La Presentación del Señor
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN BEDA (Textos extraídos de “Catena Aurea”)
- SAN JUAN PABLO II – Audiencia General, 20 de junio de 1990
- FRANCISCO – Homilías 2017 y 2021
- BENEDICTO XVI – Homilía del 2 de febrero de 2011
- CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- A) Presentación del Señor
- B) Purificación de Nuestra Señora
- Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
Los orientales llaman a esta fiesta Hipapante -El Encuentro. El Señor, niño es presentado en el Templo. Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo, dan testimonio de lo que es Cristo. Simeón dice que será Luz de los pueblos; por eso las candelas. Hoy se clausuran las solemnidades de la Manifestación o Epifanía del Señor.
DOS ANCIANOS Y UN NIÑO
Mal 3.1-4; Heb 2, 14-18; Lc 2, 22-40
Simeón y Ana no aparecían en el entorno ordinario del pequeño Jesús. Una familia del poblado montañoso de Nazaret parecía muy distante de dos ancianos anclados en el templo de Jerusalén. Ambos eran israelitas que mantenían firmemente conectada su vida con sus convicciones creyentes. Entre su quehacer diario, sus afanes familiares, los anhelos del pueblo y las promesas de Dios existía una clara conexión. Los israelitas padecían la prepotencia de gobiernos extranjeros, los abusos de jueces venales y de soldados groseros. Dios, sin embargo, no estaba ni distante ni ausente. Al contrario, aseguraban que más temprano que tarde cambiaría la suerte de Israel. Faltaba saber cómo y cuándo. El arribo del pequeño Jesús despeja la incógnita. En la frágil humanidad del hijo de José y María, Dios haría realidad la salvación prometida. No era recomendable quedarse atorado en la aparente debilidad del pequeño.
Bendición de las velas y procesión
Primera forma: Procesión
1. A una hora conveniente, se reúnen los fieles en otra iglesia o en algún lugar adecuado, fuera de la iglesia a donde va a dirigirse la procesión. Los fieles sostienen en sus manos las velas apagadas.
2. El sacerdote, revestido con vestiduras litúrgicas de color blanco, como para la Misa, se acerca junto con los ministros al lugar donde el pueblo está congregado. En lugar de la casulla, puede usar la capa pluvial, que dejará una vez terminada la procesión.
3. Mientras se encienden las velas, se canta la siguiente antífona:
Nuestro Señor viene con gran poder, para iluminar los ojos de sus siervos. Aleluya.
O bien otro canto apropiado.
4. El sacerdote, terminado el canto, dirigiéndose al pueblo, dice: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Luego saluda al pueblo como de costumbre. Después dice una monición introductoria al rito, invitando a los fieles a participar en él activa y conscientemente, con estas palabras u otras semejantes.
Queridos hermanos: Hace cuarenta días, celebramos con júbilo el nacimiento del Señor.
Hoy conmemoramos el día dichoso en que Jesús fue presentado en el templo por María y José, para cumplir públicamente con la ley de Moisés, pero, en realidad para venir al encuentro de su pueblo que lo esperaba con fe.
Impulsados por el Espíritu Santo, vinieron al templo aquellos dos santos ancianos, Simeón y Ana, e iluminados por el mismo Espíritu, reconocieron al Señor y lo anunciaron jubilosamente a todos.
Así también nosotros, congregados en la unidad por el Espíritu Santo, vayamos al encuentro de Cristo en la casa de Dios.
Lo encontraremos y reconoceremos en la fracción del pan, mientras llega el día en que se manifieste glorioso.
5. Después de la monición, el sacerdote bendice las velas, diciendo, con las manos extendidas:
Oremos.
Dios nuestro, fuente y origen de toda luz, que en este día manifestaste al justo Simeón la Luz destinada a iluminar a todas las naciones, te pedimos humildemente que te dignes recibir como ofrenda y santificar con tu bendición † estas velas que tu pueblo congregado va a llevar para alabanza de tu nombre, de manera que, siguiendo el camino de las virtudes pueda llegar a la luz inextinguible. Por Jesucristo, nuestro Señor.
R/. Amén.
O bien:
Dios nuestro, luz verdadera, autor y dador de la luz eterna, infunde en el corazón de tus fieles la claridad perpetua de tu luz para que todos los que, en tu santo templo, son iluminados con el resplandor de estas luces, puedan llegar felizmente a la luz de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor.
R/. Amén
Y rocía las velas con agua bendita, sin decir nada, y pone incienso para la procesión.
6. El sacerdote recibe entonces del diácono u otro ministro la vela encendida destinada para él e inicia la procesión, mientras el diácono (o en su ausencia, el mismo sacerdote) dice:
Avancemos en paz al encuentro del Señor.
O bien:
Avancemos en paz.
En ambos casos, todos responden:
En el nombre de Cristo. Amén
7. Todos llevan sus velas encendidas. Durante la procesión se canta una de las antífonas siguientes: la antífona Cristo es la luz enviada, con el cántico de Simeón (Lc 2, 29-32), o antífona Adorna tu alcoba, u otro canto apropiado:
Ant/. Cristo es la luz enviada para iluminar a las naciones y para gloria de Israel.
V. Ahora, Señor, ya puede morir en paz tu siervo, según tu promesa. Ant/.
V. Porque mis ojos han visto a tu salvador. Ant/.
V. Al Salvador a quien has puesto a la vista de todos los pueblos. Ant/.
Ant. Adorna tu alcoba, Sión, y escoge a Cristo Rey; recibe a María, la puerta del cielo; ella lleva al Rey de la nueva luz gloriosa; escucha, Virgen María, llévanos de la mano hasta tu Hijo, luz de las naciones, a quien recibió Simeón en sus brazos y lo anunció a todos los pueblos: es el Señor que da la vida y la muerte, el Salvador del mundo.
8. Al entrar la procesión en la iglesia, se canta la antífona de entrada de la Misa. Al llegar el sacerdote al altar, hace la debida reverencia y, si se cree conveniente, lo inciensa. Luego se dirige a la sede, en donde se quita la capa pluvial, si la usó en la procesión, y se pone la casulla. Ahí mismo, después de que se ha cantado el himno del Gloria dice la Oración colecta como de ordinario. Prosigue luego la Misa de la manera acostumbrada.
Segunda forma: Entrada solemne
9. En donde no puede hacerse la procesión, los fieles se reúnen en la iglesia, teniendo las velas en sus manos. El sacerdote, revestido con las vestiduras litúrgicas blancas para la Misa, va en compañía con los ministros y de una representación de los fieles a un sitio adecuado, ya sea ante la puerta de la iglesia o en el interior de la misma, en donde por lo menos una gran parte de los fieles, puedan participar cómodamente en el rito.
10. Al llegar el sacerdote al sitio escogido, para la bendición de las velas, se encienden éstas, y se canta la antífona Nuestro Señor viene con gran poder (n. 3) u otro canto apropiado.
11. Enseguida el sacerdote, después del saludo al pueblo y de la monición, bendice las velas, como se indica en los nn. 4-5; se efectúa luego la procesión al altar, con el canto (nn. 6-7). Para la Misa se observa lo indicado en el n. 8.
La Misa
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr Sal 47, 10-11
Meditamos, Señor los dones de tu amor, en medio de tu templo. Tu alabanza llega hasta los confines de la tierra como tu fama. Tu diestra está llena de justicia.
ORACIÓN COLECTA
Dios todopoderoso y eterno, suplicamos humildemente a tu majestad que así como en este día fue presentado al templo tu Unigénito en su realidad humana como la nuestra, así nos concedas, con el espíritu purificado, ser presentados ante ti. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan
Del libro del profeta Malaquías: 3, 1-4
Esto dice el Señor: “He aquí que yo envío a mi mensajero. Él preparará el camino delante de mí. De improviso entrará en el santuario el Señor, a quien ustedes buscan, el mensajero de la alianza a quien ustedes desean. Miren: Ya va entrando, dice el Señor de los ejércitos.
¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca? Será como fuego de fundición, como la lejía de los lavanderos. Se sentará como un fundidor que refina la plata; como a la plata y al oro, refinará a los hijos de Leví y así podrán ellos ofrecer, como es debido, las ofrendas al Señor. Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 23,7.8.9.10.
R/. El Señor es el rey de la gloria.
¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el rey de la gloria! R/.
Y ¿quién es el rey de la gloria? Es el Señor, fuerte y poderoso, el Señor, poderoso en la batalla. R/.
¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el rey de la gloria! R/.
Y ¿quién es el rey de la gloria? El Señor, Dios de los ejércitos, es el rey de la gloria. R/.
SEGUNDA LECTURA
Tenía que asemejarse en todo a sus hermanos.
De la carta a los hebreos: 2, 14-18
Hermanos: Todos los hijos de una familia tienen la misma sangre; por eso, Jesús quiso ser de nuestra misma sangre, para destruir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda su vida.
Pues como bien saben, Jesús no vino a ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham; por eso tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 2, 32
R/. Aleluya, aleluya.
Cristo es la luz que alumbra a las naciones y la gloria de tu pueblo, Israel. R/.
EVANGELIO
Mis ojos han visto al Salvador.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 22-40
(o forma breve: 2, 22-32)
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:
“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.
El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma”.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que te sea grata, Señor, la ofrenda de tu Iglesia desbordante de alegría, tú que quisiste que tu Unigénito te fuera ofrecido, como Cordero inmaculado, para la vida del mundo. Él que vive y reina por los siglos de los siglos.
PREFACIO
El misterio de la Presentación del Señor
En verdad es justo y necesario es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno. Porque al ser presentado hoy en el templo tu Hijo, eterno como tú, fue proclamado por el Espíritu Santo gloria de Israel y luz de las naciones. Por eso, nosotros, al acudir hoy llenos de júbilo al encuentro del Salvador, te alabamos con los ángeles, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Lc 2, 30-31
Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has puesto ante la vista de todos los pueblos.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Señor, por este santo sacramento que acabamos de recibir, lleva a su plenitud en nosotros la obra de tu gracia, tú que colmaste las esperanzas de Simeón; para que, así como él no vio la muerte sin que antes mereciera tener en sus brazos a Cristo, así nosotros al salir al encuentro del Señor, merezcamos alcanzar la vida eterna. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Llegará a su Templo el Dueño a quien buscáis (Ml 3, 1-4)
1ª. lectura
Los evangelios sinópticos y Jesús mismo mantienen la identificación del mensajero que precede al Señor con Elías, y ven su cumplimiento en la figura de Juan Bautista. Con esta identificación, Jesucristo pasa a ser el Señor que viene a su Templo. Así lo entiende la Iglesia cuando en la liturgia de la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo recoge el texto de Malaquías como primera lectura. Pero, como se muestra en muchos pasajes del Nuevo Testamento –por ejemplo, el episodio de la Transfiguración− Jesucristo es también el mediador de la Nueva Alianza.
Tenía que asemejarse en todo a sus hermanos (Heb 2, 14-18)
2ª. lectura
El pasaje es uno de los más bellos textos sobre la Encarnación. Para llevar a cabo la salvación de los hombres, Jesucristo debía poseer, como ellos, una naturaleza humana. Dios Padre «ha perfeccionado» a su Hijo en cuanto que al hacerse hombre y, por tanto, poder sufrir y morir, posee la capacidad absoluta para ser el representante de sus «hermanos» los hombres. «Participó del alimento como nosotros –escribe Teodoreto de Ciro−, y soportó el trabajo; conoció la tristeza en su alma y lloró, y padeció la muerte» (Interpretatio ad Hebraeos).
La Presentación del Señor y la Purificación de María (Lc 2, 22-40)
Evangelio
La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de dar cumplimiento a dos prescripciones de la Ley de Moisés: purificación de la madre, y presentación y rescate del primogénito. Según Lev 12,2-8, la mujer al dar a luz quedaba impura. La madre de hijo varón a los cuarenta días del nacimiento terminaba el tiempo de impureza legal con el rito de la purificación. María Santísima, siempre virgen, de hecho no estaba comprendida en estos preceptos de la Ley porque ni había concebido por obra de varón, ni Cristo al nacer rompió la integridad virginal de su Madre. Sin embargo, Santa María quiso someterse a la Ley, aunque no estaba obligada.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón» (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio gozoso).
Asimismo, en Ex 13,2.12-13 se indica que todo primogénito pertenece a Dios y debe serle consagrado, esto es, dedicado al culto divino. Sin embargo, desde que éste fue reservado a la tribu de Leví, aquellos primogénitos que no pertenecían a esta tribu no se dedicaban al culto y para mostrar que seguían siendo propiedad especial de Dios, se realizaba el rito del rescate.
La Ley mandaba también que .los israelitas ofrecieran para los sacrificios una res menor, por ejemplo un cordero, o si eran pobres un par de tórtolas o dos pichones. El Señor que «siendo rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9), quiso que se ofreciera por El la ofrenda de los pobres.
Simeón, calificado de hombre justo y temeroso de Dios, atento a la voluntad divina, se dirige al Señor en su oración como un vasallo o servidor leal que después de haber estado vigilante durante toda su vida, en espera de la venida de su Señor, ve ahora por fin llegado ese momento, que ha dado sentido a su existencia. Al tener al Niño en sus brazos, conoce, no por razón humana sino por gracia especial de Dios, que ese Niño es el Mesías prometido, la Consolación de Israel, la Luz de los pueblos.
El cántico de Simeón (v. 29-32) es además una verdadera profecía. Tiene este cántico dos estrofas: la primera (vv. 29-30) es una acción de gracias a Dios, traspasada de profundo gozo, por haber visto al Mesías. La segunda (vv. 31-32) acentúa el carácter profético y canta los beneficios divinos que el Mesías trae a Israel y a todos los hombres. El cántico destaca el carácter universal de la Redención de Cristo, anunciada por muchas profecías del Antiguo Testamento (cfr Gen 22,18; Is 2,6; Is 42,6; Is 60,3; Ps 97,2).
Podemos entender el gozo singular de Simeón al considerar que muchos patriarcas, profetas y reyes de Israel anhelaron ver al Mesías y no lo vieron, y él, en cambio, lo tiene en sus brazos (cfr Lc 10,24; 1 Pet 1,10).
La Virgen y San José se admiraban no porque desconocieran el misterio de Cristo, sino por el modo como Dios iba revelándolo. Una vez más nos enseñan a saber contemplar los misterios divinos en el nacimiento de Cristo.
Después de bendecirlos, Simeón, movido por el Espíritu Santo, profetiza de nuevo sobre el futuro del Niño y de su Madre. Las palabras de Simeón se han hecho más claras para nosotros al cumplirse en la Vida y Muerte del Señor.
Jesús, que ha venido para la salvación de todos los hombres, será sin embargo signo de contradicción, porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y para éstos Jesús será su ruina. Para otros, en cambio, al aceptarlo con fe, Jesús será su salvación, librándolos del pecado en esta vida y resucitándolos para la vida eterna.
Las palabras dirigidas a la Virgen anuncian que María habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo. La espada de que habla Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos del Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa el alma. El Señor sufrió en la Cruz por nuestros pecados; también son los pecados de cada uno de nosotros los que han forjado la espada de dolor de nuestra Madre. En consecuencia tenemos un deber de desagravio no sólo con Dios, sino también con su Madre y Madre nuestra.
Las últimas palabras de la profecía «a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones», enlazan con el versículo 34: en la aceptación o repulsa de Cristo se manifiesta la rectitud o perversión de la intimidad de los corazones.
El testimonio de Ana es muy parecido al de Simeón: como éste, también ella había estado esperando la venida del Mesías durante su larga vida, en un fiel servicio a Dios; y también es premiada con el gozo de verlo. «Hablaba de él», es decir, del Niño: alababa a Dios en oración personal, y exhortaba a los demás a que creyeran que aquel Niño era el Mesías.
Así, pues, el nacimiento de Cristo se manifiesta por tres clases de testigos y de tres modos distintos: primero por los pastores, tras el anuncio del ángel; segundo por los Magos, guiándoles la estrella; tercero por Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo.
Quien, como Simeón y Ana, persevera en la piedad y en el servicio a Dios, por muy poca valía que parezca tener su vida a los ojos de los hombres, se convierte en instrumento apto del Espíritu Santo para dar a conocer a Cristo a los demás. En sus planes redentores, Dios se vale de estas almas sencillas para conceder muchos bienes a la humanidad.
«Nuestro Señor Jesucristo en cuanto niño, es decir, revestido de la fragilidad de la naturaleza humana, debía crecer y fortalecerse; pero en cuanto Verbo eterno de Dios no necesitaba fortalecerse ni crecer. De donde muy bien se le describe lleno de sabiduría y de gracia» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.)
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SAN AMBROSIO
Presentación en el Templo
56. Qué es ser presentado en Jerusalén al Señor, yo lo diría si no lo hubiera dicho ya en mis comentarios sobre Isaías. Circuncidado de los vicios, ha sido juzgado digno de la mirada del Señor; pues los ojos del Señor reposan sobre los justos (Sal 33, 16). Observa que todo el conjunto de la ley antigua ha sido figura del porvenir —pues la misma circuncisión es figura de la purificación de los pecados—; mas como, inclinada por la apetencia al pecado, la debilidad humana, cuerpo y alma, está enlazada por lazos inextricables de vicios, el día octavo, asignado para la circuncisión, figuraba que la purificación de todas las faltas debía cumplirse en el tiempo de la resurrección. Este es el sentido del texto: Todo varón que abre el seno materno será llamado santo para el Señor (Ex 13, 12): estas palabras de la Ley prometían e1 fruto de la Virgen, verdaderamente santo, porque era sin tacha. Por lo demás, que Él es el que la Ley designa, lo manifiestan las mismas palabras repetidas por el ángel: El niño que nacerá de ti será llamado santo, Hijo de Dios (Lc 1, 35). Pues ningún comercio humano ha podido penetrar el misterio del seno virginal, sino que una semilla sin tacha ha sido depositada en sus entrañas inmaculadas por el Espíritu Santo; efectivamente, el único de entre los nacidos de mujer que es perfectamente santo es el Señor Jesús, que no padeció los contagios de la corrupción terrena por la novedad de su parto inmaculado y fue apartado por su majestad celeste.
57. Pues, si nos atenemos a la letra, ¿cómo es santo todo varón, cuando no se nos oculta que muchos fueron grandes pecadores? ¿Acaso es santo Acab? ¿Acaso santos los falsos profetas a los que por la oración de Elías los consumió un fuego devorador que descendió del cielo? (1 R 18). Más he aquí al Santo en quien se va a cumplir el misterio del que las santas prescripciones de la Ley habían indicado la figura, ya que sólo Él debía conceder a la Iglesia, santa y virgen, el dar a luz de su seno entreabierto, por una fecundidad sin mancha, al pueblo de Dios. Sólo El abre, pues, el seno maternal, ¿y qué hay de extraño en ello? El que había dicho al profeta: Antes de que te formare en las entrañas de tu madre, yo te conocí, y en su seno mismo yo te santifiqué (Jr 1, 5). El que santifica otro seno para que nazca el profeta, El mismo es el que abre el seno de su Madre para salir inmaculado.
58. Y he aquí que había un hombre en Jerusalén por nombre Simeón. Y era este hombre justo y temeroso de Dios, que aguardaba la consolación de Israel. No sólo los ángeles y los profetas, los pastores y los parientes, sino también los ancianos y los justos aportan su testimonio en el nacimiento del Señor. Toda edad, uno y otro sexo, los acontecimientos milagrosos dan fe: una Virgen engendra, una estéril da a luz, un mudo habla, Isabel profetiza, el mago adora, el niño encerrado en el seno materno salta de gozo, una viuda da gracias y un justo espera. Con razón se le llama justo, pues no aguardaba su propia gracia, sino la del pueblo, deseando por su parte ser librado de los lazos de este cuerpo frágil, pero esperando ver al Mesías prometido; pues él sabía que eran dichosos los ojos que lo verían (Lc 10, 23).
59. Ahora, dice, dejad partir a vuestro siervo. Considera a este justo, encerrado, por así decirlo, en la prisión de este cuerpo pesado y que desea librarse de él para comenzar a estar con Cristo: pues es mucho mejor ser librado de él y estar con Cristo (Flp 1, 23). Mas el que quiere ser librado ha de venir al templo, ha de venir a Jerusalén, esperar al Ungido del Señor, recibir en sus manos la Palabra de Dios y como estrecharla en los brazos de su fe. Entonces él será liberado y no verá la muerte, habiendo visto la vida.
60. Considera qué abundancia de gracias ha derramado sobre todos el nacimiento del Señor y cómo la profecía ha sido negada a los incrédulos (cf. 1 Co 14, 22), pero no a los justos. He aquí que Simeón profetiza que nuestro Señor Jesucristo ha venido para la ruina y resurrección de muchos, para hacer entre los justos e injustos el discernimiento de los méritos y, según el valor de nuestros actos, como juez verdadero y justo decretar suplicios y premios.
61. Y tu alma, dice, será atravesada por una espada. Ni la escritura ni la historia nos enseñan que María haya emigrado de esta vida padeciendo el martirio en su cuerpo; pues no el alma, sino el cuerpo es el que puede ser transverberado por una espada material. Esto nos muestra, pues, la sabiduría de María, que no ignora el misterio celeste; ya que la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y el espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Hb 4, 12); pues todo en las almas está desnudo y descubierto para el Hijo, al cual no escapan los secretos de la conciencia.
62. De este modo, Simeón ha profetizado, y habían profetizado también una mujer casada y una virgen; debía de hacerlo también una viuda, para que no faltase ni el sexo ni el estado de vida. Por esto nos es presentada Ana: los méritos de su viudez y su conducta nos inducen a creer que fue considerada digna de anunciar que había venido el Redentor de todos. Habiendo descrito sus méritos en otro lugar, cuando tratamos acerca de las viudas, no juzgamos oportuno repetirlo aquí, porque queremos exponer otras cosas. No sin razón se han mencionado los ochenta y cuatro años de su viudez; pues estas siete decenas y dos cuarentenas parecen indicar un número sagrado.
(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, Libro 2, 56-62, BAC Madrid 1966, 118-21)
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SAN BEDA (Textos extraídos de “Catena Aurea”)
In homilia de Purificatione
Si examinamos detenidamente las palabras de la ley, hallaremos ciertamente que la misma Madre de Dios, como no había concebido por obra de varón, no estaba obligada al precepto legal. Porque no era considerada como inmunda toda mujer que alumbrase, sino sólo aquélla que alumbrase por obra de varón, por lo cual se distinguía aquella que había concebido y dado a luz siendo virgen. Pero, para que nosotros nos viésemos libres del yugo de la ley, María, como Cristo, se sometió espontáneamente a ella.
Después de treinta y tres días de su circuncisión, es presentado al Señor, dando a entender de una manera mística que ninguno, si no está circuncidado de sus vicios, es digno de presentarse delante de Dios, y que todo el que no esté libre de los nexos del cuerpo mortal, no puede disfrutar perfectamente de los goces de la ciudad eterna.
Las palabras “que abriere matriz” se refieren al primogénito del hombre y del animal, porque estaba mandado que uno y otro debía consagrarse al Señor, y por tanto, pertenecían al sacerdote, pudiendo recibir una ofrenda por el primogénito del hombre y redimir a todo animal inmundo.
Las palabras: “Que abriere matriz”, se refieren al modo con que se verifica el nacimiento. Pero no se ha de creer que el Señor destruyera por su nacimiento la virginidad del seno sagrado que había santificado aposentándose en él.
Esta era la ofrenda de los pobres porque el Señor había mandado en la ley que los que pudiesen ofrecer un cordero por el hijo o por la hija, ofreciesen a la vez la tórtola o la paloma; pero que los que no pudieran ofrecer un cordero, ofreciesen dos tórtolas o dos pichones. Así el Señor, siendo rico, se dignó hacerse pobre, para hacernos participantes de sus riquezas por su pobreza.
La paloma representa la candidez y la tórtola la castidad; porque la primera ama la sencillez, y la última la castidad, de tal modo que, si por casualidad pierde su compañera no vuelve a buscar otra. Por esta razón se ofrece una tórtola y una paloma al Señor en holocausto, porque el trato sencillo y honesto de los fieles es un sacrificio agradable a su justicia.
Pero aunque estas aves son por su costumbre de gemir el emblema de la tristeza presente de los santos, se diferencian, sin embargo, en que la tórtola vuela sola por los bosques, mientras que la paloma acostumbra a volar en compañía de otras, por lo cual la una representa las lágrimas ocultas de nuestras oraciones, y la otra las públicas reuniones de la Iglesia.
Además, la paloma que vuela en compañía de otras, representa la agitación de la vida activa, y la tórtola, que goza en la soledad, representa las alturas de la vida contemplativa. Y como estas dos ofrendas son igualmente agradables al Creador, no dice San Lucas si fueron tórtolas o pichones los que fueron ofrecidos al Señor, a fin de no dar la preferencia a uno de estos dos órdenes de vida, enseñándonos a seguir ambos a dos.
Difícilmente se guarda la justicia sin el temor. No me refiero al de vernos privados de los bienes temporales (el amor perfecto lo rechaza), sino al santo temor de Dios que dura en el siglo; porque cuanto más ama el justo a Dios, con tanto más cuidado evita el ofenderlo.
Ver la muerte significa sufrirla, y muy feliz será aquél que antes de ver la muerte de la carne haya tratado de ver con los ojos de su corazón al Cristo o ungido del Señor, tratando de la Jerusalén celestial y frecuentando los umbrales del templo del Señor, esto es, siguiendo los ejemplos de los santos (en quienes habita el Señor). Esta misma gracia del Espíritu Santo, que le había hecho antes conocer al que había de venir, hizo que lo reconociera cuando vino. Por ello sigue: “Así vino inspirado de El al templo”.
Aquel hombre justo recibió al niño Jesús en sus brazos, según la ley, para demostrar que la justicia de las obras, que, según la ley, estaban figuradas por las manos y los brazos, debía cambiarse por la gracia humilde, ciertamente, pero saludable de la fe evangélica. Tomó el anciano al niño Jesús, para demostrar que este mundo, ya decrépito, iba a volver a la infancia y la inocencia de la vida cristiana.
También la luz de las naciones debía ser mencionada antes que la gloria de Israel, porque cuando haya entrado la totalidad de ellas, entonces todo Israel será salvo. (Rm 10, 15-26.)
Llama a José padre del Salvador, no porque fuese su padre verdaderamente (según los fotinianos), sino porque era considerado como padre por todos para conservar el buen nombre de María.
En ninguna historia se lee que la Santísima Virgen María muriera herida por alguna espada, especialmente cuando, no el alma, sino el cuerpo es quien puede ser atravesado por el hierro. Por tanto, debemos entender que la espada que traspasó su alma fue aquélla de que se dice: “Y la espada en los labios de ellos atravesó su alma” (Sal 58, 8), esto es, refiriéndose al dolor de la Virgen por la pasión del Señor. La cual, aun cuando aparecía que Jesucristo moría por voluntad propia (como Hijo de Dios) y aun cuando no dudase que habría de vencer a la misma muerte, sin embargo, no pudo ver crucificar al Hijo de sus entrañas sin un sentimiento de dolor.
Según el sentido místico, Ana significa la Iglesia, que en la actualidad ha quedado como viuda por la muerte de su esposo. También el número de los años de su viudez representa el tiempo de la peregrinación del cuerpo de la Iglesia lejos del Señor. Siete veces doce hacen ochenta y cuatro; siete expresa la marcha del tiempo que gira en siete días, y doce que pertenecen a la perfección de la doctrina apostólica. Por esto, tanto la Iglesia universal, como cualquier alma fiel, que procure pasar todo el tiempo de la vida según la doctrina de los apóstoles, se puede decir que ha servido al Señor por espacio de ochenta y cuatro años. También concuerda bien con esto el tiempo de siete años, que esta viuda había vivido con su marido. Porque en virtud de un privilegio de la majestad del Señor, que El mismo en carne mortal nos ha explicado, el número de siete años es signo que expresa un número perfecto. También el nombre de Ana se conforma mucho con la Iglesia, porque su nombre significa gracia. Es hija de Fanuel que quiere decir cara de Dios, y desciende de la tribu de Aser, que quiere decir bienaventurado.
San Lucas omite esto, porque sabía que San Mateo lo había expuesto con mucho detenimiento. A saber, que el Señor, después de todas estas cosas (para evitar que Herodes lo encontrase y lo matase) fue llevado por sus padres a Egipto, y volvió a Galilea del mismo modo después que hubo muerto Herodes, empezando a vivir en su ciudad Nazaret. Los evangelistas suelen omitir así las cosas que ven ya referidas, o que el Espíritu les hizo prever que habían de serlo por otros, de manera que prosiguen su narración, sin que aparezca que omitieron nada. Pero el lector solícito, que examina la escritura de otro evangelista, encuentra lo que ha sido omitido. Omitiendo muchas cosas, San Lucas dice: “Cumplidas todas las cosas”, etc.
Debe advertirse la distinta significación de estas palabras, porque Nuestro Señor Jesucristo en cuanto era niño (esto es, en cuanto se hallaba revestido del hábito de la humana fragilidad), debía crecer y fortificarse.
“Porque la plenitud de la Divinidad habitaba corporalmente en El” ( Col 2, 9). Y la gracia porque a Jesucristo, hombre, le fue concedida la gran gracia de que desde que empezó a ser hombre fuese perfecto y fuese Dios, mucho más si consideramos que era Verbo de Dios y Dios mismo, y no necesitaba fortificarse, ni debía crecer. Todavía siendo niño, tenía la gracia de Dios, para que, como todas las cosas en El eran admirables, lo fuese también su niñez, y se cumpliese así la sabiduría de Dios.
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SAN JUAN PABLO II – Audiencia General, 20 de junio de 1990
El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el templo
Según el evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la infancia de Jesús, la revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores catequesis, sino también en la Presentación del niño Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-38). Es este el primero de una serie de acontecimientos en la vida de Cristo en que se pone de manifiesto el misterio de la Encarnación junto con la presencia operante del Espíritu Santo.
Escribe el evangelista que “cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor” (Lc 2, 22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acompañaba (cf. Lc 2, 24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cf. Ex 13, 2. 12-13. 15; Lv 12, 6-8; Nm 18, 15). Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: “He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2, 25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías.
Aquel hombre, que esperaba “la consolación de Israel”, es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con “el que había de venir”. En efecto, leemos que “estaba en él el Espíritu Santo”, es decir, actuaba en él de modo habitual y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lc 2, 26).
Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, “movido por el Espíritu” (Lc 2, 27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el niño Jesús, hijo de María, a Aquel que esperaba.
Lucas escribe que “cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, (Simeón) le tomó en brazos y bendijo a Dios” (Lc 2, 27-28).
En este punto el evangelista pone en boca de Simeón el “Nunc dimittis”, cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a “irse en paz”, abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: “Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 30-32). Es un anuncio de la evangelización universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos.
El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la “profetisa Ana” que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos; en este sentido era “profetisa” (cf. Ex 15, 20; Jc 4, 4; 2 R 22, 14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a Dios como al hablar de Jesús: “Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús.
Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción −¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!− a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35).
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será “atravesado por una espada”, compartiendo los sufrimientos de su Hijo.
Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del “evangelio de la infancia de Jesús”, descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él” (Lc 2, 33).
Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la ascensión del Señor al cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del “evangelio de la infancia de Jesús” ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo.
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FRANCISCO – Homilías 2017 y 2021
2017
El canto que nace de la esperanza
Cuando los padres de Jesús llevaron al Niño para cumplir las prescripciones de la ley, Simeón «conducido por el Espíritu» (Lc 2,27) toma al Niño en brazos y comienza un canto de bendición y alabanza: «Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos; luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,30-32). Simeón no sólo pudo ver, también tuvo el privilegio de abrazar la esperanza anhelada, y eso lo hace exultar de alegría. Su corazón se alegra porque Dios habita en medio de su pueblo; lo siente carne de su carne.
La liturgia de hoy nos dice que con ese rito, a los 40 días de nacer, el Señor «fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente» (Misal Romano, 2 de febrero, Monición a la procesión de entrada). El encuentro de Dios con su pueblo despierta la alegría y renueva la esperanza.
El canto de Simeón es el canto del hombre creyente que, al final de sus días, es capaz de afirmar: Es cierto, la esperanza en Dios nunca decepciona (cf. Rm 5,5), él no defrauda. Simeón y Ana, en la vejez, son capaces de una nueva fecundidad, y lo testimonian cantando: la vida vale la pena vivirla con esperanza porque el Señor mantiene su promesa; y, más tarde, será el mismo Jesús quien explicará esta promesa en la Sinagoga de Nazaret: los enfermos, los detenidos, los que están solos, los pobres, los ancianos, los pecadores también están invitados a entonar el mismo canto de esperanza. Jesús está con ellos, él está con nosotros (cf. Lc 4,18-19).
Este canto de esperanza lo hemos heredado de nuestros mayores. Ellos nos han introducido en esta «dinámica». En sus rostros, en sus vidas, en su entrega cotidiana y constante pudimos ver cómo esta alabanza se hizo carne. Somos herederos de los sueños de nuestros mayores, herederos de la esperanza que no desilusionó a nuestras madres y padres fundadores, a nuestros hermanos mayores. Somos herederos de nuestros ancianos que se animaron a soñar; y, al igual que ellos, también nosotros queremos cantar hoy: Dios no defrauda, la esperanza en él no desilusiona. Dios viene al encuentro de su pueblo. Y queremos cantar adentrándonos en la profecía de Joel: «Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones» (3,1).
Nos hace bien recibir el sueño de nuestros mayores para poder profetizar hoy y volver a encontrarnos con lo que un día encendió nuestro corazón. Sueño y profecía juntos. Memoria de cómo soñaron nuestros ancianos, nuestros padres y madres y coraje para llevar adelante, proféticamente, ese sueño.
Esta actitud nos hará a los consagrados fecundos, pero sobre todo nos protegerá de una tentación que puede hacer estéril nuestra vida consagrada: la tentación de la supervivencia. Un mal que puede instalarse poco a poco en nuestro interior, en el seno de nuestras comunidades. La actitud de supervivencia nos vuelve reaccionarios, miedosos, nos va encerrando lenta y silenciosamente en nuestras casas y en nuestros esquemas. Nos proyecta hacia atrás, hacia las gestas gloriosas —pero pasadas— que, lejos de despertar la creatividad profética nacida de los sueños de nuestros fundadores, busca atajos para evadir los desafíos que hoy golpean nuestras puertas. La psicología de la supervivencia le roba fuerza a nuestros carismas porque nos lleva a domesticarlos, hacerlos «accesibles a la mano» pero privándolos de aquella fuerza creativa que inauguraron; nos hace querer proteger espacios, edificios o estructuras más que posibilitar nuevos procesos. La tentación de supervivencia nos hace olvidar la gracia, nos convierte en profesionales de lo sagrado, pero no padres, madres o hermanos de la esperanza que hemos sido llamados a profetizar. Ese ambiente de supervivencia seca el corazón de nuestros ancianos privándolos de la capacidad de soñar y, de esta manera, esteriliza la profecía que los más jóvenes están llamados a anunciar y realizar. En pocas palabras, la tentación de la supervivencia transforma en peligro, en amenaza, en tragedia, lo que el Señor nos presenta como una oportunidad para la misión. Esta actitud no es exclusiva de la vida consagrada, pero de forma particular estamos llamados a cuidar de no caer en ella.
Volvamos al pasaje evangélico y contemplemos nuevamente la escena. Lo que despertó el canto en Simeón y Ana no fue ciertamente mirarse a sí mismos, analizar y rever su situación personal. No fue el quedarse encerrados por miedo a que les sucediese algo malo. Lo que despertó el canto fue la esperanza, esa esperanza que los sostenía en la ancianidad. Esa esperanza se vio recompensada en el encuentro con Jesús. Cuando María pone en brazos de Simeón al Hijo de la Promesa, el anciano empieza a cantar, hace una verdadera «liturgia», canta sus sueños. Cuando pone a Jesús en medio de su pueblo, este encuentra la alegría. Y sí, sólo eso podrá devolvernos la alegría y la esperanza, sólo eso nos salvará de vivir en una actitud de supervivencia. Sólo eso hará fecunda nuestra vida y mantendrá vivo nuestro corazón. Poniendo a Jesús en donde tiene que estar: en medio de su pueblo.
Todos somos conscientes de la transformación multicultural por la que atravesamos, ninguno lo pone en duda. De ahí la importancia de que el consagrado y la consagrada estén insertos con Jesús, en la vida, en el corazón de estas grandes transformaciones. La misión —de acuerdo a cada carisma particular— es la que nos recuerda que fuimos invitados a ser levadura de esta masa concreta. Es cierto, podrán existir «harinas» mejores, pero el Señor nos invitó a leudar aquí y ahora, con los desafíos que se nos presentan. No desde la defensiva, no desde nuestros miedos, sino con las manos en el arado ayudando a hacer crecer el trigo tantas veces sembrado en medio de la cizaña. Poner a Jesús en medio de su pueblo es tener un corazón contemplativo capaz de discernir cómo Dios va caminando por las calles de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, en nuestros barrios. Poner a Jesús en medio de su pueblo, es asumir y querer ayudar a cargar la cruz de nuestros hermanos. Es querer tocar las llagas de Jesús en las llagas del mundo, que está herido y anhela, y pide resucitar.
Ponernos con Jesús en medio de su pueblo. No como voluntaristas de la fe, sino como hombres y mujeres que somos continuamente perdonados, hombres y mujeres ungidos en el bautismo para compartir esa unción y el consuelo de Dios con los demás.
Nos ponemos con Jesús en medio de su pueblo porque «sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que [con el Señor], puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. […] Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87) no sólo hace bien, sino que transforma nuestra vida y esperanza en un canto de alabanza. Pero esto sólo lo podemos hacer si asumimos los sueños de nuestros ancianos y los transformamos en profecía.
Acompañemos a Jesús en el encuentro con su pueblo, a estar en medio de su pueblo, no en el lamento o en la ansiedad de quien se olvidó de profetizar, porque no se hace cargo de los sueños de sus mayores, sino en la alabanza y la serenidad; no en la agitación, sino en la paciencia de quien confía en el Espíritu, Señor de los sueños y de la profecía. Y así compartamos lo que no nos pertenece: el canto que nace de la esperanza.
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2021
Tres lugares para la paciencia en la vida consagrada
Simeón —escribe san Lucas— «esperaba el consuelo de Israel» (Lc 2,25). Subiendo al templo, mientras María y José llevaban a Jesús, acogió al Mesías en sus brazos. Es un hombre ya anciano quien reconoce en el Niño la luz que venía a iluminar a las naciones, que ha esperado con paciencia el cumplimiento de las promesas del Señor. Esperó con paciencia.
La paciencia de Simeón. Observemos atentamente la paciencia de este anciano. Durante toda su vida esperó y ejerció la paciencia del corazón. En la oración aprendió que Dios no viene en acontecimientos extraordinarios, sino que realiza su obra en la aparente monotonía de nuestros días, en el ritmo a veces fatigoso de las actividades, en lo pequeño e insignificante que realizamos con tesón y humildad, tratando de hacer su voluntad. Caminando con paciencia, Simeón no se dejó desgastar por el paso del tiempo. Era un hombre ya cargado de años, y sin embargo la llama de su corazón seguía ardiendo; en su larga vida habrá sido a veces herido, decepcionado; sin embargo, no perdió la esperanza. Con paciencia, conservó la promesa ―custodiar la promesa―, sin dejarse consumir por la amargura del tiempo pasado o por esa resignada melancolía que surge cuando se llega al ocaso de la vida. La esperanza de la espera se tradujo en él en la paciencia cotidiana de quien, a pesar de todo, permaneció vigilante, hasta que por fin “sus ojos vieron la salvación” (cf. Lc 2,30).
Y yo me pregunto: ¿De dónde aprendió Simeón esta paciencia? La recibió de la oración y de la vida de su pueblo, que en el Señor había reconocido siempre al «Dios misericordioso y compasivo, que es lento para enojarse y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6); reconoció al Padre que incluso ante el rechazo y la infidelidad no se cansa, sino que “soporta con paciencia muchos años” (cf. Ne 9,30), como dice Nehemías, para conceder una y otra vez la posibilidad de la conversión.
La paciencia de Simeón es, entonces, reflejo de la paciencia de Dios. De la oración y de la historia de su pueblo, Simeón aprendió que Dios es paciente. Con su paciencia —dice san Pablo— «nos conduce a la conversión» (Rm 2,4). Me gusta recordar a Romano Guardini, que decía: la paciencia es una forma en que Dios responde a nuestra debilidad, para darnos tiempo a cambiar (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Y, sobre todo, el Mesías, Jesús, a quien Simeón tenía en brazos, nos revela la paciencia de Dios, el Padre que tiene misericordia de nosotros y nos llama hasta la última hora, que no exige la perfección sino el impulso del corazón, que abre nuevas posibilidades donde todo parece perdido, que intenta abrirse paso en nuestro interior incluso cuando cerramos nuestro corazón, que deja crecer el buen trigo sin arrancar la cizaña. Esta es la razón de nuestra esperanza: Dios nos espera sin cansarse nunca. Dios nos espera sin cansarse jamás. Este es el motivo de nuestra esperanza Cuando nos extraviamos, viene a buscarnos; cuando caemos por tierra, nos levanta; cuando volvemos a Él después de habernos perdido, nos espera con los brazos abiertos. Su amor no se mide en la balanza de nuestros cálculos humanos, sino que nos infunde siempre el valor de volver a empezar. Nos enseña la resiliencia, el valor de volver a empezar. Siempre, todos los días. Después de las caídas, volver a empezar siempre. Él es paciente.
Y miramos nuestra paciencia. Fijémonos en la paciencia de Dios y la de Simeón para nuestra vida consagrada. Y preguntémonos: ¿qué es la paciencia? Indudablemente no es una mera tolerancia de las dificultades o una resistencia fatalista a la adversidad. La paciencia no es un signo de debilidad: es la fortaleza de espíritu que nos hace capaces de “llevar el peso”, de soportar: soportar el peso de los problemas personales y comunitarios, nos hace acoger la diversidad de los demás, nos hace perseverar en el bien incluso cuando todo parece inútil, nos mantiene en movimiento aun cuando el tedio y la pereza nos asaltan.
Quisiera indicar tres “lugares” en los que la paciencia toma forma concreta.
La primera es nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con entusiasmo y generosidad, nos entregamos a Él. En el camino, junto con las consolaciones, también hemos recibido decepciones y frustraciones. A veces, el entusiasmo de nuestro trabajo no se corresponde con los resultados que esperábamos, nuestra siembra no parece producir el fruto adecuado, el fervor de la oración se debilita y no siempre somos inmunes a la sequedad espiritual. Puede ocurrir, en nuestra vida de consagrados, que la esperanza se desgaste por las expectativas defraudadas. Debemos ser pacientes con nosotros mismos y esperar con confianza los tiempos y los modos de Dios: Él es fiel a sus promesas. Ésta es la piedra base: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos permite replantear nuestros caminos, revigorizar nuestros sueños, sin ceder a la tristeza interior y al desencanto. Hermanos y hermanas: La tristeza interior en nosotros consagrados es un gusano, un gusano que nos come por dentro. ¡Huyan de la tristeza interior!
El segundo lugar donde la paciencia se concreta es en la vida comunitaria. Las relaciones humanas, especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad apostólica, no siempre son pacíficas, todos lo sabemos. A veces surgen conflictos y no podemos exigir una solución inmediata, ni debemos apresurarnos a juzgar a la persona o a la situación: hay que saber guardar las distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor momento para aclarar con caridad y verdad. No hay que dejarse confundir por la tempestad. En la lectura del breviario de mañana hay un pasaje hermoso de Diadoco de Foticé sobre el discernimiento espiritual, que dice: “Cuando el mar está agitado no se ven los peces, pero cuando el mar está en calma, se pueden ver”. Nunca podremos tener un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado e impaciente. Jamás. En nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es decir, llevar sobre nuestros hombros la vida del hermano o de la hermana, incluso sus debilidades y defectos. Todos. Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas ―en la Iglesia ya hay muchos, lo sabemos―, no, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina, pero que siempre debe intentar cantar unido.
Por último, el tercer “lugar”, la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivaron en sus corazones la esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se lamentaron de todo aquello que no funcionaba, sino que con paciencia esperaron la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad. Necesitamos esta paciencia para no quedarnos prisioneros de la queja. Algunos son especialistas en quejas, son doctores en quejas, muy buenos para quejarse. No, la queja encarcela. “El mundo ya no nos escucha” ―oímos decir esto tantas veces―, “no tenemos más vocaciones”, “vamos a tener que cerrar”, “vivimos tiempos difíciles” —“¡ah, ni me lo digas!…”—. Así empieza el dúo de las quejas. A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más hermosa: la esperanza. He visto a muchos consagrados y consagradas perder la esperanza. Simplemente por impaciencia.
La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras comunidades y al mundo con misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la paciencia del Espíritu en nuestra vida? En nuestras comunidades, ¿nos cargamos los unos a los otros sobre los hombros y mostramos la alegría de la vida fraterna? Y hacia el mundo, ¿realizamos nuestro servicio con paciencia o juzgamos con dureza? Son retos para nuestra vida consagrada: nosotros no podemos quedarnos en la nostalgia del pasado ni limitarnos a repetir lo mismo de siempre, ni en las quejas de cada día. Necesitamos la paciencia valiente de caminar, de explorar nuevos caminos, de buscar lo que el Espíritu Santo nos sugiere. Y esto se hace con humildad, con simplicidad, sin mucha propaganda, sin gran publicidad.
Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de Simeón y también de Ana, para que del mismo modo nuestros ojos vean la luz de la salvación y la lleven al mundo entero, como la llevaron en la alabanza estos dos ancianos.
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BENEDICTO XVI – Homilía del 2 de febrero de 2011
Presentación del Señor
Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb10, 5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35).
Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación. Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el Esperado.
La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo II eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada.
Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.
El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).
En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.
En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. «“Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8… La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).
Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en “exégesis” viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica» (Verbum Domini, 83).
Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del Evangelio».
En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María: Oh María, Madre de la Iglesia, te encomiendo toda la vida consagrada, a fin de que tú le alcances la plenitud de la luz divina: que viva en la escucha de la Palabra de Dios, en la humildad del seguimiento de Jesús, tu hijo y nuestro Señor, en la acogida de la visita del Espíritu Santo, en la alegría cotidiana del Magníficat, para que la Iglesia sea edificada por la santidad de vida de estos hijos e hijas tuyos, en el mandamiento del amor. Amén.
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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La Presentación en el Templo
529. La Presentación de Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana toda la expectación de Israel es la que viene al Encuentro de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, “luz de las naciones” y “gloria de Israel”, pero también “signo de contradicción”. La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”.
II. JESUS Y EL TEMPLO
583. Como los profetas anteriores a él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
695. La unción. El simbolismo de la unción con el óleo es también significativo del Espíritu Santo, hasta el punto de que se ha convertido en sinónimo suyo (cf. 1 Jn 2, 20. 27; 2 Co 1, 21). En la iniciación cristiana es el signo sacramental de la Confirmación, llamada justamente en las Iglesias de Oriente “Crismación”. Pero para captar toda la fuerza que tiene, es necesario volver a la Unción primera realizada por el Espíritu Santo: la de Jesús. Cristo [“Mesías” en hebreo] significa “Ungido” del Espíritu de Dios. En la Antigua Alianza hubo “ungidos” del Señor (cf. Ex 30, 22-32), de forma eminente el rey David (cf. 1 S 16, 13). Pero Jesús es el Ungido de Dios de una manera única: La humanidad que el Hijo asume está totalmente “ungida por el Espíritu Santo”. Jesús es constituido “Cristo” por el Espíritu Santo (cf. Lc 4, 18-19; Is 61, 1). La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo quien por medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11) e impulsa a Simeón a ir al Templo a ver al Cristo del Señor (cf. Lc 2, 26-27); es de quien Cristo está lleno (cf. Lc 4, 1) y cuyo poder emana de Cristo en sus curaciones y en sus acciones salvíficas (cf. Lc 6, 19; 8, 46). Es él en fin quien resucita a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 1, 4; 8, 11). Por tanto, constituido plenamente “Cristo” en su Humanidad victoriosa de la muerte (cf. Hch 2, 36), Jesús distribuye profusamente el Espíritu Santo hasta que “los santos” constituyan, en su unión con la Humanidad del Hijo de Dios, “ese Hombre perfecto... que realiza la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13): “el Cristo total” según la expresión de San Agustín.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Llevaron al niño a Jerusalén para ofrecerlo al Señor
La ley mosaica prescribía que cuarenta días después del nacimiento del primer hijo los padres se acercaran al templo de Jerusalén para ofrecer a su primogénito al Señor y para la purificación ritual de la madre. Así hicieron, también, María y José. El rito servía para consagrar el primogénito a Dios, en recuerdo del hecho de que Dios, en un tiempo, había salvado a los primogénitos de Israel en Egipto.
Los Evangelios dan realce al episodio sobre todo porque coincidió con un momento de gran revelación en torno a la persona de Cristo. En efecto, el viejo Simeón al ver al Niño Jesús se conmovió e, inspirado por el Espíritu Santo, le saludó definiéndole como «luz de las gentes», «gloria del pueblo de Israel» y «signo de contradicción». Pero, yo quisiera aclarar un motivo de interés más general del suceso, tomando el punto de partida en las palabras iniciales, en las que se dice que María y José «llevaron a Jesús a Jerusalén para presentado al Señor».
Y, también, en las palabras conclusivas, que nos permiten echar una mirada sobre la vida íntima de la Sagrada Familia en Nazaret: «El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba».
En el cristianismo el rito de la Presentación ya no existe más; pero, el significado espiritual de él permanece y es actual incluso todavía hoy. En otras palabras, también, los padres cristianos deben «presentar a sus hijos a Dios» y ayudarles después a «crecer en sabiduría y gracia», esto es, no sólo física e intelectualmente, sino también espiritualmente.
¿Qué puede significar hoy ir a la iglesia y «presentar al propio hijo a Dios?» Significa reconocer que los hijos son un don de Dios, que le pertenecen a él antes aún que al padre y a la madre. Es Dios, en efecto, según la doctrina cristiana, quien infunde en el niño, en el momento mismo de la concepción, el principio espiritual, que llamamos alma. Procrear significa colaborar con Dios, quien es el único Creador. La Biblia nos presenta a una madre que, mirando a sus siete hijos, exclama casi con desconcierto: «Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues, así el Creador del mundo, el que modeló al hombre...» (cfr. 2 Macabeos 7,22-23).
Pero, no basta ofrecer los hijos al Señor una sola vez, al inicio de la vida. Es necesario preocuparse de la educación cristiana de los hijos. Los padres son los primeros evangelizadores de los hijos. Lo son, a veces, sin darse cuenta mediante las oraciones que les enseñan, las respuestas que dan a sus preguntas, los juicios que emiten en su presencia. Jesús dijo un día: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios» (Marcos 10,14 ss).
El alma inocente de los niños está frecuentemente en disposición de entender las verdades religiosas mejor que los mayores, si se las explicáis con un lenguaje adaptado a ellos. Quien tiene que trabajar con los niños sabe cuántas veces se permanece boquiabiertos frente a una palabra o una frase dicha por ellos. Hay una cierta connaturalidad entre los niños y Dios, debida a la ausencia de complicaciones mentales en ellos, que hacen tan difícil creer al adulto.
Se nos pregunta a veces si es justo y si vale la pena sembrar los gérmenes de la fe en los hijos desde los primeros años de vida, sabiendo qué maestros sustituirán a los padres, apenas saldrán de casa, ya cuántas crisis irán al encuentro, ya desde los años de la escuela. No es necesario dejarse entretener por estas dudas. En la fiesta de la Presentación, en recuerdo de Jesús, que fue proclamado «luz de las gentes» por Simeón, se bendicen pequeñas candelas que, después, cada uno, si quiere, se lleva a casa. Por esto, la fiesta popularmente venía llamada hasta hace unos años «la Candelaria» .
Yo creo que el deber de los padres respecto a los hijos está simbolizado muy bien por esta pequeña candela.
Un poeta ha descrito así, alegóricamente, la palabra de su vida.
«Un día partí para un largo viaje. Estaba todavía oscuro cuando salí de casa y mi madre me puso en la mano un candil para iluminarme el camino, recomendándome no apartarme de él por ninguna razón. Caminé durante horas a la luz de aquel candil; pero, después, salió el sol y el mechón que tenía en la mano comenzó a palidecer, hasta que, a mediodía, ya no se veía precisamente más y fui tentado de arrojarlo por el camino. Me acordé, sin embargo, de la promesa hecha a mi madre y continué teniendo mecánicamente en la mano el pequeño candil. Caminé todavía durante mucho tiempo, hasta que el sol comenzó a oscurecer y se hizo de nuevo oscuro en tomo a mí. La pequeña llama, que tenía en mano, comenzaba de nuevo a hacerse notar hasta que, habiendo oscurecido totalmente, me di cuenta que era la única cosa que me permitía proseguir y llevar a término mi viaje. Y fui muy feliz de tenerla todavía conmigo».
Así es la fe que un niño recibe de sus padres al iniciar el largo viaje de la vida. En un principio es todo, sólo existe ella. Después, se encienden otras luces, otros intereses y otros valores vienen a ocupar la mente. La fe, que se tenía de niño, frecuentemente viene eclipsada y ya no nos damos cuenta ni siquiera más el tenerla. Pero, llega la tarde, el tiempo en que las muchas luces que se han apagado en la vida, una después de otra, se apagan también o no aclaran más. ¡Cuántos, en este momento, han redescubierto la fe, la pequeña candela recibida simbólicamente en el bautismo y alimentada en la familia! Por lo tanto, no es necesario descorazonarse al entregar a los hijos la candela de la fe.
Pero, el medio mejor, si se quiere transmitir a los hijos la fe, es vivirla con ellos y delante de ellos, reconociendo que no se conseguirá nunca totalmente, pero sin descorazonarse por esto. «Mis hijos saben, decía una madre, que sin la presencia de Jesús la vida para mí y para el padre no es más que una cáscara vacía o, como dicen ellos, un film en blanco y negro, sin color».
Lo importante es que, al mismo tiempo que con la educación para la fe, exista una educación para la libertad, por la que los hijos se sientan libres de aceptar y libres también para rechazar las convicciones de los padres, sin que por esto se sientan menos amados. Aquella misma madre, después de haber puesto todo su empeño en educar cristianamente a sus cinco hijos, una vez crecidos, hacía con serenidad este balance: «El mayor da testimonio de Jesús con todos y se interroga también sobre su vocación. El segundo lo ha dejado todo y, a veces, nos echa en cara haberle «rellenado el cerebro». La tercera ya no va más a misa, pero se entusiasma por Taizé, por los testimonios creyentes de la gente de su edad y por las vidas de los santos. La penúltima va al catecismo, pero con discreción, manteniéndose en las suyas. La más pequeña está todavía en la edad en que, visto que no puede casarse con su papá, se quiere casar con Cristo y repite que cuando sea mayor será santa y ayudará a los pobres».
Cuando se ha hecho todo lo posible y ya no se puede hablar de Dios a los hijos ha llegado el momento, decía san Francisco de Sales a una madre, de hablar a Dios de los hijos, esto es, de orar por ellos.
Quisiera anotar otra situación que la Presentación de Jesús en el templo hace llegar a mi mente. ¿Cómo comportarse cuando un hijo o una hija quisiera manifestar el propósito que tiene de consagrarse totalmente al Señor, abrazando la vida religiosa o sacerdotal? Hay familias, que se profesan sencillamente cristianas, pero, en donde la noticia de una vocación viene acogida con tristeza, como si fuese una desgracia, hasta llegar a asumir a veces una verdadera y propia lucha psicológica para disuadir al hijo en seguir su camino. Debiera ser, más bien, un honor y una alegría para los padres cristianos, no sólo no obstaculizar, sino acompañar personalmente al hijo o a la hija en esta no fácil elección, como acompañan a los otros hijos al altar el día de su matrimonio.
Dos cosas yo quisiera recordar a los padres que viven esta situación. Ninguna criatura en el mundo es capaz de llenar la vida de vuestro hijo o de vuestra hija y de hacerles felices como Dios y, por otra parte, ningún hijo y ninguna hija permanece más cercano o cercana a los padres, más disponible en el momento de una necesidad, que el hijo o la hija que se han consagrado al Señor y que se creía haber perdido. Muchos padres han hecho la experiencia y han sentido la necesidad, más tarde, de pedir perdón al hijo sacerdote o a la hija religiosa por no haberles entendido hará un tiempo.
Una de las cosas más conmovedoras en la vida de santa Teresita del Niño Jesús es el sostén recibido por el padre para realizar su vocación (la madre había muerto antes). Ella quería entrar en el Carmelo; pero, encontraba dificultades porque era demasiado joven.
El padre la acompañó desde Francia a Roma, para pedirle personalmente al papa León XIII el permiso de entrar en clausura y, al final, salió con la suya. En una carta dirigida al padre (que ella llamaba afectuosamente su rey de la tierra) escribía ella un día desde el Carmelo: «Jesús, el rey del cielo, tomándome para sí, no me ha quitado al rey de la tierra. Me esforzaré, papá, para constituir tu gloria, llegando a ser una gran santa». Como sabemos, lo ha conseguido. No sólo santa, sino doctora de la Iglesia. La suya será probablemente la primera familia en bloque, esto es, como familia, que canonizará la Iglesia. Efectivamente, se ha iniciado el proceso de beatificación bien sea para la madre como para el padre. ¡Los padres de santa Teresita son el mejor ejemplo de qué significa «presentar a los hijos al Señor»!
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Consagrarnos al Inmaculado Corazón de María
El niño que nos ha nacido es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios hecho carne, la Palabra viva, la Luz que vino al mundo para iluminar a todas las naciones, luz que disipa las tinieblas, que ilumina las mentes y los corazones de los hombres, y expone las intenciones de sus corazones.
Él es el Mesías anunciado por los profetas. En Él se cumple toda profecía. Él es el Salvador del que hablan las Escrituras, fuente inagotable de gracia, que se derrama para llevar a las almas de las tinieblas a la luz.
El profeta Simeón, agradeciendo al Señor, recibió esta extraordinaria revelación, que anunció a María, la Madre del Mesías; y no era una maldición, era una profecía en presencia del Mesías: “este niño ha sido puesto como signo de contradicción para dejar al descubierto las intenciones de los corazones; y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”, con lo que revelaba la misión redentora del Hijo de Dios, quien tendría que padecer y sufrir mucho en manos de los hombres; y a la Madre su particular “Getsemaní” le anunciaba.
Y ella dijo “sí, hágase Señor tu voluntad en mí”, mientras, junto con el niño, a Dios su alma consagraba, aceptando con valor la cruz que se le revelaba, y a su Hijo muriendo crucificado, mientras ella lo acompañaba y en su misión redentora participaba.
Ten tú el valor de entregar tu vida consagrándote al Inmaculado Corazón de María, para que, siendo todo de ella, seas todo de Jesús, porque el Inmaculado Corazón de María está unido indisolublemente al Sagrado Corazón de Jesús.
Medita los siete dolores que traspasaron su alma, y guarda, como ella, todas las cosas en tu corazón, para que la gracia transformante, fruto de esa meditación, transforme todo dolor y sufrimiento de tu alma en la alegría de entregar tu vida para servir a Cristo.
Escucha su Palabra, que es como una espada de dos filos que penetra tu corazón, y déjate iluminar por su luz, para que alcances la felicidad y la vida eterna por la fe en el Niño Jesús, Hombre verdadero y Dios verdadero.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Sin obstáculos para Dios
—¿Te fijas? Ella –¡la Inmaculada!– se somete a la Ley como si estuviera inmunda.
¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?
¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón.
Así comenta san Josemaría, en Santo Rosario, la Purificación de María, que hoy celebramos junto a la Presentación de Jesús en el Templo: dos ritos de la antigua ley de Israel que María, José y el Niño cumplieron como los demás.
¿Te fijas?, se nos sugiere. Meditemos la escena. Con el Espíritu Santo, Luz de los corazones que nos ilumina, nos fijamos en nosotros mismos, mientras notamos que Dios nos contempla: nos quiere, nos exige, nos reprocha y nos comprende, nos agradece y nos ayuda. Miramos asimismo a nuestro alrededor, a los demás, que nos esperan de diversas formas. De una parte deseamos ser más gratos a nuestro Dios y queremos, para ello, purificarnos hasta ser cada uno esa persona ideal que está en la mente divina. Por otro lado, comprendemos fácilmente que le serviremos mejor, siendo una ayuda más eficaz para cuantos nos rodean, sin esos defectos que tampoco Dios quiere.
¡La Inmaculada! no necesita purificación, pero nosotros sí. Ella, en todo caso, se somete a la Ley. Fijémonos en cómo actúa María no teniendo, en verdad, de qué purificarse. Aprendamos a amar la Ley de Dios: esas normas o criterios de actuación que se nos imponen, en ocasiones con independencia de nuestra decisión. Quizá no haya mejor purificación, que la de librarnos de nuestros apegos de soberbia obedeciendo, con un reconocimiento reverente de la Majestad de Nuestro Dios, a quien nos sometemos obedeciendo a su Iglesia.
Necesitamos purificación, si queremos ser instrumentos adecuados, que se dejan llevar sin rémoras por el Espíritu Santo. El Paráclito actúa muy fácilmente en las almas que se purifican obedeciendo por la humildad y rectificando por la penitencia. De otro modo, tal vez nos saldríamos con la nuestra, pero también acumularíamos imperfecciones que son obstáculos a la acción del Paráclito. No podría nuestra vida agradar a Dios y quedaría infecunda.
Limpiarse a fondo, en ocasiones puede costar. A veces resulta verdaderamente doloroso desprenderse de algunas imperfecciones a las que hemos podido habituarnos. No será nunca, en todo caso, una tarea negativa de exclusiva renuncia, como si lo primordial fuera la negación de lo propio. Siempre será el amor la razón de toda posible renuncia. Un amor que da por bien perdidas las bajezas, por bien empleado el esfuerzo por quitarlas y por bien sufrido el dolor que podamos sentir al no tener ya más el consuelo de aquellas miserias. Porque lo que impulsa al alma enamorada es el bien de su amor, y por él nada le parece excesivo.
La fe y la esperanza cristianas nos aseguran que Dios no se deja ganar en generosidad, y la experiencia nos demuestra enseguida que valió la pena aquel sacrificio. Animémonos, como nos aconseja Camino:
Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. —Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y hojas caducas. —Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida.
Pensemos asimismo en las deficiencias que notamos en ocasiones en los que nos rodean. Pudiera ser que, en un primer impulso, tendiéramos a rechazar, tal vez con desaire, a quien nos disgusta. Es preciso acoger a todos comprendiendo que, al igual que nosotros, los demás también deben mejorar ante Dios. Recemos por los que nos molestan, por aquellos a quienes nos sale criticar. Nada positivo hacemos con la sola crítica. Ofrezcamos sacrificios en expiación por los pecados de los demás y por los nuestros. Así reparamos las ofensas a Dios y el Espíritu Santo nos inundará de su luz, para que contemplemos esos defectos como lo que son: algo corriente por la debilidad humana y siempre ocasión de mejorar ante el Señor.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Presentación del Señor
La ley mosaica prescribía que, cuarenta días después del nacimiento del primer hijo, los padres fueran al templo de Jerusalén para ofrecer a su primogénito al Señor y para la purificación ritual de la madre.
También los padres de Jesús se sometieron a esta prescripción. Sin embargo, no fue un rito como el de todas las otras veces. Las otras veces, eran los hombres quienes “presentaban” a su hijo a Dios en calidad de ofrecimiento y de pertenencia; esta vez, es Dios quien presenta a su Hijo a los hombres. Lo hace por boca del viejo Simeón y de la profetisa Ana. Simeón lo presenta al mundo como salvación ofrecida a todos los pueblos, como luz que iluminará a las naciones, pero también como signo de contradicción: como aquel que conmoverá los pensamientos del corazón.
En memoria de este hecho, narrado por el Evangelio de Lucas, surgió muy pronto en Oriente una fiesta llamada Hypapante, es decir, fiesta del “encuentro”. En el siglo VI, se propagó a Occidente y aquí se enriqueció con una procesión penitencial destinada a suplantar el rito pagano de las lustraciones (Lupercalia) que se celebraba justamente en ese período. Más tarde, se agregó el rito de la bendición de las candelas y la fiesta tomó el nombre popular de Candelaria. Con eso se quería expresar, con un signo visible, la fe en Cristo como “luz de las naciones”. Las candelas llevadas a casa servían, entre otras cosas, para aclarar la agonía de quienes, entre un año y otro, pasaban de este mundo al Padre.
En un mundo que cambia tan rápidamente y que tiende a enterrar todas las pequeñas tradiciones religiosas y populares del pasado, también la pobre candela perdió significado y encanto. ¿Qué representa hoy la luz de una candela frente a la invasión de las luces de neón de los avisos publicitarios? Es así como, antes de llegar a la Iglesia, pocos sabían que hoy era la “fiesta de las candelas”.
Por el contrario, los ritos que hemos recordado existen todavía y se celebra en toda iglesia, al menos en una Misa. Se bendicen las candelas, luego, todos los presentes, con la candela encendida, siguen al celebrante en una simbólica procesión hacia el altar; después se escucha la palabra de Dios y la Misa, y todos vuelven a casa con la candela bendecida.
Aun cuando no repitamos esos ritos, debemos sí esforzar nos por captar el significado de esta hermosa fiesta. Para hacerla, podemos partir de dos nombres que la fiesta ha tomado respectivamente entre los hermanos ortodoxos y entre nosotros: Hypapante y Candelaria: fiesta del encuentro y fiesta de la luz.
El encuentro de Jesús con Simeón y Ana en el templo de Jerusalén se presenta como símbolo de una realidad mucho más grande y universal: la humanidad encuentra a su Señor en la Iglesia. Hemos escuchado al principio las palabras del profeta Malaquías, que preanunciaba este encuentro: Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí. Y enseguida entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan. En el templo, Simeón reconoció a Jesús como al Mesías esperado y lo proclamó salvador y luz del mundo. Comprendió que, desde ese momento, el destino de cada hombre se decidía de acuerdo con la actitud asumida frente a él; cada hombre se inclinará hacia la ruina o hacia la resurrección. Como dirá el Bautista: tiene en su mano la horquilla para limpiar su era (cfr. Mt. 3, 12).
La cosa se repite, en una escala bien distinta, también hoy: en el nuevo templo de Dios que es la Iglesia, los hombres “se encuentran” con Cristo, aprenden a conocerlo, lo reciben en la Eucaristía, como Simeón lo tomó en brazos; aquí su palabra se convierte en luz para ellos, y su cuerpo en fuerza y nutrición. Por otra parte, es la experiencia que realizamos cada domingo: cada vez se da un verdadero encuentro entre nosotros y Dios. Hoy, dicha experiencia tiene el agregado de que está traducida hacia afuera y acentuada por el simbolismo de la fiesta: la procesión con la cual, esta mañana, los fieles entraron en la iglesia junto con el sacerdote, llevando la candela encendida y cantando, era, justamente, el signo de este ir al encuentro de Jesús que nos llama desde el interior de su Iglesia, a la espera de ir a su encuentro un día en la Hypapante eterna, cuando seremos nosotros quienes resultamos “presentados” por él al Padre.
Pero henos aquí en el segundo nombre y en el segundo simbolismo de la fiesta: Candelaria, fiesta de la luz. ¿Qué quiere decir toda esta insistencia en el tema de la luz, hoy? ¿Qué significa llevarse a casa una pequeña candela de pocos centavos? Significa algo que nos escuchamos repetir tantas veces, pero que quizás nunca hemos verdaderamente entendido o creído. Que nosotros debemos ser la luz del mundo; que nadie enciende una llama para tenerla escondida debajo del almud y que, por eso, ni siquiera Cristo encendió las nuestras en el bautismo para que las tengamos bien ocultas, sino más bien para que con ellas demos luz a los otros que nos acompañan.
Nosotros los cristianos no haremos nunca lo suficiente para superar un doble equívoco. Primero: el equívoco de creer que la luz de la fe nos ha sido dada para iluminar con ella sólo nuestro camina, desinteresándonos de los otros. Segundo: el equívoco de creer que la fe es como una candela que se tiene encendida cuando estamos en la iglesia, estando atentos, sin embargo, para esconderla en seguida, apenas salimos de la iglesia y volvemos a la vida cotidiana.
¡Qué despiadado examen de conciencia necesitamos! ¿Qué hemos hecho de nuestra luz? ¿Qué fue de aquella candela encendida en nuestro bautismo? ¿Quién se ha dado cuenta? ¿Quién ha podido confortarse con su calor? Jesús dijo que había venido a traer el fuego a la tierra (Lc. 12, 49); no era, por cierto, el fuego material que quema y destruye, sino el fuego que da calor: el amor. Eso debía provocar el gran deshielo del mundo encerrado dentro del hielo del egoísmo y del odio. Su vida fue una llamarada de este fuego; los hombres, sin embargo, le permitieron arder sólo “un poco”. Para poder prolongarse en el tiempo, él pensó en confiar una pequeña llama a sus discípulos a fin de que los hombres no permanecieran en la ignorancia.
Por lo tanto, la luz que nos confió no era otra cosa que el precepto del amor: Ámense los unos a los otros; amen incluso a sus enemigos. Es ésta la luz que debemos llevar con nosotros, una y otra vez al salir de la iglesia, para iluminar a todos los que están en casa, a aquellos con quienes compartimos nuestra jornada.
En el sentido evangélico, es una luz puesta en el candelero el cristiano que se esfuerza por ser comprensivo con las personas, comenzando por las más próximas, que no tiene palabras amargas de crítica y desaprobación para todos, que sabe alentar un pequeño esfuerzo de bien en los otros. Es una luz aquel que “tiene la inteligencia del pobre” y del anciano, quien sabe comprenderlo, sabe detenerse un momento para hablar con él o escucharlo. Es una luz quien sabe perdonar al pariente, al colega. Una luz que da calor porque es luz de amor.
Pero no hay que ilusionarse: amar es difícil, sí antes no nos sentimos amados. La Eucaristía que ahora celebramos es justamente esto: una experiencia del Señor que nos amó primero, que nos recibe como somos. Es éste el momento que realiza para nosotros la fiesta del “encuentro”.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
No dejemos de mirar a María, y de aprender a complacer a Dios, aunque nos cueste.
1. La Presentación de Jesús al templo es una fiesta cristológica, con un sentido también mariológico pues se desarrolla el rito de la presentación del hijo una vez cumplido el tiempo de la purificación de la madre a través del recogimiento y la oración, a los cuarenta días que hubiese dado a luz. La luz de Navidad se vuelve a poner de relieve a los 40 días, con la profecía de Simeón, antes de iniciar la cuaresma, otros 40 días antes de la Pascua de la Resurrección. Estamos en un entretiempo entre las dos pascuas: el fin popular de los días de Navidad –el final litúrgico se celebró con el Bautismo del Señor−, cuando en algunos sitios se recogen las imágenes del Nacimiento hasta el año siguiente, ya preparando con esta luz de la procesión de las candelas la otra luz, la de la resurrección, el cirio pascual.
La “Fiesta de las candelas” o el “Día de la Candelaria”, como se sabe, tiene el aspecto festivo de la procesión con las velas encendidas, que luego se guardan de recuerdo, como más tarde la de la Vigilia pascual, pues representan la luz de Cristo en los hogares.
Tiene la fiesta un rico simbolismo del encuentro entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Simeón y Ana representan a los profetas que habían vivido con la esperanza del Mesías, representan el pueblo de Israel que durante años habían estado esperando a un Mesías que vendría a salvarlos e iluminarles el camino. Simeón lo proclama como “luz de las naciones y gloria de su pueblo Israel”. Son fórmulas que se rezaban en misa, y se ponen ahora aquí para reflejar esos dos aspectos de Jesús, que es luz y gloria. Con María y José, nos llegas tú, Señor, la Buena Nueva, la luz para iluminar nuestras vidas desde la luz del bautismo, la gloria de todos los hombres, llamados por el bautismo a ser “portadores de la luz”. Nos llega por tus brazos, María, tú que eres “la luna que refleja perfectamente al sol”, y te pedimos que nos ilumine esta luz y nos enseñe a ser buenos instrumentos del amor divino.
Se está renovando el Templo, con la presencia del Señor, como Ageo profetizó: «La gloria de este templo será más grande que la del anterior, dice el Señor del universo, y en este lugar yo daré la paz» (Ag 2,9); «los tesoros más preciados de todas las naciones vendrán aquí» (Ag 2,7), también está traducido por: «el más preciado», dirán algunos, «el deseado de todas las naciones».
Simeón, a quien «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor», ha subido al Templo. Él no es de los privilegiados, su único título es ser hombre «justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel».
Y Simeón proclama su bendición, y añade a María: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). Las cosas de Dios suceden con sufrimiento… Serían estos recuerdos guardados en su corazón, objeto de confidencias de la Virgen ya mayor, que haría a los discípulos y como madre les abriría los ojos al sentido de la cruz, de la contradicción, que es camino de la gloria.
En algunos pasajes sobre la disputa del sábado hemos visto cómo Jesús es el nuevo Moisés, que proclama la nueva Ley, ahora podemos ver que Él es el nuevo Templo. Se produce, como dijo Jesús a la samaritana, un cambio hacia un templo donde Dios es adorado no aquí o allá sino en espíritu y en verdad. Enseña Ratzinger: “La universalización de la fe y de la esperanza de Israel, la consiguiente liberación de la letra hacia la nueva comunión con Jesús, está vinculada a la autoridad de Jesús y a su reivindicación como Hijo”. No hace una interpretación liberal de la Torá –lo cual le daría un carácter relativo también a la Torá, a su procedencia de la voluntad de Dios−; sino una obediencia a la autoridad de esta nueva interpretación superior a la de Moisés, y al mandato original: ha de ser una autoridad divina. Esta superación no es trasgresión sino su cumplimiento.
Se juntan de la mano la justicia y la paz, como dice el salmo, la ley y la gracia, Simeón y José, Ana y María, el Antiguo y Nuevo Testamento, en Jesús: “La correcta conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento –sigue diciendo Ratzinger− ha sido y es un elemento constitutivo para la Iglesia: precisamente las palabras del Resucitado dan importancia al hecho de que Jesús sólo puede ser entendido en el contexto de «la Ley y los Profetas» y de que su comunidad sólo puede vivir en este contexto que ha de ser comprendido de modo adecuado”. Hay dos polos opuestos peligrosos: un falso legalismo hipócrita, y el rechazo del «Antiguo Testamento» suplantado a veces por la ley del amor entendida como cosa espiritual, sin relevancia social.
En ti, Señor, vemos realizada la promesa hecha por Moisés: «El Señor tu Dios suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo.» (Dt 18,15). Tú explicas la Ley con la proclamación de la fe en el único Dios y Padre y unida a esta, la preocupación por los débiles, los pobres, las viudas y los huérfanos. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, y el amor al prójimo es la prueba del primero. En el Sermón de la Montaña lo explicarás, Jesús. Ya desde tu presentación en el templo veo, Señor, que no suprimes, sino que le das cumplimiento a la Ley, que protege la dignidad de la persona.
2. Malaquías escribe años después del exilio, y una de sus preocupaciones es responder a los escandalizados ante el hecho de que los injustos, los ricos y opresores, los infieles, vivían mejor que los fieles. Por ello, anuncia vigorosamente el “Día de Yahvè”, cuando Dios destruirá el mal para siempre y asegurará a los fieles una vida saludable. Este anuncio lo realiza vinculándolo muy especialmente al Templo de Jerusalén, y ve el cumplimiento de sus esperanzas cuando Yahvé estará gloriosamente presente en el Templo, y todos los hombres subirán a ofrecer en él un sacrificio aceptable (J. Lligadas). Se habla de “mi mensajero... el Señor... el mensajero de la alianza”, prueba de que Dios va a venir (el mensajero podría ser Elías, o Juan Bautista). El pueblo acusa a Dios, y el profeta dice que somos nosotros quienes tenemos que convertirnos, si queremos acudir a su misericordia.
El «día de Yahvé» ya llega, los buenos serán separados de los malos, y añade una nota apocalíptica: los justos tomarán parte en el castigo de los malvados.
Parece que Dios no tiene prisa por venir. Debemos creer y esperar, porque, a pesar de todo, el Señor vendrá y pondrá las cosas en su sitio (J. Aragonés).
3. Los salmos cantaban este momento: «¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!», pero las cosas suceden con sencillez extrema, sin aparato. Proclamamos los títulos solemnes de Dios: “Rey de la gloria; Señor valeroso, héroe de la guerra; y Señor de los ejércitos”. Es una exaltación, pero “Señor de los ejércitos”, no tiene un carácter marcial sino un valor cósmico: el Señor es el Creador, que tiene como ejército todas las estrellas del cielo, es decir, todas las criaturas del universo que le obedecen: “Brillan las estrellas en su puesto de guardia, llenas de alegría; las llama él y dicen: “Aquí estamos”. Y brillan alegres para su Hacedor” (Ba 3,34-35). Dios infinito se adapta a la criatura humana, se le acerca para encontrarse con ella, escucharla y entrar en comunión con ella. Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en el diálogo y en el Amor manifestado en Jesús.
4. Jesús vence al pecado con su muerte, le quita todo poder al diablo, que era dueño de la muerte. Ha sido fiel a su voluntad hasta el final. Es modelo para todos, y camino para el cielo (J. Lligadas). Jesús, eres uno de los nuestros; has compartido nuestra sangre y nuestra carne y no te avergüenzas de llamarnos hermanos, has asumido todo lo humano: alegría, amistad, familia, sencillez. Has asumido el dolor, limitación, sufrimiento, muerte. Más aún, nos aceptas como somos, limitados, pecadores, con odios pequeños e irracionales; no rehúsas tu vida humana y nos amas a todos, tal como somos, excepto el pecado. María Virgen ha sido la primera en seguirte, acogiéndote en una apertura de entrega, sencillez y generosidad de su vida (G. Mora).
Llucià Pou Sabaté
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
A) Presentación del Señor
– María ofrece a Jesús al Padre.
I. De pronto, entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar....
Jesús llega al Templo en los brazos de María para ser presentado al Señor, como mandaba la Ley judía, cuarenta días después de su nacimiento. Sólo Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo, reconocen al Mesías en aquel Niño pequeño. La liturgia recoge en el Salmo responsorial las aclamaciones que, de modo simbólico, se cantaban muy probablemente a la entrada del Arca de la Alianza. Ahora tienen su más plena realidad: ¡Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria!.
Después de la circuncisión había que cumplir dos ceremonias, según mandaba la Ley: el hijo primogénito debía ser presentado al Señor y después rescatado; la madre debía purificarse de la impureza legal contraída. En el Éxodo estaba escrito:... y el Señor dijo a Moisés: Declara que todo primogénito me está consagrado. Todo primogénito de los hijos de Israel, lo mismo hombre que animal, me pertenece siempre. Esta ofrenda de todo primer nacido recordaba la liberación milagrosa del pueblo de Israel de su cautividad en Egipto. Todos los primogénitos eran presentados a Yahvé, y luego eran restituidos al pueblo.
Nuestra Señora preparó su corazón, como sólo Ella podía hacerlo, para presentar a su Hijo a Dios Padre y ofrecerse Ella misma con Él. Al hacerlo, renovaba su fiat, su hágase, y ponía una vez más su propia vida en las manos de Dios. Jesús fue presentado a su Padre en las manos de María. Nunca se hizo una oblación semejante en aquel Templo y nunca se volvería a ofrecer. La siguiente ofrenda la hará el mismo Jesús, fuera de la ciudad, en el Calvario.
La fiesta de hoy nos invita a entregar al Señor, una vez más, nuestra vida, pensamientos, obras..., todo nuestro ser; ofrecimiento de lo menudo de todos los días y de los acontecimientos importantes, cuando éstos lleguen.
Y podemos hacer esta entrega de muchas maneras. Hoy, en esta oración podemos servirnos de las palabras de San Alfonso Mª de Ligorio, poniendo por intercesora a Santa María, como tantas veces lo hemos hecho: “También yo quisiera en este día, Reina mía, a ejemplo vuestro, ofrecer a Dios mi pobre corazón (...). Ofrecedme como cosa vuestra al Eterno Padre, en unión con Jesús, y rogadle que, por los méritos de su Hijo, y en gracia vuestra, me acepte y tome por suyo”. A través de Santa María, Nuestro Señor acogerá una vez más la entrega de todo lo que somos y tenemos.
– Iluminar con la luz de Cristo.
II. María y José llegaron al Templo dispuestos a cumplir fielmente lo que estaba establecido en la Ley. Presentaron como simbólico rescate la ofrenda de los pobres: un par de tórtolas. Y allí les salió al encuentro el anciano Simeón, hombre justo, que esperaba la consolación de Israel. El Espíritu Santo le manifestó lo que para otros estaba oculto. Simeón tomó al Niño en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra: porque mis ojos han visto a tu salvador, al que has puesto ante la faz de todos los pueblos, como luz que ilumina a los gentiles y gloria de Israel, tu pueblo. Es un canto de alegría. Toda su existencia había consistido en una ardiente espera del Mesías.
San Bernardo, en un sermón para esta fiesta, nos habla de una costumbre de antiquísima tradición, de la que tenemos otros muchos testimonios: la procesión de los cirios encendidos. “Hoy −nos dice el Santo−, la Virgen María lleva al templo del Señor al Señor del templo. También José presenta a Dios no su hijo, sino el Hijo amado y predilecto de Dios; y también Ana, la viuda, lo proclama. Estos cuatro celebraron la primera procesión, que después ha de continuarse con gozo en todos los rincones de la tierra y por todas las naciones”.
La liturgia de esta fiesta, en efecto, ha querido poner de manifiesto la vida del cristiano como una ofrenda al Señor, expresada en la procesión de los cirios encendidos que se van consumiendo poco a poco, mientras dan luz. Cristo es profetizado como la Luz que saca de la oscuridad al mundo sumido en tinieblas. La luz, en el lenguaje habitual, es símbolo de vida (“dar a luz”, “ver la luz por vez primera” son expresiones íntimamente ligadas al nacimiento), de verdad (“caminar a oscuras” es sinónimo de ignorancia y de confusión), de amor (se dice que el amor “se enciende” cuando dos personas aprenden a quererse con más hondura...). Las tinieblas, por el contrario, indican soledad, desorientación, error... Cristo es la Vida del mundo y de todo hombre, Luz que ilumina, Verdad que salva, Amor que lleva a la plenitud... Llevar en la mano una vela encendida, en la procesión que hoy tiene lugar donde es posible antes de la Misa, es signo de estar en vela, de participar en la claridad de Cristo, de la vibración apostólica que hemos de contagiar a otros.
Sus padres se maravillaron de lo que se decía de Él. María, que guardaba en su corazón el mensaje del Ángel y de los pastores, escucha admirada la profecía de Simeón acerca de la misión universal de su Hijo: aquel Niño pequeño que sostiene en sus brazos es la Luz enviada por Dios Padre para iluminar a las naciones: es la gloria de su pueblo. Este misterio está íntimamente ligado a la ofrenda que se lleva a cabo. También nuestra participación en la misión de Cristo recibida en el Bautismo está estrechamente enlazada con nuestra entrega personal. La fiesta de hoy es una invitación a darnos sin medida, a arder delante de Dios como esa luz, que se pone sobre el candelero, para iluminar a los hombres que andan en tinieblas; como esas lamparillas que se queman junto al altar, y se consumen alumbrando hasta gastarse. ¿Es así nuestra entrega al Señor?, ¿sin condiciones?, ¿sin límites? Señor, le decimos, mi vida es para Ti; no la quiero si no es para gastarla cerca de tu Vida. ¿Para qué otra cosa había de quererla?
El mismo San Bernardo nos recuerda que “está prohibido presentarse ante el Señor con las manos vacías”. Y como nos vemos sólo con cosas pequeñas para ofrecer (el trabajo del día, una sonrisa en medio del dolor, de la fatiga, el ser amables y comprensivos...), debemos hoy considerar en nuestra oración “cómo la Virgen acompaña esta ofrenda de tanto precio con otra de tan pequeño valor, como eran aquellas aves que mandaba ofrecer la Ley, para que tú de aquí aprendas a juntar tus pobres servicios con los de Cristo para que con el valor y precio de los suyos sean recibidos y preciados los tuyos (...).
“Junta, pues, tus oraciones con las suyas, tus lágrimas con las suyas, tus ayunos y vigilias con las suyas, y ofréceselas al Señor, para que lo quede por sí es de poco precio, por Él sea de mucho valor.
“Una gota de agua, por sí tomada, no es más que agua; mas lanzada en un gran vaso de vino, toma otro más noble ser y hácese vino; y así nuestras obras, que por ser nuestras son de poco valor, ayuntadas a las de Cristo se hacen de precio inestimable, por razón de la gracia que se nos da en Él”.
– Jesucristo, signo de contradicción.
III. Simeón bendijo a los padres, y dijo a María, su madre: Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos de Israel, y para signo de contradicción −y a tu misma alma la traspasará una espada−, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
Jesús trae la salvación para todos los hombres; sin embargo, para algunos será signo de contradicción, porque se obstinan en rechazarlo. “Los tiempos que vivimos confirman, con particular fuerza, la verdad contenida en las palabras de Simeón. Jesús es luz que ilumina a los hombres y, al mismo tiempo, signo de contradicción. Y si ahora (...) Jesucristo se revela de nuevo a los hombres como luz del mundo, ¿no se ha convertido, hoy más que nunca, en ese signo al que los hombres se oponen?”. Él no pasa nunca indiferente por el camino de los hombres, no pasa indiferente ahora, en este tiempo, por nuestra vida. Por eso le pedimos que sea nuestra Luz y nuestra Esperanza.
El Evangelista señala además que Simeón, después de pronunciar estas palabras, se dirigió de pronto, casi inesperadamente, a María, vinculando en cierto modo la profecía referente al Hijo con otra que se relaciona con la madre: A tu misma alma la traspasará una espada. “Con estas palabras del anciano nuestra mirada se desplaza desde el Hijo a la Madre, de Jesús a María. Es admirable el misterio de este vínculo con el que Ella se ha unido a Cristo, ese Cristo que es signo de contradicción”.
Estas palabras dirigidas a la Virgen anuncian que Ella habría de estar unida íntimamente a la obra redentora de su Hijo. La espada de que habla Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos del Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa el alma. El Señor sufrió en la Cruz por nuestros pecados; también son los pecados de cada uno de nosotros los que han forjado la espada de dolor de nuestra Madre. Por tanto, tenemos un deber de desagravio no sólo con Jesús, sino también con su Madre, que es también Madre nuestra.
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B) Purificación de Nuestra Señora
– Cuarto Misterio del Santo Rosario.
I. La Ley de Moisés prescribía no solamente la ofrenda del primogénito, sino también la purificación de la madre. Esta ley no obligaba a María, que es purísima y concibió a su Hijo milagrosamente. Pero la Virgen no buscó nunca a lo largo de su vida razones que la eximieran de las normas comunes de su tiempo. “Piensas −pregunta San Bernardo− que no podía quejarse y decir: “¿Qué necesidad tengo yo de purificación? ¿Por qué se me impide entrar en el templo si mis entrañas, al no conocer varón, se convirtieron en templo del Espíritu Santo? ¿Por qué no voy a entrar en el templo, si he engendrado al Señor del templo? No hay nada impuro, nada ilícito, nada que deba someterse a purificación en esta concepción y en este parto; este Hijo es la fuente de pureza, pues viene a purificar los pecados. ¿Qué va a purificar en mí el rito, si me hizo purísima en el mismo parto inmaculado?””.
Sin embargo, como en tantas ocasiones, la Madre de Dios se comportó como cualquier mujer judía de su época. Quiso ser ejemplo de obediencia y de humildad: una humildad que la lleva a no querer distinguirse por las gracias con las que Dios la había adornado. Con sus privilegios y dignidad de ser la Madre de Dios, se presentó aquel día, acompañada de José, como una mujer más. Guardaba en su corazón los tesoros de Dios. Podría haber hecho uso de sus prerrogativas, considerarse eximida de la ley común, mostrarse como un alma distinta, privilegiada, elegida para una misión extraordinaria, pero nos enseñó a nosotros a pasar inadvertidos entre nuestros compañeros, aunque nuestro corazón arda en amor a Dios, sin buscar excepciones por el hecho de ser cristianos: somos ciudadanos corrientes, con los mismos derechos y deberes de los demás.
Contemplamos a María, en la fiesta de hoy, en el cuarto misterio de gozo del Santo Rosario. Vemos a María, purísima, someterse a una ley de la que estaba exenta... Nos miramos a nosotros mismos y vemos tantas manchas, ingratitudes, omisiones tan numerosas en el amor a Dios como las arenas del mar. ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! −Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. −Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón y que lo disponga para poder presentarlo a Dios a través de Santa María.
– La Virgen nos presenta a Jesús, luz de las naciones, nuestra luz. Necesidad de purificar la vida.
II. Inesperadamente entrará en el Santuario el Señor a quien vosotros buscáis... Será un “fuego de fundidor”, una “lejía de lavandero”: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a la plata y al oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido, leemos en la Primera lectura de la Misa.
“La Liturgia de hoy presenta y actualiza de nuevo un “misterio” de la vida de Cristo: en el templo, centro religioso de la nación judía, en el cual se sacrificaban continuamente animales para ser ofrecidos a Dios, entra por primera vez, humilde y modesto, Aquel que, según el profeta Malaquías, deberá sentarse para fundir y purificar (...). Hace su entrada en el templo Aquel que tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo”, como se expresa en la Segunda lectura. Jesucristo viene a purificarnos de nuestros pecados por medio del perdón y de la misericordia.
Esta profecía se refiere en primer lugar a los sacerdotes de la casa de Leví, y en ellos estamos prefigurados todos los cristianos que, por el Bautismo, participamos del sacerdocio regio de Cristo. Si nos dejamos limpiar y purificar, podremos presentar la ofrenda de nuestro trabajo y de la propia vida, como es debido, según había anunciado Malaquías.
Hoy es fiesta del Señor, que es presentado en el Templo y que, a pesar de ser un Niño, es ya luz para alumbrar a las naciones. Pero “es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos es luz para nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas del conocimiento y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.
“Se desvelan los pensamientos de muchos corazones, cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la aproximan al hombre”.
Nuestra Señora, en la fiesta de hoy, nos alienta a purificar el corazón para que la ofrenda de todo nuestro ser sea agradable a Dios, para que sepamos descubrir a Cristo, nuestra Luz, en todas las circunstancias. Ella quiso someterse al rito común de la purificación ritual, sin tener necesidad alguna de hacerlo, para que nosotros llevemos a cabo la limpieza, ¡tan necesaria!, del alma.
Desde los comienzos de la Iglesia, los Santos Padres enseñaron con toda claridad su pureza inmaculada, con títulos llenos de belleza, de admiración y de amor. Dicen de Ella que es lirio entre espinas, virgen, inmaculada, siempre bendita, libre de todo contagio del pecado, árbol inmarcesible, fuente siempre pura, santa y ajena a toda mancha del pecado, más hermosa que la hermosura, más santa que la santidad, la sola santa que, si exceptuamos a solo Dios, fue superior a todos los demás; por naturaleza más bella, más hermosa y más santa que los mismos querubines, más que todos los ejércitos de los ángeles.... Su vida inmaculada es una llamada para que nosotros desechemos de nuestro corazón todo aquello que, aunque sea pequeño, nos aleja del Señor.
La contemplamos ahora, en este rato de oración, purísima, exenta de toda mancha, y miramos a la vez nuestra vida, las flaquezas, las omisiones, los errores, todo aquello que ha dejado un mal poso en el fondo del alma, heridas sin curar... “¡Tú y yo sí que necesitamos purificación!”.
Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando −¡ay!− tanto poso... −Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: “dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor”.
– Ofrecer todo lo nuestro a través de Nuestra Señora. Acudir a Ella con más confianza cuanto mayores sean las flaquezas o las tentaciones.
III. Cada hombre, enseña la Sagrada Escritura, es como un vaso de barro que contiene un tesoro de gran valor. Una vasija de ese frágil material se puede romper con facilidad, pero también se puede recomponer sin un excesivo trabajo. Por la misericordia divina, todas las fracturas tienen arreglo. El Señor sólo nos pide ser humildes, acudir cuando sea necesario a la Confesión sacramental, y recomenzar de nuevo con deseos de purificar las señales que haya dejado en el alma la mala experiencia pasada. Las flaquezas −pequeñas o grandes− son un buen motivo para fomentar en el alma los deseos de reparación y de desagravio. Así como pedimos perdón por una ofensa a una persona querida y procuramos mostrarle de algún modo nuestro arrepentimiento, mucho mayores deben ser nuestros deseos de reparación si hemos ofendido al Señor. Él nos espera entonces con mayores muestras de amor y de misericordia. “Los hijos, si acaso están enfermos, tienen un título más para ser amados por la madre. Y también nosotros, si acaso estamos enfermos por malicia, por andar fuera de camino, tenemos un título más para ser amados del Señor”.
En cada momento de la vida, pero particularmente cuando no nos hemos comportado como Dios esperaba, nos dará gran paz pensar en los medios sobreabundantes que Él nos ha dejado para purificar y recomponer la vida pasada cuando sea necesario: se ha quedado en la Sagrada Eucaristía como especial fortaleza para el cristiano; nos ha dado la Confesión sacramental para recuperar la gracia, si la hubiéramos perdido, y para aumentar la resistencia al mal y la capacidad para el bien; ha dispuesto un Ángel Custodio que nos guarde en todos los caminos; contamos con la ayuda de nuestros hermanos en la fe, a través de la Comunión de los Santos; tenemos el ejemplo y la corrección fraterna de aquellos buenos cristianos que nos rodean... De modo especialísimo contamos con la ayuda de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que hemos de acudir siempre, pero con mayor urgencia cuando nos sintamos más cansados, más débiles o se multipliquen las tentaciones y, sobre todo, en las caídas si, para nuestra humildad, Dios las permitiera.
Recordando la fiesta de hoy, San Alfonso Mª de Ligorio exponía con una vieja leyenda el poder de intercesión de María. Se cuenta −explica San Alfonso Mª− que Alejandro Magno recibió una carta con una larga lista de acusaciones contra su madre. El emperador, después de haberla leído, respondió: “¿Hay acaso alguno que ignore aún que basta una sola lágrima de mi madre para lavar mil cartas de acusación?”. Y pone el Santo estas palabras en boca de Jesús: “¿No sabe el diablo que una simple oración de mi Madre, hecha en favor de un pecador, es suficiente para que me olvide de las acusaciones que sus faltas levantan contra él?”. Y concluye: “Dios había prometido a Simeón que no había de morir antes de ver al Mesías (...). Pero esta gracia la alcanzó sólo por medio de María, porque sólo en sus brazos halló al Salvador. Por consiguiente, el que quiera hallar a Jesús, debe buscarlo por medio de María. Acudamos a esta divina Madre, y acudamos con gran confianza, si deseamos hallar a Jesús”. A Ella le pedimos hoy que limpie y purifique nuestra alma, y nos ponemos en sus manos para ofrecer a su Jesús y ofrecernos con Él: ¡Padre Santo!, por el corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco yo mismo en Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas.
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Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona, España) (www.evangeli.net)
Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación
Hoy, aguantando el frío del invierno, Simeón aguarda la llegada del Mesías. Hace quinientos años, cuando se comenzaba a levantar el Templo, hubo una penuria tan grande que los constructores se desanimaron. Fue entonces cuando Ageo profetizó: «La gloria de este templo será más grande que la del anterior, dice el Señor del universo, y en este lugar yo daré la paz» (Ag 2,9); y añadió que «los tesoros más preciados de todas las naciones vendrán aquí» (Ag 2,7). Frase que admite diversos significados: «el más preciado», dirán algunos, «el deseado de todas las naciones», afirmará san Jerónimo.
A Simeón «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc 2,26), y hoy, «movido por el Espíritu», ha subido al Templo. Él no es levita, ni escriba, ni doctor de la Ley, tan sólo es un hombre «justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25). Pero el Espíritu sopla allí donde quiere (cf. Jn 3,8).
Ahora comprueba con extrañeza que no se ha hecho ningún preparativo, no se ven banderas, ni guirnaldas, ni escudos en ningún sitio. José y María cruzan la explanada llevando el Niño en brazos. «¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!» (Sal 24,7), clama el salmista.
Simeón se avanza a saludar a la Madre con los brazos extendidos, recibe al Niño y bendice a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).
Después dice a María: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). ¡Madre!, —le digo— cuando llegue el momento de ir a la casa del Padre, llévame en brazos como a Jesús, que también yo soy hijo tuyo y niño.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Recibir y practicar la Palabra
«Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en la oscuridad, sino que tiene la luz de la vida» (Juan 8, 12).
Eso dice Jesús, esa es su Palabra.
En el principio era la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y por ella se hizo la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la Palabra era la luz, y la luz vino al mundo para iluminar la oscuridad de los hombres.
Pero los hombres no la recibieron, prefirieron las tinieblas a la luz.
Pero la luz se quedó entre los hombres a través de ti, sacerdote.
Tú eres la luz del mundo, sacerdote, que iluminas al mundo con la Palabra de tu Señor.
Predica la Palabra sacerdote, para que enciendas la luz en los corazones de los hombres.
Pero primero, sacerdote, recíbela tú, para que seas encendido en el fuego del amor de Cristo, para que su Palabra atraviese tu corazón, como espada de dos filos, para que a través de ti llegue la luz de la Palabra a todos los rincones del mundo.
Haz tuya la Palabra, sacerdote, porque es el mismo Dios el que llega hasta tus entrañas y enciende la llama ardiente de tu corazón, para que tu luz nunca se apague.
Sacerdote: escucha la Palabra del Señor y ponla en práctica aplicándola a tu vida en cada acto, en cada obra, cada palabra y cada letra, porque hasta la última letra será cumplida.
Haz tuya la Palabra, sacerdote, para que ilumine tu vida, porque nadie puede dar lo que no tiene.
Contradicción, sacerdote, contradicción, así es la Palabra del Señor que está puesta para ruina y resurgimiento de muchos, para que queden al descubierto los pensamientos de muchos corazones, para que sean convertidos cuando sean iluminados sus caminos y endereces, sacerdote, los senderos del Señor.
No camines sacerdote en la oscuridad, sino en la luz, para que brillen tus pasos dejando huella para los miembros de tu rebaño, que caminan siguiendo a su Pastor.
No permitas, sacerdote, que se pierdan: guíalas. Mira que están perdidas, mira que sin tu luz caminan como ovejas sin pastor.
Sacerdote: eres tú signo de contradicción, pero a veces no eres el mismo signo de contradicción de Cristo, sino que te contradices a ti mismo, cuando no haces lo que predicas y cuando haces lo que prohíbes, y cuando hablas con la verdad, pero con tus obras mientes.
Eres contradicción para tu vocación cuando te resignas y no cumples tu misión, cuando te comportas como un rico y no vives la pobreza, cuando excedes tu cuerpo entregado a las pasiones del mundo, y no respetas la sotana con que vistes, cuando tu boca no dice buenas palabras ni habla palabras de amor, porque la boca siempre habla de lo que está lleno el corazón.
Eres contradicción para la Santa Iglesia cuando criticas el Magisterio y te burlas del ministerio, cuando desobedeces al Espíritu Santo que te dirige a través del consejo de otro que, como tú, vive la Palabra, pero no la contradice.
Sacerdote: eres contradicción para el mundo cuando no obedeces al que representa al mismo Dios en la tierra, que es la roca en la que se construye la Santa Iglesia: el Papa.
Sacerdote: te contradices a ti mismo cuando predicas, pero tú mismo no escuchas la Palabra, y más te contradices cuando te dices humilde, pero no te humillas a ti mismo ante el confesionario, reconociéndote pecador y pidiendo perdón, para convertirte en un signo de contradicción igual a tu Señor, que abra corazones y que santifique almas, que convenza la razón de los hombres para que entreguen su vida a la voluntad de aquel que es la luz y que vendrá de nuevo al mundo, esperando que, por ti, el mundo la reciba.
Sacerdote: tú eres la luz del mundo en la que el Señor confía y en la que se gloría.
Sacerdote: recibe la luz de tu Señor, para que lleves al mundo la vida que es la luz de los hombres.
(Espada de Dos Filos VI, n. 15)
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