San Pedro y San Pablo

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL (www.laverdadcatolica.org)
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.homiletica.com.ar)
  • FRANCISCO – Ángelus 2018 - Homilía (29.VI.13) - Catequesis (18 y 25.VI.14)
  • BENEDICTO XVI – Homilía 29 de junio de 2006
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Mons. Pere TENA i Garriga Obispo Auxiliar Emérito de Barcelona (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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DEL MISAL MENSUAL (www.laverdadcatolica.org)

EL PAPA COMO SACRAMENTO DE UNIDAD

El Concilio Vaticano II declaró que “el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (Lumen gentium n. 23). En nuestra lectura de Hechos, podemos verificar que Pedro fue precisamente un tal sacramento de unidad. Por un lado, sostiene la unidad con Jesús a quien sigue en su sufrimiento y persecución. Si no llega hasta el final en este episodio, no es por cobardía. Su liberación se presenta en un relato de singular viveza, suspendido entre el realismo de reacciones humanas y el halo maravilloso de prodigios. Por otro lado, Pedro mantiene la unidad entre los cristianos. Lucas presenta a la comunidad rezando por su jefe prisionero. La distancia y las rejas no rompen la unidad espiritual de los creyentes. Al contrario, el ejemplo de Pedro parece inspirarles con valor y fe.

Misa vespertina de la vigilia

ANTÍFONA DE ENTRADA

Pedro, el Apóstol, y Pablo, el maestro de las naciones, nos han enseñado tu Evangelio, Señor.

ORACIÓN COLECTA

Concédenos, Señor Dios nuestro, que nos ayude la intercesión de los santos apóstoles Pedro y Pablo, por quienes diste a tu Iglesia las primeras enseñanzas de la misión recibida de lo alto, para que también por ellos nos des el auxilio de la salvación eterna. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Te voy a dar lo que tengo: en nombre de Jesús, camina.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 3, 1-10

En aquel tiempo, Pedro y Juan subieron al templo para la oración vespertina, a eso de las tres de la tarde. Había allí un hombre lisiado de nacimiento, a quien diariamente llevaban y ponían ante la puerta llamada la “Hermosa”, para que pidiera limosna a los que entraban en el templo.

Aquel hombre, al ver a Pedro y a Juan cuando iban a entrar, les pidió limosna. Pedro y Juan fijaron en él los ojos, y Pedro le dijo: “Míranos”. El hombre se quedó mirándolos en espera de que le dieran algo. Entonces Pedro le dijo: “No tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina”. Y, tomándolo de la mano, lo incorporó.

Al instante sus pies y sus tobillos adquirieron firmeza. De un salto se puso de pie, empezó a andar y entró con ellos al templo caminando, saltando y alabando a Dios.

Todo el pueblo lo vio caminar y alabar a Dios, y al darse cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado junto a la puerta “Hermosa” del templo, quedaron llenos de miedo y no salían de su asombro por lo que había sucedido. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 18, 2-3. 4-5.

R/. El mensaje del Señor resuena en toda la tierra.

Los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día comunica su mensaje al otro día y una noche se lo transmite a la otra noche. R/.

Sin que pronuncien una palabra, sin que resuene su voz, a toda la tierra llega su sonido y su mensaje hasta el fin del mundo. R/.

SEGUNDA LECTURA

Dios me eligió desde el seno de mi madre.

De la carta del apóstol san Pablo a los gálatas: 1, 11-20

Hermanos: Les hago saber que el Evangelio que he predicado, no proviene de los hombres, pues no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo.

Ciertamente ustedes han oído hablar de mi conducta anterior en el judaísmo, cuando yo perseguía encarnizadamente a la Iglesia de Dios, tratando de destruirla; deben saber que me distinguía en el judaísmo, entre los jóvenes de mi pueblo y de mi edad, porque los superaba en el celo por las tradiciones paternas.

Pero Dios me había elegido desde el seno de mi madre, y por su gracia me llamó. Un día quiso revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos. Inmediatamente, sin solicitar ningún consejo humano y sin ir siquiera a Jerusalén para ver a los apóstoles anteriores a mí, me trasladé a Arabia y después regresé a Damasco. Al cabo de tres años fui a Jerusalén, para ver a Pedro y estuve con él quince días. No vi a ningún otro de los apóstoles, excepto a Santiago, el pariente del Señor.

Y Dios es testigo de que no miento en lo que les escribo. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 21, 17

R/. Aleluya, aleluya.

Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero. R/.

EVANGELIO

Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas.

+ Del santo Evangelio según san Juan: 21, 15-19

En aquel tiempo, le preguntó Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. El le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”.

Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. El le respondió: “Sí, Señor; tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Pastorea mis ovejas”.

Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de que Jesús le hubiera preguntado por tercera vez si lo quería, y le contestó: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”.

Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas.

Yo te aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías la ropa e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Esto se lo dijo para indicarle con qué género de muerte habría de glorificar a Dios. Después le dijo: “Sígueme”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Señor, al celebrar con alegría la solemnidad de tus santos apóstoles Pedro y Pablo, traemos a tu altar nuestras ofrendas y te suplicamos que la grandeza de tu misericordia supla la extrema pobreza de nuestros méritos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Jn 21, 15. 17

Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te rogamos, Señor, que fortalezcas con estos celestiales sacramentos a tus fieles, que has iluminado con la enseñanza de los santos Apóstoles. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Misa del día

ANTÍFONA DE ENTRADA

Éstos son los que, viviendo en nuestra carne, con su sangre fecundaron a la Iglesia, bebieron del cáliz del Señor, y fueron hechos amigos suyos.

ORACIÓN COLECTA

Dios nuestro, tú que nos llenas de una venerable y santa alegría en la solemnidad de tus santos apóstoles Pedro y Pablo, concede a tu Iglesia que se mantenga siempre fiel a todas las enseñanzas de aquellos por quienes comenzó la propagación de la fe. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Ahora si estoy seguro de que el Señor envió a su ángel, para librarme de las manos de Herodes.

Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 12,1-11

En aquellos días, el rey Herodes mandó apresar a algunos miembros de la Iglesia para maltratarlos. Mandó pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan, y viendo que eso agradaba a los judíos, también hizo apresar a Pedro. Esto sucedió durante los días de la fiesta de los panes Ázimos. Después de apresarlo, lo hizo encarcelar y lo puso bajo la vigilancia de cuatro turnos de guardia, de cuatro soldados cada turno. Su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo después de la Pascua. Mientras Pedro estaba en la cárcel, la comunidad no cesaba de orar a Dios por él.

La noche anterior al día en que Herodes iba a hacerlo comparecer ante el pueblo, Pedro estaba durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas y los centinelas cuidaban la puerta de la prisión. De pronto apareció el ángel del Señor y el calabozo se llenó de luz. El ángel tocó a Pedro en el costado, lo despertó y le dijo: “Levántate pronto”. Entonces las cadenas que le sujetaban las manos se le cayeron. El ángel le dijo: “Cíñete la túnica y ponte las sandalias”, y Pedro obedeció. Después le dijo: “Ponte el manto y sígueme”. Pedro salió detrás de él, sin saber si era verdad o no lo que el ángel hacía, y le parecía más bien que estaba soñando. Pasaron el primero y el segundo puesto de guardia y llegaron a la puerta de hierro que daba a la calle. La puerta se abrió sola delante de ellos. Salieron y caminaron hasta la esquina de la calle y de pronto el ángel desapareció.

Entonces, Pedro se dio cuenta de lo que pasaba y dijo: “Ahora sí estoy seguro de que el Señor envió a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de todo cuanto el pueblo judío esperaba que me hicieran”. 

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 33,2-3.4-5.6-7.8-9.

R/. El Señor me libró de todos mis temores.

Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo. Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo. R/.

Proclamemos la grandeza del Señor y alabemos todos juntos su poder. Cuando acudí al Señor, me hizo caso y me libró de todos mis temores. R/.

Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias. R/.

Junto a aquellos que temen al Señor el ángel del Señor acampa y los protege. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Dichoso el hombre que se refugia en él. R/.

SEGUNDA LECTURA

Ahora sólo espero la corona recibida.

De la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo: 4, 6-8.17-18

Querido hermano: Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento.

Cuando todos me abandonaron, el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de las fauces del león. El Señor me seguirá librando que todos los peligros y me llevará sano y salvo a su Reino celestial. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 16, 18

R/. Aleluya, aleluya.

Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 16, 13-19

En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”.

Luego les preguntó: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.

Jesús le dijo entonces: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Haz, Señor, que la oración de tus santos Apóstoles acompañe la ofrenda que te presentamos, y nos permita celebrar con devoción este santo sacrificio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

La doble misión de san Pedro y san Pablo en la Iglesia.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque en los apóstoles Pedro y Pablo has querido darnos un motivo de alegría: Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro que la anunció con claridad; Pedro consolidó la primitiva Iglesia con el resto de Israel; Pablo la extendió entre los paganos llamados a la fe.

De esta forma, Señor, por caminos diversos, congregaron a la única familia de Cristo; y coronados por el martirio, son igualmente venerados por tu pueblo.

Por eso, con todos los ángeles y santos, te alabamos, proclamando sin cesar: Santo, Santo, Santo ...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 16, 16. 18

Dijo Pedro a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Renovados por este sacramento, Señor, concédenos vivir de tal manera en tu Iglesia que, perseverando en la fracción del pan y en la enseñanza de los Apóstoles, tengamos un solo corazón y un mismo espíritu, fortalecidos por tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Pedro estaba encerrado en la cárcel (Hch 12,1-11)

1ª lectura

El Herodes que aquí se menciona (v. 1) es el tercer monarca que aparece con este nombre en el Nuevo Testamento. Era nieto de Herodes el Grande, que edificó el nuevo Templo de Jerusalén y ordenó la matanza de los inocentes (cfr Mt 2,16), y sobrino de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea en el tiempo de la muerte del Señor. Se le conoce por el nombre de Herodes Agripa I. Había sido muy favorecido por el emperador Calígula, que le amplió gradualmente los territorios bajo su dominio y le permitió usar el título de rey. Era hombre refinado y diplomático, dedicado tan intensamente a consolidar su poder, que se había convertido en maestro de la intriga y del oportunismo. El martirio de Santiago el Mayor (v. 2) debió de ocurrir hacia los años 42 ó 43. Es el primer mártir entre los Doce Apóstoles y el único cuya muerte se menciona en el Nuevo Testamento.

Si la descripción de Herodes (vv. 1-4) es precisa, no lo es menos la reseña de la actitud de la Iglesia ante la persecución y encarcelamiento de Pedro (v. 5): «Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: “Hombres insignificantes como somos, es inútil que oremos por él”. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante. ¿Veis lo que hacían los perseguidores sin pretenderlo? Hacían a unos más firmes en las pruebas y a otros más celosos y amantes» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum 26,2).

La descripción de la milagrosa liberación de Pedro por medio de un ángel pone de manifiesto la providencia de Dios con sus fieles (v. 11). También en una detención anterior, Pedro había sido liberado por un ángel (5,19ss.). Tal protección es una muestra de la doctrina de la Iglesia acerca de la misión de estos seres espirituales: «Desde la infancia a la muerte, la vida humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. “Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida” (S. Basilio, Eun. 3,1)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 336). Pero el relato no sólo enseña esta protección, sino también la persuasión de los primeros cristianos de su actividad (cfr v. 15): Bebe en la fuente clara de los Hechos de los Apóstoles: En el capítulo XII, Pedro, por ministerio de Ángeles libre de la cárcel, se encamina a casa de la madre de Marcos. —No quieren creer a la criadita, que afirma que está Pedro a la puerta. Angelus eius est! —¡será su Ángel!, decían. —Mira con qué confianza trataban a sus Custodios los primeros cristianos. —¿Y tú?» (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 570).

Me está reservada la corona que el Señor me entregará (2 Tm 4, 6-8.17-18)

2ª lectura

Al considerar la proximidad del final de su vida, Pablo manifiesta que la muerte es una ofrenda a Dios, semejante a las libaciones que se hacían sobre los sacrificios. Presenta la existencia cristiana como un deporte sobrenatural, como una competición contemplada y juzgada por Dios mismo. La visión esperanzada de la vida eterna no está reservada al Apóstol, sino que se extiende a todos los fieles cristianos: «Nosotros que conocemos los gozos eternos de la patria celestial, debemos darnos prisa para acercarnos a ella» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 1,3).

Te daré las llaves del reino de los cielos (Mt 16, 13-19)

Evangelio

Según lo narra Mateo, este episodio se refiere a dos realidades distintas aunque estrechamente relacionadas: la confesión de fe de Pedro y la promesa del Primado.

Frente a todos aquellos que no han sabido descubrir quién es Jesús (v. 14; cfr 14,2; 16,2-4; etc.), Pedro confiesa claramente que Jesús es el Mesías prometido y que es el Hijo de Dios: «El Señor pregunta a sus Apóstoles qué es lo que los hombres opinan de Él, y en lo que coinciden sus respuestas reflejan la ambigüedad de la ignorancia humana. Pero, cuando urge qué es lo que piensan los mismos discípulos, el primero en confesar al Señor es aquel que también es primero en la dignidad apostólica» (S. León Magno, Sermo 4 in anniversario ordinationi suae 2-3). Pero esta confesión de Pedro no incluye sólo la misión de Jesús —ser el Mesías— sino su íntimo ser: Jesús es el Hijo de Dios. Ésta es la confesión completa de quién es Jesús, la misma que hacemos los cristianos unidos a Pedro. Pero esta confesión no se puede proferir sólo desde la experiencia humana, hay que hacerla desde la fe, que es gracia de Dios. Por eso, San León Magno, glosa así las palabras del Señor (v. 17): «Eres verdaderamente dichoso porque es mi Padre quien te lo ha revelado; la humana opinión no te ha inducido a error, sino que la revelación del cielo te ha iluminado, y no ha sido nadie de carne y hueso, sino que te lo ha enseñado Aquel de quien soy el Hijo único» (ibidem). Y por eso también, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, las palabras de la confesión de Pedro deben entenderse aquí en un sentido literal —no hay metáfora alguna al confesar a Jesús como Hijo de Dios—, ya que las pronuncia por revelación del Padre (cfr nn. 441-442).

Si esta confesión de Pedro es un don de Dios, no es menos gracia la que el Señor le promete ahora (vv. 18-19) —y que después le conferirá (cfr Jn 21,15-23 y nota)—, el poder de atar y desatar en la Iglesia fundada por Él: «Y añade: Ahora te digo yo, esto es: Del mismo modo que mi Padre te ha revelado mi divinidad, igualmente yo ahora te doy a conocer tu dignidad: Tú eres Pedro: Yo, que soy la piedra inviolable, la piedra angular que ha hecho de los dos pueblos una sola cosa, yo, que soy el fundamento, fuera del cual nadie puede edificar, te digo a ti, Pedro, que eres también piedra, porque serás fortalecido por mi poder de tal forma que lo que me pertenece por propio poder sea común a ambos por tu participación conmigo. Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Sobre esta fortaleza —quiere decir— construiré el templo eterno y la sublimidad de mi Iglesia, que alcanzará el cielo y se levantará sobre la firmeza de la fe de Pedro» (S. León Magno, Sermo 4 in anniversario ordinationi suae 2-3).

En otro lugar del evangelio (18,18), se promete también a los discípulos el poder de atar y desatar (v. 19). Por eso, la tradición ha visto en Pedro también el signo de unidad en la Iglesia: «La prerrogativa de este poder se comunica también a los otros Apóstoles y se transmite a todos los obispos de la Iglesia, pero no en vano se encomienda a uno lo que se ordena a todos; de una forma especial se otorga esto a Pedro, porque la figura de Pedro se pone al frente de todos los pastores de la Iglesia» (ibidem).

Desde los comienzos, se ha entendido que este don a Pedro se transmite también a sus sucesores como Obispos de Roma. Es la doctrina del Primado que —junto con la infalibilidad del Romano Pontífice cuando habla ex cathedra— fue definida como dogma de fe en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I, y reafirmada en documentos posteriores: «El Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que había de transmitirse a sus sucesores, es cabeza del colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra; el cual, por tanto, tiene, en virtud de su función, potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia y que puede siempre ejercer libremente» (Codex Iuris Canonici, can. 331; cfr Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 18).

Los santos han visto en el amor a la Iglesia y al Romano Pontífice un signo verdadero de amor a Cristo: «Quien sea desobediente al Cristo en la tierra, el cual está en lugar de Cristo en el cielo, no participará en el fruto de la sangre del Hijo de Dios» (Sta. Catalina de Siena, Epistolae 207).

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SAN AGUSTÍN (www.homiletica.com.ar)

La victoria de los santos Pedro y Pablo

La celebración de la fiesta de tan grandes mártires, es decir, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, requería una mayor afluencia de gente. En efecto, si es tan grande la asistencia para la celebración del nacimiento de los corderos, ¡cuál no debe ser para la de los carneros! De los fieles que los apóstoles ganaron con su predicación se ha dicho: Presentad al Señor los hijos de los carneros. Para que luego pudieran pasar los fieles, los apóstoles se convirtieron en guías en las estrecheces de la pasión, en el camino cubierto de zarzas y en la tribulación de las persecuciones. Los bienaventurados Pedro y Pablo, primero y último de los apóstoles, quienes adoraron como era debido a Dios, que dijo: Yo soy el primero y el último, se encontraron en el mismo día de su pasión. Pedro fue quien ordenó a San Esteban. Cuando el mártir Esteban fue ordenado diácono, entre otros apóstoles estaba también el apóstol Pedro. Pedro fue su ordenador, Pablo su perseguidor. Mas no nos detengamos en los primeros hechos de Pablo; deleitémonos con los últimos de quien fue el último; pues, si buscamos los primeros, ni siquiera los de Pedro nos agradarán lo suficiente. He dicho que Pablo fue el perseguidor de Esteban; veamos en Pedro al negador del Señor. Pedro lavó con sus lágrimas el haber negado al Señor; Pablo expió con la ceguera el haber perseguido a Esteban. Lloró Pedro antes del castigo; Pablo sufrió también el castigo. Ambos fueron buenos, santos, piadosísimos; todos los días se leen sus cartas a los pueblos. ¿A qué pueblos? ¿A cuántos? Escucha del salmo: Su sonido se extendió por toda la tierra, y sus palabras hasta el confín del orbe de la tierra. También nosotros somos prueba de ello. También hasta nosotros llegaron sus palabras, nos despertaron del sueño y de la locura de la incredulidad y nos hicieron pasar a la salvación de la fe.

Os digo esto, amadísimos, porque en el día de hoy me encuentro alegre por la gran festividad, pero un tanto triste, porque veo que no ha acudido tanta gente como debía para celebrar el nacimiento de los santos apóstoles. Si no lo supiéramos, no se nos podría echar en cara; pero, si todos lo saben, ¿a qué se debe tanta pereza? ¿No amáis a Pedro y a Pablo? Hablándoos a vosotros, me estoy dirigiendo a aquellas personas que no están presentes, pues a vosotros os agradezco el que hayáis venido. ¿Y puede el alma de un cristiano, sea quien sea, no amar a Pedro y a Pablo? Si aún se siente frío frente a ellos, léalos y ámelos; si aún no los ama, reciba en el corazón la saeta de su palabra. De los mismos apóstoles, en efecto, se dijo: Tus saetas son agudas y muy poderosas. Gracias a ellas se realizó lo que dice a continuación: Los pueblos caerán bajo ti. Buenas son tales heridas. La herida del amor es saludable. La esposa de Cristo canta en el Cantar de los Cantares: Estoy herida de amor. ¿Cuándo sana ésta herida? Cuando se sacie nuestro deseo de bienes. Se habla de herida cuando deseamos algo y no lo tenemos todavía. Así es el amor: no está sin dolor. Cuando lleguemos, cuando nos adueñemos de él, pasará el dolor, pero no desfallecerá el amor.

Escuchasteis la palabra de la carta de Pablo a su discípulo Timoteo: Yo estoy ya a punto de ser inmolado. Veía la inminencia de su pasión; la veía, pero no la temía. ¿Por qué no la temía? Porque antes había dicho:

Deseando ser desatado y estar con Cristo. Yo, dijo, estoy ya a punto de ser inmolado. Nadie dice que va a comer, que va a disfrutar de un gran banquete, con tanto gozo como él dice que va a padecer. Yo estoy ya a punto de ser inmolado. — ¿Qué significa que estás a punto de ser inmolado? —Que seré un sacrificio. — ¿Sacrificio para quién? —Para Dios, puesto que es preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos.Yo, dijo, estoy a punto de ser inmolado. Me encuentro seguro: arriba tengo al sacerdote que me ofrecerá a Dios. Tengo como sacerdote al mismo que antes fue víctima por mí. Estoy ya a punto de ser inmolado y está cerca el tiempo de mi partida. Se refiere a la partida del cuerpo. El cuerpo es como un dulce lazo con el que está atado el hombre, y no quiere ser desatado. El que decía: Deseando ser desatado y estar con Cristo, se alegraba de que alguna vez hubiesen de desatarse estos lazos, los lazos de los miembros carnales, para recibir la vestimenta y los adornos de las virtudes eternas. Tranquilo se despojaba de su carne el que iba a recibir la corona. ¡Trueque dichoso! ¡Viaje feliz! ¡Dichosa morada! Es la fe quien la ve, no aún el ojo, puesto que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni subió al corazón del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le aman. ¿Dónde pensamos que están estos santos? Allí donde se está bien. ¿Qué más quieres saber? No conoces tal lugar, pero piensa en sus méritos. Dondequiera que estén, están con Dios. Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los tocará ningún tormento. Fue pasando por tormentos como llegaron al lugar sin tormento; pasando estrecheces llegaron al lugar espacioso. Quien desee tal patria no tema el camino fatigoso. El tiempo de mi partida, dijo, está cercano. He combatido el buen combate, he concluido la carrera, he mantenido la fe; por lo demás, ahora me aguarda la corona de justicia. Con razón tienes prisa; con razón te gozas de ser inmolado: te está reservada la corona de justicia. Aún queda la amargura de la pasión, pero el pensamiento de quien ha de sufrirla pasa por ella pensando en lo que hay detrás de ella; no le preocupa el por dónde, sino el adonde se va. Y como es grande el amor con que se piensa en el lugar adonde se va, se pisotea con gran fortaleza el camino por donde se va.

Después de haber dicho: Me aguarda la corona de justicia, añadió: que en aquel día me dará el Señor, juez justo. Siendo justo, la dará como retribución, cosa que no hizo antes. Pues, ¡oh Pablo!, antes Saulo, si, cuando perseguías a los santos de Cristo, cuando guardabas los vestidos de los lapidadores de Esteban, hubiera ejercitado sobre ti su justo juicio el Señor, ¿dónde estarías? ¿Qué lugar podría encontrarse en lo más hondo del infierno proporcionado a la magnitud de tu pecado? Pero entonces no te retribuyó como merecías para hacerlo ahora. En tu carta hemos leído lo que dices sobre tus primeras acciones; gracias a ti las conocemos. Tú dijiste:

Pues yo soy el último de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol. No eres digno, pero él te hizo. No te retribuyó como merecías, puesto que concedió un honor a quien era indigno de él, merecedor más bien del suplicio. No soy digno, dice, de ser llamado apóstol. ¿Por qué? Porque perseguí a la Iglesia de Dios. Si perseguiste a la Iglesia de Dios, ¿cómo es que eres apóstol? Por la gracia de Dios soy lo que soy. Yo no soy nada. Lo que soy, lo soy por la gracia de Dios. Lo que soy ahora: apóstol, pues lo que era antes lo era yo: Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no fue estéril en mí, sino que trabajé más que todos ellos. ¿Qué es esto, apóstol Pablo? Da la impresión de haberte envanecido; parece que lo dicho procede de la presunción: Trabajé más que todos ellos. Reconócelo, pues. «Lo reconozco, dijo; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.» No se le olvidaba, sino que reservaba para los últimos lo que les iba a agradar en él, el último: Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.

Entonces no se le retribuyó en justicia; ahora, ¿qué? He concluido la carrera, he mantenido la je. Por lo demás, me aguarda la corona de justicia que me dará en aquel día el Señor, juez justo. Combatiste el buen combate. Pero ¿a quién se debió que lo ganaras? Te leo a ti, que dices: Doy gracias a Dios, que nos otorga la victoria por Jesucristo nuestro Señor. ¿De qué hubiera servido el haber luchado si no hubieras podido vencer? Así, pues, en tu haber está el haber combatido, pero fue Cristo quien te dio la victoria. Sigue adelante: He concluido la carrera. Y esto, ¿quién lo hizo en ti? ¿No habías dicho tú: No es ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios que se compadece? Sigue adelante: He mantenido la fe. ¿De dónde te ha llegado esto? Escucha tus propias palabras: He alcanzado misericordia, dijo, para creer. Así, pues, mantuviste la fe por misericordia de Dios, no por fortaleza tuya. Por lo demás, te aguarda la corona de justicia que en aquel día te dará el Señor, juez justo. Te la dará en atención a tus méritos; por eso es juez justo. Pero no por esto has de levantar tu cerviz, porque tus méritos son dones suyos. Lo que he dicho a Pablo, de él lo he aprendido, y conmigo también vosotros, asistentes a esta escuela. Estamos sentados delante y en un lugar más elevado para enseñar, pero en esta única escuela tenemos un maestro común que está en el cielo.

(Sermón 298)

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FRANCISCO – Ángelus 2018 - Homilía (29.VI.13) - Catequesis (18 y 25.VI.14)

Ángelus 2018

Amar a la Iglesia de Jesucristo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy la Iglesia, peregrina en Roma y en el mundo entero, va a las raíces de su fe y celebra los apóstoles Pedro y Pablo. Sus restos mortales, custodiados en las dos Basílicas dedicadas a ellos, son muy queridos por los romanos y los numerosos peregrinos que desde todas partes vienen a venerarlos.

Quisiera detenerme en el Evangelio (cf. Mateo 16, 13-19) que la liturgia nos propone en esta fiesta. En él se cuenta un episodio que es fundamental para nuestro camino de fe. Se trata del diálogo en el que Jesús plantea a sus discípulos la pregunta sobre la identidad. Él primero pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (v. 13). Y después les interpela directamente a ellos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). Con estas dos preguntas, Jesús parece decir que una cosa es seguir la opinión corriente, y otra es encontrarle a Él y abrirse a su misterio: allí se descubre la verdad. La opinión común contiene una respuesta verdadera pero parcial; Pedro, y con él la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre, responde, por gracia de Dios, la verdad: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16).

A lo largo de los siglos, el mundo ha definido a Jesús de distintas maneras: un gran profeta de la justicia y del amor; un sabio maestro de vida; un revolucionario; un soñador de los sueños de Dios... etc. Muchas cosas bonitas. En la Babel de estas y otras hipótesis destaca todavía hoy, sencilla y neta, la confesión de Simón llamado Pedro, hombre humilde y lleno de fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16). Jesús es el Hijo de Dios: por eso está perennemente vivo Él como está eternamente vivo su Padre. Esta es la novedad que la gracia enciende en el corazón de quien se abre al misterio de Jesús: la certeza no matemática, pero todavía más fuerte, interior, de haber encontrado la Fuente de Vida, la Vida misma hecha carne, visible y tangible en medio de nosotros. Esta es la experiencia del cristiano, y no es mérito suyo, de nosotros cristianos, y no es mérito nuestro, sino que viene de Dios, es una gracia de Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Todo esto está contenido en esencial en la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Y después, la respuesta de Jesús está llena de luz «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (v. 18). Es la primera vez que Jesús pronuncia la palabra «Iglesia»: y lo hace expresando todo el amor hacia ella, que define «mi Iglesia».

Y la nueva comunidad de la Alianza, ya no basada en la descendencia y la Ley, sino en la fe en Él, Jesús, Rostro de Dios.

Una fe que el beato Pablo VI, cuando todavía era arzobispo de Milán, expresaba con esta maravillosa oración:

«Oh Cristo, nuestro único mediador, Tú nos eres necesario: para vivir en Comunión con Dios Padre; para convertirnos contigo, que eres Hijo único y Señor nuestro, sus hijos adoptivos; para ser regenerados en el Espíritu Santo» (Carta pastoral, 1955).

Que por intercesión de la Virgen María, Reina de los Apóstoles, el Señor conceda a la Iglesia, a Roma y en el mundo entero, ser siempre fiel al Evangelio, a cuyo servicio los santos Pedro y Pablo han consagrado su vida.

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Homilía del 29 de junio de 2013

Confirmar en la fe, en el amor y en la unidad

Señores cardenales,

Su Eminencia, el Metropolita Ioannis,

venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas:

Celebramos la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma: una fiesta que adquiere un tono de mayor alegría por la presencia de obispos de todo el mundo. Es una gran riqueza que, en cierto modo, nos permite revivir el acontecimiento de Pentecostés: hoy, como entonces, la fe de la Iglesia habla en todas las lenguas y quiere unir a los pueblos en una sola familia.

Tres ideas sobre el ministerio petrino, guiadas por el verbo «confirmar». ¿Qué está llamado a confirmar el Obispo de Roma?

1. Ante todo, confirmar en la fe. El Evangelio habla de la confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt, 16,16), una confesión que no viene de él, sino del Padre celestial. Y, a raíz de esta confesión, Jesús le dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18). El papel, el servicio eclesial de Pedro tiene su en la confesión de fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo, en virtud de una gracia donada de lo alto. En la segunda parte del Evangelio de hoy vemos el peligro de pensar de manera mundana. Cuando Jesús habla de su muerte y resurrección, del camino de Dios, que no se corresponde con el camino humano del poder, afloran en Pedro la carne y la sangre: «Se puso a increparlo: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor!”» (16,22). Y Jesús tiene palabras duras con él: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo» (v. 23). Cuando dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos convertimos en piedras de tropiezo. La fe en Cristo es la luz de nuestra vida de cristianos y de ministros de la Iglesia.

2. Confirmar en el amor. En la Segunda Lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7). ¿De qué combate se trata? No el de las armas humanas, que por desgracia todavía ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los demás. Y es precisamente su exponerse en primera persona, su dejarse consumar por el evangelio, el hacerse todo para todos, sin reservas, lo que lo ha hecho creíble y ha edificado la Iglesia. El Obispo de Roma está llamado a vivir y a confirmar en este amor a Jesús y a todos sin distinción, límites o barreras. Y no sólo el Obispo de Roma: todos vosotros, nuevos arzobispos y obispos, tenéis la misma tarea: dejarse consumir por el Evangelio, hacerse todo para todos. El cometido de no escatimar, de salir de sí para servir al santo pueblo fiel de Dios.

3. Confirmar en la unidad. Aquí me refiero al gesto que hemos realizado. El palio es símbolo de comunión con el Sucesor de Pedro, «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium, 18). Y vuestra presencia hoy, queridos hermanos, es el signo de que la comunión de la Iglesia no significa uniformidad. El Vaticano II, refiriéndose a la estructura jerárquica de la Iglesia, afirma que el Señor «con estos apóstoles formó una especie de Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él» (ibíd. 19). Confirmar en la unidad: el Sínodo de los Obispos, en armonía con el primado. Hemos de ir por este camino de la sinodalidad, crecer en armonía con el servicio del primado. Y el Concilio prosigue: «Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios» (ibíd. 22). La variedad en la Iglesia, que es una gran riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Y esto debe impulsar a superar siempre cualquier conflicto que hiere el cuerpo de la Iglesia. Unidos en las diferencias: no hay otra vía católica para unirnos. Este es el espíritu católico, el espíritu cristiano: unirse en las diferencias. Este es el camino de Jesús. El palio, siendo signo de la comunión con el Obispo de Roma, con la Iglesia universal, con el Sínodo de los Obispos, supone también para cada uno de vosotros el compromiso de ser instrumentos de comunión.

Confesar al Señor dejándose instruir por Dios; consumarse por amor de Cristo y de su evangelio; ser servidores de la unidad. Queridos hermanos en el episcopado, estas son las consignas que los santos apóstoles Pedro y Pablo confían a cada uno de nosotros, para que sean vividas por todo cristiano. Que la santa Madre de Dios nos guíe y acompañe siempre con su intercesión: Reina de los apóstoles, reza por nosotros. Amén.

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Catequesis del 18 de junio de 2014

La Iglesia, iniciativa de Dios

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comienzo un ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Es un poco como un hijo que habla de su madre, de su familia. Hablar de la Iglesia es hablar de nuestra madre, de nuestra familia. La Iglesia no es una institución finalizada a sí misma o una asociación privada, una ONG, ni mucho menos se debe restringir la mirada al clero o al Vaticano... «La Iglesia piensa...». La Iglesia somos todos. «¿De quién hablas tú?». «No, de los sacerdotes...». Ah, los sacerdotes son parte de la Iglesia, pero la Iglesia somos todos. No hay que reducirla a los sacerdotes, a los obispos, al Vaticano... Estas son partes de la Iglesia, pero la Iglesia somos todos, todos familia, todos de la madre. Y la Iglesia es una realidad mucho más amplia, que se abre a toda la humanidad y que no nace en un laboratorio, la Iglesia no nació en un laboratorio, no nació improvisamente. Ha sido fundada por Jesús, pero es un pueblo con una historia larga a sus espaldas y una preparación que tiene su inicio mucho antes de Cristo mismo.

Esta historia, o «prehistoria», de la Iglesia se encuentra ya en las páginas del Antiguo Testamento. Hemos escuchado el libro del Génesis: Dios eligió a Abrahán, nuestro padre en la fe, y le pidió que se ponga en camino, que deje su patria terrena y que vaya hacia otra tierra, que Él le indicaría (cf. Gn 12, 1-9). Y en esta vocación Dios no llama a Abrahán solo, como individuo, sino que implica desde el inicio a su familia, a sus parientes y a todos aquellos que estaban al servicio de su casa. Una vez en camino —sí, así comienza a caminar la Iglesia—, luego, Dios ampliará aún más el horizonte y colmará a Abrahán de su bendición, prometiéndole una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y como la arena a la orilla del mar. El primer dato importante es precisamente este: comenzando por Abrahán Dios forma un pueblo para que lleve su bendición a todas las familias de la tierra. Y en el seno de este pueblo nace Jesús. Es Dios quien forma este pueblo, esta historia, la Iglesia en camino, y allí nace Jesús, en este pueblo.

Un segundo elemento: no es Abrahán quien constituye a su alrededor un pueblo, sino que es Dios quien da vida a ese pueblo. Normalmente era el hombre el que se dirigía a la divinidad, tratando de colmar la distancia e invocando apoyo y protección. La gente rezaba a los dioses, a las divinidades. En este caso, en cambio, se asiste a algo inaudito: es Dios mismo quien toma la iniciativa. Escuchemos esto: es Dios mismo quien llama a la puerta de Abrahán y le dice: sigue adelante, deja tu tierra, comienza a caminar y yo haré de ti un gran pueblo. Este es el comienzo de la Iglesia y en este pueblo nace Jesús. Dios toma la iniciativa y dirige su palabra al hombre, creando un vínculo y una relación nueva con Él. «Pero, padre, ¿cómo es esto? ¿Dios nos habla?» «Sí». «¿Y nosotros podemos hablar a Dios?». «Sí». «¿Pero nosotros podemos tener una conversación con Dios?». «Sí». Esto se llama oración, pero es Dios el que hizo esto desde el comienzo. Así Dios forma un pueblo con todos aquellos que escuchan su Palabra y que se ponen en camino, fiándose de Él. Esta es la única condición: fiarse de Dios. Si tú te fías de Dios, lo escuchas y te pones en camino, eso es hacer Iglesia. El amor de Dios precede a todo. Dios siempre es el primero, llega antes que nosotros, Él nos precede. El profeta Isaías, o Jeremías, no recuerdo bien, decía que Dios es como la flor del almendro, porque es el primer árbol que florece en primavera. Para decir que Dios siempre florece antes que nosotros. Cuando nosotros llegamos Él nos espera, Él nos llama, Él nos hace caminar. Siempre se adelanta respecto a nosotros. Y esto se llama amor, porque Dios nos espera siempre. «Pero, padre, yo no creo esto, porque si usted lo supiese, padre, mi vida ha sido muy mala, ¿cómo puedo pensar que Dios me espera?». «Dios te espera. Y si has sido un gran pecador te espera aún más y te espera con mucho amor, porque Él es el primero. Es esta la belleza de la Iglesia, que nos lleva a este Dios que nos espera. Precede a Abrahán, y precede también a Adán.

Abrahán y los suyos escucharon la llamada de Dios y se pusieron en camino, a pesar de que no sabían bien quién era este Dios y a dónde los quería llevar. Es verdad, porque Abrahán se puso en camino fiándose de este Dios que le había hablado, pero no tenía un libro de teología para estudiar quién era este Dios. Se fía, se fía del amor. Dios le hace sentir el amor y él se fía. Eso, sin embargo, no significa que esta gente haya estado siempre convencida y haya sido siempre fiel. Al contrario, desde el inicio hubo resistencias, repliegue sobre sí mismos y sobre los propios intereses y la tentación de regatear con Dios y resolver las cosas al propio estilo. Estas son las traiciones y los pecados que marcan el camino del pueblo a lo largo de toda la historia de la salvación, que es la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del pueblo. Dios, sin embargo, no se cansa. Dios tiene paciencia, tiene mucha paciencia, y en el tiempo sigue educando y formando a su pueblo, como un padre con su hijo. Dios camina con nosotros. Dice el profeta Oseas: «Yo he caminado contigo y te he enseñado a caminar como un papá enseña a caminar al niño». Hermosa esta imagen de Dios. Así es con nosotros: nos enseña a caminar. Y es la misma actitud que mantiene en relación con la Iglesia. Incluso nosotros, en efecto, en nuestro propósito de seguir al Señor Jesús, experimentamos cada día el egoísmo y la dureza de nuestro corazón. Sin embargo, cuando nos reconocemos pecadores, Dios nos colma con su misericordia y su amor. Y nos perdona, nos perdona siempre. Es precisamente esto lo que nos hace crecer como pueblo de Dios, como Iglesia: no es nuestra bondad, no son nuestros méritos —nosotros somos poca cosa, no es eso—, sino que es la experiencia cotidiana de cuánto nos quiere el Señor y se preocupa de nosotros. Es esto lo que nos hace sentir verdaderamente suyos, en sus manos, y nos hace crecer en la comunión con Él y entre nosotros. Ser Iglesia es sentirse en las manos de Dios, que es padre y nos ama, nos acaricia, nos espera, nos hace sentir su ternura. Y esto es muy hermoso.

Queridos amigos, este es el proyecto de Dios. Cuando Dios llamó a Abrahán pensaba en esto: formar un pueblo bendecido por su amor y que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Este proyecto no cambia, está siempre en acto. En Cristo ha tenido su realización y todavía hoy Dios lo sigue realizando en la Iglesia. Pidamos, pues, la gracia de ser fieles al seguimiento del Señor Jesús y a la escucha de su Palabra, dispuestos a salir cada día, como Abrahán, hacia la tierra de Dios y del hombre, nuestra verdadera patria, y así llegar a ser bendición, signo del amor de Dios para todos sus hijos. A mí me gusta pensar que un sinónimo, otro nombre que podemos tener nosotros cristianos sería este: somos hombres y mujeres, somos gente que bendice. El cristiano con su vida debe bendecir siempre, bendecir a Dios y bendecir a todos. Nosotros cristianos somos gente que bendice, que sabe bendecir. ¡Esta es una hermosa vocación!

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Catequesis del 25 de junio de 2014

La pertenencia al pueblo de Dios

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles pasado, partimos de la iniciativa de Dios que quiere formar un pueblo que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Comienza con Abraham y luego, con mucha paciencia —¡y Dios tiene mucha!—, prepara al pueblo en la Antigua Alianza para que, en Jesucristo, sea signo e instrumento de unión de los hombres con Dios y entre sí (cfr Lumen gentium, 1). Hoy queremos detenernos en la importancia, para el cristiano, de pertenecer a este pueblo. Hablaremos de la pertenencia a la Iglesia.

1. No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta, no, ¡nuestra identidad cristiana es pertenencia! Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es “soy cristiano”, el apellido es “pertenezco a la Iglesia”. Es muy bonito notar cómo esa pertenencia se expresa también en el nombre que Dios se atribuye a sí mismo. Respondiendo a Moisés, en el episodio estupendo de la zarza ardiente (cfr Ex 3,15), se define como el Dios de los padres. No dice: Yo soy el Omnipotente…, no: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. De este modo, se manifiesta como el Dios que realizó una alianza con nuestros padres y sigue siempre fiel a su pacto, y nos llama a entrar en esa relación que nos precede. Esa relación de Dios con su pueblo nos precede a todos, viene de aquel tiempo.

2. En este sentido, el pensamiento va en primer lugar, con agradecimiento, a los que nos han precedido y acogido en la Iglesia. ¡Nadie se hace cristiano solo! ¿Está claro? Nadie se vuelve cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en el laboratorio. El cristiano es parte de un pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a un pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano, en el día del Bautismo, y luego durante la catequesis, etc. Pero nadie, nadie se hace cristiano solo. Si creemos, si sabemos rezar, si conocemos al Señor y podemos escuchar su Palabra, si lo sentimos cerca y lo reconocemos en los hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han vivido la fe y luego nos la trasmitieron. La fe la hemos recibido de nuestros padres, de nuestros antepasados, y ellos nos la enseñaron. Si lo pensamos bien, quién sabe cuántos rostros queridos nos pasan ante los ojos en este momento: puede ser el rostro de nuestros padres que pidieron para nosotros el Bautismo; el de nuestros abuelos o de cualquier familiar que nos enseñó a hacer la señal de la cruz y a rezar las primeras oraciones. Yo recuerdo siempre la cara de la monja que me enseñó el catecismo, siempre me viene a la mente —seguro que ya está en el Cielo, porque era una mujer santa— y doy gracias a Dios por esa monja. O la cara del párroco, o de otro sacerdote, o de una monja, un catequista, que nos trasmitió el contenido de la fe y nos hizo crecer como cristianos… Así que, esa es la Iglesia: una gran familia, en la que se es acogido y se aprende a vivir como creyentes y como discípulos del Señor Jesús.

3. Este camino lo podemos vivir no solo gracias a otras personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no existe el “hazlo tú mismo”, no existen líberos. ¡Cuántas veces el Papa Benedicto describió la Iglesia como un “nosotros” eclesial! A veces sucede que se oye a alguien decir: “Yo creo en Dios, creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa…”. ¿Cuántas veces lo hemos oído? ¡Y eso no puede ser! Hay quien considera que puede tener un trato personal, directo, inmediato con Jesucristo fuera de la comunión y la mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía el gran Pablo VI, dicotomías absurdas. Es verdad que caminar juntos es comprometido, y a veces puede resultar fastidioso: puede suceder que algún hermano o hermana nos cause problemas, o nos dé escándalo… Pero el Señor confió su mensaje de salvación a personas humanas, a nosotros, a testigos; y, precisamente en nuestros hermanos y hermanas, con sus dones y defectos, nos sale al encuentro y se hace reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recordadlo bien: ser cristiano significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es “cristiano”, el apellido es “pertenencia a la Iglesia”.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer nunca en la tentación de pensar que podemos prescindir de los demás, de poder prescindir de la Iglesia, de podernos salvar solos, de ser cristianos de laboratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos, no se puede amar a Dios fuera de la Iglesia; no se puede estar en comunión con Dios sin estarlo con la Iglesia, y no podemos ser buenos cristianos sino junto a todos los que procuran seguir al Señor Jesús, como un único pueblo, un único cuerpo, y eso es la Iglesia.

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BENEDICTO XVI – Homilía del 29 de junio de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). ¿Qué es lo que dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?

Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar que los evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor, cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar. Se trata siempre de la misma tarea, pero las diversas situaciones e imágenes que usa nos ilustran claramente qué es lo que quería y quiere el Señor.

En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Pedro confiesa su fe en Jesús, reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios. Por ello el Señor le encarga su tarea particular mediante tres imágenes: la de la roca, que se convierte en cimiento o piedra angular, la de las llaves y la de atar y desatar. En este momento no quiero volver a interpretar estas tres imágenes que la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha explicado siempre de nuevo; más bien, quisiera llamar la atención sobre el lugar geográfico y sobre el contexto cronológico de estas palabras.

La promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea, en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje decisivo en el camino de Jesús: ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la cruz: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21).

Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del Primado, más aún, de la Iglesia en general: el Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo.

En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se define “testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse” (1 P 5, 1). Para la Iglesia el Viernes santo y la Pascua están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy.

En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado siempre de nuevo; siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.

Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también la fuerza de Dios: el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres, demostrando que él es quien construye su Iglesia mediante hombres débiles.

Veamos ahora el evangelio según san Lucas, que nos narra cómo el Señor, durante la última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22, 31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. El Señor acaba de entregarse a los suyos, bajo las especies del pan y el vino. Podemos ver en la institución de la Eucaristía el auténtico acto de fundación de la Iglesia. A través de la Eucaristía el Señor no sólo se entrega a sí mismo a los suyos, sino que también les da la realidad de una nueva comunión entre sí que se prolonga a lo largo de los tiempos “hasta que vuelva” (cf.1 Co 11, 26).

Mediante la Eucaristía los discípulos se transformaran en su casa viva que, a lo largo de la historia, crece como el nuevo templo vivo de Dios en este mundo. Así, Jesús, inmediatamente después de la institución del Sacramento, habla de lo que significa ser discípulos, el “ministerio”, en la nueva comunidad: dice que es un compromiso de servicio, del mismo modo que él está en medio de ellos como quien sirve.

Y entonces se dirige a Pedro. Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás pide a Dios permiso para golpear a Job. De esta forma, el diablo, el calumniador de Dios y de los hombres, quiere probar que no existe una religiosidad auténtica, sino que en el hombre todo mira siempre y sólo a la utilidad.

En el caso de Job Dios concede a Satanás la libertad que había solicitado, precisamente para poder defender de este modo a su criatura, el hombre, y a sí mismo. Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime demasiado. Siempre de nuevo gritaremos a Dios: ¡Mira la miseria de tus discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade: “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (Lc 22, 32).

La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro: “para que tu fe no desfallezca”. Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt16, 16).

La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32).

“Tú, una vez convertido”: estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas fuerzas.

Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la prueba. “Tú, una vez convertido”. El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión: “el Señor se volvió y miró a Pedro...” (Lc 22, 61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, “saliendo, rompió a llorar amargamente” (Lc 22, 62).

Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús: por todos los que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los que sufren las confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños: Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas.

El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe presidir la caridad, la comunidad del amor que proviene de Cristo y que supera siempre de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta los confines de la tierra.

La tercera referencia al Primado se encuentra en el evangelio de san Juan (Jn 21, 15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica, erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor precisamente así, a través de la cruz, vence siempre. No ejerce su poder como suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera: los poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia que él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16, 18) y que él, precisamente de este modo, sigue edificando personalmente (…).

Que nos ayude el Señor a ser, precisamente en este momento de nuestra historia, auténticos testigos de sus sufrimientos y partícipes de la gloria que está para manifestarse (cf. 1 P 5, 1). Amén.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Tú eres Pedro

En el centro del fragmento evangélico de esta fiesta está la palabra solemne de Cristo:

«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

¡Cuántas cosas están contenidas en esta sencilla expresión: «mi Iglesia»! Ante todo, Jesús dice «mi» Iglesia en singular, no «mis» Iglesias. Él ha pensado y ha querido una sola Iglesia, una Iglesia unida. No ha venido a fundar un montón de iglesias independientes, mucho menos en competencia y en lucha entre sí. Vivimos en una época en que, gracias a Dios, las divisiones entre las Iglesias ya no están más que aceptadas con resignación, no como un escándalo y un pecado a superar. No nos resignamos más a ellas. La fiesta de hoy nos ofrece la ocasión para dar un paso adelante en este camino hacia la unidad.

El Evangelio de hoy es el Evangelio de la entrega de las llaves a Pedro. Sobre él se ha basado siempre la tradición católica para fundamentar la autoridad del papa sobre toda la Iglesia. ¿Qué pensar de todo esto? ¿Es ello un obstáculo para la unidad entre los cristianos o, por el contrario, el servicio más alto prestado a la unidad? Busquemos ante todo presentar algunos datos esenciales del problema. En el momento en que Jesús encontró por vez primera a Simón, le cambió el nombre diciendo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cejas, que quiere decir “Piedra o roca” (Juan 1,42). (Verdaderamente, Cejas, traducido al pie de la letra, no quiere decir Pedro, sino piedra, roca; ha sido traducido así porque en nuestras lenguas no existe, como en hebreo, un nombre masculino para indicar la roca). Jesús, por lo tanto, tenía desde el principio un proyecto bien preciso sobre este discípulo. Y este proyecto viene desvelado justamente en el Evangelio de hoy. En respuesta al acto de fe de Pedro «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mateo 16, 16), Jesús declara:

«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo».

Después de la resurrección, de hecho, Jesús confiere a Pedro el primado, que hasta aquí sólo le había sido prometido, diciéndole a Pedro por tres veces: «Apacienta mis ovejas» (Juan 21, 15ss.). Ya los Evangelios, pero aún más claramente los Hechos de los Apóstoles, nos revelan a Pedro en el ejercicio de esta autoridad, que le había conferido Cristo. Es él quien acostumbra a tomar la palabra; es a él al que se refieren los demás. Su papel de portavoz de toda la Iglesia está fuera de discusión en todo el Nuevo Testamento.

Alguno podría decir: pero, ¿qué tiene que ver esto con el Papa? He aquí la respuesta de la teología católica. Si Pedro debe hacer de «fundamento» y de «foca» de la Iglesia, persistiendo la Iglesia debe continuar también el fundamento. Es impensable que de estas prerrogativas tan solemnes se hiciera referencia sólo a los primeros veinte o treinta años de vida de la Iglesia, que habrían cesado con la muerte del apóstol. El papel de Pedro se prolonga, por lo tanto, en sus sucesores.

Y, dado que Pedro ha muerto como obispo de Roma, es el obispo de Roma quien le sucede en el ministerio de apacentar las ovejas y «confirmar a los hermanos» (Lucas 22, 32); de la misma manera, si esta unión entre pedio y Roma es debida a acontecimientos posteriores y no está contenida directamente en las palabras de Cristo.

Durante todo el primer milenio, este oficio de Pedro ha sido incluso reconocido universalmente por todas las Iglesias, aunque si bien siendo interpretado diferentemente en Oriente y en Occidente. Los problemas y las divisiones han nacido junto con el milenio, acabado hace poco. Y hoy, también, nosotros, los católicos, admitimos que todos los problemas no han nacido por culpa de los demás, de los llamados «cismáticos». El primado instituido por Cristo, como todas las cosas humanas, ha sido ejercido unas veces bien y otras menos bien. Al poder espiritual se le ha mezclado poco a poco, debido a complejos factores históricos, un poder político y terreno, y con ello los abusos. Son éstos los que han favorecido, si no han causado, la «rebelión», antes en las Iglesias de Oriente, en torno al año mil, y, después, de gran parte del norte de Europa, en el 1500, con la reforma protestante.

El papa mismo, Juan Pablo II, en la carta sobre el ecumenismo, Ut unum sint, ha previsto la posibilidad de volver a considerar las formas concretas con las que se ha ejercido el primado del papa, con el fin de hacer de nuevo posible la concordia de todas las Iglesias en tomo a él, como lo fue por todas partes durante el primer milenio. Sobre este punto se está desarrollando en las distintas Iglesias una fecunda discusión. El mismo papa ha dado algunos pasos concretos en esta dirección pidiendo perdón a las Iglesias hermanas, a los científicos por el caso Galileo y a otros grupos que en el pasado han recibido ofensas de la Iglesia católica y de su cabeza.

Como católicos, no podemos dejar de auguramos que se prosiga siempre con un mayor coraje y humildad en este camino de la conversión y de la reconciliación, especialmente incrementando la colegialidad querida por el concilio. Lo que no podemos augurarnos es que el ministerio mismo de Pedro, como signo y factor de la unidad de la Iglesia, venga a menos. Sería un privarnos de uno de los dones más preciosos que Cristo ha hecho a su Iglesia, más que contradecir a su concreta voluntad.

Pensar que a la Iglesia le baste sólo tener a la Biblia y al Espíritu Santo con que interpretarla para poder vivir y difundir el Evangelio, es como decir que les hubiese bastado a los fundadores de los Estados Unidos escribir la constitución americana y mostrar en ellos mismos el espíritu con que debía ser interpretada, sin prever algún gobierno para el país. ¿Existirían aún los Estados Unidos?

Muchas veces, en mis contactos ecuménicos, viendo las continuas e imparables divisiones de hecho fuera de la Iglesia católica, me he dicho para mí mismo: «¡Qué don es para nuestra Iglesia tener una cabeza reconocida, una autoridad, un punto de referencia!» y en verdad he bendecido a Dios por el papa. Pero, no sólo yo. A veces he recogido también de labios de hermanos no católicos confidencias significativas. Uno de ellos me dijo una vez entre serio y en broma: «Vosotros tenéis suerte de tener un solo papa infalible; nosotros tenemos distintos; y todos más “infalibles” que el vuestro!» Faltando una autoridad clara, elegida de un modo transparente por otros, frecuentemente la alternativa es la de los jefes, que se autoeligen, con las consecuencias que se pueden imaginar para quienes les deben obedecer.

Una vez, nosotros, los católicos, concebíamos la reunión de las Iglesias como un puro y simple retorno de los hermanos, llamados «cismáticos», «al único redil y al único pastor». Hoy lo concebimos de un modo un poco distinto: como un ponemos en camino unos y otros hacia Cristo, como un camino de conversión común. Será en torno a Cristo y a partir de él, verdadera cabeza y único fundamento de la Iglesia, por lo que podremos encontrar también el genuino significado del ministerio de Pedro. Pero, una pregunta, con todo respeto y espíritu de diálogo, no podemos dejar de plantearles a los hermanos de otras confesiones cristianas: «¿Podrá existir alguna vez una unidad visible de la Iglesia, sin un signo visible de unidad?»

Lo que podemos hacer, de inmediato y todos, como católicos, para allanar el camino a la reconciliación entre las Iglesias es comenzar a reconciliarnos con nuestra propia Iglesia. Las Iglesias, desgarradas en su interior por las discordias, no podrán formar entre sí Iglesias en paz. Quisiera, a este propósito, llamar la atención sobre la expresión de Jesús, de la que hemos partido: «¡Mi Iglesia!» «Mía», más que singular, es también un adjetivo posesivo. Jesús reconoce, por lo tanto, a la Iglesia como «suya». Dice «mi Iglesia» como un hombre diría «mi esposa» o como cada uno de nosotros diríamos «mi cuerpo». Se identifica con ella, no se avergüenza de ella. La Iglesia es por excelencia la obra de Cristo, todo lo que él ha venido a realizar en la tierra. En los labios de Jesús la palabra «Iglesia» no tiene nada de aquellos sutiles significados negativos, que le hemos añadido nosotros. Hay, en la expresión de Cristo, un fuerte anuncio a todos los creyentes para reconciliamos con la Iglesia.

En la familia natural no existe sólo el divorcio jurídico y de hecho; existe, también, un divorcio del corazón. Eso se establece cuando marido y mujer, aun continuando viviendo bajo el mismo techo, ya no se aman más, no se respetan, se callan obstinadamente, se hacen recíprocamente mal. Y este divorcio del corazón está mucho más propagado que el jurídico. Lo mismo se debe decir de la familia, que es la Iglesia. No existe sólo el cisma externo, jurídico, colectivo. Existe, también, el cisma, esto es la separación, interna e individual del corazón. Esto tiene lugar cuando una persona bautizada mira a la Iglesia con distanciamiento, a veces con desprecio, señalando sistemáticamente el dedo en las debilidades y haciendo entender bien de querer separarse completamente de todo lo que le afecta. Personas de este género no dicen nunca «mi Iglesia», sino siempre «la Iglesia», concibiendo, por lo menos, con esto «al papa, los obispos y los sacerdotes».

Renegar de la Iglesia es como renegar de la propia madre, porque ella es la que nos ha engendrado en el bautismo y nos ha nutrido con los sacramentos y la palabra. «No puede tener a Dios por padre, decía san Cipriano, quien no tiene a la Iglesia por madre». Vendrá un momento en el que la única cosa, que nos podrá dar seguridad, será precisamente el sentirnos parte de la Iglesia. Santa Teresa de Ávila, atacada en el momento de la muerte por demonios y fuertes tentaciones, encontraba consuelo y seguridad al repetir para sí misma: «¡ Soy hija de la Iglesia!» Aprendamos a decir también nosotros, detrás de Jesús: «¡Mi Iglesia!» Sería un buen fruto de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo.

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Amar al Papa y rezar por él

Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, que le fue revelado por Dios Padre que está en el cielo al apóstol Pedro, y a quien Jesús eligió como la roca sobre la que construye su Iglesia.

El Papa es el sucesor de los apóstoles que ha sido sentado en la sede de Pedro, para ser configurado con Cristo como cabeza de la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica.

A él le han sido dadas las llaves del Reino de los cielos, y el poder de Dios, para que todo lo que ate en la tierra, quede atado en el cielo, y lo que desate en la tierra quede desatado en el cielo.

Por voluntad de Dios ha sido nombrado como Sumo Pontífice, el representante de Cristo en la tierra, a quien todo bautizado, como miembro de la Iglesia e hijo de Dios, debe amar, respetar y obedecer.

Él es el Pastor Supremo con el que Dios reúne a su pueblo en un solo rebaño y con un solo Pastor.

Él tiene el don de la infalibilidad pontificia, y la luz del Espíritu Santo, y la sabiduría, para guiar a los hombres en el camino de la verdad.

A través de él, Dios derrama abundantes gracias para el mundo, para atraerlos a Cristo, y sean así atraídos a su abrazo misericordioso de Padre.

Por tanto, la misión del Papa y su responsabilidad es muy grande. Lleva sobre sus hombros el peso de toda la Iglesia, y tiene también el compromiso de fomentar entre todos los hombres la unidad.

Ama al Papa, reza por él, respétalo, conócelo a través de su palabra, de sus escritos, de su magisterio.

Y aprende de él. Síguelo, porque tú eres una oveja de su rebaño, él es tu pastor, él es quien te alimenta, quien te cuida, quien te busca, quien te sana, quien resguarda el tesoro de la fe por la que tú serás salvado, si crees.

Haz tuyo su carisma, únete a sus mismas intenciones y obras, practica su doctrina, y déjate guiar con docilidad hacia la Patria Celestial».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

A la grandeza y la felicidad por la obediencia

En la Solemnidad, en que celebramos a los apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia, podemos fijarnos en el ejemplo de fidelidad leal a Jesucristo que brilla sobremanera en estos dos hombres. Ellos quisieron que su vida no fuera sino lo que el Hijo de Dios determinara. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que todo el interés de Pedro y de Pablo, aun siendo de caracteres bien distintos, según se muestra con evidencia en los relatos del Nuevo Testamento, fue identificarse con el querer de Cristo; es decir, obedecerle. El máximo deseo de cumplir en detalle la voluntad de Jesús, identifica, en ese sentido, a ambos Apóstoles; y no sólo a ellos, sino a todos los santos, pues, ninguno puede serlo al margen de la voluntad de Dios.

Cuando parece que un cierto ideal de la persona consistiría en desenvolverse en la vida guiado únicamente con el propio criterio, sin más punto de referencia que el parecer personal; cuando bastantes consideran definitivas sus opiniones, y suficientes –por ser suyas– para configurar su vida del mejor modo posible, la Iglesia –Nuestra Madre–, nos ofrece para edificación de todos los fieles, el consejo de la obediencia. Cuantos deseamos conducirnos con la segura esperanza de la Vida Eterna, no lo haremos de acuerdo con nuestro parecer, ya que la Eterna Bienaventuranza no es un proyecto humano. Comprendemos, para empezar, que no es decisión del hombre nuestra existencia en este mundo, ni la Vida Eterna que nos aguarda en intimidad con Dios, que conocemos sólo por Revelación: vivimos una existencia divina en un mundo de Dios.

Pedro, habiendo sabido del extraordinario poder y majestad de Jesucristo, se mantiene inamoviblemente fiel al Maestro, cuando bastantes le abandonan porque no comprenden sus palabras. Señor, ¿a quién y iremos? –le responde–, Tú tienes palabras de Vida Eterna. Así se expresa Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, en el crítico momento de la fe en Jesús, que anunciaba la Eucaristía. Para muchos fue el momento de la deslealtad. Cuando aparecen haber perdido sentido los milagros realizados; cuando su vida admirable y sus palabras, cargadas de autoridad, no significan nada para la mayoría, Pedro confía aún en Jesús. Su persona será para él siempre merecedora de toda confianza: hay que creerle siempre y obedecerle. El criterio de Cristo tendrá en todo momento para este apóstol una autoridad absoluta. Las palabras de Jesús y sus deseos tienen mucha más fuerza para él que sus propios pensamientos.

De manera semejante se manifiesta Pablo, el Apóstol de las Gentes. A partir de su asombrosa conversión, su vida entera queda vertebrada por la persona de Jesucristo. Para mí, vivir es Cristo, declara. Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, pide a sus fieles de Filipo. Poco interés tenía para San Pablo autoafirmarse en esta vida. Lo único que vale verdaderamente la pena es ser como su Señor, vivir la vida de Cristo. Hasta llegar a decir, con un santo orgullo: ya no soy yo quien vive, que es Cristo quien vive en mí. En poco tenía, pues, los planes personales, las propias ilusiones y proyectos –por muy suyos que fueran–, si eran diferentes a los imperativos divinos que movían toda su persona.

Parece muy claro, por lo demás, que la mayor hazaña o reflexión de cualquier hombre, por decisiva que parezca, no pasa, en la práctica, de ser algo necesariamente destinado a la caducidad, como caduco es el mismo hombre que ahora contemplamos. Ni siquiera en este mundo vale la pena ilusionarse con triunfos sonados, que son muy pocos, como pocos son las mujeres y los hombres que han pasado a la historia. En cambio, identificados con Dios, que en Jesucristo nos hace posible conocer su voluntad, aunque tengamos poca relevancia para el acontecer humano, nos hacemos eternos e inapreciablemente valiosos de modo objetivo; con un valor que trasciende la valoración humana –en el fondo poco relevante–, mientras somos valiosos para la divinidad.

Obediencia: que en nosotros se haga Su Voluntad: hágase Tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rezamos con la oración que Cristo nos enseñó. Pidámosle que tengamos por más decisivo, no tanto hacer lo que queremos, cuánto lo que Él quiere; firmemente convencidos de que no nos hace mejores ni más grandes en la vida salirnos con “la nuestra”, sino que Dios se salga con “la suya” en nosotros. Comprobaremos además, a partir de esta docilidad, que nos va mejor en las relaciones interpersonales. Guiados sólo por nuestros intereses, que con demasiada frecuencia son egoístas, tenemos –por desgracia– sobrada experiencia de la sociedad tensa que en ocasiones hemos de soportar. También para lograr una convivencia grata y en paz, nos conviene dejarnos conducir por los mandamientos de nuestro Creador. Siendo el autor del hombre, posee la ciencia exacta –la ley moral que descubrimos en buena medida con nuestra razón– para el más correcto desenvolvimiento de su criatura humana.

El hombre más feliz y perfecto es aquel en quien mejor se cumple la voluntad de nuestro Creador y Señor. Así es nuestra Madre la más maravillosa de las criaturas: hizo en mí cosas grandes el que es Todopoderoso, puede afirmar. Implorando su asistencia maternal sabremos imitarla.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

San Pedro y San Pablo, Apóstoles

Celebramos hoy el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo, quienes cayeron en Roma durante la persecución de Nerón, alrededor del año 64 d.C. A través de estos dos apóstoles la Iglesia celebra hoy su apostolado: “Creo en la Iglesia una, santa, católica, apostólica”.

¿Qué significa esto? Que celebra su fundamento apostólico, gracias al cual ella se apoya directamente, sin espacios vacíos, en la piedra angular que es Cristo: Por lo tanto, ustedes ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Ustedes están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras la piedra angular es el mismo Jesucristo (Ef. 2, 19-20).

San Pedro y san Pablo son los últimos dos anillos de una cadena que se vincula con el mismo Cristo. En cierto sentido, nuestra comunión con Jesús pasa a través de ellos. Por eso celebramos la fiesta de los “fundadores” de nuestra fe, de los antepasados del pueblo cristiano.

A través del Nuevo Testamento podemos reconstruir el itinerario de sus vidas y captar la gratuidad de la elección divina. Pedro era un pescador de Galilea. Con Andrés, su hermano, y el viejo padre Jonás, pasaba los días en el lago Tiberíades. Siempre el mismo trabajo: echar las redes, esperar, retirarlas y luego, al anochecer, recomponerlas sentado en la orilla.

Fue justamente un anochecer, mientras echaba las redes por última vez, cuando pasó Jesús y les dijo a él y a su hermano: Síganme y yo los haré pescadores de hombres (Mc. 1, 17). Comenzó así la extraordinaria aventura; siguió al Maestro desde Galilea a Judea; desde allí, después de la muerte de Jesús, anduvo por toda Palestina, luego fue a Antioquía y por fin llegó a Roma.

En Roma se quedó para siempre. No sólo con su tumba, sino con su mandato; se quedó en quienes se sucedieron en aquella que los cristianos llamaron siempre “la cátedra de Pedro”, hasta el actual sucesor. En ellos, Pedro sigue siendo “la roca” (Kefa), alrededor de la cual Cristo va edificando misteriosamente su Iglesia, el signo de unidad para todos “aquellos que invocan el nombre del Señor”.

Es distinto el camino de Pablo. Él estaba en Jerusalén en los días en que Jesús fue condenado a muerte. Hijo de un hebreo de Tarso, se encontraba en la Ciudad santa para perfeccionarse en los estudios bíblicos. En su celo ardiente por la ley, pensaba que podía honrar a Dios persiguiendo a la joven Iglesia. Pero Jesús lo esperaba en el camino a Damasco: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hech. 9, 4). Encontró sólo fuerzas para balbucir: ¿Quién eres tú, Señor? Más tarde, al volver a pensar en esa experiencia, le pareció como que Cristo, ese día, lo hubiese aferrado en cuerpo y alma (Flp. 3, 12). Fue de Cristo hasta el punto de poder decir: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gál. 2, 20). Cristo se convirtió en su llama interior, en su pasión: El amor de Cristo nos apremia... (2 Cor 5, 14). Atravesó todo el mundo civil de entonces, predicando a Cristo a los judíos y a los paganos. Sus viajes inscriben una especie de tela de araña en los mapas de la época. En la segunda lectura hemos escuchado su testamento, lleno de conmovedor agradecimiento a aquel Jesús que un día lo había tan violentamente aferrado: El Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a oídos de todos los paganos.

Del ardor de fe y de caridad de Pablo se nutrió la espiritualidad de estos veinte años de cristianismo. A veces, los primeros cristianos iban al martirio llevando sus cartas escondidas sobre el pecho (Mártires de Escila). Agustín se convirtió al escuchar un fragmento de una carta suya. Nosotros mismos, cada domingo, es como si nos nutriéramos con su extraordinario conocimiento de Cristo. Él es el gran faro, el que más contribuyó a llevar el mensaje cerca de la cultura y de los hombres de su tiempo.

En la rica y, como hemos visto, agitada vida de los dos apóstoles, la liturgia fija hoy algunos momentos. Sobre todos ellos predomina la escena de Cesarea de Filipo, descrita en el pasaje evangélico. ¿Qué retendremos en particular de este episodio tan célebre? Estas palabras: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. La Iglesia, entonces, no es una sociedad de libres pensadores, sino que es la sociedad, mejor dicho, la comunidad de aquellos que se unen a Pedro para proclamar la fe en Jesucristo. Quien edifica la Iglesia es Cristo; es él quien elige libremente a un hombre y lo pone en la base. Pedro no es más que un instrumento, la primera piedra del edificio, mientras que Cristo es quien pone la primera piedra. Sin embargo, de ahora en más, no se podrá estar verdadera y plenamente en la Iglesia en calidad de piedra viva, si no se está en comunión con la fe de Pedro y su autoridad o, al menos, si no se tiende a estarlo. San Ambrosio escribió una expresión fuerte: “Ubi Petrus ibi Ecclesia”; Donde está Pedro, allí está la Iglesia. Lo cual no significa que Pedro, por sí solo, sea toda la Iglesia, sino que no puede haber Iglesia sin Pedro.

Y sin embargo, lo de Pedro no es realmente un cargo honorífico o una recompensa al mérito. Es un servicio. Jesús explicitó el sentido del “atar” y “desatar” cuando dijo: Apacienta mis ovejas (Jn. 21, 15 ssq.). En el fondo, era la herencia misma de Cristo que se le entregaba a Pedro; él, en efecto, había sido el Siervo y el Pastor. Ahora, todo eso pasaba a los débiles hombros del apóstol. Además, pasaba el deber del testimonio susceptible de ser dado a Jesús. A fin de que él entendiera hasta lo más profundo el deber del pastor. Jesús permitió aquella amarga experiencia de la negación: ¿Jesús de Nazaret? ¡No lo conozco! ¡Cuántas cosas le hizo entender esto! Al escribir más tarde a las iglesias, él les dirá que deben estrecharse alrededor de Cristo piedra viva... elegida y preciosa a los ojos de Dios y pastor de sus almas (1 Ped 2, 4.25): como para decir que sólo Cristo es la piedra que no cae y el pastor que no desilusiona nunca, y que sobre él hay que apoyarse, no sobre un hombre.

Testigo de Cristo, pastor y servidor de los creyentes son, entonces, las prerrogativas que de Cristo pasaron a Pedro. De Pedro pasaron a sus sucesores: los obispos de Roma. La historia nos dice que también ellos, como Pedro, a veces se han sentido débiles: no con respecto a la fe, pero sí por cierto con respecto al testimonio y al servicio. No podía ser de otra manera, dado que Jesús eligió manejarse con hombres y no con ángeles para llevar adelante su Iglesia. Sin embargo, no toda crítica que era justa en el pasado lo es también hoy, cuando la Iglesia, privada de gran parte de su poder terrenal, da, en sus papas, un válido testimonio al Evangelio y a Jesucristo.

Concluimos con la evocación del episodio de la primera lectura. Pedro estaba en la cárcel, a la espera de ser entregado al pueblo y tener quizás el mismo destino que el Maestro. Pero toda la Iglesia estaba orando por él. Es esto lo más urgente que debe hacerse también ahora. El sucesor de Pedro está a menudo en la cárcel y procesado también él; a su alrededor hay un cerco de hostilidad, de crítica muchas veces hostil y burda que no tiene nada que ver con la libertad y la parrhesia cristiana frente a la autoridad. Debemos rezar. Rezar, antes que nada, para que Dios haga de nosotros cristianos verdaderamente apostólicos, fuertemente anclados a la fe de los apóstoles Pedro y Pablo. Rezar, también, por el sucesor de Pedro, para que él, que lo ubicó en semejante puesto, lo ilumine y lo haga capaz de “confirmar a los hermanos”.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

SAN PEDRO APÓSTOL

– La vocación de Pedro.

I. Simón Pedro, como la mayor parte de los primeros seguidores de Jesús, era de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera del lago de Genesaret. Era pescador, como el resto de su familia. Conoció a Jesús a través de su hermano Andrés, quien poco tiempo antes, quizá el mismo día, había estado con Juan toda una tarde en su compañía. Andrés no guardó para sí el inmenso tesoro que había encontrado, “sino que lleno de alegría corrió a contar a su hermano el bien que había recibido”.

Llegó Pedro ante el Maestro. Intuitus eum Iesus..., mirándolo Jesús... El Maestro clavó su mirada en el recién llegado y penetró hasta lo más hondo de su corazón. ¡Cuánto nos hubiera gustado contemplar esa mirada de Cristo, que es capaz de cambiar la vida de una persona! Jesús miró a Pedro de un modo imperioso y entrañable. Más allá de este pescador galileo, Jesús veía toda su Iglesia hasta el fin de los tiempos. El Señor muestra conocerle desde siempre: ¡Tú eres Simón, el hijo de Juan! Y también conoce su porvenir: Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra. En estas pocas palabras estaban definidos la vocación y el destino de Pedro, su quehacer en el mundo.

Desde los comienzos, “la situación de Pedro en la Iglesia es la de roca sobre la que está construido un edificio”. La Iglesia entera, y nuestra propia fidelidad a la gracia, tiene como piedra angular, como fundamento firme, el amor, la obediencia y la unión con el Romano Pontífice; “en Pedro se robustece la fortaleza de todos”, enseña San León Magno. Mirando a Pedro y a la Iglesia en su peregrinar terreno, se le pueden aplicar las palabras del mismo Jesús: cayeron las lluvias y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa, pero no fue destruida porque estaba edificada sobre roca, la roca que, con sus debilidades y defectos, eligió un día el Señor: un pobre pescador de Galilea, y quienes después habían de sucederle.

El encuentro de Pedro con Jesús debió de impresionar hondamente a los testigos presentes, familiarizados con las escenas del Antiguo Testamento. Dios mismo había cambiado el nombre del primer Patriarca: Te llamarás Abrahán, es decir, Padre de una muchedumbre. También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir, Fuerte ante Dios. Ahora, el cambio de nombre de Simón no deja de estar revestido de cierta solemnidad, en medio de la sencillez del encuentro. “Yo tengo otros designios sobre ti”, viene a decirle Jesús.

Cambiar el nombre equivalía a tomar posesión de una persona, a la vez que le era señalada su misión divina en el mundo. Cefas no era nombre propio, pero el Señor lo impone a Pedro para indicarla función de Vicario suyo, que le será revelada más adelante con plenitud. Nosotros podemos examinar hoy en la oración cómo es nuestro amor con obras al que hace las veces de Cristo en la tierra: si pedimos cada día por él, si difundimos sus enseñanzas, si nos hacemos eco de sus intenciones, si salimos con prontitud en su defensa cuando es atacado o menospreciado. ¡Qué alegría damos a Dios cuando nos ve que amamos, con obras, a su Vicario aquí en la tierra!

– El primero de los discípulos de Jesús.

II. Este primer encuentro con el Maestro no fue la llamada definitiva. Pero desde aquel instante, Pedro se sintió prendido por la mirada de Jesús y por su Persona toda. No abandona su oficio de pescador, escucha las enseñanzas de Jesús, le acompaña en ocasiones diversas y presencia muchos de sus milagros. Es del todo probable que asistiera al primer milagro de Jesús en Caná, donde conoció a María, la Madre de Jesús, y después bajó con Él a Cafarnaún. Un día, a orillas del lago, después de una pesca excepcional y milagrosa, Jesús le invitó a seguirle definitivamente. Pedro obedeció inmediatamente −su corazón ha sido preparado poco a poco por la gracia− y, dejándolo todo −relictis omnibus−, siguió a Cristo, como el discípulo que está dispuesto a compartir en todo la suerte del Maestro.

Un día, en Cesarea de Filipo, mientras caminaban, Jesús preguntó a los suyos: Vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. A continuación, Cristo le promete solemnemente el primado sobre toda la Iglesia. ¡Cómo recordaría entonces Pedro las palabras de Jesús unos años antes, el día en que le llevó hasta Él su hermano Andrés: Tú te llamarás Cefas...!

Pedro no cambió tan rápidamente como había cambiado de nombre. No manifestó de la noche a la mañana la firmeza que indicaba su nuevo apelativo. Junto a una fe firme como la piedra, vemos en Pedro un carácter a veces vacilante. Incluso en una ocasión Jesús reprocha al que va a ser el cimiento de su Iglesia que es para él motivo de escándalo. Dios cuenta con el tiempo en la formación de cada uno de sus instrumentos y con la buena voluntad de éstos. Nosotros, si tenemos la buena voluntad de Pedro, si somos dóciles a la gracia, nos iremos convirtiendo en los instrumentos idóneos para servir al Maestro y llevar a cabo la misión que nos ha encomendado. Hasta los acontecimientos que parecen más adversos, nuestros mismos errores y vacilaciones, si recomenzamos una y otra vez, si acudimos a Jesús, si abrimos el corazón en la dirección espiritual, todo nos ayudará a estar más cerca de Jesús, que no se cansa de suavizar nuestra tosquedad. Y quizá, en momentos difíciles, oiremos como Pedro: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?. Y veremos junto a nosotros a Jesús, que nos tiende la mano.

– Su fidelidad hasta el martirio.

III. El Maestro tuvo con Pedro particulares manifestaciones de aprecio; no obstante, más tarde, cuando Jesús más le necesitaba en momentos particularmente dramáticos, Pedro renegó de Él, que estaba solo y abandonado. Después de la Resurrección, cuando Pedro y otros discípulos han vuelto a su antiguo oficio de pescadores, Jesús va especialmente en busca de él, y se manifiesta a través de una segunda pesca milagrosa, que recordaría en el alma de Simón aquella otra en la que el Maestro le invitó definitivamente a seguirle y le prometió que sería pescador de hombres.

Jesús les espera ahora en la orilla y usa los medios materiales −las brasas, el pez...− que resaltan el realismo de su presencia y continúan dando el tono familiar acostumbrado en la convivencia con sus discípulos. Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?...

Después, el Señor anunció a Simón: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras. Cuando escribe San Juan su Evangelio esta profecía ya se había cumplido; por eso añade el Evangelista: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después, Jesús recordó a Pedro aquellas palabras memorables que un día, años atrás, en la ribera de aquel mismo lago, cambiaron para siempre la vida de Simón: Sígueme.

Una piadosa tradición cuenta que, durante la cruenta persecución de Nerón, Pedro salía, a instancias de la misma comunidad cristiana, para buscar un lugar más seguro. Junto a las puertas de la ciudad se encontró a Jesús cargado con la Cruz, y habiéndole preguntado Pedro: “¿A dónde vas, Señor?” (Quo vadis, Domine?), le contestó el Maestro: “A Roma, a dejarme crucificar de nuevo”. Pedro entendió la lección y volvió a la ciudad, donde le esperaba su cruz. Esta leyenda parece ser un eco último de aquella protesta de Pedro contra la cruz la primera vez que Jesús le anunció su Pasión. Pedro murió poco tiempo después. Un historiador antiguo refiere que pidió ser crucificado con la cabeza abajo por creerse indigno de morir, como su Maestro, con la cabeza en alto. Este martirio es recordado por San Clemente, sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia romana. Al menos desde el siglo III, la Iglesia conmemora en este día, 29 de junio, el martirio de Pedro y de Pablo, el dies natalis, el día en que de nuevo vieron la Faz de su Señor y Maestro.

Pedro, a pesar de sus debilidades, fue fiel a Cristo, hasta dar la vida por Él. Esto es lo que le pedimos nosotros al terminar esta meditación: fidelidad, a pesar de las contrariedades y de todo lo que nos sea adverso por el hecho de ser cristianos. Le pedimos la fortaleza en la fe, fortes in fide, como el mismo Pedro pedía a los primeros cristianos de su generación. “¿Qué podríamos nosotros pedir a Pedro para provecho nuestro, qué podríamos ofrecer en su honor sino esta fe, de donde toma sus orígenes nuestra salud espiritual y nuestra promesa, por él exigida, de ser fuertes en la fe?”.

Esta fortaleza es la que pedimos también a Nuestra Madre Santa María para mantener nuestra fe sin ambigüedades, con serena firmeza, cualquiera que sea el ambiente en que hayamos de vivir.

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SAN PABLO, APÓSTOL

– El Señor elige a los suyos.

I. ¿Qué he de hacer, Señor?, preguntó San Pablo en el momento de su conversión. Le respondió Jesús: Levántate, entra en Damasco y allí se te dirá lo que has de hacer. El perseguidor, transformado por la gracia, recibirá la instrucción cristiana y el Bautismo por medio de un hombre −Ananías−, según las vías ordinarias de la Providencia. Y enseguida, teniendo a Cristo como lo verdaderamente importante de su vida, se dedicará con todas sus fuerzas a dar a conocer la Buena Nueva, sin que le importen los peligros, las tribulaciones y sufrimientos y los aparentes fracasos. Sabe que es el instrumento elegido para llevar el Evangelio a muchas gentes: Aquel que me escogió desde el seno materno y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles..., leemos en la Segunda lectura de la Misa.

San Agustín afirma que el celo apasionado anterior a su encuentro con Cristo era como una selva impracticable que, siendo un gran obstáculo, era sin embargo el indicio de la fecundidad del suelo. Luego, el Señor sembró allí la semilla del Evangelio y los frutos fueron incontables. Lo que sucedió con Pablo puede ocurrir con cada hombre, aunque hayan sido muy graves sus faltas. Es la acción misteriosa de la gracia, que no cambia la naturaleza sino que la sana y purifica, y luego la eleva y la perfecciona.

San Pablo está convencido de que Dios contaba con él desde el mismo momento de su concepción, desde el seno materno, repite en diversas ocasiones. En la Sagrada Escritura encontramos cómo Dios elige a sus enviados incluso antes de nacer; se pone así de manifiesto que la iniciativa es de Dios y antecede a cualquier mérito personal. El Apóstol lo señala expresamente: Nos eligió antes de la constitución del mundo, declara a los primeros cristianos de Éfeso. Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio, concreta aún más a Timoteo.

La vocación es un don divino que Dios ha preparado desde la eternidad. Por eso, cuando el Señor se le manifestó en Damasco, Pablo no pidió consejo “a la carne y a la sangre”, no consultó a ningún hombre, porque tenía la seguridad de que Dios mismo le había llamado. No atendió a los consejos de la prudencia carnal, sino que fue plenamente generoso con el Señor. Su entrega fue inmediata, total y sin condiciones. Los Apóstoles, cuando escucharon la invitación de Jesús, también dejaron las redes al instante y, relictis omnibus, abandonadas todas las cosas, se fueron tras el Maestro. Saulo, antiguo perseguidor de los cristianos, sigue ahora al Señor con toda prontitud.

Todos nosotros hemos recibido, de diversos modos, una llamada concreta para servir al Señor. Y a lo largo de la vida nos llegan nuevas invitaciones a seguirle en nuestras propias circunstancias, y es preciso ser generosos con el Señor en cada nuevo encuentro. Hemos de saber preguntar a Jesús en la intimidad de la oración, como San Pablo: ¿qué he de hacer, Señor?, ¿qué quieres que deje por Ti?, ¿en qué deseas que mejore? En este momento de mi vida, ¿qué puedo hacer por Ti?

– Llamada de Dios y vocación apostólica.

II. Dios llamó a San Pablo con signos muy extraordinarios, pero el efecto que produjo en él es el mismo que ocasiona la llamada específica que Dios hace a muchos para que le sigan en medio de sus tareas seculares. A todos los cristianos llama el Señor a la santidad y al apostolado; se trata de una vocación exigente, en muchos casos heroica, pues el Señor no quiere seguidores tibios, discípulos de segunda fila. Pero a algunos, permaneciendo en sus propios quehaceres del mundo, Cristo les llama a una particular entrega para extender su reinado entre todos los hombres. Y cada uno, respondiendo a la vocación específica a la que ha sido llamado, si quiere ser discípulo del Maestro, ha de tener un sentido apostólico de la vida que le llevará a no dejar ninguna oportunidad de acercar a otros a Cristo, que es, a la vez, llevarlos a la alegría, a la paz, a la plenitud.

El apostolado fue en Pablo, y lo es en cada cristiano que vive su vocación, parte de su vida o, mejor, su vida misma; el trabajo se convierte en apostolado, en deseos de dar a conocer a Cristo, y lo mismo el dolor o el tiempo de descanso..., y a la vez este celo apostólico es el alimento imprescindible del trato con Jesucristo. Conocer al Señor con intimidad lleva forzosamente a comunicar este hallazgo: es la señal cierta de tu entregamiento. Cuando seguir a Cristo es una realidad, llega “la necesidad de expandirse, de hacer, de dar, de hablar, de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (...). El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se siente la urgencia de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos”. ¡Ay de mí si no evangelizara!, exclama el Apóstol.

Cuando llevamos la Buena Nueva a otros estamos cumpliendo el mandato que Cristo nos ha dado: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Además, la vida interior queda enriquecida, como la planta que recibe el agua necesaria en el momento oportuno. San Pablo nos da hoy ejemplo y nos ayuda a hacer examen de ese interés vivo que tenemos para acercar a los demás un poco más a Dios. Identificado con Cristo −el descubrimiento supremo de su vida−, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en redención por muchos, el Apóstol se hace siervo de todos para ganar a los más que pueda. Con los judíos −les dice a los de Corinto− me hice judío, para ganar a los judíos... Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos.

Hoy nosotros le pedimos un corazón grande como el suyo, para pasar por encima de las pequeñas humillaciones o de los aparentes fracasos que todo apostolado lleva consigo. Y le decimos a Jesús que estamos dispuestos a convivir con todos, a ofrecer a todos la posibilidad de conocer a Cristo, sin tener demasiado en cuenta los sacrificios y molestias que nos pueda acarrear.

– El apostolado, una tarea sacrificada y alegre.

III. San Pablo exhorta a Timoteo y a todos nosotros a hablar de Dios opportune et importune, con ocasión y sin ella; es decir, también cuando las circunstancias sean adversas. Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos. Parece como si el Apóstol estuviera presente en nuestros tiempos. Pero tú −señala a Timoteo, y en él a cada cristiano− sé sobrio en todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple perfectamente tu ministerio. Los sacerdotes lo harán principalmente con la predicación de la palabra de Dios, con el ejemplo personal, con su caridad, con los consejos en el sacramento de la Penitencia. Los seglares −la inmensa mayoría del Pueblo de Dios−, ordinariamente a través de la amistad, con el consejo amable, con la conversación a solas con el amigo que parece que se aleja del Señor o con el que nunca estuvo cerca de Él... Y esto a la salida de la Facultad o del trabajo, en el mismo lugar donde se pasa el verano... Los padres con los hijos..., aprovechando el mejor momento o creando la ocasión...

Juan Pablo II alentaba a los jóvenes −y todo cristiano que tiene a Cristo permanece siempre joven en su corazón− a un apostolado vivo, directo y alegre: “Sed profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a la escuela, al barrio, el ejemplo de vuestra vida cristiana, limpia y alegre. Sed siempre jóvenes cristianos, verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed portadores de Cristo en esta sociedad perturbada, hoy más que nunca necesitada de Él. Anunciad a todos con vuestra vida que sólo Cristo es la verdadera salvación de la humanidad”.

Hemos de pedir hoy a San Pablo saber convertir en oportuna cualquier situación que se nos presente. Incluso “quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios o de descanso, no olviden que son en todas partes heraldos itinerantes de Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad”, con la sinceridad que expresa un alma que ha constituido a Cristo como eje sobre el cual se organizan todos los demás asuntos de su vida. Hasta los niños −¡qué buenos instrumentos del Espíritu Santo pueden ser!− tienen su propia actividad apostólica, según señala el Concilio Vaticano II, pues “según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros”.

Es sorprendente, dichosamente sorprendente, la infatigable labor apostólica del Apóstol. Y quien verdaderamente ama a Cristo sentirá la necesidad de darlo a conocer, pues −como dice Santo Tomás de Aquino− lo que admiran mucho los hombres lo divulgan luego, porque de la abundancia del corazón habla la boca.

Pidamos a Nuestra Señora −Regina Apostolorum− que cada vez comprendamos mejor que el apostolado es una tarea alegre, aunque sea sacrificada, y la gran responsabilidad que tenemos respecto a todos los hombres, y particularmente con los que cada día nos relacionamos.

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Mons. Pere TENA i Garriga Obispo Auxiliar Emérito de Barcelona (Barcelona, España) (www.evangeli.net)

Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo

 Hoy es un día consagrado por el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. «Pedro, primer predicador de la fe; Pablo, maestro esclarecido de la verdad» (Prefacio). Hoy es un día para agradecer la fe apostólica, que es también la nuestra, proclamada por estas dos columnas con su predicación. Es la fe que vence al mundo, porque cree y anuncia que Jesús es el Hijo de Dios: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Las otras fiestas de los apóstoles san Pedro y san Pablo miran a otros aspectos, pero hoy contemplamos aquello que permite nombrarlos como «primeros predicadores del Evangelio» (Colecta): con su martirio confirmaron su testimonio.

Su fe, y la fuerza para el martirio, no les vinieron de su capacidad humana. No fue ningún hombre de carne y sangre quien enseñó a Pedro quién era Jesús, sino la revelación del Padre de los cielos (cf. Mt 16,17). Igualmente, el reconocimiento “de aquel que él perseguía” como Jesús el Señor fue claramente, para Saulo, obra de la gracia de Dios. En ambos casos, la libertad humana que pide el acto de fe se apoya en la acción del Espíritu.

La fe de los apóstoles es la fe de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, «cada día, en la Iglesia, Pedro continúa diciendo: ‘¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!’» (San León Magno). Desde entonces hasta nuestros días, una multitud de cristianos de todas las épocas, edades, culturas, y de cualquier otra cosa que pueda establecer diferencias entre los hombres, ha proclamado unánimemente la misma fe victoriosa.

Por el bautismo y la confirmación estamos puestos en el camino del testimonio, esto es, del martirio. Es necesario que estemos atentos al “laboratorio de la fe” que el Espíritu realiza en nosotros (Juan Pablo II), y que pidamos con humildad poder experimentar la alegría de la fe de la Iglesia.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Fidelidad al Papa

«Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia».

Eso dijo Jesús.

Se lo dijo a Simón Pedro cuando el Padre que está en los cielos puso sus palabras en su boca, para proclamar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

Y tú, sacerdote, ¿crees esto?

¿Eres fiel a la Roca que tu Señor eligió, y sobre la cual construye su Iglesia?

¿Lo respetas?

¿Lo reconoces?

¿Lo obedeces?

¿Lo amas?

¿Rezas por él?

¿Lo proclamas Vicario del Rey?

¿Lo ayudas?

¿Unes sus intenciones a tus sacrificios?

¿Lo cuidas?

¿Lo proteges?

¿Aceptas su infalibilidad y su autoridad?

¿Te sometes a esa autoridad, o eres causa de las calumnias, críticas e injurias, y de las persecuciones que él mismo sufre por la causa de Cristo?

Escucha sacerdote, la voz de tu Señor, que dice: Saulo, ¿por qué me persigues?

Escucha la voz de tu Señor, sacerdote, que te ha llamado, porque te ha elegido desde antes de nacer, que ha transformado tu vida, y servirlo es para ti un deber, desde que te dijo: ¡sígueme!, y tú lo has dejado todo: casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos y tierras, por su nombre, renunciando a los placeres del mundo.

Tú has sido desposado con la novia más pura, más perfecta, más hermosa, más recta, Una, Santa, Católica y Apostólica, vestida de blanco y adornada de perlas y piedras preciosas, cubierta con el velo de la Madre de Dios, y que camina contigo bajo la protección de su manto, para conseguirte la corona de la gloria: la Santa Iglesia Católica, de la cual Cristo es cabeza, y es Pedro quien lo representa.

Pídele a tu Señor que te dé sus mismos sentimientos, para que puedas amarla, honrarla, bendecirla, cuidarla, defenderla, venerarla, proveerla, alimentarla y saciar su sed, vestirla de fiesta, enjoyándola con la ofrenda de los frutos de tu trabajo, sanando sus heridas, y librándola de la opresión a la que ha sido sometida por el mundo y su dureza de corazón.

Conviértete, sacerdote, y enamórala cada día, entregando tu vida a su servicio, perdonando los pecados de los hombres y asumiendo sus culpas, reparando el desamor con actos de amor, derramando sobre ellos la misericordia de Dios, cumpliendo con amor tu deber ministerial, enseñando, rigiendo y santificando al cuerpo místico de Cristo, con el que glorificas a Dios.

Escucha, sacerdote, la Palabra de tu Señor, y sométete a Él, cumpliendo los mandamientos de su ley, predicando su Palabra, que es como espada de dos filos, y penetra hasta los corazones más endurecidos, para transformarlos, de corazones de piedra a corazones de carne, y encenderlos en el fuego apostólico del amor de tu Señor.

Escucha la Palabra de tu Señor, sacerdote, y ponla en práctica, aplicándola a tu vida, a través del Magisterio de la Iglesia y su doctrina, reuniendo al pueblo santo de Dios en un solo rebaño y con un solo Pastor, en el seno de la Santa Madre Iglesia, presidida por el Espíritu Santo, a través de quien Él decida nombrar la Roca.

Él no se equivoca al darle la llave del Reino de los cielos a quien ha elegido como Apóstol desde antes de nacer, y lo ha llamado por su nombre, dándole su poder para que todo lo que ate en la tierra quede atado en el cielo, y todo lo que desate en la tierra, quede desatado en el cielo, porque sobre esa Roca Él construye su Iglesia, y los poderes del mal no prevalecerán sobre ella.

(Espada de Dos Filos VI, n. 56)

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