbolis­mo sol-luna a la relación: Cristo-Iglesia; pero, también, en esto se ve cuánto María y la Iglesia sean realidades, que se reclaman recí­procamente, una prefigura a la otra.

Todo esto es lo que María es y hace por nosotros. ¿Y nosotros qué debemos hacer por ella? Nosotros podemos ayudarla a dar gracias a la Trinidad por lo que ha hecho en ella. Un salmista decía: «Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre» (Salmo 34, 4).

Lo mismo nos dice a nosotros María. No hay, quizás, alegría más grande que nosotros podamos darle que la de continuar a ha­cer subir desde la tierra su cántico de alabanza y de gratitud a Dios por las grandes cosas, que ha hecho en ella.

Y, después, la imitación. Si amamos imitamos. No hay signo mayor de amor, dice san Agustín, que la imitación. El mismo sal­mista citado continúa diciendo: «Venid, hijos, escuchadme: os ins­truiré en el temor del Señor» (Salmo 34, 12); Y lo mismo nos dice María a nosotros.

Contemplando a María, que sube al cielo «en alma y cuerpo», nos acordamos de otra asunción al cielo, aunque ciertamente dis­tinta que la suya: la de Elías. Antes de ver a su maestro y padre de­saparecer en un carro de fuego, el joven discípulo Eliseo pidió: «Que pasen a mí dos tercios de tu espíritu» (2 Reyes 2, 9). Nosotros ahora nos aventuramos a pedir todavía más a María, nuestra Madre y maestra: ¡Que todo tu espíritu, oh Madre, llegue a ser nuestro! ¡Que tu fe, tu esperanza y tu caridad lleguen a ser nuestras; que tu humildad y sencillez lleguen a ser nuestras. Que tu amor para con Dios llegue a ser nuestro! «Que esté en cada uno -decía san Am­brosio- el alma de María para magnificar al Señor; que esté en cada uno el espíritu de María para exultar a Dios».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Aceptar el auxilio de la Madre

Dichoso el que crea, porque se llenará del Espíritu Santo y se cumplirá en él la voluntad de Dios.

Dichoso el que crea que el Hijo de Dios fue engendrado por obra del Espíritu Santo y encarnado en vientre virgen y puro de mujer, para nacer en medio de los hombres, para vivir, morir y resucitar para la salvación de los hombres.

Dichoso sea el que crea en que la Madre del Señor ha venido a visitarnos en diferentes momentos y lugares, para traer a sus hijos el mismo mensaje de esperanza, de amor, de misericordia, de paz, que muestra un camino de conversión a través de la penitencia, la oración y la consagración a su Inmaculado Corazón, para llevarnos al encuentro con Cristo, para que encontremos en Él la vida eterna.

Dichoso el que crea que es verdadero Hijo de la Madre de Dios.

Dichoso el que crea en ella, y la considere y reciba como Madre.

Pero el que crea en la maternidad divina de la Virgen María, también debe creer en su Virginidad Perpetua, en su Inmaculada Concepción, y en su Bendita Asunción; y debe creer también en su misión corredentora con Cristo, en su presencia viva acompañando a sus hijos en todo momento como Reina de cielos y tierra, y en que es faro de luz para volver al mundo de las tinieblas a la luz.

Cree tú, y acepta el auxilio de tu Madre del cielo, que es la Omnipotencia Suplicante, y consigue para ti el favor de Dios en tus necesidades. Acude a ella humillándote como lo hizo ella, ofreciendo tu vida para servir como siervo de la Sierva del Señor, para ser instrumento de misericordia, dócil a la voluntad de Dios, para llevar al mundo el mensaje de esperanza, de misericordia, de amor y de paz, que ha venido a traer la Madre de Dios, para que todos los hombres crean en Él y se salven. Eleva tus ojos al cielo, mira la Estrella, mira a María, y alaba a Dios diciendo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre».

 

FLUVIUM (www.fluvium.org)

La mirada de nuestro Dios

En este gran día de la Solemnidad de la Asunción de Santa María en cuerpo y alma a los Cielos, es preciso hacer justicia –lo intentamos al menos, aunque sabemos de sobra que será imposible con Dios– por todos los beneficios que hemos recibido en nuestra condición de hombres. El Señor del mundo pensó en cada uno de nosotros de modo singular. Creándonos a su imagen y semejanza, fuimos constituidos muy por encima de todo lo demás que existe en este mundo. Sin embargo, aún le pareció poco a Dios. Su corazón, infinitamente amoroso, quiso amarnos sin medida, sin matices que pudieran hacer su cariño menos intenso, como sucede cuando se estima algo, pero no es razonable, sin embargo, poner en aquello todo el corazón. Nos quiere Dios como hijos: somos hijos de Dios por Jesucristo, y un buen padre a nada ni a nadie quiere tanto como a sus hijos. Pues a los hombres nos quiere un Padre que es Dios, infinitamente perfecto en su amor.

La Asunción de nuestra Madre al Cielo glorifica su vida de servicio rendido como Esclava del Señor. Viene a ser como "la guinda" que culmina una vida entera entregada a Dios, sin ningún obstáculo en ningún momento a lo que esperaba de Ella. Y, por eso mismo, una vida inmensamente feliz, pues no es posible separar la verdadera felicidad y la verdadera alegría del cumplimiento de la voluntad de Dios. Que poderoso es nuestro Padre del Cielo para llenarnos de contento, por mucho sacrificio que soportemos, si es por agradarle.

Nos imaginamos a la Virgen, mientras es asunta al Cielo –no sabemos cómo–, al Reino de los ángeles y de los santos, absolutamente dichosa: rebosante de un amor agradecido a la Santísima Trinidad que la escogió para ser Madre de Jesucristo, del Verbo encarnado. ¡Cómo se goza el Apóstol recordando a sus gálatas esta incuestionable verdad de fe!: al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, les asegura. Así, pues, la Madre del Hijo de Dios es María, porque el Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, es la única persona de Jesús: el Hijo de María. Verdad que, por otra parte, ya Isabel había proclamado nada más contemplar a María tras el anuncio del ángel: Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Pues, sólo si María es la Madre de Dios –la Madre del Señor, dice Isabel– tenía sentido tan incomparable alabanza de la madura Isabel a la jovencísima María.

Su figura elevándose triunfal y sencilla a la vez; Señora y al mismo tiempo Esclava; Hija pequeña y Madre poderosa a un tiempo; gozando ya de la Visión Beatífica mientras anhela lo mismo para sus hijos los hombres, viene a ser el último verso de un gozoso poema que quiso Dios escribir con María para toda la humanidad. Ella, en cada estrofa, en cada palabra incluso, repetía: hágase en mí según tu palabra. No quería saber otra respuesta para Dios que aquella que dio al arcángel Gabriel el día en que se supo escogida para el proyecto más ambicioso y difícil de la historia. Un proyecto que sería realidad por el poder de Dios y su humilde disponibilidad.

María en modo alguno era una niña ingenua que se vio involucrada en un misterioso plan ininteligible para Ella. Manifiesta, por el contrario, desde los primeros momentos de su camino en este mundo –fiel ya al querer de Dios– una inteligencia excepcionalmente clara de su destino y de la presencia del Creador en su vida. Se sabe responsable de una gran misión, la más grande que puede ser pensada para un ser humano –aparte de la de su propio Hijo–, y se llena de optimismo apoyada en Dios. Vocación, Entrega y Optimismo: he aquí tres realidades sobre las que se vertebra la vida entera de María. Cada instante de su existencia terrena fue la respuesta generosa y alegre de su vida entregada a Dios que la llamaba. A cada paso se goza de sentirse elegida por el Creador –ha puesto los ojos en la humildad de su esclava– y no se plantea, por tanto, la posibilidad de perder tan gran privilegio con una respuesta menor que un si incondicional, rotundo y entusiasta a lo que Dios espera de Ella.

María, bien consciente de los dones recibidos y de la misión encomendada, haciendo honor a la verdad y justicia a Dios, de quien es criatura y de quien procede cuanto ha recibido, que la hace ser la bienaventurada entre todas las generaciones, exulta gozosa. No es, ciertamente, una expansión personal de entusiasmo la suya, de autosatisfacción, sin más, como nos sucede posiblemente con frecuencia a nosotros al considerar méritos, triunfos, éxitos, públicos reconocimientos... Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. Así se expresa nuestra Madre. Cada palabra de su Magníficat subraya el amor divino generoso, espléndido con su pequeña criatura, María.

Pero María, siendo extraordinaria por ser la llena de Gracia, en previsión a su maternidad divina, no es, sin embargo, la única persona a la que Dios ama. Todo hombre es amado por Dios de modo singular, y muy por encima de lo que ama al resto de la creación que contemplamos. Los bautizados somos además verdaderos hijos suyos: recibimos su amor de Padre. ¿Con qué hondura y detenimiento consideramos y agradecemos esta decisiva y enriquecedora verdad de nuestra fe, que nos transporta fuera de este mundo, en cierta medida, para vivir ya, como María, saboreando que ha hecho en mí –también en cada uno– cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo?

Así, pues, como quien no quiere la cosa, sin que se note especialmente, porque es algo ordinario como nuestra vida de cristianos, también el Señor del mundo se ha fijado en mí y en cada uno para hacer cosas grandes. Le pedimos a Santa María que podamos también decir que nos sentimos muy contentos y alabamos a Dios por eso: porque ha puesto sus ojos en nuestra humildad.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

La Asunción de la Santísima Virgen María

Todos resurgiremos. Cada uno según el orden que le corresponde: Cristo, el primero de todos, luego, aquellos que estén unidos a él en el momento de su Venida. Así dice san Pablo en la segunda lectura.

Entre aquellos que están unidos a Cristo, hay una persona que es “de Cristo” en modo único e irrepetible: su Madre, aquella que lo ha generó como hombre, que vivió con él compartiendo las vicisitudes cotidianas y la oración y, sobre todo, estando junto a él debajo de la Cruz. Para esta criatura, Cristo no esperó su venida final para unirla a su gloria; lo hizo en seguida; no permitió que su cuerpo conociera la corrupción, sino que lo elevó hacia la gloria: Resplandece la reina, Señor, a tu derecha (salmo responsorial). Es ésta una convicción de fe que la Iglesia celebra hoy con una antiquísima fiesta, hecha más solemne desde cuando, el 1° de noviembre de 1950, Pío XII declaró la Asunción de la Santísima Virgen María dogma de fe católica.

Nosotros no sabemos cómo es exactamente el estado de los resucitados, cómo y dónde vive con su cuerpo el Cristo. Mucho menos, por eso mismo, podemos saberlo de María. Sólo sabemos que está “junto al Señor” en la gloria, partícipe de su condición de resucitado, y esto es el corazón del misterio que celebramos en la fiesta de hoy.

Nuestra reflexión hoy puede tomar dos direcciones: puede detenerse a profundizar lo que la fiesta dice de María, de su grandeza, de su gloria y de la potencia de su intercesión; o también puede detenerse a considerar lo que la fiesta significa para nosotros y para la Iglesia. Estos dos puntos de vista son necesarios y están presentes en la liturgia, pero para nosotros resulta necesariamente más útil el segundo.

¿Qué nos dice el misterio de la Asunción? María es, también ella y en forma distinta a Cristo, una primicia: primicia de la resurrección y de la fiesta: En ella, Dios trazó como un esbozo de aquello que, al final, será toda la Iglesia ¡Porque toda la Iglesia, al final, será hecha como ella inmaculada y santa, y será elevada al cielo! Por eso, san Juan, en la primera lectura, nos ha hablado de la Iglesia celestial con la imagen de la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza (un texto que la tradición cristiana siempre aplicó conjuntamente tanto a María como a la Iglesia) y nos presenta, al final, a la Jerusalén celestial, es decir, a la Iglesia, reunida alrededor del trono de Dios.

En María, Dios quiso demostrar cuán grande y profunda fue la redención operada por Cristo y a qué gloria puede conducir la criatura que se deja penetrar completamente por ella. Pero desde esa gloria, en la cual hoy la contemplamos, María, a su vez, nos enseña cómo se llega a ella, nos indica el camino. Es un camino trazado, en toda su longitud, por dos líneas rectas y bien demarcadas: la fe y la humildad.

Feliz de ti por haber creído. María creyó; siempre. Creyó en la encarnación y dijo “Fiat”; creyó en el silencio de Nazaret; creyó en el Calvario. Creyó incluso cuando todo parecía una desmentida; incluso cuando no entendía (cf. Lc 2, 50); se dejó conducir dócilmente por Dios, como una ovejita que sigue al Cordero conducido a su inmolación, como la llama un himno de la liturgia bizantina (Romano el Cantor).

Mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz. En su vida, María realizó esta misteriosa y decisiva experiencia: Dios eleva a los humildes y rebaja a los soberbios; por eso cantó alegremente esta certeza en su Magnificat, incluso antes de que Jesús hiciera de ello el corazón de su Evangelio. María no sólo comprendió que “es” así, sino también que “es justo que sea” así, y agradeció a Dios esta conducta suya, con palabras casi idénticas a las que un día dirá el Hijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los humildes (Mt 11, 25).

La humildad es la explicación del misterio de María y de su elección. Ella fue “llena de gracia” porque se vació de sí misma.

Para que Dios pueda hacer también en nosotros “cosas grandes”, para que pueda conducimos a aquella gloria final que alcanzó María, es necesario, entonces, que le ofrezcamos a él es tos dos “pretextos”: la fe y la humildad.

¿Quién podrá tener una fe pura y fuerte como la de la madre de Jesús? ¿Quién podrá alcanzar la profundidad y la sinceridad de su humildad? ¡Nadie! Sin embargo, podemos acercamos a ella, imitar su docilidad y la apertura a Dios. Podemos, sobre todo, rogarle: Acrecienta nuestra fe; enséñanos a ser humildes “de bajo de la poderosa -y paterna- mano de Dios”. Es la plegaria que, levantando la mirada, le dirigimos a ella en este día en el cual la liturgia nos la presenta como Reina sentada a la derecha del Rey: una Reina que -a diferencia de la terrenal cantada en el salmo responsorial- no se ha olvidado de su pueblo ni de la casa de su padre; que no se ha alejado de nosotros, ni siquiera después de haber sido “elevada al cielo”. “Bajó hacia los mortales una fuente de esperanza vivaz”, le dice nuestro Dante Alighieri; “vida, dulzura, esperanza nuestra”, la invocamos en el Salve, Regina.

De ella la Iglesia recibió la primera vez al Cristo. De ella lo recibe siempre. También ahora que viene a nosotros con su cuerpo “nacido de María Virgen”.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

En la parroquia de Castelgandolfo (15-VIII-1980)

Coronación de la llena de gracia

Verdaderamente, resultaría difícil encontrar un momento en que María hubiera podido pronunciar con mayor arrebato las palabras pronunciadas una vez después de la Anunciación, cuando hecha Madre virginal del Hijo de Dios, visitó la casa de Zacarías para atender a Isabel:

“Mi alma engrandece al Señor.../ porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso,/ cuyo nombre es santo” (Lc 46,49).

Si estas palabras tuvieron su motivo, pleno y superabundante, sobre la boca de María cuando Ella, Inmaculada, se convirtió en Madre del Verbo Eterno, hoy alcanzan la cumbre definitiva. María que, gracias a su fe (realzada por Isabel) entró en aquel momento, todavía bajo el velo del misterio, en el tabernáculo de la Santísima Trinidad, hoy entra en la Morada eterna, en plena intimidad con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en la visión beatífica, “cara a cara”. Y esa visión, como inagotable fuente del amor perfecto, colma todo su ser con la plenitud de la gloria y de la felicidad. Así, pues, la Asunción es, al mismo tiempo, el “coronamiento” de la fe que Ella, “llena de gracia”, demostró durante la Anunciación y que Isabel, su pariente, subrayó y exaltó durante la Visitación.

Cristo glorifica a su Madre

Verdaderamente podemos repetir hoy, siguiendo el Apocalipsis: “Se abrió el templo de Dios que está en el cielo, y dejose ver el arca del Testamento en su templo... Oí una gran voz en el cielo que decía: ‘Ahora llega la salvación, el poder el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo’ “ (Ap 11,19; 12,10).

El Reino de Dios en aquella que siempre deseó ser solamente “la esclava del Señor”. La potencia de su Ungido, es decir, de Cristo, la potencia del amor que Él trajo sobre la tierra como un fuego (cfr. Lc 12,49); la potencia revelada en la glorificación de la que, mediante su “fiat”, le hizo posible venir a esta tierra, hacerse hombre; la potencia revelada en la glorificación de la Inmaculada, en la glorificación de su propia Madre.

“Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida” (1 Cor 15,20-23).

La asunción de María es un especial don del Resucitado a su Madre. Si, en efecto, “los que son de Cristo”, recibirán la vida “cuando él venga”, he aquí que es justo y comprensible que esa participación en la victoria sobre la muerte sea experimentada en primer lugar por Ella, la Madre; Ella, que es “de Cristo”, de modo más pleno, ya que, efectivamente, Él pertenece a Ella, como el hijo a la madre. Y Ella pertenece a Él; es, en modo especial, “de Cristo”, porque fue amada y redimida de forma totalmente singular. La que, en su propia concepción humana, fue Inmaculada -es decir, libre de pecado, cuya consecuencia es la muerte-, por el mismo hecho, ¿no debía ser libre de la muerte, que es consecuencia del pecado? Esa “venida” de Cristo, de que habla el Apóstol en la segunda lectura de hoy, ¿no “debía” acaso cumplirse, en este único caso de modo excepcional, por decirlo así, “inmediatamente”, es decir, en el momento de la conclusión de la vida terrestre? ¿Para Ella, repito, en la cual se había cumplido su primera “venida” en Nazaret y en la noche de Belén? De ahí que ese final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la Tradición lo llama más bien dormición.

María, Inmaculada. Esperanza para el cristiano que lucha

“Assumpta est Maria in caelum, gaudent Angeli! Et gaudet Ecclesia!”.

Para nosotros la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua; de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección. Acerca de ese signo leemos en el Apocalipsis de San Juan:

“Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap.12,1).

Y aunque nuestra vida sobre la tierra se desarrolle, constantemente, en la tensión de esa lucha entre el Dragón y la Mujer, del que habla el mismo libro de la Sagrada Escritura; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el bien y el mal, en la que el hombre participa desde el pecado original, es decir, desde el día en que comió “del árbol del conocimiento del bien y del mal”, como leemos en el libro del Génesis (2,17; 3,12); aunque esa lucha adquiera a veces formas peligrosas y espantosas, sin embargo, ese signo de la esperanza permanece y se renueva constantemente en la fe de la Iglesia.

Y la festividad de hoy nos permite mirar ese signo, el gran signo de la economía divina de la salvación, confiadamente y con alegría mucho mayor.

Nos permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir, en definitiva, al mal y al pecado, en espera del día en que todo será cumplido por Aquel que trajo la victoria sobre la muerte: el Hijo de María. Entonces Él “entregará a Dios Padre el Reino, cuando haya destruido todo principado, toda potestad y todo poder” (1 Cor 15,24) y pondrá todos los enemigos bajo sus pies y aniquilará, como último enemigo, a la muerte (cfr. 1 Cor 15,25).

¡Participemos con alegría en la Eucaristía de hoy! Recibamos con confianza el Cuerpo de Cristo, acordándonos de sus palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

Veneremos hoy a la que dio a Cristo nuestro cuerpo humano: la Inmaculada y Asunta al cielo, ¡que es la Esposa del Espíritu Santo y nuestra Madre!

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Aleluya, aleluya. Hoy es la Asunción de María: se alegra el ejército de los ángeles. Aleluya”. Celebramos con toda la Iglesia la glorificación de María, preludio también de la de todos los redimidos por Jesucristo.

María es aquella Mujer prometida en el Paraíso para aplastar la cabeza del enemigo de la Humanidad (Cfr Gen 3,15); la Mujer que en las bodas de Caná intercede ante Jesús para remediar las necesidades de los hombres (Cfr Jn 2,1-11); la Mujer que en el Calvario nos entregó Jesucristo como Madre (Cfr Jn 19,26) y que reúne en torno suyo a sus hijos para orar, preparando así la venida del Espíritu Santo (Cfr Act 1,14); la Mujer del Apocalipsis, vestida de sol, la luna a sus pies y una diadema de doce estrellas en su cabeza, que defiende la vida cristiana amenazada por el dragón infernal (Ap 12,1). María es la virgen que concebirá un hijo que se llamará Enmanuel: Dios con nosotros (Cfr Is 7,14), y que, cuarenta días después de resucitado, entrará en el Cielo. Ella ha introducido lo humano en el Reino de los Cielos. Ella misma será llevada en cuerpo y alma a los Cielos. Es lo que celebramos hoy.

“Convenía -enseña S. Juan Damasceno- que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad, conservara también su cuerpo después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial... Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura”. Esta enseñanza que recoge el sentir de la Tradición, tiene un eco en el Prefacio de la Misa de hoy: “Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro”.

Jesús había dicho a los suyos: “En la casa de mi Padre hay mucho sitio..., cuando me vaya y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré conmigo, para que donde Yo estoy, estéis también vosotros” (Jn 14,2-3). Cristo se lleva a su Madre a ese sitio, porque Ella “se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente” (L. G. ,56).

Hoy es un día para que brote espontáneo del corazón una encendida alabanza a María que sea, al mismo tiempo, expresión de nuestra gratitud y alegría. “¡Salve, María! Pronuncio con inmenso amor y reverencia estas palabras, tan sencillas y a la vez tan maravillosas. Nadie podrá saludarte nunca de un modo más estupendo que como lo hizo un día el Arcángel en el momento de la Anunciación. Ave, Maria, gratia plena, Dominus tecum. Repito estas palabras que tantos corazones guardan y que tantos labios pronuncian en todo el mundo... Son las palabras con las que Dios mismo, a través de su mensajero, te ha saludado a Ti” (Juan Pablo II).

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Reina asumpta al cielo: hoy te felicitan todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por ti»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ap 11,19a; 12,1-6a.10ab: «Una Mujer vestida del sol, la luna por pedestal»

Sal 44,10bc.11-12 ab.16: «De pie a tu derecha está la Reina enjoyada con oro».

1Co 15, 20-26: «Primero, Cristo como principio; después, todos los cristianos»

Lc 1,39-56: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; enaltece a los humildes»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

El libro del Apocalipsis recoge y desvela una larga tradición que arranca de Gn 3. Se habla de una victoria. Las coincidencias son demasiadas como para pasarlas por alto: algunos han querido ver en «las alas de águila grande» que «le fueron dadas a la Mujer», una alusión a la Asunción de la Virgen. Aunque estas palabras no están incluidas en la lectura, las mencionamos por la relación con la fiesta.

La alabanza que brota de María, bendiciendo a Dios con el canto del «Magníficat», revela la inmensa gratitud de quien se siente objeto de la infinita benevolencia de Dios. La Iglesia quiere hacer suyas las alabanzas de María porque se sabe peregrina hacia el mismo cielo que Ella en cuerpo y alma ocupa. Mirando a María, encuentra su destino último. «Ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada» (Prefacio).

III. SITUACIÓN HUMANA

La antropología cristiana proyecta sobre el hombre necesariamente ese mundo de las realidades últimas que hace que no se agote aquí en este mundo nuestra capacidad humana, María Asumpta en cuerpo y alma al cielo tiene mucho que decir al hombre de hoy. Porque en María alcanza la humanidad el grado sumo de perfección. Porque la victoria de Cristo Resucitado, no se refiere sólo al espíritu. No hay dimensión de la realidad humana fuera del alcance de la Resurrección. La carne misma llega a la gloria de Dios.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– María, icono escatológico de la Iglesia:

“Después de haber hablado de la Iglesia, de su misión y de su destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su «peregrinación de la fe», y lo que será al final de su marcha, donde le espera, «para la gloria de Santísima e indivisible Trinidad», «en comunión con todos los santos», aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre: «Entre tanto la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y el comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (LG 68)” (972).

– La Maternidad divina en la Asunción: (966).

La respuesta

– La esperanza de los cielos nuevos y la tierra nueva: «La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo... cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48) (1042; cf 1043).

– Creo en la Resurrección de la carne: 988. 989. 990. 991.

El testimonio cristiano

– «Si Cristo Nuestro Señor, Justo Juez, reparte los premios, según el apóstol, con arreglo a las obras de cada uno, justo es que María, su Madre, por lo incomparable de su obra recibiera un don inefable, premio y gloria que excede a toda comparación. Tal fue su entrada corporal en el cielo, en donde se colocó a la diestra de Dios in vestito deaurato, circumdata varietate» (San Ildefonso, Sermo 2 de Assumptione B.M.)

«Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu Santo, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor Nuestro» (Prefacio).

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

María, asunta en cuerpo y alma a los Cielos. Contemplación del cuarto misterio glorioso del Santo Rosario.

I. Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo. Aparece así la Virgen Santa María asociada a Cristo Redentor en la lucha y en el triunfo sobre Satanás. Es el plan divino que la Providencia tenía preparado desde la eternidad para salvarnos. Éste es el anuncio del primer libro de la Sagrada Escritura, y en el último volvemos a encontrar esta portentosa afirmación: Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Es la Virgen Santísima, que entra en cuerpo y alma en el Cielo al terminar su vida entre nosotros. Y llega para ser coronada como Reina del Universo, por ser Madre de Dios. Prendado está el rey de tu belleza, canta el Salmo responsorial.

El Apóstol San Juan, que seguramente fue testigo del tránsito de María -el Señor se la había confiado, y no iba a estar ausente en esos momentos...-, nada nos dice en su Evangelio de los últimos instantes de Nuestra Madre aquí en la tierra. El que con tanta claridad y fuerza nos habló de la muerte de Jesús en el Gólgota calla cuando se trata de Aquella de quien cuidó como a su madre y como a la Madre de Jesús y de todos los hombres. Exteriormente, debió de ser como un dulce sueño: “salió de este mundo en estado de vigilia”, dice un antiguo escritor, en plenitud de amor. “Terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Allí la esperaba su Hijo, Jesús, con su cuerpo glorioso, como Ella lo había contemplado después de la Resurrección. Con su divino poder, Dios asistió la integridad del cuerpo de María y no permitió en él la más pequeña alteración, manteniendo una perfecta unidad y completa armonía del mismo. Consiguió Nuestra Señora, “como supremo coronamiento de sus prerrogativas, verse exenta de la corrupción del sepulcro y, venciendo a la muerte -como antes la había vencido su Hijo-, ser elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Es decir, la armonía de los privilegios marianos postulaba su Asunción a los Cielos.

Muchas veces hemos contemplado este privilegio de Nuestra Señora en el Cuarto misterio de gloria del Santo Rosario: Se ha dormido la Madre de Dios (...). Pero Jesús quiere tener a su Madre, en cuerpo y alma, en la Gloria. -Y la Corte celestial despliega todo su aparato, para agasajar a la Señora. -Tú y yo -niños, al fin- tomamos la cola del espléndido manto azul de la Virgen, y así podemos contemplar aquella maravilla.

“La Trinidad beatísima recibe y colma de honores a la Hija, Madre y Esposa de Dios... -Y es tanta la majestad de la Señora, que hace preguntar a los Ángeles: ¿Quién es Ésta?. Nosotros nos alegramos con los ángeles, llenos también de admiración, y la felicitamos en su fiesta. Y nos sentimos orgullosos de ser hijos de tan gran Señora.

Con frecuencia, la piedad popular y el arte mariano han representado a la Virgen, en este misterio, llevada por los ángeles y aureolada de nubes. Santo Tomás ve en estas intervenciones angélicas hacia quienes han dejado la tierra y se encaminan ya al Cielo, la manifestación de reverencia que los Ángeles y todas las criaturas tributan a los cuerpos gloriosos. En el caso de Nuestra Señora, todo lo que podamos imaginar es bien poco. Nada, en comparación a como debió de suceder en la realidad. Cuenta Santa Teresa que vio una vez la mano, sólo la mano, glorificada de Nuestro Señor, y decía después la Santa que, junto a ella, quinientos mil soles claros, reflejándose en el más limpio cristal, eran como noche triste y muy oscura. ¿Cómo sería el rostro de Cristo, su mirada...? Un día, si somos fieles, contemplaremos a Jesús y a Santa María, a quienes tantas veces hemos invocado en esta vida.

– Desde el Cielo, la Virgen Santísima intercede y cuida de sus hijos.

II. Hoy ha sido llevada al Cielo la Virgen, Madre de Dios; Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.

Miremos a Nuestra Señora, Asunta ya en los Cielos. “Y así como el viajero, haciendo pantalla con su mano para contemplar algún vasto panorama, busca en los alrededores alguna figura humana que le permita darse una idea de aquellos parajes, así nosotros, que miramos hacia Dios con ojos deslumbrados, identificamos y damos la bienvenida a una figura puramente humana, que está al lado de su trono. Un navío ha terminado su periplo, un destino se ha cumplido, una perfección humana ha existido. Y al mirarla vemos a Dios más claro, más grande, a través de esa obra maestra de sus relaciones con la humanidad”.

Todos los privilegios de María tienen relación con su Maternidad y, por tanto, con nuestra redención. María, Asunta a los Cielos, es imagen y anticipo de la Iglesia que se encuentra aún en camino hacia la Patria. Desde el Cielo “precede con su luz al Pueblo peregrino como signo de esperanza cierta hasta que llegue el día del Señor”. “Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado (...). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María “está también íntimamente unida” a Cristo”. Ella es la seguridad y la prueba de que sus hijos estaremos un día con nuestro cuerpo glorificado junto a Cristo glorioso. Nuestra aspiración a la vida eterna cobra alas al meditar que nuestra Madre celeste está allí arriba, nos ve y nos contempla con su mirada llena de ternura. Con más amor, cuanto más necesitados nos ve. “Realiza aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva”.

Ella es gran valedora nuestra ante el Altísimo. Es verdad que la vida en la tierra se nos presenta como valle de lágrimas, porque no faltan los sacrificios, las penalidades (sobre todo, nos falta el Cielo). Pero, a la vez, el Señor nos da muchas alegrías y tenemos la esperanza de la Gloria para caminar con optimismo. Entre esos motivos de contento, está Santa María. Ella es vida, dulzura y esperanza nuestra: el cariño de la Madre se hace sentir en la vida del cristiano. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, le decimos. Los ojos de Santa María, como los de su Hijo, son de misericordia, de compasión. Nunca deja de dar una mano a quien acude a su amparo: Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección.... Procuremos buscar más la intercesión de la Virgen, de la Reina de cielos y tierra. Acudamos al Refugio de los pecadores; y le diremos: muéstranos a Jesús, que es lo que más necesitamos.

¡Qué seguridad, qué alegría posee el alma que en toda circunstancia se dirige a la Santísima Virgen con la sencillez y la confianza de un hijo con su madre! “Como un instrumento dócil en manos del Dios excelso -escribe un Padre de la Iglesia-, así desearía yo estar sujeto a la Virgen Madre, íntegramente dedicado a su servicio. Concédemelo, Jesús, Dios e Hijo del hombre, Señor de todas las cosas e Hijo de tu Esclava (...). Haz que yo sirva a tu Madre de modo que Tú me reconozcas por servidor; que Ella sea mi soberana en la tierra de modo que Tú seas mi Señor por toda la eternidad”. Pero hemos de examinar cómo es nuestro trato diario con Ella. “Si estás orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?”: el Ángelus, el Santo Rosario, las tres Avemarías de la noche...

– La Asunción de Nuestra Señora, esperanza de nuestra resurrección gloriosa.

III. Dichoso el vientre de María, la Virgen, que llevó al Hijo del eterno Padre.

La Asunción de María es un precioso anticipo de nuestra resurrección y se funda en la resurrección de Cristo, que reformará nuestro cuerpo corruptible conformándolo a su cuerpo glorioso. Por eso nos recuerda también San Pablo en la Segunda lectura de la Misa: si la muerte llegó por un hombre (por el pecado de Adán), también por un hombre, Cristo, ha venido la resurrección. Por Él, todos volverán a la vida, pero cada uno a su tiempo: primero Cristo como primicia; después, cuando Él vuelva, todos los cristianos; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino... Esa venida de Cristo, de la que habla el Apóstol, “¿no debía acaso cumplirse, en este único caso (el de la Virgen) de modo excepcional, por decirlo así, “inmediatamente”, es decir, en el momento de la conclusión de la vida terrestre? (...). De ahí que ese final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la Tradición lo llama más bien dormición.

“Assumpta est María in caelum, gaudent Angeli! Et gaudet Ecclesia! Para nosotros, la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua, de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección”.

La Solemnidad de hoy nos llena de confianza en nuestras peticiones. “Subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación”. Ella alienta continuamente nuestra esperanza. “Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición -Monstra te esse Matrem (Himno litúrgico Ave maris stella)-, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal (...).

Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum; Corazón dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo”.

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P. Dom Josep ALEGRE Abad emérito de Santa Mª de Poblet (Tarragona, España) (www.evangeli.net)

«Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador»

Hoy celebramos la solemnidad de la Asunción de Santa María en cuerpo y alma a los cielos. «Hoy —dice san Bernardo— sube al cielo la Virgen llena de gloria, y colma de gozo a los ciudadanos celestes». Y añadirá estas preciosas palabras: «¡Qué regalo más hermoso envía hoy nuestra tierra al cielo! Con este gesto maravilloso de amistad —que es dar y recibir— se funden lo humano y lo divino, lo terreno y lo celeste, lo humilde y lo sublime. El fruto más granado de la tierra está allí, de donde proceden los mejores regalos y los dones de más valor. Encumbrada a las alturas, la Virgen Santa prodigará sus dones a los hombres».

El primer don que te prodiga es la Palabra, que Ella supo guardar con tanta fidelidad en el corazón, y hacerla fructificar desde su profundo silencio acogedor. Con esta Palabra en su espacio interior, engendrando la Vida para los hombres en su vientre, «se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39-40). La presencia de María expande la alegría: «Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44), exclama Isabel.

Sobre todo, nos hace el don de su alabanza, su misma alegría hecha canto, su Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador...» (Lc 1,46-47). ¡Qué regalo más hermoso nos devuelve hoy el cielo con el canto de María, hecho Palabra de Dios! En este canto hallamos los indicios para aprender cómo se funden lo humano y lo divino, lo terreno y lo celeste, y llegar a responder como Ella al regalo que nos hace Dios en su Hijo, a través de su Santa Madre: para ser un regalo de Dios para el mundo, y mañana un regalo de nuestra humanidad a Dios, siguiendo el ejemplo de María, que nos precede en esta glorificación a la que estamos destinados.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

La compañía de la Madre

«Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava».

Eso dijo la Madre de Jesús.

Se lo dijo a la madre del precursor del Hijo de Dios que llevaba en su vientre, y te lo dice a ti, sacerdote, para que tú también saltes de gozo, porque tú también has sido elegido para anunciar la buena nueva a todas las naciones.

Ella viene a tu encuentro, sacerdote, ¿y quién eres tú para que la Madre de tu Señor venga a verte?

Recíbela, sacerdote, para que glorifiques con ella a tu Señor, para que aprendas de ella a ser un humilde esclavo, un servidor, en el que Dios se ha dignado poner sus ojos para hacerte en todo igual que Él, tanto, que te ha hecho hijo de su Padre, y te ha dado a su Madre, te ha hecho hermano, y te ha llamado amigo.

Recibe, sacerdote, el tesoro más grande de Dios, y llévala contigo a vivir a tu casa, porque ese fue el último deseo en vida de tu amigo, de tu Maestro, de tu Pastor, de tu Amo, de tu hermano, de tu Señor, que ha muerto por ti, y ha resucitado para darte vida, y que vivas eternamente a su lado.

Tu Señor te ha elegido a ti, sacerdote, porque ha visto en ti un hombre sencillo, que desde antes de nacer fue predestinado para servirlo. Acepta, sacerdote, con agradecimiento esa predilección, y cumple los deseos de tu Señor, porque Él vive en ti, y exige su derecho de hijo, de tener a su Madre junto a Él, mientras camina en medio del mundo haciendo sus obras contigo.

Tu Señor te ama tanto, sacerdote, que te ha dado la compañía de su Madre, y te ha dado su verdadera presencia en cuerpo y en sangre, en alma y en divinidad, en Eucaristía, porque tú has dicho sí, el sí de María, por el que la sombra de Dios te ha llenado con el Espíritu Santo, para que saltes de gozo junto a la Madre, lleno de alegría, cuando haces bajar el pan vivo del cielo.

Tu Señor no se equivoca, sacerdote. Él ha elegido bien. Te ha elegido a ti, para que seas como Él, y lo representes en medio de su pueblo, y los alimentes, y los fortalezcas para que lleguen al reino celestial, porque Él los ha venido a buscar y ha pagado por ti y por ellos, con su sangre, y con su muerte y su resurrección, los ha ganado para la gloria de su Padre.

Tu Señor la ha elegido a ella desde antes de nacer, y la ha creado inmaculada y pura, sin macha ni pecado, y ha sido llena del Espíritu Santo, para permanecer en el amor y en la virtud, aún en medio del sufrimiento y del dolor, y la hizo mujer perfecta, para permanecer virgen, intacta, inmaculada desde su concepción y hasta su muerte, incorruptible también después de la muerte, para ser venerada como bendita entre todas las mujeres, y ser exaltada como la siempre perfecta Virgen Santa María, al ser elevada al cielo en cuerpo y alma, para ser coronada de gloria y llenar el cielo de alegría.

Recibe el favor de tu Señor, sacerdote, y acepta la compañía de su Madre, que es Madre de Dios y Madre tuya, Madre de la Iglesia, para que cada hombre la haga suya y encuentre el camino seguro, porque ella siempre los lleva a Jesús.

Glorifica a tu Señor, sacerdote, recibiendo la compañía de la Madre que nunca abandona. Déjate embelesar por su belleza, y recibe su auxilio, su protección, su misericordia y su amor, y déjate abrazar como un niño, para ser elevado con ella a los altares en su bendita Asunción, para que tu Señor te mire y te conceda, como a ella, un cuerpo glorioso en el día final de la resurrección.

(Espada de Dos Filos VII, n. 15)

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