Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AMBROSIO (www.homiletica.com.ar)
- SAN JUAN PABLO II – Homilía del 2 de noviembre de 1982
- FRANCISCO – Homilías del 4 y 12 de noviembre de 2013, y 6 de febrero de 2014
- BENEDICTO XVI – Homilía del 3 de noviembre de 2012
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
PASAR DE LA MUERTE A LA VIDA
Sb 3,1-9; 1 Jn 3,14-16; Mt 25,31-46
2 Mac 12, 43-46; Sal 102; 1 Cor 15, 20-24. 25-28; Lc 23, 44-46.50.52-53; 24, 1-6
Is 25. 6-7. 9,1 Tes 4, 13-14. 17-18; Jn 6, 51-58
Los testigos que suscriben la Primera carta de Juan no se andan por las ramas, hablan con un lenguaje directo y profundo. Han vivido una experiencia honda: el paso de la muerte a la vida verificado en el amor a los hermanos. Esa declaración no es retórica, sino confesión sincera. Habiendo experimentado el amor de Dios en la entrega de su hijo Jesús, esos cristianos se disponen a amar a los hambrientos, pobres y forasteros que encuentran en su camino. La esencia de la espiritualidad cristiana según el Evangelio de san Mateo, gira en torno del reconocimiento del rostro de Cristo presente en las personas que aparentemente no lo reflejarían: los enfermos, los hambrientos y encarcelados están tan lastimados y en ocasiones tan resentidos, que resulta necesario hacer un esfuerzo extraordinario para reconocer los rasgos amorosos de Jesús en tales personas. Las pruebas que supera el justo en el libro de la Sabiduría, resultan más llevaderas para quienes hemos conocido el amor de Cristo.
Primera Misa
ANTÍFONA DE ENTRADA 1 Tes 4, 14; 1 Cor 15, 22
Así como Jesús murió y resucitó, de igual manera debemos creer que a los que mueren en Jesús, Dios los llevará con él. Y así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida.
ORACIÓN COLECTA
Escucha, Señor, benignamente nuestras súplicas, y concédenos que al proclamar nuestra fe en la resurrección de tu Hijo de entre los muertos, se afiance también nuestra esperanza en la resurrección de tus hijos difuntos. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección.
Del segundo libro de los Macabeos: 12, 43-46
En aquellos días, Judas Macabeo, jefe de Israel, hizo una colecta y recogió dos mil dracmas de plata, que envió a Jerusalén para que ofrecieran un sacrificio de expiación por los pecados de los que habían muerto en la batalla.
Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección, pues si no hubiera esperado la resurrección de sus compañeros, habría sido completamente inútil orar por los muertos. Pero él consideraba que, a los que habían muerto piadosamente, les estaba reservada una magnífica recompensa.
En efecto, orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados es una acción santa y conveniente.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 102, 8 y 10.13-14.15-16.17-18.
R/. El Señor es compasivo y misericordioso.
El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar. No nos trata como merecen nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados. R/.
Como un padre es compasivo con sus hijos, así es compasivo el Señor con quien lo ama, pues bien sabe él de lo que estamos hechos y de que somos barro, no se olvida. R/.
La vida del hombre es como la hierba, brota como una flor silvestre: tan pronto la azota el viento, deja de existir y nadie vuelve a saber nada de ella. R/.
El amor del Señor a quien lo teme es un amor eterno, y entre aquellos que cumplen con su alianza, pasa de hijos a nietos su justicia. R/.
SEGUNDA LECTURA
En Cristo, todos volverán a la vida.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios: 15, 20-24.25-28
Hermanos: Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos. Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre vendrá la resurrección de los muertos.
En efecto, así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida; pero cada uno en su orden: primero Cristo, como primicia; después, a la hora de su advenimiento, los que son de Cristo.
Enseguida será la consumación, cuando Cristo entregue el Reino a su Padre. Porque él tiene que reinar hasta que el Padre ponga bajo sus pies a todos sus enemigos. El último de los enemigos en ser aniquilado será la muerte. Es claro que cuando la Escritura dice: Todo lo sometió el Padre a los pies de Cristo, no incluye a Dios, que es quien le sometió a Cristo todas las cosas.
Al final, cuando todo se le haya sometido, Cristo mismo se someterá al Padre, y así Dios será todo en todas las cosas.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 11. 25. 26
R/. Aleluya, aleluya.
Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor; el que cree en mí, no morirá para siempre. R/.
EVANGELIO
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Del santo Evangelio según san Lucas: 23, 44-46. 50. 52 53; 24, 1-6
Era casi el mediodía, cuando las tinieblas invadieron toda la región y se oscureció el sol hasta las tres de la tarde. El velo del templo se rasgó a la mitad. Jesús, clamando con voz potente, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Y dicho esto, expiró. Un hombre llamado José, consejero del sanedrín, hombre bueno y justo, se presentó ante Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Lo bajó de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde no habían puesto a nadie todavía.
El primer día después del sábado, muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los perfumes que habían preparado. Encontraron que la piedra ya había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Estando ellas todas desconcertadas por esto, se les presentaron dos varones con vestidos resplandecientes. Como ellas se llenaron de miedo e inclinaron el rostro a tierra, los varones les dijeron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que te sean gratas, Señor, nuestras ofrendas, para que tus fieles difuntos sean recibidos en la gloria con tu Hijo, a quien nos unimos por este sacramento de su amor. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Jn 11, 25-26
Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te rogamos, Señor, que tus fieles difuntos, por quienes hemos celebrado este sacrificio pascual, lleguen a la morada de la luz y de la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Segunda Misa
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. 4 Esd 2, 34. 35
Dales, Señor, el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua.
ORACIÓN COLECTA
Señor Dios, gloria de los fieles y vida de los justos, que nos has redimido por la muerte y resurrección de tu Hijo, acoge con bondad a tus fieles difuntos, que creyeron en el misterio de nuestra resurrección, y concédeles alcanzar los gozos de la eterna bienaventuranza. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Los aceptó como un holocausto agradable.
Del libro del profeta Sabiduría: 3, 1-9
Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz.
La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable.
En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos.
Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 26, 1. 4. 7 y 8b y 9a.13-14.
R/. Espero ver la bondad del Señor.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacernos temblar? R/.
Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia. R/.
Oye, Señor, mi voz y mis clamores y tenme compasión. El corazón me dice que te busque y buscándote estoy. No rechaces con cólera a tu siervo. R/.
La bondad del Señor espero ver en esta vida. Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía. R/.
SEGUNDA LECTURA
Estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos.
De la primera carta del apóstol san Juan: 3, 14-16
Hermanos: Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida y bien saben ustedes que ningún homicida tiene la vida eterna.
Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 25, 34
R/. Aleluya, aleluya.
Vengan, benditos de mi Padre, dice el Señor; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. R/.
EVANGELIO
Vengan, benditos de mi Padre.
Del santo Evangelio según san Mateo: 25, 31-46
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda.
Entonces dirá el rey a los de su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme’. Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’. Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’.
Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron’.
Entonces ellos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?’. Y él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Por este sacrificio, Dios todopoderoso y eterno, te rogamos que laves de sus pecados en la sangre de Cristo a tus fieles difuntos, para que, a los que purificaste en el agua del bautismo, no dejes de purificarlos con la misericordia de tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. 4 Esd 2, 35. 34
Brille, Señor, para nuestros hermanos difuntos la luz perpetua y vivan para siempre en compañía de tus santos, ya que eres misericordioso.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Habiendo recibido el sacramento de tu Unigénito, que se inmoló por nosotros y resucitó glorioso, te pedimos humildemente, Señor, por tus fieles difuntos, para que, ya purificados por este sacrificio pascual, alcancen la gloria de la futura resurrección. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Tercera misa
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Rom 8, 11
El Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también dará vida a nuestros cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en nosotros.
ORACIÓN COLECTA
Dios nuestro, tú que quisiste que tu Hijo único venciera la muerte y entrara victorioso en el cielo, concede a tus fieles difuntos que, venciendo también la muerte, puedan contemplarte a ti, creador y redentor, por toda la eternidad. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
El Señor destruirá la muerte para siempre.
Del libro del profeta Isaías: 25, 6. 7-9
En aquel día, el Señor del universo preparará sobre este monte un festín con platillos suculentos para todos los pueblos.
El arrancará en este monte el velo que cubre el rostro de todos los pueblos, el paño que oscurece a todas las naciones. Destruirá la muerte para siempre; el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y borrará de toda la tierra la afrenta de su pueblo. Así lo ha dicho el Señor.
En aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; alegrémonos y gocemos con la salvación que nos trae”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 129, 1-2.3-4.5-6. 7.8.
R/. Señor, escucha mi oración.
Desde el abismo de mis pecados clamo a ti; Señor, escucha mi clamor; que estén atentos tus oídos a mi voz suplicante. R/.
Si conservaras el recuerdo de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara? Pero de ti procede el perdón, por eso con amor te veneramos. R/.
Confío en el Señor, mi alma espera y confía en su palabra; mi alma aguarda al Señor, mucho más que a la aurora el centinela. R/.
Como aguarda a la aurora el centinela, aguarda Israel al Señor, porque del Señor viene la misericordia y la abundancia de la redención, y él redimirá a su pueblo de todas sus iniquidades. R/.
SEGUNDA LECTURA
Estaremos con el Señor para siempre.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los tesalonicenses: 4, 13-14.17-18
Hermanos: No queremos que ignoren lo que pasa con los difuntos, para que no vivan tristes, como los que no tienen esperanza. Pues, si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual manera debemos creer que, a los que murieron en Jesús, Dios los llevará con él, y así estaremos siempre con el Señor. Consuélense, pues, unos a otros, con estas palabras.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 3, 16
R/. Aleluya, aleluya.
Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. R/.
EVANGELIO
El que coma de este pan vivirá para siempre y yo lo resucitaré el último día.
Del santo Evangelio según san Juan: 6, 51-58
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga vida”.
Entonces los judíos se pusieron a discutir entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”.
Jesús les dijo: “Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan, vivirá para siempre”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, con bondad la ofrenda que te presentamos por todos tus siervos que descansan en Cristo, para que, por este admirable sacrificio, libres de los lazos de la muerte, alcancen la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Flp 3, 20-21
Esperamos como Salvador a nuestro Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Habiendo recibido este santo sacrificio, te pedimos, Señor, que derrames con abundancia tu misericordia sobre tus siervos difuntos, y a quienes diste la gracia del bautismo, concédeles la plenitud de los gozos eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
El banquete del Señor (Is 25,6-10a)
1ª lectura
El Señor ha preparado a todos los pueblos en el monte Sión un singular banquete, que describe con metáforas el reino mesiánico ofrecido a todas las naciones. Dios les hará partícipes de «manjares suculentos» y «vinos exquisitos». Así, se expresa de modo simbólico que el Señor hace partícipes a los hombres de alimentos divinos, que superan todo lo imaginable (vv. 6-8).
Estas palabras son una prefiguración del banquete eucarístico, instituido por Jesucristo en Jerusalén, en el que se entrega un alimento divino, el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor, que vigoriza el alma y es prenda de la vida futura: «La participación en la “cena del Señor” es anticipación del banquete escatológico por las “bodas del Cordero” (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de “la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”» (Juan Pablo II, Dies Domini, n. 38). De ahí que los santos frecuentemente hayan exhortado a considerar esta realidad a la hora de recibir la Eucaristía: «Es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el Cielo; éstas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión» (S. Juan Bautista María Vianney, Sermón sobre la Comunión).
El versículo 8 es citado por San Pablo, al afirmar gozoso que la resurrección de Cristo ha supuesto la victoria definitiva sobre la muerte (1 Co 15,54-55), y por el Apocalipsis, al anunciar la salvación que traerá el Cordero muerto y resucitado: «Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó» (Ap 21,4; cfr también Ap 7,17). La Iglesia evoca asimismo estas palabras en su oración por los difuntos, por quienes pide a Dios que los reciba en su Reino «donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a Ti y cantaremos eternamente tus alabanzas» (Misal Romano, Plegaria Eucarística III).
Cristo, causa de nuestra resurrección (1 Co 15,20-26a.28)
2ª lectura
La unión de los cristianos con Cristo es tan profunda que la resurrección de Jesucristo es principio y causa de nuestra resurrección. Como la desobediencia de Adán trajo la muerte de todos, Jesucristo —nuevo Adán— ha merecido la resurrección de todos (vv. 21-23). La salvación del cristiano culminará tras la muerte con la resurrección del cuerpo, al final de los tiempos (vv. 24-25). «Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano, De resurrectione mortuorum, 1,1)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 991).
San Pablo expone toda la obra mesiánica y redentora de Cristo (vv. 25-28): según el designio del Padre, Cristo ha sido constituido soberano del universo, dando cumplimiento a las Escrituras (Sal 110,1 y 8,7). La soberanía de Cristo sobre toda la creación (v. 28) se realiza ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva al final de la historia cuando Dios sea todo en todos. La Iglesia celebra cada año, en el último domingo del tiempo ordinario, la festividad de Jesucristo, Rey del Universo, para recordar su dominio supremo y absoluto sobre todas las cosas.
El Juicio Final (Mt 25,31-46)
Evangelio
Las tres parábolas precedentes (24,42-51; 25,1-13; 25,14-30) se siguen con el anuncio del juicio del Señor. Jesús presenta con toda su grandiosidad este Juicio Final, que hará entrar a todas las cosas en el orden de la justicia divina. La Tradición cristiana le da el nombre de Juicio Final, para distinguirlo del juicio particular al que cada uno deberá someterse inmediatamente después de la muerte: «Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678).
Todas las facetas enumeradas en los vv. 35-46 —dar de comer, dar de beber, vestir, visitar— resultan ser obras de amor cristiano cuando al hacerlas a estos «pequeños» (v. 40) se ve en ellos al mismo Cristo. Es significativo el pasaje si lo comparamos con otro anterior donde el Señor prometió que cualquiera que diera de beber sólo un vaso de agua fresca a uno de «estos pequeños por ser discípulo» (10,42), no quedaría sin recompensa. Pero ahora no se menciona el discípulo; al servir a cualquier hombre se sirve a Cristo. De aquí la importancia de practicar las obras de misericordia —corporales y espirituales— recomendadas por la Iglesia y también la entidad que tiene el pecado de omisión: no hacer lo que se debe supone dejar a Cristo mismo despojado de tales servicios. Las dimensiones del amor de Dios se miden por las obras de servicio a los demás: «Acá solas estas dos que nos pide el Señor; amor de Su Majestad y del prójimo; es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad (...) La más cierta señal que —a mi parecer— hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber (aunque hay indicios grandes para entender que le amamos), mas el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos a el prójimo, hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras; en esto yo no puedo dudar» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 5,3,7-8).
«Suplicio eterno» (v. 46). La existencia de un castigo eterno para los condenados y de un premio eterno para los elegidos es un dogma de fe definido solemnemente por el Magisterio de la Iglesia en el año 1215: «Jesucristo (...) ha de venir al fin del mundo, para juzgar a los vivos y a los muertos, y dar a cada uno según sus obras tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras —buenas o malas—: aquéllos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna» (Conc. de Letrán IV, De fide catholica, cap. 1).
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SAN AMBROSIO (www.homiletica.com.ar)
Muramos con Cristo, y viviremos con él
Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.
En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.
Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.
¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.
¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.
Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.
Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo –a ti acude todo mortal–, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.
Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.
(Del libro de san Ambrosio, obispo, sobre la muerte de su hermano Sátiro; Libro 2,40. 41. 132. 133)
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SAN JUAN PABLO II – Homilía del 2 de noviembre de 1982
Hoy en el cementerio se forma una admirable asamblea entre vivos y difuntos
Nos disponemos a celebrar la Eucaristía en este lugar sagrado, en el que están sepultados los restos mortales de vuestros difuntos, queridos hermanos y hermanas de Madrid. Aquí reposan personas que han tenido un significado determinante en vuestra existencia. Muchos de vosotros tenéis quizás aquí parientes muy cercanos, acaso los mismos padres de los que habéis recibido la vida. Ellos vuelven en este momento a la memoria de cada uno, emergiendo del pasado, como con el deseo de reanudar un diálogo que la muerte interrumpió bruscamente. Así, en este cementerio de la “Almudena” —como sucede hoy, día de los Difuntos, en los otros cementerios cristianos de cualquier parte del mundo— se forma una admirable asamblea, en la que los vivos encuentran a sus difuntos, y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido romper.
Comunión real, no ilusoria. Garantizada por Cristo, el cual ha querido vivir en su carne la experiencia de nuestra muerte, para triunfar sobre ella, incluso con ventaja para nosotros, con el acontecimiento prodigioso de la resurrección. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado”. El anuncio de los Ángeles, proclamado en aquella mañana de Pascua junto al sepulcro vacío, ha llegado a través de los siglos hasta nosotros. Ese anuncio nos propone, también en esta asamblea litúrgica, el motivo esencial de nuestra esperanza. En efecto, “si hemos muerto con Cristo —nos recuerda San Pablo, aludiendo a lo que ha tenido lugar en el bautismo— creemos que también viviremos con El”.
Corroborados en esta certeza, elevamos al cielo —aun entre las tumbas de un cementerio— el canto gozoso del Aleluya, que es el canto de la victoria. Nuestros difuntos “viven con Cristo”, después de haber sido sepultados con El en la muerte. Para ellos el tiempo de la prueba ha terminado, dejando el puesto al tiempo de la recompensa. Por esto —a pesar de la sombra de tristeza provocada por la nostalgia de su presencia visible— nos alegramos al saber que han llegado ya a la serenidad de la “patria”.
Sin embargo, como también ellos han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber —que es a la vez una necesidad del corazón— de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado. Con esta intención vamos a celebrar ahora la Eucaristía por todos los difuntos que reposan en este cementerio, incluyendo también en nuestro sufragio a los difuntos de los cementerios de Madrid y de España entera, así como los de todas las naciones del mundo.
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FRANCISCO – Homilías del 4 y 12 de noviembre de 2013, y 6 de febrero de 2014
Las almas de los justos están en las manos de Dios
Lunes 4 de noviembre de 2013
En el clima espiritual del mes de noviembre marcado por el recuerdo de los fieles difuntos, recordamos a los hermanos cardenales y obispos de todo el mundo que regresaron a la casa del Padre durante este último año. Mientras ofrecemos por cada uno de ellos esta santa Eucaristía, pedimos al Señor que les conceda el premio celestial prometido a los siervos buenos y fieles.
Hemos escuchado las palabras de san Pablo: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).
El apóstol presenta el amor de Dios como el motivo más profundo, invencible, de la confianza y de la esperanza cristianas. Él enumera las fuerzas contrarias y misteriosas que pueden amenazar el camino de la fe. Pero inmediatamente afirma con seguridad que si incluso toda nuestra existencia está rodeada de amenazas, nada podrá separarnos del amor que Cristo mismo mereció por nosotros, entregándose totalmente. También los poderes demoníacos, hostiles al hombre, se detienen impotentes ante la íntima unión de amor entre Jesús y quien le acoge con fe. Esta realidad del amor fiel que Dios tiene por cada uno de nosotros nos ayuda a afrontar con serenidad y fuerza el camino de cada día, que a veces es ágil, a veces en cambio, es lento y fatigoso.
Sólo el pecado del hombre puede interrumpir este vínculo; pero también en este caso Dios le buscará siempre, le perseguirá para restablecer con él una unión que perdura incluso después de la muerte, es más, una unión que alcanza su cumbre en el encuentro final con el Padre. Esta certeza confiere un sentido nuevo y pleno a la vida terrena y nos abre a la esperanza para la vida más allá de la muerte.
En efecto, cada vez que nos encontramos ante la muerte de una persona querida o que hemos conocido bien, surge en nosotros la pregunta: «¿Qué será de su vida, de su trabajo, de su servicio en la Iglesia?». El libro de la Sabiduría nos ha respondido: ellos están en las manos de Dios. La mano es signo de acogida y protección, es signo de una relación personal de respeto y fidelidad: dar la mano, estrechar la mano. He aquí, estos pastores celosos que entregaron su vida al servicio de Dios y de los hermanos están en las manos de Dios. Todo lo de ellos está bien cuidado y no será corroído por la muerte. En las manos de Dios están todos sus días entretejidos de alegrías y sufrimientos, de esperanzas y fatigas, de fidelidad al Evangelio y pasión por la salvación espiritual y material del rebaño a ellos confiado.
También los pecados, nuestros pecados están en las manos de Dios; esas manos son misericordiosas, manos «llagadas» de amor. No por casualidad Jesús quiso conservar las llagas en sus manos para hacernos sentir su misericordia. Y ésta es nuestra fuerza, nuestra esperanza.
Esta realidad, llena de esperanza, es la perspectiva de la resurrección final, de la vida eterna, a la cual están destinados «los justos», quienes acogen la Palabra de Dios y son dóciles a su Espíritu.
Queremos recordar así a nuestros hermanos cardenales y obispos difuntos. Hombres entregados a su vocación y a su servicio a la Iglesia, que amaron como se ama a una esposa. En la oración los encomendamos a la misericordia del Señor, por intercesión de la Virgen y de san José, para que les acoja en su reino de luz y de paz, allí donde viven eternamente los justos y quienes fueron testigos fieles del Evangelio. En esta plegaria rezamos también por nosotros, para que el Señor nos prepare para este encuentro. No sabemos la fecha, pero el encuentro tendrá lugar.
En las manos seguras de Dios
Martes 12 de noviembre de 2013
En las manos de Dios. Allí está nuestra seguridad: son manos llagadas por amor, que nos guían por el camino de la vida y no por los de la muerte, donde, en cambio, nos conduce la envidia. Es éste el sentido de la reflexión que propuso el Papa Francisco.
La primera lectura, observó el Santo Padre introduciendo la homilía, recuerda que Dios “creó al hombre para la incorruptibilidad” (cf. Sb 2, 23-3, 9). Él “nos creó y Él es nuestro Padre. Nos hizo bellos como Él, más bellos que los ángeles; más grandes que los ángeles. Pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo”.
La envidia: una palabra muy clara −destacó el Pontífice−, que nos hace comprender la lucha que tuvo lugar entre “este ángel”, el diablo y el hombre. El primero “no podía, en efecto, soportar que el hombre fuese superior a él; que precisamente en el hombre y en la mujer estuviese la imagen y semejanza de Dios. Por esto hizo la guerra” y emprendió un camino “que lleva a la muerte. Así entró la muerte en el mundo”.
En realidad, prosiguió el Obispo de Roma, “todos hacemos experiencia de la muerte”. ¿Cómo se explica? “El Señor −respondió− no abandona su obra”, como explica el texto del libro sapiencial: “Las almas de los justos, en cambio, están en las manos de Dios”. Todos “debemos pasar por la muerte. Pero una cosa es pasar esta experiencia a través de la pertenencia a las manos del diablo y otra cosa es pasar por las manos de Dios”.
“A mí −confesó− me gusta escuchar estas palabras: estamos en las manos de Dios. Pero desde el inicio. La Biblia nos explica la creación usando una hermosa imagen: Dios que con sus manos nos forma del barro, de la arcilla, a su imagen y semejanza. Fueron las manos de Dios las que nos crearon: el Dios artesano”.
Dios, por lo tanto, no nos ha abandonado. Y precisamente en la Biblia se lee lo que Él dice a su pueblo: “Yo he caminado contigo”. Dios se comporta −destacó el Papa− como “un papá con el hijo que le lleva de la mano. Son precisamente las manos de Dios las que nos acompañan en el camino”. El Padre nos enseña a caminar, a ir “por el camino de la vida y de la salvación”. Y más: “Son las manos de Dios que nos acarician en el momento del dolor, que nos consuelan. Es nuestro Padre quien nos acaricia, quien tanto nos quiere. Y también en estas caricias muchas veces está el perdón”.
Una cosa “que a mí me hace bien −dijo una vez más el Pontífice− es pensar: Jesús, Dios trajo consigo sus llagas. Las muestra al Padre. Éste es el precio: las manos de Dios son manos llagadas por amor. Y esto nos consuela mucho. Muchas veces hemos escuchado decir: no sé a quién confiarme, todas las puertas están cerradas, me confío a las manos de Dios. Y esto es hermoso porque allí estamos seguros”, custodiados por las manos de un Padre que nos quiere.
Las manos de Dios, continuó el Santo Padre, “nos curan incluso de nuestros males espirituales. Pensemos en las manos de Jesús cuando tocaba a los enfermos y les curaba. Son las manos de Dios. Nos cura. Yo no logro imaginar a Dios que nos da una bofetada. No me lo imagino: nos regaña sí, porque lo hace; pero nunca nos lastima, nunca. Nos acaricia. Incluso cuando debe regañarnos lo hace con una caricia, porque es Padre”.
“Las almas de los justos están en las manos de Dios”, repitió el Pontífice concluyendo: “Pensemos en las manos de Dios que nos creó como un artesano. Nos dio la salud eterna. Son manos llagadas. Nos acompañan en el camino de la vida. Confiémonos a las manos de Dios como un niño se entrega en las manos de su papá”. Son manos seguras.
Lo que dejamos a los demás
Jueves 6 de febrero de 2014
Vivir durante toda la vida en el seno de la Iglesia, como pecadores pero no como traidores corruptos, con una actitud de esperanza que nos lleva a dejar una herencia hecha no de riqueza material sino de testimonio de santidad. Son las “grandes gracias” que el Papa Francisco indicó durante la misa celebrada el jueves 6 de febrero, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta.
El obispo de Roma centró su reflexión en el misterio de la muerte, partiendo de la primera lectura –tomada del primer libro de los Reyes (1R 2, 1-4.10-12) en la que, dijo, “hemos escuchado el relato de la muerte de David”. Y “recordamos el inicio de su vida, cuando fue elegido por el Señor, ungido por el Señor”. Era un “jovencito”; y “después de algunos años comenzó a reinar”, pero era siempre “un muchacho, tenía veintidós o veintitrés años”.
Por lo tanto, toda la vida de David es “un recorrido, un camino al servicio de su pueblo”. Y “así como comenzó, así terminó”. Sucede lo mismo en nuestra vida, señaló el Papa, que “comienza, camina, sigue adelante y termina”.
El relato de la muerte de David sugirió al Pontífice tres reflexiones surgidas “del corazón”. En primer lugar puso en evidencia que “David muere en el seno de la Iglesia, en el seno de su pueblo. Su muerte no lo encuentra fuera de su pueblo” sino “dentro”. Y así vive “su pertenencia al pueblo de Dios”. Sin embargo David “había pecado: él mismo se llama pecador”. Pero “jamás se apartó del pueblo de Dios: pecador sí, traidor no”. Ésta, dijo el Papa, “es una gracia”: la gracia de “permanecer hasta el final en el pueblo de Dios” y “morir en el seno de la Iglesia, precisamente en el seno del pueblo de Dios”.
Al subrayar dicho aspecto, el Papa invitó “a pedir la gracia de morir en casa: morir en casa, en la Iglesia”. Y remarcó que “ésta es una gracia” y “no se compra”, porque “es un regalo de Dios”. Nosotros “debemos pedirlo: Señor dame el regalo de morir en casa, en la Iglesia”. Aunque fuésemos “todos pecadores”, no debemos ser ni “traidores” ni “corruptos”.
La Iglesia, precisó el Pontífice, es “madre y nos quiere también así”, quizás incluso “muchas veces sucios”. Porque es ella quien “nos limpia: es madre, sabe cómo hacerlo”. Pero está “en nosotros pedir esta gracia: morir en casa”.
El Papa Francisco propuso luego una segunda reflexión sobre la muerte de David. “En este relato –apuntó– se ve que David está tranquilo, en paz, sereno”. Hasta el punto que “llama a su hijo y le dice: yo emprendo el camino de todo hombre sobre la tierra”. En otras palabras David reconoce: “¡Ahora me toca a mí!”. Y después, se lee en la Escritura, “David se durmió con sus padres”. He aquí, explicó el Pontífice, el rey que “acepta su muerte con esperanza, con paz”. Y “ésta es otra gracia: la gracia de morir con esperanza”, con la “consciencia de que esto es un paso” y que “del otro lado nos esperan”. Incluso después de la muerte, en efecto, “continúa la casa, continúa la familia: no estaré solo”. Se trata de una gracia que hay que pedir sobre todo “en los últimos momentos de la vida: nosotros sabemos que la vida es una lucha y el espíritu del mal quiere el botín”.
El obispo de Roma recordó también el testimonio de santa Teresita del Niño Jesús, quien “decía que, en sus últimos momentos, había en su alma una lucha y cuando pensaba en el futuro, a lo que le esperaba después de la muerte, en el cielo, sentía como una voz que le decía: pero no, no seas tonta, te espera la oscuridad, te espera sólo la oscuridad de la nada”. Ese, precisó el Papa, “era el demonio que no quería que se confiara a Dios”.
De aquí la importancia de “pedir la gracia de morir con esperanza y morir confiándose a Dios”. Pero el “confiarse a Dios –afirmó el Pontífice– comienza ahora, en las pequeñas cosas de la vida y también en los grandes problemas: confiarse siempre al Señor. De esta manera uno coge este hábito de confiarse al Señor y crece la esperanza”. Por lo tanto, explicó, “morir en casa, morir con esperanza” son “dos cosas que nos enseña la muerte de David”.
La tercera idea sugerida por el Papa fue “el problema de la herencia”. Al respecto “la Biblia –precisó– no nos dice que cuando murió David vinieron todos los nietos y bisnietos a pedir la herencia”. A menudo existen “muchos escándalos sobre la herencia, muchos escándalos que dividen en las familias”. Pero no es la riqueza la herencia que deja David. Se lee, de hecho, en la Escritura: “Y el reino quedó establecido sólidamente”. David, más bien, “deja la herencia de cuarenta años de gobierno por su pueblo y el pueblo consolidado, fuerte”.
Al respecto el Pontífice recordó “un dicho popular” según el cual “cada hombre debe dejar en la vida un hijo, debe plantar un árbol y debe escribir un libro: y ésta es la mejor herencia”. El Papa invitó a cada uno a preguntarse: “¿Qué herencia dejo yo a los que vienen detrás de mí? ¿Una herencia de vida? ¿He hecho tanto bien que la gente me quiere como padre o como madre?”. Tal vez no “planté un árbol” o “escribí un libro”, “pero ¿he dado vida, sabiduría?”. La auténtica “herencia es la que David” revela dirigiéndose ya a las puertas de la muerte a su hijo Salomón con estas palabras: “Ten valor y sé hombre. Guarda lo que el Señor tu Dios manda guardar siguiendo sus caminos, observando sus preceptos”.
Así las palabras de David ayudan a entender que la verdadera “herencia es nuestro testimonio de cristianos que dejamos a los demás”. Existen, en efecto, algunas personas que “dejan una gran herencia: pensemos en los santos que vivieron el Evangelio con tanta fuerza” y precisamente por esto “nos dejan un camino de vida, un modo de vivir como herencia”.
Al concluir, el Papa resumió los tres puntos de su reflexión transformándolos en una oración a san David, a fin de que “nos conceda a todos estas tres gracias: pedir la gracia de morir en casa, morir en la Iglesia; pedir la gracia de morir en esperanza, con esperanza; y pedir la gracia de dejar una hermosa herencia, una herencia humana, una herencia hecha con el testimonio de nuestra vida cristiana”.
Ángelus 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer celebramos la solemnidad de Todos los santos, y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos celebraciones están íntimamente unidas entre sí, como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. En efecto, por una parte la Iglesia, peregrina en la historia, se alegra por la intercesión de los santos y los beatos que la sostienen en la misión de anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien sufre la separación de sus seres queridos, y como Él y gracias a Él, hace resonar su acción de gracias al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y de la muerte.
Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el «lugar del descanso» en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta. Con esta fe nos detenemos —también espiritualmente— ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda. Recordamos a las víctimas de las guerras y de la violencia; a tantos «pequeños» del mundo abrumados por el hambre y la miseria; recordamos a los anónimos, que descansan en el osario común. Recordamos a los hermanos y a las hermanas asesinados por ser cristianos; y a cuantos sacrificaron su vida para servir a los demás. Encomendamos especialmente al Señor a cuantos nos dejaron durante este último año.
La tradición de la Iglesia siempre ha exhortado a rezar por los difuntos, en particular ofreciendo por ellos la celebración eucarística: es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a las más abandonadas. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo místico. Como afirma el Concilio Vaticano ii, «la Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos» (Lumen gentium, 50).
El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonios de confiada esperanza, arraigada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios. A Dios le dirigimos esta oración: «Dios de infinita misericordia, encomendamos a tu inmensa bondad a cuantos dejaron este mundo por la eternidad, en la que tú esperas a toda la humanidad redimida por la sangre preciosa de Cristo, tu Hijo, muerto en rescate por nuestros pecados. No tengas en cuenta, Señor, las numerosas pobrezas, miserias y debilidades humanas cuando nos presentemos ante tu tribunal a fin de ser juzgados para la felicidad o para la condena. Dirige a nosotros tu mirada piadosa, que nace de la ternura de tu corazón, y ayúdanos a caminar por la senda de una completa purificación. Que no se pierda ninguno de tus hijos en el fuego eterno del infierno, en donde no puede haber arrepentimiento. Te encomendamos, Señor, las almas de nuestros seres queridos, de las personas que murieron sin el consuelo sacramental o no tuvieron ocasión de arrepentirse ni siquiera al final de su vida. Que nadie tema encontrarse contigo después de la peregrinación terrena, con la esperanza de ser acogido en los brazos de tu infinita misericordia. Que la hermana muerte corporal nos encuentre vigilantes en la oración y cargados con todo el bien que hicimos durante nuestra breve o larga existencia. Señor, que nada nos aleje de ti en esta tierra, sino que todo y todos nos sostengan en el ardiente deseo de descansar serena y eternamente en ti. Amén» (Padre Antonio Rungi, pasionista, Oración por los difuntos).
Con esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso. Y nosotros, con esta esperanza que nunca defrauda, sigamos adelante.
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BENEDICTO XVI – Homilía del 3 de noviembre de 2012
La inmortalidad a la que aspiramos es una relación de comunión plena con el Dios vivo
Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:
En nuestro corazón está presente y vivo el clima de la comunión de los santos y de la conmemoración de los fieles difuntos que la liturgia nos ha hecho vivir de manera intensa en las celebraciones de los días pasados. En particular la visita a los cementerios nos ha permitido renovar el vínculo con los seres queridos que nos han dejado; la muerte, paradójicamente, conserva lo que la vida no puede retener. Cómo vivieron nuestros difuntos, qué amaron, temieron y esperaron, qué rechazaron, lo descubrimos de modo singular precisamente en las tumbas, que han quedado casi como un espejo de su existencia, de su mundo: estas nos interpelan y nos inducen a reanudar un diálogo que la muerte puso en crisis. Así, los lugares de la sepultura constituyen una especie de asamblea en la que los vivos encuentran a sus propios difuntos y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que la muerte no ha podido interrumpir. Y aquí, en Roma, en esos cementerios particulares que son las catacumbas, advertimos como en ningún otro lugar los vínculos profundos con la cristiandad antigua, que percibimos tan cercana. Cuando nos adentramos en los pasillos de las catacumbas romanas —como también en los de los cementerios de nuestras ciudades y de nuestros pueblos—, es como si cruzáramos un umbral inmaterial y entráramos en comunicación con quienes allí custodian su pasado, hecho de alegrías y dolores, de derrotas y esperanzas. Esto sucede porque la muerte afecta al hombre de hoy exactamente como al de entonces; y aunque tantas cosas de tiempos pasados nos sean ya ajenas, la muerte sigue siendo la misma.
Ante esta realidad, el ser humano de toda época busca una rendija de luz que permita esperar, que hable aún de vida, y también la visita a las tumbas expresa este deseo. ¿Pero cómo respondemos los cristianos a la cuestión de la muerte? Respondemos con la fe en Dios, con una mirada de sólida esperanza que se funda en la muerte y resurrección de Jesucristo. Entonces la muerte se abre a la vida, a la vida eterna, que no es un infinito duplicado del tiempo presente, sino algo completamente nuevo. La fe nos dice que la verdadera inmortalidad a la que aspiramos no es una idea, un concepto, sino una relación de comunión plena con el Dios vivo: es estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una sola cosa con todos los hermanos y hermanas que Él ha creado y redimido, con toda la creación. Nuestra esperanza entonces descansa en el amor de Dios que resplandece en la Cruz de Cristo y que hace que resuenen en el corazón las palabras de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Esta es la vida que alcanza su plenitud: la vida en Dios; una vida que ahora sólo podemos entrever como se vislumbra el cielo sereno a través de la bruma.
En este clima de fe y de oración, queridos hermanos, estamos reunidos en torno al altar para ofrecer el Sacrificio eucarístico en sufragio de los cardenales, arzobispos y obispos que durante el año han concluido su existencia terrena. De modo particular recordamos a los difuntos hermanos cardenales John Patrick Foley, Anthony Bevilacqua, José Sánchez, Ignace Moussa Daoud, Luis Aponte Martínez, Rodolfo Quezada Toruño, Eugênio de Araújo Sales, Paul Shan Kuo-hsi, Carlo Maria Martini y Fortunato Baldelli. Extendemos nuestro afectuoso recuerdo también a todos los arzobispos y obispos difuntos, pidiendo al Señor, piadoso, justo y misericordioso (cf. Sal 114) que les conceda el premio eterno prometido a los fieles servidores del Evangelio.
Reflexionando en el testimonio de estos venerados hermanos nuestros, podemos reconocer en ellos a los discípulos «pacientes», «misericordiosos», «puros de corazón», que «trabajan por la paz», de quienes nos ha hablado el pasaje evangélico (Mt 5, 1-12): amigos del Señor que, confiando en su promesa, en las dificultades y también en las persecuciones conservaron la alegría de la fe y ahora viven para siempre en la casa del Padre y gozan de la recompensa celestial, colmados de felicidad y de gracia. Los Pastores a quienes hoy recordamos sirvieron a la Iglesia con fidelidad y amor, afrontando a veces pruebas arduas, con tal de asegurar a la grey a ellos encomendada atención y cuidado. En la variedad de las respectivas capacidades y funciones, dieron ejemplo de solícita vigilancia, de prudente y celante dedicación al Reino de Dios, ofreciendo una preciosa contribución a la época postconciliar, tiempo de renovación en toda la Iglesia.
La Mesa eucarística, a la que se acercaron, primero como fieles y después, cotidianamente, como ministros, anticipa del modo más elocuente cuanto el Señor prometió en el «sermón de la montaña»: la posesión del Reino de los cielos, tomar parte en la mesa de la Jerusalén celestial. Oremos para que ello se cumpla para todos. Nuestra oración se alimenta de esta firme esperanza que «no defrauda» (Rm 5, 5) porque está garantizada por Cristo, que quiso vivir en la carne la experiencia de la muerte para triunfar sobre ella con el prodigioso acontecimiento de la resurrección. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5-6). Este anuncio de los ángeles, proclamado en la mañana de Pascua en el sepulcro vacío, ha llegado a través de los siglos a nosotros, y nos propone, también en esta asamblea litúrgica, el motivo esencial de nuestra esperanza. En efecto, «si hemos muerto con Cristo —recuerda san Pablo aludiendo a lo que aconteció en el bautismo— creemos que también viviremos con Él» (Rm 6, 8). Es el Espíritu Santo mismo, por medio del cual el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, el que hace que nuestra esperanza no sea vana (cf. Rm 5, 5). Dios Padre, rico en misericordia, que entregó a su Hijo unigénito a la muerte cuando aún éramos pecadores, ¿cómo no nos dará la salvación ahora que estamos justificados por Su sangre? (cf. Rm 5, 6-11). Nuestra justicia se basa en la fe en Cristo. Es Él el «Justo», preanunciado en todas las Escrituras; es gracias a su Misterio pascual como, cruzando el umbral de la muerte, nuestros ojos podrán ver a Dios, contemplar su rostro (cf. Jb 19, 27a).
Junto a la singular existencia humana del Hijo de Dios se sitúa la de su Madre santísima, a quien, única entre todas las criaturas, veneramos Inmaculada y llena de gracia. Nuestros hermanos cardenales y obispos, de quienes hoy hacemos memoria, fueron amados con predilección por la Virgen María y correspondieron a su amor con devoción filial. A su materna intercesión queremos hoy encomendar sus almas, para que Ella los introduzca en el Reino eterno del Padre, rodeados de tantos de sus fieles por quienes entregaron la vida. Que María, con su mirada atenta, vele por ellos, que duermen ahora el sueño de la paz en espera de la feliz resurrección. Y nosotros elevamos a Dios nuestra oración por ellos, sostenidos por la esperanza de volver a encontrarnos todos un día unidos para siempre en el Paraíso. Amén.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Enséñanos a calcular nuestros días
En este día, todo nos invita a reflexionar sobre el tema sobrio, pero sano, de la muerte. En la Escritura leemos esta solemne declaración:
«Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera: las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni el abismo reina sobre la tierra... Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo» (Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24).
Estas palabras nos dan la clave para entender por qué la muerte suscita en nosotros tanto fastidio. El motivo es porque ella no nos es «natural». Tal como la experimentamos en el presente orden de cosas, es algo extraño a nuestra naturaleza, fruto de la «envidia del diablo». Por eso, luchamos con todas las fuerzas contra ella. Este nuestro molesto rechazo de la muerte es la prueba mejor de que nosotros no hemos sido hechos para ella y que ella no puede tener la última palabra. Precisamente sobre ello nos aseguran las palabras de la primera lectura de hoy:
«La vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en la paz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad».
Esta de hoy es la ocasión para una reflexión existencial sobre la muerte, no sólo una reflexión de fe. Si no tenemos la valentía de mirar cara a cara esta realidad en un día como éste, ¿cuándo lo haremos? Un historiador antiguo narra que el rey Damocles quiso un día hacer probar a un súbdito, que envidiaba su condición, cómo vive un rey. Lo invitó a su mesa y le hizo servir una espléndida comida. La vida en la corte le parece al hombre siempre muy envidiable. Pero, en un cierto punto, el rey le invita a levantar la mirada por encima de él y ¿qué ve el siervo? Que una espada colgaba sobre su cabeza con la punta hacia abajo, ¡suspendida sobre un pelo de caballo! De golpe, palideció; el bocado se le paró en la garganta y comenzó a temblar. Así viven los reyes, quería decir Damocles: con una espada que cuelga noche y día sobre su cabeza.
Pero, añadimos nosotros, no sólo los reyes. Una espada de Damocles cuelga sobre la cabeza de todos los hombres, ninguno excluido. Sólo que estos no ponen atención, preocupados como están todos en sus ocupaciones y distracciones. Esta espada se llama muerte. Cuando nace un hombre, dice san Agustín, se pueden hacer todas las hipótesis: que, posiblemente, será bello, quizás feo; acaso rico, quizás pobre; quizás vivirá muchos años, posiblemente no. Pero, de nadie se dice: quizás morirá, quizás no. Ésta es la única cosa absolutamente cierta de la vida. Cuando oímos que alguien está enfermo de hidropesía (en el tiempo del santo esta era una enfermedad incurable) decimos: «j Pobrecito, debe morir; está condenado, no hay remedio!» Pero, ¿no tendremos que decir lo mismo de cada hombre que nace? «Pobrecito, debe morir, no tiene remedio».
Se me dirá: pero, ¿no estamos ya bastante atacados por el pensamiento de la muerte por cuenta nuestra? ¿Qué necesidad hay de darle vueltas al cuchillo en la llaga? Es muy cierto. El temor de la muerte está clavado en lo más profundo de todo ser humano y comienza a manifestarse confusamente apenas el niño se asoma a la edad de la razón y del conocimiento. La angustia de la muerte, ha dicho un gran psicólogo, es tener «el gusano en el centro» (en el centro de cada pensamiento); esa es la expresión inmediata del más potente de los instintos humanos, el instinto de la auto-conservación (William J ames). Ha habido quien ha querido reconducir toda la actividad humana hacia el instinto sexual y explicarlo todo con él, también el arte y la religión. Pero, más potente que el instinto sexual es el rechazo a la muerte, de la que la misma sexualidad no es más que una manifestación, casi un intento de sustraerse a la muerte. Si se pudiese oír el grito silencioso, que surge en la humanidad entera, se escucharía el bramido tremendo: «¡No quiero morir!»
¿Por qué, por lo tanto, invitar a los hombres a pensar en la muerte, si a ella la tenemos tan presente? Es sencillo. Porque nosotros los hombres hemos elegido prohibir el pensamiento de la muerte. Aparentar que no existe o que existe sólo para los demás, no para nosotros. Proyectamos, corremos, nos desesperamos por cosas de nada, precisamente como si en un cierto momento no debiéramos dejarlo todo y partir. En una gran ciudad, después de la guerra, ha surgido un nuevo barrio residencial de lujo. Los constructores han decidido que allí no debiera haber ninguna iglesia y el motivo era porque el toque a muerte de las campanas y la vista de los funerales podría turbar la serenidad de los inquilinos.
Pero, el pensamiento de la muerte no se deja arrinconar o quitar con estas pequeñas sutilezas. Entonces, sólo nos falta reprimido y es lo que hacemos la mayoría de nosotros. Y reprimir cuesta trabajo, atención constante, un continuo esfuerzo psicológico, como para tener cerrada una cobertura que tiende siempre a levantarse. Nosotros empleamos una parte notable de nuestras energías para tener lejos el pensamiento de la muerte. Algunos exteriorizan seguridad a este respecto; dicen que saben que han de morir; pero, que no se preocupan excesivamente; que piensan en la vida y no en la muerte... Pero, esto es una pose del hombre secularizado; en realidad, éste no es más que uno de los tantos modos con que se intenta exorcizar el miedo.
¿Qué respuestas han encontrado los hombres ante el problema de la muerte? Los poetas han sido los más sinceros. No teniendo soluciones a proponer, al menos ellos nos ayudan a tomar conciencia de nuestra situación. Un poeta español del Ochocientos, Gustavo A. Bécquer, habla de una ola gigante, que el viento empuja sobre el mar, que avanza vertiginosamente y pasa, sin saber sobre qué playa irá a parar; de una luz próxima a extinguirse, que brilla en círculos trémulos, ignorando en cuál de ellos brillará por última vez; y concluye diciendo: «Así, soy yo que, yendo de vacío, doy vueltas por el mundo, sin pensar de dónde vengo ni a dónde me conducirán mis pasos».
Los filósofos, por el contrario, han intentado «explicar» la muerte. Uno de ellos, Epicuro, ha afirmado que la muerte es un problema falso; porque, decía, «cuando existo yo no existe aún la muerte y cuando existe la muerte ya no existo más yo». También, el marxismo ha intentado eliminar el problema de la muerte. La muerte, dice, es un quehacer de la persona y precisamente esto demuestra que lo que cuenta no es la persona humana sino la sociedad, la especie que no muere. El hombre sobrevive en la sociedad, que ha contribuido a construir. El marxismo, sin embargo, ha desaparecido y el problema de la muerte permanece. Antes que en el exterior, en la carrera de armamentos o sus mercados mundiales, el comunismo había perdido su batalla en los corazones. No había sabido hacer otra cosa frente a la muerte si no era construir grandes mausoleos: a Lenin y a Stalin.
Un filósofo moderno, Heidegger, ha explicado que la muerte no es una eventualidad, que pone término a la vida, sino que es la sustancia misma de la vida. Nosotros no podemos vivir si no es muriendo. Cada minuto que pasa es un fragmento, que nos viene consumido de nuestra vida. El dicho «muero un poco cada día» (quotidie morior) es verdadero al pie de la letra.
Los hombres, desde que el mundo es mundo, nunca han cesado de buscar remedios contra la muerte. Uno de éstos, típico del Antiguo Testamento, se llama la prole: sobrevivir en los hijos. Otro es la fama. «No moriré del todo» canta un poeta pagano (non omnis moriar); «he levantado un monumento más duradero que el bronce» (aere perennius) (Horacio).
En nuestros días se va difundiendo un nuevo pseudoremedio: la doctrina de la reencarnación. Pero: «El destino de los hombres es que mueran una sola vez, y luego ser juzgados» (Hebreos 9, 27).
¡Una sola vez! La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe cristiana, que en su lugar profesa la resurrección de la muerte. ¿Alguno de vosotros recuerda lo que fue o lo que hizo en las vidas precedentes? Pero, ¿se puede decir que es la misma persona la que renace, si no se tiene conciencia de ser la misma persona, si el «yo» mismo ha cambiado?
Tal como viene propuesta entre nosotros, en Occidente, la reencarnación es fruto, entre otros, de un descomunal equívoco. En su origen y en casi todas las religiones, en las que es profesada como parte integrante del propio credo, la reencarnación no significa un suplemento de vida sino de sufrimiento; no es un motivo de consuelo sino de miedo. ¿Con ella se le viene a decir al hombre: «¡Ten cuidado, que si haces el mal deberás renacer para expiarlo!»? Es como decirle a un encarcelado, al final de su detención, que su pena ha sido duplicada y todo debe volver a comenzar desde el principio.
Nos hemos limitado, como os decía, a algunas reflexiones generales sobre la muerte, sin adentrarnos en las respuestas de la fe. Sólo para tomar conciencia del hecho y no dejarse sorprender sin estar preparados. Pero, ¿para qué sirve pensar en la muerte? ¿Es precisamente necesario o útil hacerla? Sí, es útil y necesario. Sirve, ante todo, para prepararse Y para morir bien. El árbol, de la parte de la que se inclina, de ella, una vez cortado, caerá. Pero, todavía más, sirve para vivir bien con más calma y sabiduría:
«Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato» (Salmo 89,12).
Para ver el mundo no hay punto mejor donde colocarse si no es dentro de sí mismos y de todos los acontecimientos en su verdad, que es el de la muerte. ¿Estás angustiado por los problemas, dificultades, contrastes? Tira adelante, colócate en el punto de observación estratégico, mira cómo estas cosas te aparecerán en aquel momento y verás cómo se redimensionan. No hay peor que caer en la resignación y en la inactividad; al contrario, hay que hacer más cosas; y se hacen mejor, porque se está más calmado, más indiferente.
Recuerdo una especie de letanía ingenua pero llena de sabiduría, que cantaba en un tiempo la gente el día de difuntos y que no ha perdido nada de su verdad:
«Si te estacionases hasta cien años, sin penas y sin afanes, ¿a la hora de la muerte qué será? Cada cosa es vanidad».
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Obrar la misericordia
La conmemoración de los fieles difuntos es motivo de alegría en la Comunión de los Santos, celebrando la vida del mundo en la Resurrección. Cristo ha vencido a la muerte.
La misericordia de Dios es infinita. ¡Alegrémonos!, porque no sólo hemos sido llamados hijos de Dios, sino que lo somos.
Vivamos de tal manera que el Señor no sólo nos llame hijos, sino que, cuando nos llame, nos diga: ‘vengan benditos de mi Padre, y tomen posesión de lo que es suyo, de lo que Dios tiene preparado para ustedes en el Reino de los cielos’.
Y ¿cómo puede un alma alcanzar el cielo, librarse de los tormentos que merecen los pecadores en el infierno? El Señor, en su infinita misericordia, no sólo nos da la posibilidad de alcanzar la salvación, sino que deja claro, a través de su Palabra, que la respuesta es poniendo la fe por obras, practicando con nuestros hermanos la misericordia, sin despreciar a ninguno, porque Él vive en cada uno, y lo que hagamos con ellos lo hacemos con Él, ya sea el mal o el bien. Si es el mal, por omisión, pensamiento o acción, merece castigo, y si el bien, merece salvación.
El Señor vendrá con toda su gloria acompañado de sus ángeles, y separará a los que hacen el mal de los que hacen el bien; y condenará a los que le negaron su misericordia, y premiará a los misericordiosos con su misericordia.
Encomiéndate tú a la intercesión de los santos y de las benditas ánimas del purgatorio, para que, obrando la misericordia, seas partícipe de la gloria de la resurrección del Señor, participando en esta vida de su pasión y su muerte, como medio de santificación, para alcanzar en Él la vida, por los méritos de tus obras de amor».
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Oraciones por los fieles difuntos
La Iglesia Católica, que quiere ser Madre de todos los hombres, anima en este día a sus hijos a rezar por los difuntos. Los fieles difuntos son asimismo miembros del Cuerpo Místico de Cristo y forman parte de la Iglesia. Constituyen la Iglesia Purgante y viven en solidaridad con los demás miembros –los de la Iglesia Militante en la tierra y los de la Iglesia Triunfante en el Paraíso– y en comunión con Dios, aunque de diverso modo. Así como las almas de los fieles que alcanzaron ya su meta definitiva en el Cielo, viven en una perfecta intimidad con la Trinidad Beatísima, y los que aún vivimos en el mundo nos sentimos y somos hijos de Dios y batallamos contra nuestras pasiones por ser fieles al Creador mientras nos dura el tiempo de merecer, las almas de los fieles difuntos en el Purgatorio, pasaron ya por el mundo, pero todavía no gozan de Dios.
Nos enseña la Iglesia, por el Catecismo de la Iglesia Católica, que los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. Estos son los fieles difuntos y forman parte de la misma Iglesia de Jesucristo, como los santos del cielo y como los hijos de Dios todavía en la tierra, que anhelamos la misma salvación que los santos ya tienen garantizada. La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados, continúa el Catecismo.
Afirmó Jesús, según recoge san Mateo en su Evangelio, que a quien comete cierto tipo pecados –el rechazo expreso del perdón o pecado contra el Espíritu Santo– no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero. Algunos Padres de la Iglesia, como san Gregorio, han entendido, a partir de esa frase del Señor, que otros pecados pueden ser personados mientras vivimos en la tierra, o bien después, en un momento posterior. Con razón aparece, ya en el Antiguo Testamento, la práctica de ofrecer oraciones y sacrificios en expiación por los pecados de los muertos. En el segundo libro de los Macabeos se recuerda la colecta recaudada entre los fieles para ofrecer un sacrificio expiatorio en favor de los muertos para que quedaran liberados del pecado.
En el día de hoy se nos recuerda la práctica multisecular de los sufragios. Ese modo de vivir la caridad con los que nos han precedido en el camino hacia la santidad, tal vez sea una de las manifestaciones más delicadas de amor entre nosotros. En efecto, quienes ofrecen esos sufragios –oraciones y sacrificios por los difuntos– ejercitan de modo admirable, no solamente la fe en la eficacia de la oración, sino que hacen asimismo actos espléndidos de amor generoso y desprendido, para ayudar a quienes sufren viéndose aún detenidos en su tránsito a la Bienaventuranza Eterna de intimidad con Dios. También son los sufragios actos de esperanza, pues conocemos que nada de esa plegaria se pierde, que redunda en eternidad gozosa para los que han muerto encaminados hacia Dios. Y ¿acaso podrán olvidarnos, estando tan cerca de Dios y con tanta fuerza intercesora, a quienes desde aquí les impulsamos al Cielo? ¿Acaso no serán nuestros entusiastas valedores cuando finalmente alcancen la morada celestial?
Es admirable con cuánta vehemencia hablaba san Juan Crisóstomo a sus fieles, de los que murieron leales a Jesucristo, pero necesitados todavía de alguna purificación: llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos. La Santa Misa, sacrificio de Jesucristo en el Calvario, el sacrificio por antonomasia, es sin duda el mejor de los sufragios ofrecido por los fieles difuntos. Desde los primeros tiempos, nos recuerda en Catecismo de la Iglesia Católica, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sufragio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios.
Tendríamos que incorporar a nuestra piedad habitual la oración por los fieles del Purgatorio. Así lo recomienda san Josemaría: Las ánimas benditas del purgatorio. —Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable —¡pueden tanto delante de Dios!— tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.
Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: “Mis buenas amigas las almas del purgatorio...”
Por lo demás, como venimos diciendo, el Purgatorio es lugar de padecimiento tras esta vida, si quedan en nuestra alma impurezas del pecado que todavía desdicen de la limpieza absoluta del Paraíso. Por eso, ante el dolor y la persecución, decía un alma con sentido sobrenatural: “¡prefiero que me peguen aquí, a que me peguen en el purgatorio!” Esta consideración, también del Fundador del Opus Dei, puede servirnos para soportar de buena gana algunos momentos –inevitables muchas veces– de cansancio, de dolor, de injusticia, de adversidad en general, con el íntimo pensamiento de que merecemos limpiarnos más profundamente de nuestras faltas y pecados.
Nuestra Madre del Cielo, que no conoció pecado, nos puede aficionar a esa limpieza completa del alma, que podemos conseguir también, con oración y sacrificios, para las almas del Purgatorio.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Conmemoración de todos los fieles difuntos
La jornada de hoy está dominada por el piadoso y afectuoso recuerdo de las personas difuntas que en vida nos fueron queridas. Cada uno de nosotros, en especial después de cierta edad, tiene su pequeña zona necrológica en el corazón; los nombres que allí fueron escritos recientemente son por supuesto los que primero nos vienen a la mente, los que nos despiertan recuerdos, conmoción y nostalgia.
Es justo que hoy concedamos un espacio a estas personas queridas para que puedan revivir en nuestro piadoso afecto y en nuestras oraciones. Un gran poeta nuestro escribió un poema −”Los Sepulcros”− para decir que es ésta solamente la pequeña y fugaz vida que existe después de la muerte: vivir en el recuerdo de quien queda y de ninguna otra forma. Los cristianos debemos creer que nuestros muertos viven en un sentido mucho más verdadero y pleno que éste: viven “en Dios”. Por eso, si vamos a visitar sus tumbas, no es sólo para despertar un recuerdo, para revivir el momento doloroso del alejamiento, sino para establecer un contacto real con ellos a través de estos signos sensibles, para aprender algo de ellos acerca del gran viaje que también nosotros, más tarde o más temprano, deberemos llevar a cabo.
Mientras estamos reunidos para escuchar la palabra de Dios, lo más útil que podemos hacer no es, entonces, hablar de los muertos, sino hablar de la muerte. Las almas de los justos están en las manos de Dios −dice la Escritura−, y no los afectará ningún tormento (Sab. 3. 1). Por el contrario, la muerte nos concierne a todos. Frente a ella somos radicalmente iguales, estamos indefensos y expuestos como niños que, en la oscuridad de la noche, solos en el gran lecho de los padres, se abrazan entre ellos debido al miedo. Podríamos seguir hablando de la muerte en este tono, teniéndola en cuenta a partir de ese rostro terrible con que anida en el fondo de nuestros pensamientos. ¿Pero para qué serviría? Para nada, salvo para aumentar inútilmente nuestra angustia. De esta muerte lo sabemos todo por cuenta nuestra; no es necesario que la Iglesia o los predicadores nos instruyan sobre ella. Si lo hacen, nos molestan, porque tenemos la impresión de que se quiere especular con nuestra fragilidad y nuestro miedo, de que se trata de conquistarnos con un ogro, como se hace con los niños inquietos. Frente a este rostro oscuro de la muerte, a los creyentes no nos queda −como a todos los otros− más que llorar sin fríos moralismos: llorar como lloró Jesús ante la tumba del amigo Lázaro y como lloró lágrimas de sangre por la propia muerte allá en el huerto de los olivos.
Por eso, no hablaremos de esta muerte. Hablaremos de su otra cara: la que sólo la palabra de Dios puede revelarnos. La cara de la muerte que ya no amenaza nuestro ser con la destrucción total: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? (1 Cor 15. 54).
Para entender este lenguaje debemos tener fe, debemos creer que la muerte ha sido vencida para siempre en el momento en que Jesucristo pasó por ella y absorbió, por así decirlo, todo el veneno antes de resucitar.
Con estas dos grandes imágenes la Escritura trata de revelarnos este rostro cristiano de la muerte. Ella es un parto. Toda la vida del hombre y del cosmos es vista por Jesús y por san Pablo como un “estado de espera” y se la compara explícitamente con el estado de una mujer embarazada (cfr. Jn. 16, 21; Rom. 8, 19 ssq.). Ese día se termina la larga gestación de la “criatura nueva”, nace el hombre nuevo, el destinado a vivir para siempre, como de la crisálida nace la mariposa. Por eso, la liturgia llama a la muerte de los santos “natividad” (dies natalis). Nosotros ya somos aquella criatura nueva, es decir, hijos de Dios, pero −dice Juan− sólo entonces se revela lo que ahora somos en verdad (1 Jn. 3. 2). El niño que estaba escondido en el seno de la madre viene “a la luz”.
La muerte también es un bautismo. Tengo que recibir un bautismo..., dijo Jesús aludiendo a su muerte (Lc. 12. 50).
Bautismo y muerte son dos términos intercambiables en el lenguaje de san Pablo: sepultados en el bautismo, todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte (Col. 2. 12; Rom. 6. 3). Este simbolismo era más elocuente en sus orígenes, cuando el catecúmeno era conducido a orillas de un curso de agua o de una alberca, era desvestido, sumergido en el agua hasta casi la cabeza y luego cubierto con una túnica blanca. La muerte −dice el Apóstol− es algo similar: es un despojarse de la vestimenta miserable que es el cuerpo, es un sumergirse en la tierra para resucitar un día con una vestimenta nueva que es el cuerpo glorioso de la resurrección (cfr. 1 Cor 15.42; 2 Cor 5, 2 sq.).
¡Una vestimenta nueva, Y sin embargo idéntica a la primera! Porque “resucitará la carne, toda la carne, la misma carne” (Tertuliano, Res., 63). “In carne beati esse volumus”, exclamaba san Agustín: nosotros queremos ser felices con nuestra carne, no a pesar de ella; y, por otra parte, también san Pablo afirma que no queremos ser desvestidos, sino revestirnos, (2 Col. 5. 4). Sabemos poco de esta nueva vestimenta: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo?, se preguntaban en Corinto. La respuesta es: De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial (1 Cor. 15, 49): es decir, como sucedió con Cristo en su resurrección, así sucederá con quienes son de Cristo: “Él transformará nuestro cuerpo mortal a imagen de su cuerpo glorioso” (Canon 3).
Por lo tanto, la resurrección: hoy nuestro pensamiento va irresistiblemente a terminar aquí. Sin ella, la misma fe resultaría vana (1 Cor. 15, 4) Y frente a la muerte no podríamos hacer otra cosa que estar tristes como los otros, que no tienen esperanza (1 Tes. 4, 13). En una de las lecturas bíblicas de hoy hemos escuchado la voz de Job que decía: “Yo sé que mi Redentor está vivo y que, después de que esta piel mía esté destruida, sin mi carne veré a Dios. Lo veré yo mismo, y mis ojos lo contemplarán no como extranjero”. Después de Cristo, algo cambió para mejor: nosotros decimos: Con mi carne −y no sin ella− veré a mi Dios.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Conmemoración de todos los fieles difuntos
– El Purgatorio, lugar de purificación y antesala del Cielo.
I. En este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más insistencia a rezar y a ofrecer sufragios por los fieles difuntos del Purgatorio. Con estos hermanos nuestros, que “también han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber −que es a la vez una necesidad del corazón− de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado”.
En el Cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre abominación y mentira, sino sólo los escritos en el libro de la vida. El alma afeada por faltas y pecados veniales no puede entrar en la morada de Dios: para llegar a la eterna bienaventuranza es preciso estar limpio de toda culpa. El Cielo no tiene puertas −escribe Santa Catalina de Génova−, y cualquiera que desee entrar puede hacerlo, porque Dios es todo misericordia y permanece con los brazos abiertos para admitirlos en su gloria. Pero tan puro es el ser de Dios que si un alma advierte en sí el menor rastro de imperfección, y al mismo tiempo ve que el Purgatorio ha sido ordenado para borrar tales manchas, se introduce en él y considera una gran merced que se le permita limpiarlas de esta forma. El mayor sufrimiento de esas almas es el de haber pecado contra la bondad divina y el no haber purificado el alma en esta vida. El Purgatorio no es un infierno menor, sino la antesala del Cielo, donde el alma se limpia y esclarece.
Y si no se ha expiado en la tierra, es mucho lo que el alma ha de limpiar allí: pecados veniales, que tanto retrasan la unión con Dios; faltas de amor y de delicadeza con el Señor; también la inclinación al pecado, adquirida en la primera caída y aumentada por nuestros pecados personales... Además, todos los pecados y faltas ya perdonados en la Confesión dejan en el alma una deuda insatisfecha, un equilibrio roto, que exige ser reparado en esta vida o en la otra. Y es posible que las disposiciones de los pecados ya perdonados sigan enraizadas en el alma a la hora de la muerte, si no fueron eliminadas por una purificación constante y generosa en esta vida. Al morir, el alma las percibe con absoluta claridad, y tendrá, por el deseo de estar con Dios, un anhelo inmenso de librarse de estas malas disposiciones. El Purgatorio se presenta en ese instante como la oportunidad única para conseguirlo.
En este lugar de purificación, el alma experimenta un dolor y sufrimiento intensísimos: un fuego “más doloroso que cualquier cosa que un hombre pueda padecer en esta vida”. Pero también existe mucha alegría, porque sabe que, en definitiva, ha ganado la batalla y le espera, más o menos pronto, el encuentro con Dios.
El alma que ha de ir al Purgatorio es semejante a un aventurero al borde del desierto. El sol quema, el calor es sofocante, dispone de poca agua; divisa a lo lejos, más allá del gran desierto que se interpone, la montaña en que se encuentra su tesoro, la montaña en la que soplan brisas frescas y en la que podrá descansar eternamente. Y se pone en marcha, dispuesto a recorrer a pie aquella larga distancia, en la que el calor asfixiante le hace caer una y otra vez.
La diferencia entre ambos está en que aquélla, a diferencia del aventurero, sabe con toda seguridad que llegará a la montaña que le espera en la lejanía: por sofocantes que sean, el sol y la arena no podrán separarla de Dios.
Nosotros aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a pasar más deprisa ese largo desierto que las separa de Dios. Y también, mediante la expiación de nuestras faltas y pecados, haremos más corto nuestro paso por aquel lugar de purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos generosos en la práctica de la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el amor al sacramento del perdón, podemos ir directamente al Cielo. Eso hicieron los santos. Y ellos nos invitan a imitarlos.
– Podemos ayudar mucho y de muchas maneras a las almas del Purgatorio. Los sufragios.
II. Podemos ayudar mucho y de distintas maneras a las almas que se preparan para entrar en el Cielo y permanecen aún en el Purgatorio, en medio de indecibles penas y sufrimientos. Sabemos que “la unión de los viadores con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes bien..., se robustece con la comunicación de bienes espirituales”. ¡Estemos ahora más unidos a los que nos han precedido!
La Segunda lectura de la Misa nos recuerda que Judas Macabeo, habiendo hecho una colecta, envió mil dracmas de plata a Jerusalén, para que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los que habían muerto en la batalla, porque consideraba que a los que han muerto después de una vida piadosa les estaba reservada una gracia grande. Y añade el autor sagrado: es, pues, muy santo y saludable rogar por los difuntos, para que se vean libres de sus pecados. Desde siempre la Iglesia ofreció sufragios y oraciones por los fieles difuntos. San Isidoro de Sevilla afirmaba ya en su tiempo que ofrecer sacrificios y oraciones por el descanso de los difuntos era una costumbre observada en toda la Iglesia. Por eso −asegura el Santo−, se piensa que se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles.
La Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante que tenemos para ofrecer por las almas del Purgatorio. También podemos ofrecer por ellas las indulgencias que ganamos en la tierra; nuestras oraciones, de modo especial el Santo Rosario; el trabajo, el dolor, las contrariedades, etc. Estos sufragios son la mejor manera de manifestar nuestro amor a los que nos han precedido y esperan su encuentro con Dios; de modo particular hemos de orar por nuestros parientes y amigos. Nuestros padres ocuparán siempre un lugar de honor en estas oraciones. Ellos también nos ayudan mucho en ese intercambio de bienes espirituales de la Comunión de los Santos. Las ánimas benditas del purgatorio. −Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable −¡pueden tanto delante de Dios!− tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración.
Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: “Mis buenas amigas las almas del purgatorio...”.
– Nuestra propia purificación en esta vida. Desear ir al Cielo sin pasar por el Purgatorio.
III. Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida, nos anima Santa Teresa: “¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!”.
Las almas del Purgatorio, mientras se purifican, no adquieren mérito alguno. Su tarea es mucho más áspera, más difícil y dolorosa que cualquier otra que exista en la tierra: están sufriendo todos los horrores del hombre que muere en el desierto... y, sin embargo, esto no les hace crecer en caridad, como hubiera sucedido en la tierra aceptando el dolor por amor a Dios. Pero en el Purgatorio no hay rebeldía: aunque tuvieran que permanecer en él hasta el final de los tiempos se quedarían de buen grado, tal es su deseo de purificación.
Nosotros, además de aliviarlas y de acortarles el tiempo de su purificación, sí que podemos merecer y, por tanto, purificar con más prontitud y eficacia nuestras propias tendencias desordenadas.
El dolor, la enfermedad, el sufrimiento son una gracia extraordinaria del Señor para reparar nuestras faltas y pecados. Nuestro paso por la tierra, mientras esperamos contemplar a Dios, debería ser un tiempo de purificación. Con la penitencia el alma se rejuvenece y se dispone para la Vida. No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Hech 10, 38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre (Epístola ad Romanos, 7: PG 5, 694), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso.
¡Qué bueno y grande es el deseo de llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio! Pero ha de ser un deseo eficaz que nos lleve a purificar nuestra vida, con la ayuda de la gracia. Nuestra Madre, que es Refugio de los pecadores −nuestro refugio−, nos obtendrá las gracias necesarias si de verdad nos determinamos a convertir nuestra vida en un spatium verae paenitentiae, un tiempo de reparación por tantas cosas malas e inútiles.
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UNA CITA CON DIOS – Pablo Cardona
Las verdades eternas
Existen unas verdades que, más pronto o más tarde, todos experimentaremos.
Son: la muerte, el juicio, el cielo y el infierno.
Solemos tener dificultades en pensar en ellas, porque:
+ la vida moderna no ayuda a reflexionar, y menos a largo plazo,
+ porque son realidades que no suelen resultar muy agradables.
1ª. La muerte:
La muerte es un hecho inexorable que a todos nos llegará.
Y la incógnita es que no sabemos cuándo, ni cómo, ni dónde.
Y con la muerte:
+ Se acaba el tiempo de merecer: después nadie puede cambiar nada.
+ Lo dejamos todo: solo nos seguirán nuestras obras. Entramos en la eternidad.
+ Con la muerte culminará nuestra entrega a la Voluntad de Dios.
Lecciones:
1ª. No distraernos con relación a nuestro último fin: Son aquellas palabras sencillas que aprendimos en el catecismo: “El hombre fue creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y después verle y gozar de Él en el Cielo.”
2ª. La condición de vida que tendremos en la eternidad depende de cómo hayamos encauzado nuestra vida terrena en relación con Dios.
3ª. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6,54). Creer en Cristo y recibir su Cuerpo es la mejor garantía de salvación.
Cuando Cristo se convierte en el centro de nuestra vida, todo adquiere sentido: el dolor, la alegría, la salud, la enfermedad, la misma muerte.
Apartarnos de Cristo es como querer mantenernos en un callejón sin salida.
4ª. Hay que saber descubrir el valor del tiempo: La vida es breve.
Buscar un trato más asiduo con el Señor: Oración y lectura del Evangelio, en la frecuencia de Sacramentos...
2ª. El juicio:
Después de la muerte tendrá lugar el juicio: El alma será juzgada por Dios.
Sin olvidar que Dios es Padre y nos ama con amor divino, debemos meditar frecuentemente que Dios es también Justo.
Y la justicia supone dar a cada uno lo que le corresponde, lo que cada uno se ha ganado con su forma de vivir.
Lecciones:
1ª. Si Dios nos tiene que pedir cuentas de todos nuestros actos es porque hay una ley que tenemos que conocer y cumplir.
Y esta ley no la crea el hombre sino que la recibe de Dios.
Y esa Ley son los Mandamientos.
2ª. La confesión frecuente como adelanto del juicio particular: El examen de conciencia nos lleva a un conocimiento cada vez más cierto de nuestros pecados, mortales o veniales, de nuestras faltas e imperfecciones.
3ª. El infierno:
Hoy nos hemos pasado a un relativismo en la moral, subjetivismo, relativismo en el pecado, del infierno...
Incluso se pone en duda la realidad de su existencia. Se ha llegado a negar su existencia.
El infierno es el estado de las almas que se han apartado Dios.
Quince veces hace referencia Cristo a este lugar en el Evangelio.
Lecciones:
1ª. Salir cuanto antes de la situación de pecado.
Es asombroso la forma de actuar de muchas personas: vivir habitualmente en pecado, como si supieran qué día y a qué hora van a morir.
2ª. Saber valorar la gracia santificante: La gracia es lo que da categoría a las personas, lo que da valor, lo que nos hace gratos a los ojos de Dios, la que salva.
4ª. El Cielo:
El Magisterio de la Iglesia nos dice que las almas en estado de gracia, después de ser purificadas, “al entrar en el Cielo, ven claramente a Dios como es en Sí mismo, de una manera más o menos perfecta según la diversidad de sus méritos”.
Jesús nos habla en muchos pasajes del Evangelio de la felicidad que nos espera en el cielo.
Lección:
1ª. Si el amor, aún el amor humano, da tantos consuelos aquí, ¿qué será el Amor en el Cielo? (San Josemaría, Camino, n. 428).
El pensamiento del cielo debe animarnos en nuestra lucha diaria.
Estamos llamados a la gloria del Cielo.
Y si no conseguimos el Cielo ¿para qué vale esta vida?
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Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino
Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Con la conciencia tranquila
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día»
Eso dice Jesús.
Y esa es tu esperanza, sacerdote.
Y tú eres la esperanza para el mundo, porque eres tú quien hace bajar el pan vivo del Cielo y les das de comer verdadera comida, y les das de beber verdadera bebida, para que el que coma el Cuerpo y la Sangre de Cristo, tenga vida.
Y tú sacerdote, ¿tienes vida en ti?, ¿o caminas por el mundo como muerto en vida?
¿Te alimentas, sacerdote, con el verdadero alimento de vida, y bebes la verdadera bebida de salvación?, ¿o comes y bebes tu propia condena?
Examina tu conciencia, sacerdote. Sé honesto contigo mismo y descubre si verdaderamente crees en la presencia viva de tu Señor en la Eucaristía.
Examina tu conciencia, y descubre, ¿partes el pan con fe?
Examina tu conciencia, sacerdote y descubre en tu corazón si está lleno, o te falta amor.
¿Cómo es tu conciencia, sacerdote?
¿Es tranquila y sientes paz al examinar lo que haces con tu vida?, ¿o te perturba, porque la vergüenza del pecado te domina?
Arrepiéntete sacerdote, y cree, pídele a tu Señor que aumente tu fe.
Aléjate de la vida de mentira que te conduce a la muerte, y acércate al trono de la gracia que te da la vida aun después de la muerte.
Reconcíliate, sacerdote, con tu Señor, a través del sacramento de la confesión, y luego confiesa tu fe en el ambón, en la sede, y en el altar, pronunciando el nombre de Jesús, para que toda rodilla se doble en el Cielo, en la tierra, en los abismos, y en todo lugar.
Cree, sacerdote, en el poder de tus manos, que ofrecen pan y vino a Dios, fruto del trabajo de los hombres, y que por la bendita transubstanciación se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de tu Señor, y luego come y bebe, para que permanezcas en Él, y Él en ti, para que vivas por Él y digas “Ya no soy yo, sino es Cristo quien vive en mi”.
Vive la Misa, sacerdote, porque es real lo que ocurre allí. Participa activamente y entrégate completamente en el sacrificio único, pero incruento, de tu Señor, en el que conmemoras su vida, su pasión, su muerte y su resurrección, por la que se queda en presencia viva, en Cuerpo, en Sangre, en Divinidad, y es Eucaristía.
Cree, sacerdote, que tú y tu Señor son uno, como el Padre y Él son uno.
Entrega tu vida con Él en una sola ofrenda, y muere con Él en un mismo y único sacrificio. Resucita configurado con Él, en un solo cuerpo y un mismo espíritu, y entrégate con Él para alimentar y dar de beber a su pueblo, para que tengan vida, y Él los resucite el último día.
(Espada de Dos Filos VII, n. 39)
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