Todos los Santos

Escrito el 08/07/2025
Julia María Haces

Solemnidad de Todos los Santos (ABC)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Homilías 2013 a 2017 y Ángelus 2013 a 2019
  • BENEDICTO XVI – Homilía 2006 y Ángelus 2006 y 2009
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • SAN JUAN PABLO II – Homilía del 1 de noviembre de 2000
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.

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DEL MISAL MENSUAL

Esta solemnidad nos representa visualmente a toda la multitud de los redimidos, para descubrirnos el destino que nos espera también a nosotros, peregrinos. Es, además, un motivo para hacernos conscientes de nuestra solidaridad con todos aquellos que nos ha precedido en el mundo del espíritu. Todos ellos, que viven frente a Dios, son nuestros intercesores, que dan impulso a nuestra vida.

HIJOS DE DIOS LO SOMOS YA

Ap 7, 2-4. 9-14; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12

La espiritualidad de la resistencia mantenía en pie a los primeros cristianos que se atrevían a enfrentar el absolutismo despótico del Imperio Romano. Su fe operante, se había transformado en esperanza perseverante. El Señor Jesús no era un nombre hueco, era una experiencia viva que los llenaba de fortaleza para testimoniar su condición de personas libres. Convencidos de su condición filial vivían la adversidad sin victimizarse. Sabiendo que el Señor Jesús había prometido la dicha para quienes asumieran la adversidad desde la certeza de que el Reino de Dios estaba llegando, los cristianos se mantenían unidos. Jesús es el verdadero Señor que no ejerce un señorío despótico, sino una relación cercana y dialogante con quienes se reconocen como sus discípulos.

ANTÍFONA DE ENTRADA

Alegrémonos en el Señor y alabemos al Hijo de Dios, junto con los ángeles, al celebrar hoy esta solemnidad de Todos los Santos.

ORACIÓN COLECTA

Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes venerar los méritos de todos tus santos en una sola fiesta, te rogamos, por las súplicas de tan numerosos intercesores, que en tu generosidad nos concedas la deseada abundancia de tu gracia. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Vi una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas.

Del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan: 7, 2-4. 9-14

Yo, Juan, vi a un ángel que venía del oriente. Traía consigo el sello del Dios vivo y gritaba con voz poderosa a los cuatro ángeles encargados de hacer daño a la tierra y al mar. Les dijo: “No hagan daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que terminemos de marcar con el sello la frente de los servidores de nuestro Dios!” Y pude oír el número de los que habían sido marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil, procedentes de todas las tribus de Israel.

Vi luego una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas. Todos estaban de pie, delante del trono y del Cordero; iban vestidos con una túnica blanca; llevaban palmas en las manos y exclamaban con voz poderosa: “La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, cayeron rostro en tierra delante del trono y adoraron a Dios, diciendo: “Amén. La alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fuerza, se le deben para siempre a nuestro Dios”

Entonces uno de los ancianos me preguntó: “¿Quiénes son y de dónde han venido los que llevan la túnica blanca?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú eres quien lo sabe”. Entonces él me dijo: “Son los que han pasado por la gran persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero”. Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 23, 1-2.3-4ab. 5-6

R/. Ésta es la clase de hombres que te buscan, Señor.

Del Señor es la tierra y lo que ella tiene, el orbe todo y los que en él habitan, pues Él lo edificó sobre los mares, Él fue quien lo asentó sobre los ríos. R/.

¿Quién subirá hasta el monte del Señor? ¿Quién podrá entrar en su recinto santo? El de corazón limpio y manos puras y que no jura en falso. R/.

Ése obtendrá la bendición de Dios, y Dios, su salvador, le hará justicia. Ésta es la clase de hombres que te buscan y vienen ante ti, Dios de Jacob. R/.

SEGUNDA LECTURA

Veremos a Dios tal cual es.

De la primera carta del apóstol san Juan: 3, 1-3

Queridos hijos: Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos. Si el mundo no nos reconoce, es porque tampoco lo ha reconocido a Él.

Hermanos míos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando Él se manifieste, vamos a ser semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza, se purifica a sí mismo para ser tan puro como El. Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 11, 28

R/. Aleluya, aleluya.

Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio, dice el Señor. R/.

EVANGELIO

Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos.

Del santo Evangelio según san Mateo: 5, 1-12a

En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles y les dijo:

“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”. Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que te sean gratos, Señor, los dones que ofrecemos en honor de todos los santos, y concédenos experimentar la ayuda para obtener nuestra salvación de aquellos que alcanzaron con certeza la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

PREFACIO

La gloria de nuestra madre, la Jerusalén celeste.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.

Porque hoy nos concedes celebrar a tu familia que es nuestra madre, la Jerusalén del cielo, en donde nuestros hermanos ya glorificados te alaban eternamente.

Hacía ella, peregrinos, caminando por la fe, nos apresuramos ardoroso, regocijándonos por los más ilustres miembros de la Iglesia, en cuya gloria nos das al mismo tiempo ejemplo y ayuda para nuestra fragilidad.

Por eso, unidos a ellos y a todos los ángeles, a una voz te alabamos y glorificamos, diciendo: Santo, Santo, Santo...

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Mt 5, 8-10

Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos lo que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Dios nuestro, a quien adoramos, admirable y único Santo entre todos tus santos, imploramos tu gracia para que, al consumar nuestra satisfacción en la plenitud de tu amor, podamos pasar de esta mesa de la Iglesia peregrina, al banquete de la patria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Puede utilizarse la fórmula de bendición solemne.

Indulgencia plenaria en favor de los fieles difuntos:

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Una gran multitud que nadie podía contar

1ª. Lectura (Ap 7,9.14b-17)

Esta visión muestra la situación gloriosa de la que gozan los redimidos por Cristo tras la muerte. «La sangre del Cordero que se ha inmolado por todos ha ejercitado en cada ángulo de la tierra su universal y eficacísima virtud redentora, aportando gracia y salvación a esa “muchedumbre inmensa”. Después de haber pasado por las pruebas y de ser purificados en la sangre de Cristo, ellos —los redimidos— están a salvo en el Reino de Dios y lo alaban y bendicen por los siglos» (Juan Pablo II, Homilía 1-XI-1981).

La finalidad de la revelación de esas escenas consoladoras es fomentar el afán de imitar a estos cristianos, que fueron como nosotros y que ahora se encuentran ya victoriosos en el Cielo. Para lograrlo la Iglesia nos invita a pedir: «Señor, Dios nuestro, que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires; concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y la santa alegría de la victoria» (Misal Romano, Santos Protomártires de la Santa Iglesia Romana, Oración colecta).

Somos hijos de Dios

2ª. Lectura (1 Jn 3, 1-2).

La filiación divina es una realidad espléndida por la que Dios da gratuitamente a los bautizados una dignidad estrictamente sobrenatural, que nos introduce en la intimidad divina y nos hace domestici Dei, familiares de Dios (cfr Ef 2,19). Ésa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 133).

Las Bienaventuranzas

Evangelio (Mt 5, 1-12)

Las bienaventuranzas son el pórtico del Discurso de la Montaña. En ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abrahán, pero les da una orientación nueva ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los Cielos: «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717).

Como fórmula de bendición, las bienaventuranzas forman parte del lenguaje bíblico tradicional; el libro de los salmos comenzaba ya así: «Dichoso...» (Sal 1,1). Con las Bienaventuranzas se proclama dichoso, feliz, a alguien. En ese sentido, están situadas en el centro de los anhelos humanos, porque «todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (S. Agustín, De moribus ecclesiae 1,3,4). Pero, además, Cristo les añade un horizonte escatológico, es decir, de salvación eterna: quien vive así, según el espíritu que Él enseña, tiene abierta la puerta del cielo. Dios no es alguien indiferente, es Alguien que ha tomado partido: consolará a los suyos, les saciará, les llamará sus hijos, etc. Las bienaventuranzas son camino para la felicidad humana pues expresan el doble deseo que Dios ha inscrito en el corazón: buscar la verdadera felicidad en la tierra y conseguir la bienaventuranza eterna.

San Mateo recoge nueve bienaventuranzas: las ocho primeras hablan de las actitudes del cristiano ante el mundo (vv. 3-10), la novena, en cambio, cambia de destinatario —pasa a ser «vosotros» (cfr v. 11)— y se refiere a los que sufren por causa de Cristo. Esta bienaventuranza se sigue con una exhortación a la alegría: sufrir por Cristo es señal de que se ha elegido el camino correcto. En el texto de San Lucas (cfr Lc 6,20-26, y nota), este aspecto es el más relevante.

Las Bienaventuranzas han sido comentadas y desarrolladas con profusión en la catequesis de la Iglesia. La primera (v. 3) y la octava (v. 10) aluden al Reino de los Cielos como premio. En la primera, se proclama dichosos a los «pobres de espíritu». En el Antiguo Testamento, la pobreza está ya perfilada no sólo como situación económico-social, sino desde su valor religioso (cfr So 2,3ss.): es pobre quien se presenta ante Dios con actitud humilde, sin méritos personales, considerando su realidad de pecador, necesitado de Él. De ahí que, además de vivir con sobriedad y austeridad de vida reales, efectivas, acepte y quiera tales condiciones no como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente, con afecto. Tal pobreza voluntaria está expresada en el texto de Mateo por la pobreza en el espíritu. Es evidente, por tanto, que esta bienaventuranza exige la austeridad y el desprendimiento de los bienes materiales y de los diversos dones recibidos de Dios. En la octava, se dice que son bienaventurados «los que padecen persecución por causa de la justicia». La justicia en la Biblia adquiere un valor más religioso y amplio que su empleo predominante jurídico-moral. En el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (cfr Gn 7,1; 18,23-32; Ez 18,5ss.; Pr 12,10; Mt 1,19); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Tb 7,6; 9,6). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 40). La unión de la búsqueda de la justicia con las persecuciones hace que se pueda concluir que esta bienaventuranza «designa la perfección de todas las demás, pues el hombre es perfecto en ellas cuando no las abandona en las tribulaciones» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Matthaei, ad loc.).

Dos bienaventuranzas, la segunda y la cuarta (vv. 4.6), tienen en común la forma pasiva del premio: es una manera de decir que será Dios quien les consuele y quien les sacie. Los que lloran son los afligidos por alguna causa, y, de modo particular, los que se apenan por las ofensas a Dios, sean propias o ajenas. Los que tienen hambre y sed de justicia son los que se esfuerzan sinceramente en cumplir la voluntad de Dios, que se manifiesta en los mandamientos, en los deberes de estado y en la unión del alma con Dios; en definitiva, los que quieren ser santos. Significativamente el premio viene de Dios porque sólo el Señor puede consolar verdaderamente y sólo Él puede hacernos santos.

Los «mansos» (v. 5) son aquellos que, a imitación de Cristo (cfr 11,25-30, y nota; 12,15-21), mantienen el ánimo sereno, humilde y firme en las adversidades, sin dejarse llevar por la ira o el abatimiento: «Adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a Él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 117).

«Misericordiosos» (v. 7) son los que comprenden los defectos que pueden tener los demás, los que perdonan, disculpan y ayudan. La parábola del siervo despiadado (18,21-35) y en especial las palabras del amo (18,32-33) son el mejor comentario a esta bienaventuranza.

«Ver a Dios» (v. 8) no se refiere únicamente a la bienaventuranza final. En el lenguaje de Antiguo Testamento significa más bien tener relación estrecha con Él, participar de sus decisiones, como los consejeros de un rey participan de las disposiciones de su soberano. De ahí la capacidad que nos otorgan la virtud de la pureza y limpieza de corazón: «La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2519).

Los pacíficos (v. 9) son más bien «los que promueven la paz», en sí mismos y en los demás, y sobre todo, como fundamento de lo anterior, procuran reconciliarse y reconciliar a los demás con Dios: «La paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta. (...) La paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 78).

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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)

Asume el trabajo y tendrás el premio

«Vamos a hablar de lo que puede producir la vida feliz, esa vida feliz que no hay quien no desee. Es imposible encontrar quien no quiera ser feliz. Pero, ¡ay!, ojalá que los hombres, así como aman el premio, no rechazaran el trabajo que lo merece. ¿Quién es el que no corre con todas sus fuerzas cuando se le dice que será feliz? Pues oiga también con gusto cuando se le añade: Si hicieres tal y tal cosa. Nadie rechace la lucha si desea el premio, y enciéndase el ánimo con el afán de la recompensa. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que buscamos, vendrá después; lo que se nos manda hacer para conseguirlo corresponde al momento presente. Comenzad, pues, a recordar las palabras divinas, sean preceptos o premios».

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt. 5,8). Después será tuyo el reino de los cielos; ahora debes ser pobre de espíritu. ¿Quieres que el reino de los cielos sea tuyo más tarde? Mírate ahora y observa de quién eres. Sé pobre de espíritu. Quizás me preguntes en qué consiste eso. Ningún hinchado es pobre de espíritu; luego el humilde lo es. Alto es el reino de los cielos, pero el que se humilla será ensalzado (Lc. 14, 11)».

«Escucha lo que sigue: Bienaventurados los mansos, porque a ellos se les dará la tierra (Mt. 5,4). Ya estás deseando poseer la tierra. Ten cuidado, no sea ella quien te posea a ti. La poseerás si eres manso; serás poseído si no lo eres. Cuando oigas el premio que te proponen de poseer la tierra no ensanches la bolsa de esa avaricia con que quieres poseerla excluyendo a todo vecino, no sea que te engañe tu juicio. Poseerás verdaderamente la tierra cuando te apegues al que hizo al cielo y a ella. Ser manso es no resistir a Dios. (…)

«Atiende lo tercero. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt. 5,5). El trabajo es el llanto, el consuelo es el premio. Porque los que lloran carnalmente, ¿qué consuelo tienen? Molestias temibles. Los que lloran sólo se consuelan donde no temen volver a llorar. Por ejemplo, da pena un hijo muerto y alegría el que nace. (…) En uno (en el que muere) hay tristeza, y en el otro (en el que nace) hay temor de que muera; y por eso en ninguno hay consuelo. Luego el único consuelo verdadero es el que da lo que no puede perderse, y así se consolarán alegres después los que ahora gimen peregrinando».

«Veamos el cuarto trabajo y su premio. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos (Mt. 5,6). ¿Quieres hartarte? ¿De qué? Si es la carne la que desea un hartazgo, pasado éste volverá a hambrear, y el que bebiere de esta agua, dice el Señor, volverá a tener sed (Io. 4,13). La medicina que cura hace que la herida no vuelva a doler. En cambio, la comida que se da al hambre la alivia sólo por un momento. Pasa la hartura, vuelve el hambre... Tengamos, pues, hambre y sed de justicia, para que nos sature esa justicia de la cual ahora tenemos sed y hambre... Tenga hambre y sed nuestro hombre interior, puesto que a mano está su comida y su bebida. Yo soy, dice Cristo, el pan que bajó del cielo (Io. 6,41). Ahí tienes un pan que comer, ahí tienes una bebida para tu sed, porque en él está la fuente de la vida (Ps. 35,10)».

«Oye lo que sigue: Bienaventurados los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos (Mt. 5,7). Todo lo que hagas con el prójimo será hecho contigo. Porque abundas, padeces necesidad; abundas en bienes temporales y necesitas los eternos. Escuchas a un mendigo; también tú eres mendigo de Dios. Te piden y tú pides; como obres con el que te pide, así obrará Dios contigo cuando le pidas a Él. Estás lleno y vacío; llena el vacío de tu abundancia y Dios te llenará a ti de la suya».

«Escucha también lo que sigue: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt. 5,8). Este es el fin de nuestro amor; fin en el sentido de que nos perfecciona, no de que nos termina. La comida se termina, y se termina el vestido; la primera, porque se consume al ser comida, y el segundo, porque se concluye al ser tejido. Aquélla termina y éste también, pero la una termina consumiéndose y el otro adquiriendo la perfección.

Cuando llegue la visión de Dios no necesitaremos nada. ¿Qué va a buscar aquel que tiene a Dios, o qué le bastará a aquel a quien Dios no le es bastante? Desearnos ver a Dios, buscamos ver a Dios, ardemos en deseos de ver a Dios, ¿quién no? Pero escucha lo que se acaba de decir: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios, Prepara lo necesario para verle. Poniéndote un ejemplo carnal, ¿cómo deseas ver la salida del sol con unos ojos legañosos? Sánalos y entrará la alegría de la luz; déjalos enfermos y se te convertirán en tormento. No te permitirán contemplar con un corazón manchado lo que no es posible ver sino con uno limpio; te rechazarán y no verás. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios...

¿Cuántas clases de bienaventuranzas he enumerado ya? ¿Cuántas causas de la felicidad, cuántas obras y premios, qué méritos y remuneraciones? Pues todavía no había dicho que verían a Dios... Ahora es cuando se dice. Hemos llegado a los limpios de corazón, a quienes se promete la visión de Dios, y no sin causa, porque éstos son los que tienen los ojos con que se ve a Dios. De estos ojos hablaba San Pablo al decir: Ojos iluminados de vuestro corazón (Eph. 1,18). Hasta ahora nuestros ojos, en medio de su debilidad, son iluminados por la fe, después serán iluminados con la visión gracias a su futura robustez, porque mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos por la fe y no por la esperanza (2 Cor. 5,6). ¿Qué es lo que se dice de nosotros mientras vivimos de la fe? Ahora vemos por medio de un espejo y en enigma, entonces cara a cara (1 Cor. 13,12). Si limpiáis su templo al Creador, si queréis que venga y haga mansión en vosotros, pensad rectamente del Señor y buscadle con sencillez de corazón (Sap. 1,1). Cuándo digáis te dice mi corazón: buscaré tu rostro (Sal.26,8), pensad a quién se lo decís, si es que se lo decís y lo decís de verdad.

Si quieres, tú eres la sede de Dios. ¿Dónde tiene Dios su sede sino donde habita, y dónde habita sino en su templo? El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros (1 Cor. 3,17). Mira, pues, dónde hayas de recibir al Señor. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorarle en espíritu y en verdad (Io. 2,44). Entre, pues, ya, si te place, en tu corazón el Arca del Testamento y caiga Dagón (I Reg. 5,3). Oye y aprende a desear a Dios, busca el modo de prepararte para conseguir verle: Bienaventurados, dice, los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

«Escucha y entiende, si es que yo soy capaz de explicarlo, con su gracia. Ayúdeme El para que podamos entender cómo en los antedichos trabajos y premios los unos son muy a propósito para los otros.

Como quiera que los humildes parecen más alejados de reinar, dice: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Como los hombres mansos son tan fácilmente excluidos de su tierra, dice: Bienaventurados los mansos, porque a ellos se les dará la tierra. Todo lo demás es patente, claro, fácilmente cognoscible y no necesita ni de explicación ni de comen-tario. Bienaventurados los que lloran; ¿quién llora que no desee consuelo? Bienaventurados los que tienen hambre; ¿quién tiene hambre y sed que no desee satisfacerlas? Bienaventurados los misericordiosos; ¿y quién es misericordioso sino el que desea que Dios, en atención a sus obras, se porte con El como Él se porta con los pobres? Por eso dice: Bienaventurados los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de ellos. En ninguno de estos casos se ha indicado un premio que no sea congruente con el precepto. Se impuso el de la pobreza de espíritu: el premio será el reino de los cielos..., y así ahora se manda que limpies tu corazón, y el premio será el ver a Dios.

Pero cuando se habla de los preceptos y de los premios y escuches: Los limpios de corazón son bienaventurados, porque verán a Dios, no pienses que no lo han de ver los pobres de espíritu, ni los mansos... Los bienaventurados poseen todas estas virtudes. Verán, pero no verán por ser pobres de espíritu, ni por ser misericordiosos, ni..., sino por ser limpios de corazón. Ocurre lo mismo que si, refiriéndonos a los miembros corporales, dijéramos: Bienaventurados los que tienen pies, porque andarán; bienaventurados los que tienen manos, porque trabajarán...; los que tienen ojos, porque verán. Del mismo modo, al referirse a los miembros espirituales, nos enseña lo que pertenece a cada uno de ellos. La humildad es a pro-pósito para conseguir el reino de los cielos; la mansedumbre, para poseer la tierra..., y el corazón limpio, para ver a Dios.

¿Y cómo limpiaremos el corazón si deseamos ver a Dios? Nos lo ha enseñado la Sagrada Escritura: La fe limpió sus corazones (Act. 15,9)».

(Extractos del sermón 53, que amplía la doctrina expuesta en el libro Sobre el sermón de la Montaña (Cf. PL 38, 364-372))

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FRANCISCO – Homilías 2013 a 2016 y Ángelus 2013 a 2019

Homilía 2013

La esperanza no defrauda porque el Señor Jesús no decepciona

A esta hora, antes del atardecer, en este cementerio nos recogemos y pensamos en nuestro futuro, pensamos en todos aquellos que se han ido, que nos han precedido en la vida y están en el Señor.

Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están muertos en el Señor están allí. Ellos proclaman que fueron salvados no por sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados por el Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá, precisamente a ese Cielo donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (v. 14).

En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás.

Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía a sus discípulos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce... Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Ver a Dios, ser semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente en el día de los santos y antes del día de los muertos, es necesario pensar un poco en la esperanza: esta esperanza que nos acompaña en la vida. Los primeros cristianos pintaban la esperanza con un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzada a la orilla del Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla, agarrados a la cuerda del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el corazón anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos, donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no decepciona; hoy y mañana son días de esperanza.

La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma; hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza. Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos por la senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo» (v.3). También la esperanza nos purifica, nos aligera; esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos hace ir de prisa, con prontitud. En este pre-atarceder de hoy, cada uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su vida: «¿Cómo será mi ocaso?». Todos nosotros tendremos un ocaso, todos. ¿Lo miro con esperanza? ¿Lo miro con la alegría de ser acogido por el Señor? Esto es un pensamiento cristiano, que nos da paz. Hoy es un día de alegría, pero de una alegría serena, tranquila, de la alegría de la paz. Pensemos en el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos precedieron, pensemos en nuestro ocaso, cuando llegará. Y pensemos en nuestro corazón y preguntémonos: «¿Dónde está anclado mi corazón?». Si no estuviese bien anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no defrauda porque el Señor Jesús no decepciona.

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Homilía 2014

La gracia de la esperanza y de la valentía de salir de todo lo que es destrucción

«El hombre se adueña de todo, se cree Dios, se cree el rey» y devasta toda la creación: lo destacó el Papa Francisco en la homilía de la misa celebrada el 1 de noviembre en el cementerio monumental romano del Verano en la solemnidad de Todos los santos. «¿Pero quién paga la fiesta? —continuó el Pontífice— ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, quienes en persona acabaron en el descarte. Y esto no es historia antigua: sucede hoy».

Cuando en la primera lectura escuchamos esta voz del Ángel que gritó con voz potente a los cuatro Ángeles que se les había encargado devastar la tierra y el mar y destruir todo: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles» (Ap 7, 3) a mí me vino a la memoria una frase que no está aquí, pero está en el corazón de todos nosotros: «Los hombres son capaces de hacerlo mejor que vosotros». Nosotros somos capaces de devastar la tierra mejor que los Ángeles. Y esto lo estamos haciendo, esto lo hacemos: devastar la Creación, devastar la vida, devastar las culturas, devastar los valores, devastar la esperanza. ¡Cuánta necesidad tenemos de la fuerza del Señor para que nos selle con su amor y con su fuerza, para detener esta descabellada carrera de destrucción! Destrucción de lo que Él nos ha dado, de las cosas más hermosas que Él hizo por nosotros, para que nosotros las llevásemos adelante, las hiciésemos crecer, para dar frutos. Cuando miraba en la sacristía las fotografías de hace 71 años (bombardeo del Verano del 19 de julio de 1943), pensé: «Esto ha sido grave, muy doloroso. Esto es nada en comparación con lo que sucede hoy». El hombre se adueña de todo, se cree Dios, se cree el rey. Y las guerras: las guerras que continúan, no precisamente sembrando semilla de vida, sino destruyendo. Es la industria de la destrucción. Es un sistema, incluso de vida, que cuando las cosas no se pueden acomodar, se descartan: se descartan los niños, se descartan los ancianos, se descartan los jóvenes sin trabajo. Esta devastación ha construido esta cultura del descarte: se descartan pueblos... Esta es la primera imagen que se me ocurrió cuando escuché esta lectura.

La segunda imagen, en la misma lectura: esta «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (7, 9). Los pueblos, la gente... Ahora empieza el frío: estos pobres que para salvar su vida tienen que huir de sus casas, de sus pueblos, de sus aldeas, hacia el desierto... y viven en tiendas, sienten el frío, sin medicinas, hambrientos, porque el «dios-hombre» se adueñó de la Creación, de todo lo hermoso que Dios hizo por nosotros. ¿Pero quién paga la fiesta? ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, quienes en persona acabaron en el descarte. Y esto no es historia antigua: sucede hoy. «Pero, padre, es lejano...» — También aquí, en todas partes. Sucede hoy. Diré aún más: parece que esta gente, estos niños hambrientos, enfermos, parece que no cuentan, que son de otra especie, que no son humanos. Y esta multitud está ante Dios y pide: «¡Por favor, salvación! ¡Por favor, paz! ¡Por favor, pan! ¡Por favor, trabajo! ¡Por favor, hijos y abuelos! ¡Por favor, jóvenes con la dignidad de poder trabajar!». Entre estos perseguidos, están también los que son perseguidos por la fe. «Uno de los ancianos me dijo: “Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?”... “Son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”» (7, 13-14). Y hoy, sin exagerar, hoy, en el día de Todos los santos, quisiera que pensáramos en todos ellos, los santos desconocidos. Pecadores como nosotros, peor que nosotros, pero destruidos. A esta tan numerosa gente que viene de la gran tribulación. La mayor parte del mundo vive en la tribulación. Y el Señor santifica a este pueblo, pecador como nosotros, pero lo santifica con la tribulación.

Y al final, la tercera imagen: Dios. La primera, la devastación; la segunda, las víctimas; la tercera, Dios. En la segunda lectura hemos escuchado: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2): es decir la esperanza. Y esta es la bendición del Señor que aún tenemos: la esperanza. La esperanza de que tenga piedad de su pueblo, que tenga piedad de estos que están en la gran tribulación, que tenga piedad también de los destructores, a fin de que se conviertan. Así, la santidad de la Iglesia sigue adelante: con esta gente, con nosotros que veremos a Dios como Él es. ¿Cuál debe ser nuestra actitud si queremos entrar en este pueblo y caminar hacia el Padre, en este mundo de devastación, en este mundo de guerras, en este mundo de tribulaciones? Nuestra actitud, lo hemos escuchado en el Evangelio, es la actitud de las Bienaventuranzas. Sólo ese camino nos llevará al encuentro con Dios. Sólo ese camino nos salvará de la destrucción, de la devastación de la tierra, de la creación, de la moral, de la historia, de la familia, de todo. Sólo ese camino: ¡pero nos hará pasar por cosas desagradables! Nos traerá problemas, persecuciones. Pero sólo ese camino nos llevará hacia adelante. Y así, este pueblo que hoy sufre tanto por el egoísmo de los devastadores, de nuestros hermanos devastadores, este pueblo sigue adelante con las Bienaventuranzas, con la esperanza de encontrar a Dios, de encontrar cara a cara al Señor, con la esperanza de llegar a ser santos, en ese momento del encuentro definitivo con Él.

Que el Señor nos ayude y nos dé la gracia de esta esperanza, pero también la gracia de la valentía de salir de todo lo que es destrucción, devastación, relativismo de vida, exclusión de los demás, exclusión de los valores, exclusión de todo lo que el Señor nos ha dado: exclusión de la paz. Que nos libre de esto y nos done la gracia de caminar con la esperanza de encontrarnos un día cara a cara con Él. Y esta esperanza, hermanos y hermanas, no defrauda.

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Homilía 2105

El camino para alcanzar la verdadera beatitud

En el Evangelio hemos escuchado a Jesús que enseña a sus discípulos y a la gente reunida en la colina cercana al lago de Galilea (cf. Mt 5, 1-12). La palabra del Señor resucitado y vivo nos indica también a nosotros, hoy, el camino para alcanzar la verdadera beatitud, el camino que conduce al Cielo. Es un camino difícil de comprender porque va contra corriente, pero el Señor nos dice que quien va por este camino es feliz, tarde o temprano alcanza la felicidad.

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Podemos preguntarnos, ¿cómo puede ser feliz una persona pobre de corazón, cuyo único tesoro es el reino de los cielos? La razón es precisamente ésta: que al tener el corazón despojado y libre de muchas cosas mundanas, esta persona es «esperada» en el reino de los cielos.

«Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados». ¿Cómo pueden ser felices los que lloran? Sin embargo, quién en la vida nunca ha experimentado la tristeza, la angustia, el dolor, no conocerá jamás la fuerza de la consolación. En cambio, pueden ser felices cuantos tienen la capacidad de conmoverse, la capacidad de sentir en el corazón el dolor que hay en sus vidas y en la vida de los demás. ¡Ellos serán felices! Porque la tierna mano de Dios Padre los consolará y los acariciará.

«Bienaventurados los mansos». Y nosotros al contrario, ¡cuántas veces somos impacientes, nerviosos, siempre listos para quejarnos! Reclamamos tanto de los demás, pero cuando nos tocan a nosotros, reaccionamos alzando la voz, como si fuéramos dueños del mundo, mientras que en realidad todos somos hijos de Dios. Más bien, pensemos en esas mamás y papás que son muy pacientes con los hijos, que «los hacen enloquecer». Este es el camino del Señor: el camino de la mansedumbre y la paciencia. Jesús ha recorrido este camino: desde pequeño ha soportado la persecución y el exilio; y después, siendo adulto, las calumnias, los engaños, las falsas acusaciones en los tribunales; y todo lo ha soportado con mansedumbre. Ha soportado por amor a nosotros incluso la cruz.

«Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque serán saciados». Sí, los que tienen un fuerte sentido de la justicia, y no sólo hacia los demás, sino antes que nada hacia ellos mismos, estos serán saciados, porque están listos para recibir la justicia más grande, la que solo Dios puede dar.

Y luego, «bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán misericordia». Felices los que saben perdonar, que tienen misericordia por los demás y que no juzgan todo ni a todos, sino que buscan ponerse en el lugar de los otros. El perdón es la cosa que todos necesitamos, nadie está excluido. Por eso al inicio de la Misa nos reconocemos como lo que somos, es decir pecadores. Y no es una forma de decir, una formalidad: es un acto de verdad. «Señor, aquí estoy, ten piedad de mí». Y si sabemos dar a los demás el perdón que pedimos para nosotros, somos bienaventurados. Como decimos en el «Padre Nuestro»: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios». Miremos el rostro de los que van por ahí sembrando cizaña: ¿son felices? Los que buscan siempre la ocasión para enredar, para aprovecharse de los demás, ¿son felices? No, no pueden ser felices. En cambio, los que cada día, con paciencia, buscan sembrar la paz, son artesanos de paz, de reconciliación, estos sí que son bienaventurados, porque son verdaderos hijos de nuestro Padre del Cielo, que siembra siempre y sólo paz, a tal punto que ha enviado al mundo su Hijo como semilla de paz para la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, este es el camino de la santidad, y es el mismo camino de la felicidad. Es el camino que ha recorrido Jesús, es más, es Él mismo este camino: quien camina con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser personas sencillas y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de ser mansos, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en instrumentos de su misericordia.

Así han hecho los santos, que nos han precedido en la patria celestial. Ellos nos acompañan en nuestra peregrinación terrena, nos animan a ir adelante. Que su intercesión nos ayude a caminar en la vía de Jesús, y obtenga la felicidad eterna para nuestros hermanos y hermanas difuntos, por quienes ofrecemos esta misa.

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Homilía 2016

Las bienaventuranzas son el carné de identidad del cristiano

Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. Recordamos así, no sólo a aquellos que han sido proclamados santos a lo largo de la historia, sino también a tantos hermanos nuestros que han vivido su vida cristiana en la plenitud de la fe y del amor, en medio de una existencia sencilla y oculta. Seguramente, entre ellos hay muchos de nuestros familiares, amigos y conocidos.

Celebramos, por tanto, la fiesta de la santidad. Esa santidad que, tal vez, no se manifiesta en grandes obras o en sucesos extraordinarios, sino la que sabe vivir fielmente y día a día las exigencias del bautismo. Una santidad hecha de amor a Dios y a los hermanos. Amor fiel hasta el olvido de sí mismo y la entrega total a los demás, como la vida de esas madres y esos padres, que se sacrifican por sus familias sabiendo renunciar gustosamente, aunque no sea siempre fácil, a tantas cosas, a tantos proyectos o planes personales.

Pero si hay algo que caracteriza a los santos es que son realmente felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del alma y que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos se les llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son su camino, su meta hacia la patria. Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor nos enseña, para que sigamos sus huellas. En el Evangelio de hoy, hemos escuchado cómo Jesús las proclamó ante una gran muchedumbre en un monte junto al lago de Galilea.

Las bienaventuranzas son el perfil de Cristo y, por tanto, lo son del cristiano. Entre ellas, quisiera destacar una: «Bienaventurados los mansos». Jesús dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Este es su retrato espiritual y nos descubre la riqueza de su amor. La mansedumbre es un modo de ser y de vivir que nos acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros; logra que dejemos de lado todo aquello que nos divide y nos enfrenta, y se busquen modos siempre nuevos para avanzar en el camino de la unidad, como hicieron hijos e hijas de esta tierra, entre ellos santa María Elisabeth Hesselblad, recientemente canonizada, y santa Brígida, Brigitta Vadstena, copatrona de Europa. Ellas rezaron y trabajaron para estrechar lazos de unidad y comunión entre los cristianos. Un signo muy elocuente es el que sea aquí, en su País, caracterizado por la convivencia entre poblaciones muy diversas, donde estemos conmemorando conjuntamente el quinto centenario de la Reforma. Los santos logran cambios gracias a la mansedumbre del corazón. Con ella comprendemos la grandeza de Dios y lo adoramos con sinceridad; y además es la actitud del que no tiene nada que perder, porque su única riqueza es Dios.

Las bienaventuranzas son de alguna manera el carné de identidad del cristiano, que lo identifica como seguidor de Jesús. Estamos llamados a ser bienaventurados, seguidores de Jesús, afrontando los dolores y angustias de nuestra época con el espíritu y el amor de Jesús. Así, podríamos señalar nuevas situaciones para vivirlas con el espíritu renovado y siempre actual: Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les infligen y perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos a los descartados y marginados mostrándoles cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en cada persona y luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que protegen y cuidan la casa común; bienaventurados los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros; bienaventurados los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos... Todos ellos son portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa merecida.

Queridos hermanos y hermanas, la llamada a la santidad es para todos y hay que recibirla del Señor con espíritu de fe. Los santos nos alientan con su vida e su intercesión ante Dios, y nosotros nos necesitamos unos a otros para hacernos santos. ¡Ayudarnos a hacernos santos! Juntos pidamos la gracia de acoger con alegría esta llamada y trabajar unidos para llevarla a plenitud. A nuestra Madre del cielo, Reina de todos los Santos, le encomendamos nuestras intenciones y el diálogo en busca de la plena comunión de todos los cristianos, para que seamos bendecidos en nuestros esfuerzos y alcancemos la santidad en la unidad.

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Ángelus 2013

Los santos no son superhombres

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La fiesta de Todos los santos que celebramos hoy nos recuerda que la meta de nuestra existencia no es la muerte, ¡es el Paraíso! Lo escribe el apóstol Juan: «Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Los santos, los amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no defrauda. En su existencia terrena, en efecto, vivieron en comunión profunda con Dios. Vieron el rostro de Dios en el rostro de los hermanos más pequeños y despreciados, y ahora le contemplan cara a cara en su belleza gloriosa.

Los santos no son superhombres, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida; no fueron hipócritas; gastaron su vida al servicio de los demás para servir al prójimo; sufrieron muchas adversidades, pero sin odiar. Los santos no odiaron nunca. Comprended bien esto: el amor es de Dios, pero el odio ¿de quién viene? El odio no viene de Dios, sino del diablo. Y los santos se alejaron del diablo; los santos son hombres y mujeres que tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los demás. Nunca odiar, sino servir a los demás, a los más necesitados; rezar y vivir en la alegría. Este es el camino de la santidad.

Ser santos no es un privilegio de pocos, como si alguien hubiera tenido una gran herencia. Todos nosotros en el Bautismo tenemos la herencia de poder llegar a ser santos. La santidad es una vocación para todos. Todos, por lo tanto, estamos llamados a caminar por el camino de la santidad, y esta senda tiene un nombre, un rostro: el rostro de Jesucristo. Él nos enseña a ser santos. En el Evangelio nos muestra el camino: el camino de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12). El Reino de los cielos, en efecto, es para quienes no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para quienes tienen un corazón sencillo, humilde, no presumen ser justos y no juzgan a los demás, quienes saben alegrarse con quien se alegra, no son violentos sino misericordiosos y buscan ser artífices de reconciliación y de paz. El santo, la santa, es artífice de reconciliación y de paz; ayuda siempre a la gente a reconciliarse y ayuda siempre a fin de que haya paz. Y así es hermosa la santidad; es un hermoso camino.

Hoy, en esta fiesta, los santos nos dan un mensaje. Nos dicen: fiaos del Señor, porque el Señor no defrauda. No decepciona nunca, es un buen amigo siempre a nuestro lado. Con su testimonio, los santos nos alientan a no tener miedo de ir a contra corriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor y luego el «céntuplo» en la eternidad. Esto es lo que esperamos y pedimos al Señor para nuestros hermanos y hermanas difuntos. Con sabiduría la Iglesia ha puesto en estrecha secuencia la fiesta de Todos los santos y la conmemoración de Todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración de los espíritus bienaventurados se une la oración de sufragio por cuantos nos precedieron en el paso de este mundo a la vida eterna.

Confiemos nuestra oración a la intercesión de María, Reina de Todos los santos.

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Ángelus 2014

La Comunión de los Santos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Los dos primeros días del mes de noviembre constituyen para todos nosotros un intenso momento de fe, de oración y reflexión sobre las «cosas últimas» de la vida. En efecto, celebrando a Todos los santos y conmemorando a Todos los fieles difuntos, la Iglesia peregrina en la tierra vive y expresa en la liturgia el vínculo espiritual que la une a la Iglesia del cielo. Hoy alabamos a Dios por la multitud innumerable de santos y santas de todos los tiempos: hombres y mujeres comunes, sencillos, a veces «últimos» para el mundo, pero «primeros» para Dios. Al mismo tiempo, recordamos a nuestros queridos difuntos visitando los cementerios: es motivo de gran consuelo pensar que ellos están en compañía de la Virgen María, de los Apóstoles, de los mártires y de todos los santos y santas del paraíso.

Así, la solemnidad de hoy nos ayuda a considerar una verdad fundamental de la fe cristiana, que profesamos en el «Credo»: la comunión de los santos. ¿Qué significa esto: la comunión de los santos? Es la comunión que nace de la fe y une a todos los que pertenecen a Cristo, en virtud del Bautismo. Se trata de una unión espiritual —¡todos estamos unidos!— que la muerte no rompe, sino que prosigue en la otra vida. En efecto, subsiste un vínculo indestructible entre nosotros, los que vivimos en este mundo, y cuantos cruzaron el umbral de la muerte. Nosotros, aquí abajo en la tierra, junto con aquellos que entraron en la eternidad, formamos una sola y gran familia. Se mantiene esta familiaridad.

Esta maravillosa comunión, esta maravillosa unión común entre tierra y cielo se realiza del modo más elevado e intenso en la liturgia y, sobre todo, en la celebración de la Eucaristía, que expresa y realiza la más profunda unión entre los miembros de la Iglesia. En efecto, en la Eucaristía encontramos a Jesús vivo y su fuerza, y a través de Él entramos en comunión con nuestros hermanos en la fe: los que viven con nosotros aquí en la tierra y los que nos precedieron en la otra vida, la vida sin fin. Esta realidad nos colma de alegría: es hermoso tener tantos hermanos y hermanas en la fe que caminan a nuestro lado, nos sostienen con su ayuda y junto a nosotros recorren el mismo camino hacia el cielo. Y es consolador saber que hay otros hermanos que ya llegaron al cielo, que nos esperan y rezan por nosotros, para que juntos podamos contemplar eternamente el rostro glorioso y misericordioso del Padre.

En la gran asamblea de los santos, Dios ha querido reservar el primer lugar a la Madre de Jesús. María está en el centro de la comunión de los santos, como protectora especial del vínculo de la Iglesia universal con Cristo, del vínculo de la familia. Ella es la Madre, es Madre nuestra, nuestra Madre. Es la guía segura de quien quiera seguir a Jesús por el camino del Evangelio, porque es la primera discípula. Ella es la Madre solícita y atenta, a quien confiar todos los deseos y dificultades.

Invoquemos juntos a la Reina de Todos los santos, para que nos ayude a responder con generosidad y fidelidad a Dios, que nos llama a ser santos como Él es santo (cf. Lv 19, 2; Mt 5, 48).

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Ángelus 2015

Los santos pertenecen totalmente a Dios y son ejemplo para imitar

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena fiesta!

En la celebración de hoy, fiesta de Todos los santos, sentimos particularmente viva la realidad de la comunión de los santos, nuestra gran familia, formada por todos los miembros de la Iglesia, tanto los que somos todavía peregrinos en la tierra, como los que —muchos más— ya la han dejado y se han ido al Cielo. Estamos todos unidos, y esto se llama la «comunión de los santos», es decir, la comunidad de todos los bautizados.

En la liturgia, el Libro del Apocalipsis refiere una característica esencial de los santos, y dice así: ellos son personas que pertenecen totalmente a Dios. Los presenta como una multitud inmensa de «elegidos», vestidos de blanco y marcados por el «sello de Dios» (cf. 7, 2-4.9-14). Mediante este último particular, con lenguaje alegórico se subraya que los santos pertenecen a Dios en modo pleno y exclusivo, son su propiedad. Y ¿qué significa llevar el sello de Dios en la propia vida y en la propia persona? Nos lo dice también el apóstol Juan: significa que en Jesucristo nos hemos convertido verdaderamente en hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1 -3).

¿Somos conscientes de este gran don? ¡Todos somos hijos de Dios! ¿Recordamos que en el Bautismo hemos recibido el «sello» de nuestro Padre celestial y nos hemos convertido en sus hijos? Dicho de un modo sencillo: llevamos el apellido de Dios, nuestro apellido es Dios, porque somos hijos de Dios. ¡Aquí está la raíz de la vocación a la santidad! Y los santos que hoy recordamos son precisamente quienes han vivido en la gracia de su Bautismo, han conservado íntegro el «sello», comportándose como hijos de Dios, tratando de imitar a Jesús; y ahora han alcanzado la meta, porque finalmente «ven a Dios así como Él es».

Una segunda característica propia de los santos es que son ejemplos para imitar. Pero, atención: no solamente los canonizados, sino también los santos, por así decir, «de la puerta de al lado» que, con la gracia de Dios, se han esforzado por practicar el Evangelio en su vida ordinaria. De estos santos hemos encontrado tantos también nosotros; quizás hemos tenido alguno en familia, o bien entre los amigos y los conocidos. Debemos estarles agradecidos, y sobre todo debemos dar gracias a Dios que nos los dio, que nos los puso cerca, como ejemplos vivos y contagiosos del modo de vivir y de morir en la fidelidad al Señor Jesús y a su Evangelio. ¡Cuánta gente buena hemos conocido y conocemos!, y decimos: «esta persona es un santo». Lo decimos, nos viene espontáneamente. Estos son los santos de la puerta de al lado, los que no están canonizados pero viven con nosotros.

Imitar sus gestos de amor y de misericordia es un poco como perpetuar su presencia en este mundo. Y, en efecto, esos gestos evangélicos son los únicos que resisten a la destrucción de la muerte: un acto de ternura, una ayuda generosa, un tiempo dedicado a escuchar, una visita, una palabra buena, una sonrisa… Ante nuestros ojos estos gestos pueden parecer insignificantes, pero a los ojos de Dios son eternos, porque el amor y la compasión son más fuertes que la muerte.

Que la Virgen María, Reina de todos los santos, nos ayude a tener más confianza en la gracia de Dios, para caminar con impulso en el camino de la santidad. A nuestra Madre confiamos nuestro compromiso cotidiano, y le rogamos también por nuestros queridos difuntos, en la íntima esperanza de reencontrarnos un día, todos juntos, en la comunión gloriosa del Cielo.

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Ángelus 2017

Los santos «de la puerta de al lado»

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena fiesta!

La solemnidad de Todos los Santos es «nuestra» fiesta: no porque nosotros seamos buenos, sino porque la santidad de Dios ha tocado nuestra vida. Los santos no son figuritas perfectas, sino personas atravesadas por Dios. Podemos compararlas con las vidrieras de las iglesias, que dejan entrar la luz en diversas tonalidades de color. Los santos son nuestros hermanos y hermanas que han recibido la luz de Dios en su corazón y la han transmitido al mundo, cada uno según su propia «tonalidad».

Pero todos han sido transparentes, han luchado por quitar las manchas y las oscuridades del pecado, para hacer pasar la luz afectuosa de Dios. Este es el objetivo de la vida: hacer pasar la luz de Dios y también el objetivo de nuestra vida.

De hecho, hoy en el Evangelio Jesús se dirige a los suyos, a todos nosotros, diciéndonos «bienaventurados» (Mateo 5, 3). Es la palabra con la cual inicia su predicación, que es «Evangelio», Buena Noticia porque es el camino de la felicidad. Quien está con Jesús es bienaventurado, es feliz. La felicidad no está en tener algo o en convertirse en alguien, no, la felicidad verdadera es estar con el Señor y vivir por amor. ¿Vosotros creéis esto? Debemos ir adelante, para creer en esto. Entonces, los ingredientes para una vida feliz se llaman bienaventuranzas: son bienaventurados los sencillos, los humildes que hacen lugar a Dios, que saben llorar por los demás y por los propios errores, permanecen mansos, luchan por la justicia, son misericordiosos con todos, custodian la pureza del corazón, obran siempre por la paz y permanecen en la alegría, no odian e, incluso cuando sufren, responden al mal con el bien. Estas son las bienaventuranzas.

No exigen gestos asombrosos, no son para superhombres, sino para quien vive las pruebas y las fatigas de cada día, para nosotros. Así son los santos: respiran como todos el aire contaminado del mal que existe en el mundo, pero en el camino no pierden nunca de vista el recorrido de Jesús, aquel indicado en las bienaventuranzas, que son como un mapa de la vida cristiana.

Hoy es la fiesta de aquellos que han alcanzado la meta indicada por este mapa: no sólo los santos del calendario, sino tantos hermanos y hermanas «de la puerta de al lado», que tal vez hemos encontrado y conocido. Hoy es una fiesta de familia, de tantas personas sencillas, escondidas que en realidad ayudan a Dios a llevar adelante el mundo. ¡Y existen muchos hoy! Son tantos. Gracias a estos hermanos y hermanas desconocidos que ayudan a Dios a llevar adelante el mundo, que viven entre nosotros, saludemos a todos con un fuerte aplauso. Ante todo —dice la primera bienaventuranza— son «los pobres de espíritu» (Mateo 5, 3). ¿Qué significa? Que no viven para el éxito, el poder y el dinero; saben que quien acumula tesoros para sí no se enriquece ante Dios (cf. Lucas 12, 21). Creen en cambio que el Señor es el tesoro de la vida y el amor al prójimo la única verdadera fuente de ganancia. A veces estamos descontentos por algo que nos falta o preocupados si no somos considerados como quisiéramos; recordemos que no está aquí nuestra felicidad, sino en el Señor y en el amor: sólo con Él, sólo amando se vive como bienaventurado.

Quisiera finalmente citar otra bienaventuranza, que no se encuentra en el Evangelio, sino al final de la Biblia y habla del conclusión de la vida: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor» (Apocalipsis 14, 13).

Mañana estaremos llamados a acompañar con la oración a nuestros difuntos, para que gocen siempre del Señor. Recordemos con gratitud a nuestros seres queridos y oremos por ellos.

Que la Madre de Dios, Reina de los Santos y Puerta del Cielo, interceda por nuestro camino de santidad y por nuestros seres queridos que nos han precedido y han partido ya para la Patria celestial.

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Ángelus 2018

¡O santidad o nada!

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz fiesta!

La primera lectura de hoy, del Libro del Apocalipsis, nos habla del cielo y nos coloca ante «una muchedumbre inmensa», que nadie podía contar, «de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Apocalipsis 7, 9). Son los santos. ¿Qué hacen «allá arriba»? Cantan juntos, alaban a Dios con alegría. Sería hermoso escuchar su canto ... Pero podemos imaginarlo: ¿sabéis cuándo? Durante la misa, cuando cantamos «Santo, santo, santo el Señor, Dios del universo ...». Es un himno, dice la Biblia, que viene del cielo, que se canta allí (cf. Isaias 6, 3, Apocalipsis 4, 8), un himno de alabanza. Entonces, cantando el «Santo», no solo pensamos en los santos, sino que hacemos lo que ellos hacen: en ese momento, en la misa, nos unimos a ellos más que nunca.

Y estamos unidos a todos los santos: no solo a los más conocidos, del calendario, sino también a los «de la puerta de al lado», a los miembros de nuestra familia y conocidos que ahora forman parte de esa inmensa multitud. Hoy, pues, es una fiesta familiar. Los santos están cerca de nosotros, de hecho, son nuestros verdaderos hermanos y hermanas. Nos entienden, nos aman, saben lo que es nuestro verdadero bien, nos ayudan y nos esperan. Son felices y nos quieren felices con ellos en el paraíso.

Por este motivo, nos invitan al camino de la felicidad, indicado en el Evangelio de hoy, tan hermoso y conocido: «Bienaventurados los pobres de espíritu [...] Bienaventurados los mansos, Bienaventurados los limpios de corazón... » (cf. Mateo 5, 3-8). El Evangelio dice bienaventurados los pobres, mientras que el mundo dice bienaventurados los ricos. El Evangelio dice bienaventurados los mansos, mientras que el mundo dice bienaventurados los prepotentes. El Evangelio dice bienaventurados los puros, mientras que el mundo dice bienaventurados los astutos y los vividores. Este camino de la bienaventuranza, de la santidad, parece conducir al fracaso. Y, sin embargo, —la primera lectura nos lo recuerda de nuevo— los santos tienen «palmas en sus manos» (v. 9), es decir, los símbolos de la victoria. Han ganado ellos, no el mundo. Y nos exhortan a elegir su parte, la de Dios que es santo.

Preguntémonos de qué lado estamos: ¿del cielo o de la tierra? ¿Vivimos para el Señor o para nosotros mismos, para la felicidad eterna o para alguna satisfacción ahora? Preguntémonos: ¿realmente queremos la santidad? ¿O nos contentamos con ser cristianos sin pena ni gloria, que creen en Dios y estiman a los demás pero sin exagerar? El Señor «lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados» (Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 1). En resumen, ¡o santidad o nada! Es bueno para nosotros dejarnos provocar por los santos, que no han tenido medias tintas aquí y desde allí nos «animan» para que elijamos a Dios, la humildad, la mansedumbre, la misericordia, la pureza, para que nos apasionemos por el cielo más que por la tierra.

Hoy, nuestros hermanos y hermanas no nos piden que escuchemos otra vez un bello Evangelio, sino que lo pongamos en práctica, que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, ¡nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios! El Señor nos anima y quienquiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mateo 5, 12). ¡Que la Santa Madre de Dios, Reina de los santos, nos ayude a caminar decididos por la senda de la santidad! Que Ella, que es la Puerta del Cielo, lleve a nuestros amados difuntos a la familia celestial.

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Ángelus 2019

La santidad es una vocación común de todos los cristianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La solemnidad de hoy de Todos los Santos nos recuerda que todos estamos llamados a la santidad. Los Santos y las Santas de todos los tiempos, que hoy celebramos todos juntos, no son simplemente símbolos, seres humanos lejanos, inalcanzables. Al contrario, son personas que han vivido con los pies en la tierra; que han experimentado la fatiga cotidiana de la existencia con sus éxitos y sus fracasos, encontrando en el Señor la fuerza de volver a levantarse siempre y continuar el camino. De ahí podemos comprender que la santidad es una meta que no se puede alcanzar sólo con las propias fuerzas, sino que es fruto de la gracia de Dios y de nuestra libre respuesta a ella. Por lo tanto, la santidad es un don y una llamada. Como gracia de Dios, es decir, don suyo, es algo que no podemos comprar ni cambiar, sino acoger, participando así en la misma vida divina por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. La semilla de la santidad es precisamente el Bautismo. Se trata de madurar cada vez más la conciencia de que estamos injertados en Cristo, ya que el sarmiento está unido a la vid, y por eso podemos y debemos vivir con Él y en Él como hijos de Dios. Así que la santidad es vivir en plena comunión con Dios, ya ahora, durante esta peregrinación terrenal.

Pero la santidad, además de un don, es también una llamada, es una vocación común de todos nosotros cristianos, de los discípulos de Cristo; es el camino de plenitud que todo cristiano está llamado a recorrer en la fe, procediendo hacia la meta final: la comunión definitiva con Dios en la vida eterna. La santidad se convierte así en respuesta al don de Dios, porque se manifiesta como una asunción de responsabilidad. Desde este punto de vista, es importante asumir un compromiso cotidiano de santificación en las condiciones, en los deberes y en las circunstancias de nuestra vida, tratando de vivir cada cosa con amor, con caridad.

Los santos que hoy celebramos en la liturgia son hermanos y hermanas que admitieron en su vida la necesidad de esta luz divina, abandonándose a ella con confianza. Y ahora, frente al trono de Dios (cf. Apocalipsis 7, 15), cantan su gloria en la eternidad. Estos constituyen la “Ciudad santa”, a la que miramos con esperanza, como a nuestra meta definitiva, mientras somos peregrinos en esta “ciudad terrenal”. Caminamos hacia esa “ciudad santa”, donde nos esperan esos hermanos y hermanas santos. Es cierto, nosotros estamos fatigados por la dureza del camino, pero la esperanza nos da la fuerza para continuar hacia adelante. Mirando su vida, estamos incitados a imitarlos. Entre ellos hay muchos testimonios de una santidad «de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 7).

Hermanos y hermanas, el recuerdo de los Santos nos induce a elevar los ojos hacia el Cielo: no para olvidar las realidades de la tierra, sino para afrontarlas con más valor, con más esperanza. Que nos acompañe, con su intercesión maternal, María, nuestra Madre santísima, señal de consolación y de segura esperanza.

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BENEDICTO XVI – Homilía 2006 y Ángelus 2006 y 2009

Homilía 2006

Los santos, amigos y modelos de vida

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación “Alegrémonos todos en el Señor”. La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.

Hoy la Iglesia celebra su dignidad de “madre de los santos, imagen de la ciudad celestial” (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.

En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

Pero, “¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?”. Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da: “Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos” (Discurso 2: Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).

Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.

Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.

Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. “Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12, 26).

Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.

Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, “han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.

La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.

Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, “perderse a sí mismos”, y precisamente así nos hace felices.

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia” (cf. Mt 5, 3-10).

En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.

Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

Queridos hermanos y hermanas, entramos ahora en el corazón de la celebración eucarística, estímulo y alimento de santidad. Dentro de poco se hará presente del modo más elevado Cristo, la vid verdadera, a la que, como sarmientos, se encuentran unidos los fieles que están en la tierra y los santos del cielo. Así será más íntima la comunión de la Iglesia peregrinante en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria.

En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida.

Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.

Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo. Amén.

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Ángelus 2006

El cristiano vive con los pies en la tierra y el corazón en el cielo

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy la solemnidad de todos los santos y mañana conmemoraremos a los fieles difuntos. Estas dos celebraciones litúrgicas, muy queridas, nos ofrecen una oportunidad singular para meditar en la vida eterna. El hombre moderno, ¿sigue esperando esta vida eterna o considera que pertenece a una mitología ya superada?

En nuestro tiempo, más que en el pasado, vivimos tan absorbidos por las cosas terrenales, que en ocasiones es difícil pensar en Dios como protagonista de la historia y de nuestra misma vida.

La existencia humana, sin embargo, por su naturaleza, está orientada hacia algo más grande, que le trasciende; en el ser humano no se puede suprimir el anhelo por la justicia, la verdad, la felicidad plena.

Ante el enigma de la muerte, muchos sienten el deseo y la esperanza de volver a encontrar en el más allá a sus seres queridos. Y es fuerte también la convicción de un juicio final que restablezca la justicia, la espera de un esclarecimiento definitivo en el que a cada quien se le dé lo que le corresponde.

Ahora bien, para nosotros, los cristianos, «vida eterna» no sólo indica una vida que dura para siempre, sino también una nueva calidad de la existencia, sumergida plenamente en el amor de Dios, que libera del mal y de la muerte y nos pone en comunión sin fin con todos los hermanos y hermanas que participan en el mismo Amor. La eternidad, por tanto, puede estar ya presente en el centro de la vida terrena y temporal, cuando el alma, mediante la gracia, se une a Dios, su fundamento último. Todo pasa, sólo Dios no cambia. Un Salmo dice: «Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!» (Salmo 72/73,26). Todos los cristianos, llamados a la santidad, son hombres y mujeres que viven firmemente aferrados a esta «Roca», tienen los pies en la tierra, pero el corazón ya está en el Cielo, morada definitiva de los amigos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas: Meditemos en estas realidades con el espíritu dirigido a nuestro destino último y definitivo, que da sentido a las situaciones diarias. Renovemos el gozoso sentimiento de la comunión de los santos y dejémonos atraer por ellos hacia la meta de nuestra existencia: el encuentro, cara a cara, con Dios. Recemos para que ésta sea la herencia de todos los fieles difuntos, no sólo de nuestros seres queridos, sino también de todas las almas, especialmente de las más olvidadas y necesitadas de la misericordia divina.

Que la Virgen María, Reina de todos los santos, nos guíe para escoger en todo momento la vida eterna, la «la vida del mundo futuro», como decimos en el «Credo»; un mundo que ya ha sido inaugurado por la resurrección de Cristo y cuya llegada podemos apresurar con nuestra conversión sincera y con las obras de caridad.

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Ángelus 2009

¡No tengáis miedo a ser santos!

¡Queridos hermanos y hermanas!

Este domingo coincide con la solemnidad de Todos los Santos, que invita a la Iglesia peregrina sobre la tierra a pregustar la fiesta sin fin de la Comunidad celestial, y a reavivar la esperanza en la vida eterna. Transcurren este año 14 siglos desde que el Panteón –uno de los más antiguos y célebre monumentos romanos– fue destinado al culto cristiano y dedicado a la Virgen María y a todos los Mártires: “Sancta Maria ad Martyres”. El templo de todas las divinidades paganas se había así convertido en memorial de los que, como dice el Libro del Apocalipsis, “vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7,14). Posteriormente, la celebración de todos los mártires se ha extendido a todos los santos, “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap. 7,9) –como se expresa todavía San Juan. En este Año Sacerdotal, me gusta recordar con especial veneración a los santos sacerdotes, tanto a los que la Iglesia ha canonizado, proponiéndolos como ejemplo de virtudes espirituales y pastorales, como aquellos –mucho más numerosos– que el Señor conoce. Cada uno de nosotros conserva la grata memoria de alguno de ellos, que nos ha ayudado a crecer en la fe y no ha hecho sentir la bondad y la cercanía de Dios.

Mañana, nos espera la anual Conmemoración de todos los fieles difuntos. Querría invitar a vivir esta fiesta anual según el auténtico espíritu cristiano, es decir en la luz que procede del Misterio pascual. Cristo ha muerto y resucitado y nos ha abierto el paso a la casa del Padre, el Reino de la vida y de la paz. Quien sigue a Jesús en esta vida es acogido donde Él nos ha precedido. Por tanto, mientras visitamos los cementerios, recordemos que allí, en las tumbas, reposan sólo los restos mortales de nuestros seres queridos a la espera de la resurrección final. Sus alma –como dice la Escritura– ya “están en las manos de Dios” (Sab 3, 1). Por tanto, el modo más propio y eficaz de honrarles es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad. En unión al Sacrificio eucarístico, podemos interceder por su salvación eterna, y experimentar la comunión más profunda, a la espera de reencontrarnos juntos, para gozar por siempre del Amor que nos ha creado y redimido.

Queridos amigos, ¡qué bella y consoladora es la comunión de los santos! Es una realidad que infunde una dimensión distinta a toda nuestra vida. ¡Nunca estamos solos! Formamos parte de una “compañía” espiritual en la que reina una profunda solidaridad: el bien de cada uno es para beneficio de todos y, viceversa, la felicidad común se irradia en cada uno. Es un misterio que, en cierta medida, podemos ya experimentar en este mundo, en la familia, en la amistad, especialmente en la comunidad espiritual de la Iglesia. Nos ayude María Santísima a caminar rápidamente en la vía de la santidad, y se muestre como Madre de misericordia para las almas de los difuntos.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La Iglesia, comunión de los santos

61. Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.

946. Después de haber confesado “la Santa Iglesia católica”, el Símbolo de los Apóstoles añade “la comunión de los santos”. Este artículo es, en cierto modo, una explicitación del anterior: “¿Qué es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?” (Nicetas, symb. 10). La comunión de los santos es precisamente la Iglesia.

947. “Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros... Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza... Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia” (Santo Tomás, symb.10). “Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común” (Catech. R. 1, 10, 24).

948. La expresión “comunión de los santos” tiene entonces dos significados estrechamente relacionados: “comunión en las cosas santas [‘sancta’]” y “comunión entre las personas santas [‘sancti’]”.

    “Sancta sanctis” [lo que es santo para los que son santos] es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos Dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles [“sancti”] se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo [“sancta”] para crecer en la comunión con el Espíritu Santo [“Koinônia”] y comunicarla al mundo.

LA COMUNION DE LOS BIENES ESPIRITUALES

949. En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42):

    La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.

950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos ... El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios ... Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24).

951. La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (Lumen Gentium, 12). Pues bien, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7).

952. “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catech. R. 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).

953. La comunión de la caridad: En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.

LA COMUNION ENTRE LA IGLESIA DEL CIELO Y LA DE LA TIERRA

954. Los tres estados de la Iglesia. “Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando ‘claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es’” (Lumen Gentium, 49):

    Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos en mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (Lumen Gentium, 49).

955. “La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales” (Lumen Gentium, 49).

956. La intercesión de los santos. “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad...no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra... Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (Lumen Gentium, 49):

    No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos, cf. Jordán de Sajonia, lib 43).

    Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).

957. La comunión con los santos. “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (Lumen Gentium, 50):

    Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios: en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también nosotros, ser sus compañeros y sus condiscípulos (San Policarpo, mart. 17).

958. La comunión con los difuntos. “La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones `pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados’ (2 M 12, 45)” (Lumen Gentium, 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.

959. ... en la única familia de Dios. “Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia” (Lumen Gentium, 51).

960. La Iglesia es “comunión de los santos”: esta expresión designa primeramente las “cosas santas” [“sancta”], y ante todo la Eucaristía, “que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo” (Lumen Gentium, 3)

961. Este término designa también la comunión entre las “personas santas” [“sancti”] en Cristo que ha “muerto por todos”, de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.

962 “Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones” (SPF 30).

1090. “En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra Vida, y nosotros nos manifestamos con Él en la gloria” (Sacrosanctum Concilium 8; cf. Lumen Gentium, 50).

La celebración de la Liturgia celestial

1137. El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que “un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono” (Ap 4,2): “el Señor Dios” (Is 6,1; cf Ez 1,26-28). Luego revela al Cordero, “inmolado y de pie” (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21; etc), el mismo “que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado” (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela “el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6).

1138. “Recapitulados” en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6,2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil, cf Ap 7,1-8; 14,1), en particular los mártires “degollados a causa de la Palabra de Dios”, Ap 6,9-11), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer, cf Ap 12, la Esposa del Cordero, cf Ap 21,9), finalmente “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7,9).

1139. En esta Liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos.

1370. A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

La intercesión de los santos

956. La intercesión de los santos. “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad...no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra... Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (Lumen Gentium, 49):

    No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos, cf. Jordán de Sajonia, lib 43).

    Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).

MAESTROS Y LUGARES DE ORACION

Una pléyade de testigos

2683. Los testigos que nos han precedido en el Reino (cf Hb 12, 1), especialmente los que la Iglesia reconoce como “santos”, participan en la tradición viva de la oración, por el modelo de su vida, por la transmisión de sus escritos y por su oración actual. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cf Mt 25, 21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero.

Los santos, ejemplos de santidad

828. Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (cf Lumen Gentium, 40; 48-51). “Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia” (Christifideles Laici, 16, 3). En efecto, “la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero” (Christifideles Laici, 17, 3).

867. La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque comprenda pecadores, ella es “ex maculatis immaculata” (“inmaculada aunque compuesta de pecadores”). En los santos brilla su santidad; en María es ya la enteramente santa.

1173. Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos “proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos” (Sacrosanctum Concilium 104; cf Sacrosanctum Concilium 108 y 111).

LA IGLESIA, MADRE Y EDUCADORA

2030. El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados. De la Iglesia recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la ley de Cristo (Gal 6,2). De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad; reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral.

MAESTROS Y LUGARES DE ORACION

Una pléyade de testigos

2683. Los testigos que nos han precedido en el Reino (cf Hb 12, 1), especialmente los que la Iglesia reconoce como “santos”, participan en la tradición viva de la oración, por el modelo de su vida, por la transmisión de sus escritos y por su oración actual. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cf Mt 25, 21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero.

2684. En la comunión de los santos, se han desarrollado diversas espiritualidades a lo largo de la historia de la Iglesia. El carisma personal de un testigo del amor de Dios hacia los hombres, por ejemplo el “espíritu” de Elías a Eliseo (cf 2 R 2, 9) y a Juan Bautista (cf Lc 1, 17), ha podido transmitirse para que unos discípulos tengan parte en ese espíritu (cf PC 2). En la confluencia de corrientes litúrgicas y teológicas se encuentra también una espiritualidad que muestra cómo el espíritu de oración incultura la fe en un ámbito humano y en su historia. Las diversas espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son guías indispensables para los fieles. En su rica diversidad, reflejan la pura y única Luz del Espíritu Santo.

    El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado su templo (San Basilio, Spir. 26, 62).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¡Sed santos, porque yo soy santo!

Los santos, que la liturgia celebra en esta fiesta, no son sólo los canonizados por la Iglesia y que encontramos mencionados en nuestros calendarios. Son todos los salvados, que forman la así lla­mada Iglesia triunfante, la Jerusalén del cielo. La primera lectura habla de «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas».

La fiesta, sin embargo, no se puede zanjar en una pura celebra­ción o en una simple petición de ayuda. Hablando de los santos, san Bernardo decía: «No seamos perezosos en imitar a los que so­mos felices de celebrar». Es, por lo tanto, la ocasión ideal para re­flexionar sobre «la llamada universal de todos los cristianos a la santidad» (cfr. constitución Lumen gentium, 32). En la primera carta de Pedro leemos:

«Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como está escrito: Seréis santos, porque santo soy yo» (1 Pe 1,15-16).

Recorramos los momentos fuertes de esta llamada a la santidad, que atraviesa de una parte a otra la Escritura y que el Vaticano II ha relanzado cuando ha escrito que «un estado cuya esencia está en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de una manera indiscutible, a su vida ya su santidad» (constitución Lu­men gentium,40).

La primera cosa que es necesario hacer, cuando se habla de san­tidad, es liberar a esta palabra del miedo que ella inspira a causa de ciertas representaciones erróneas que se nos han hecho. La santi­dad puede permitir fenómenos extraordinarios; pero, no se identi­fica con ellos. Si todos son llamados a la santidad, es porque, en­tendida rectamente, está a disposición de todos, forma parte de lo normal de la vida cristiana.

La motivación de fondo de la santidad es desde el principio cla­ra; y es que él, Dios, es santo. La santidad, según la Biblia, es la sín­tesis de todos los atributos de Dios. Isaías llama a Dios «el santo de Israel» (5,19). «Santo, santo, santo» (Qadosh, qadosh, qadosh) es el grito, que acompaña a la manifestación de Dios en el momento de su llamada (Isaías 6, 3).

En cuanto al contenido de la idea de santidad, el término bíblico qadosh sugiere la idea de separación, de diversidad. Dios es santo porque es totalmente el otro respecto a todo lo que el hombre pue­de pensar, decir o hacer. Es el absoluto, en el sentido etimológico de ab-solutus, esto es, desatado de todo el resto y aparte. Es el tras­cendente en el sentido de que está por encima de todas nuestras ca­tegorías.

Cuando se busca ver cómo el hombre entra en la esfera de la san­tidad de Dios y qué significa ser santo, aparece de inmediato la pre­valencia en el Antiguo Testamento de la idea ritualista. Las vías de la santidad de Dios son objetos, lugares, ritos, prescripciones. Esta san­tidad es tal que viene profanada si uno se acerca al altar con una de­formidad física o después de haber tocado un animal inmundo (cfr. Levítico 11,44; 21,23). Se oyen, es verdad, especialmente en los profetas y en los salmos, voces diferentes. A la pregunta: «¿Quién puede subir al monte del Señor? , ¿ Quién puede estar en el recinto sa­cro?» (Salmo 24, 3), se responde con indicaciones exquisitamente morales: «El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Salmo 24,4). Pero, son palabras que permanecen aisladas. Todavía en el tiempo de Jesús, prevalece la idea de que la santidad y la justicia con­sisten en la pureza ritual y en la observancia de la Ley.

Pasando, ahora, al Nuevo Testamento vemos que la definición de «nación santa» (1 Pedro 2,9) se extiende bien pronto a los cris­tianos. Para Pablo, los bautizados son «santos por vocación» (Ro­manos 1,7), esto es, los «llamados a ser santos» (Efesios 1,4). Él designa habitualmente a los bautizados con el término de «santos». Los creyentes han sido escogidos por Dios «para ser santos e inma­culados en su presencia, en el amor» (Efesios 1,4). Pero, bajo la aparente identidad de terminología, asistimos a cambios profun­dos. La santidad ya no es más un hecho ritual o legal sino moral; no reside en las manos sino en el corazón; no se decide fuera sino den­tro del hombre; y se resume en la caridad.

Los mediadores de la santidad de Dios ya no son más los luga­res (el templo de Jerusalén o el monte Corazín) (cfr. Mateo 11,21; Lucas 10, 13), los ritos, los objetos y las leyes sino una persona, Je­sucristo. Ser santo no consiste tanto en ser un separado de esto o de aquello, cuanto en un estar unido a Jesucristo. En Jesucristo está la santidad misma de Dios, que nos alcanza en persona, no por una distante reverberación. Él es «el santo de Dios» (Juan 6,69).

De dos modos nosotros entramos en contacto con la santidad de Cristo y ella se nos comunica: por apropiación y por imitación. De ellos, el más importante es el primero, que se actúa con la fe y me­diante los sacramentos:

«Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6,11).

La santidad es, ante todo, un don, una gracia y es obra de toda la Trinidad. Dado que nosotros pertenecemos a Cristo más que a no­sotros mismos, habiendo sido «bien comprados» (1 Corintios 6, 20), se alcanza que, inversamente, la santidad de Cristo nos perte­nece más a nosotros que nuestra misma santidad. Es este el golpe de timón en la vida espiritual. Pablo nos enseña cómo se hace este «golpe de audacia» cuando declara solemnemente no querer ser hallado con su justicia o santidad, que proviene de la observancia de la Ley, sino únicamente con la que proviene de la fe en Cristo (cfr. Filipenses 3,5-10). Cristo, dice, ha llegado a ser «para noso­tros justicia, santificación y redención» (1 Corintios 1,30). «Para nosotros»: por lo tanto, podemos reclamar su santidad como nues­tra a todos los efectos. Un golpe de audacia es, igualmente, lo que hace san Bernardo cuando grita: «Yo, cuanto me falta a mí me lo apropio (a la letra, ¡lo arranco!) del costado de Cristo». «Arrancar» la santidad de Cristo, «robar el reino de los cielos»: esto es un gol­pe de audacia a repetir frecuentemente en la vida.

Junto a este medio fundamental de la fe y de los sacramentos, también debe encontrar lugar la imitación, esto es, el esfuerzo per­sonal y las buenas obras. No como medio arrancado y distinto, sino como el único medio adecuado de manifestar la fe, traduciéndola en acto. En el Nuevo Testamento se alternan dos verbos a propósi­to de la santidad, uno en indicativo y uno en imperativo: «Sois san­tos», «Sed santos». Los cristianos son santificados y se han de san­tificar. Cuando Pablo escribe: «Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (Tesalonicenses 4, 3), es claro que pretende precisa­mente esta santidad, que es fruto del tesón personal. Añade, en efecto, como para explicar en qué consiste la santificación de quien está hablando: «Que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor» (cfr. Tesalo­nicenses 4,3-4).

El Vaticano II ha puesto claramente en realce en el texto recor­dado estos dos aspectos de la santidad, basados respectivamente en la fe y en las obras: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en virtud de sus propios méritos, sino por designio y gracia de Él, y justificados en Cristo Nuestro Señor, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santi­dad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida, con la ayuda de Dios» (constitución Lumen gentium, 40).

Esto es el ideal nuevo de santidad en el Nuevo Testamento. Un punto permanece inmutable en el paso del Antiguo al Nuevo Tes­tamento y, es más, en el que se profundiza, y es el «porqué» es ne­cesario ser santos: porque Dios es santo. La santidad no es, por lo tanto, una imposición, un honor, que se nos impone sobre nuestras espaldas sino un privilegio, un don, un honor sumo. Una obliga­ción, sí; pero, que proviene de nuestra nobleza de hijos de Dios. ¡Nobleza obliga!

La santidad es exigida por el ser mismo del hombre; éste debe ser santo para efectuar su identidad profunda, que es la de ser «a imagen y semejanza de Dios» (cfr. Génesis 2). Para la Escritura el hombre no es sólo aquello que está determinado que fuera por su nacimiento («animal racional»), sino también lo que está llamado a llegar a ser mediante la obediencia a Dios con el ejercicio de su li­bertad. No es sólo naturaleza sino también vocación. Si, por lo tan­to, nosotros estamos «llamados a ser santos», si somos «santos por vocación», entonces está claro que, con éxito, seremos verdaderas personas en la medida en que seamos santos. Contrariamente, se­remos dioses fracasados. ¡Lo contrario de santo no es ser pecador sino fracasado o frustrado! «No hay más que una tristeza en el mundo y es la de no ser santos» (Lean Bloy). Tenía razón la madre Teresa de Calcuta cuando a un periodista, que le preguntó a que­marropa, qué se sentía al ser aclamada santa por todo el mundo, respondió: «La santidad no es un lujo, es una necesidad».

Después de haberlos contemplado como modelos, ahora, pode­mos dirigimos a los Santos como intercesores, orando junto con la liturgia: «Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado cele­brar en una misma fiesta los méritos de todos los Santos, concéde­nos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

La santidad es para todos

Los justos están en paz.

Dichosos los que creen en Cristo y viven en la esperanza del cumplimiento de su promesa del Paraíso y la vida eterna, cumpliendo la voluntad de Dios, compartiendo la alegría de los ángeles y los santos que interceden por ellos, para que venzan todas sus batallas, y lleguen al cielo para participar del gozo de la santidad.

Dichosos los que tienen fe, y alimentan su fe.

Dichosos los que predican el Evangelio, y hablan de Jesús sin miedo, llevando su luz a todos los rincones de la tierra para que el mundo crea.

Dichosos los que aman a Dios por sobre todas las cosas, y aman al prójimo como Jesús los amó, y por ese amor se santifican, cada uno según su vocación y en su propio ambiente, ahí en donde le tocó vivir, y el llamado a la santidad sentir, escuchar, aceptar, enseñar, compartir.

Dichosos los que abren su corazón para recibir la misericordia y la gracia de Dios, a través de los dones, frutos y carismas del Espíritu Santo.

Sigue tú el ejemplo de los santos. La santidad es para todos. Es posible alcanzar la santidad, porque no hay nada imposible para Dios.

Tú eres una creación de Dios, único e irrepetible, hecho a imagen y semejanza de Dios. No hay nadie igual que tú. De manera especial has sido creado para amar a Dios y participar eternamente de su gloria, si eres pobre de espíritu y crees en Jesucristo como tu Amo y Señor, Hijo de Dios vivo, que ha resucitado para darte vida eterna.

Glorifica a Dios con tu vida, y alcanzarás la dicha de la santidad y la vida eterna».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La paradoja de la felicidad

Al oír estas palabras del Señor [las Bienaventuranzas] e imaginándonos la escena: Jesús ante un numeroso grupo que le escucha, mientras Él con paciencia, pero con mucha fuerza, va detallando como han de ser los santos, no podemos sino afirmar su deseo grande de que muchos encuentren una felicidad plena, completa. Ese “Bienaventurados”, que repite una y otra vez, parece contener su deseo de vernos colmados, definitivamente satisfechos para siempre. El común destino –la Bienaventuranza– que aguarda a los que demuestren ser suyos en las diversas circunstancias que Jesús va desgranando, es una tal felicidad y satisfacción, según sugiere la reiterada repetición de una única palabra, que no es posible pensar en nada mejor.

La bienaventuranza es el Cielo, ese estado perfecto para el que hemos sido pensados por Dios, Nuestro Señor y Padre amorosísimo. En el Cielo nos desea Dios, que en su Amor quiere lo mejor para el hombre, la intimidad con Él mismo; pues, siendo Él Amor, no nos ofrece un bien de grandes proporciones, sino su misma perfección absoluta. Es evidente que no tenemos capacidad para imaginar el Cielo. En efecto, como concluye el Apóstol: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman.

Resulta desde luego paradójico, como hemos leído en el evangelio de hoy, que por lo adverso se llegue a la más completa y eterna felicidad. No es así como nos organizamos de ordinario en este mundo. Por el contrario, suele entenderse la plenitud humana como un acumular satisfacciones y, a ser posible, que sean variadas y abundantes: a más satisfacciones, más felicidad, pensamos. Sin embargo, el Señor insiste en que la plenitud propia de los hombres no está en eso. Consiste más bien, repite una y otra vez, en el desprendimiento de los bienes materiales porque no son nuestro fin; en la limpieza de corazón para amar dignamente a los demás, libre de otras compensaciones; en sufrir con paciencia la adversidad de un ambiente que con frecuencia es ajeno a Dios; en conservar la paz, cuando sería más fácil recurrir a la violencia; en ser menospreciados por permanecer leales a la fe...

Todo esto exige esfuerzo por parte del cristiano: renunciar a un planteamiento de la vida que busca sencillamente el confort a corto plazo y contempla al hombre como un ser sólo de este mundo. Exige, en fin, del discípulo de Cristo una confianza absoluta en su Señor que le asegura eso: la Bienaventuranza, pero a través de objetivos costosos. Como diría un místico: per aspera ad astra, a lo más esplendoroso se llega a través de lo difícil.

Hoy, que la Iglesia celebra la gran solemnidad de Todos los Santos, meditamos en esta paradójica lección del Señor, encomendándonos a la protección de aquellos que ya alcanzaron la meta, para que, como a los santos, la confianza en Dios nos anime a perder el miedo a lo que cuesta si Él lo espera. Conoce de sobra nuestro Dios la flaqueza de sus hijos y nuestra tendencia a buscar caprichosamente pequeños deleites inmediatos. Más aún, sabe que, aunque queramos, somos incapaces, sin su ayuda, de vivir el ideal generoso que nos propone. Pero con su ayuda sí. Siendo hijos pequeños de un Padre Todopoderoso y Bueno, nada nos es imposible. Hasta los errores, las infidelidades, los pecados, incluso los más graves, si nos arrepentimos sinceramente, encuentran el perdón en el corazón de nuestro Dios y Padre, y pueden ser para sus hijos la ocasión de grandes virtudes por su Gracia.

Como Maestro, sabe que enseña algo en cierta medida nuevo, revolucionario diríamos hoy. Ese afán de muchos por disfrutar a base de no tener problemas y gozar al máximo de estímulos placenteros, no es propiamente, ni puede ser, la causa de la verdadera felicidad en los hombres, que estamos hechos para más. Estamos pensados, para la Bienaventuranza, una felicidad completa, definitiva, que no se puede perder y la mayor posible para cada persona. En todo caso ya sabemos que no tenemos capacidad para imaginarnos el Cielo...: Dios mismo colmando amorosamente nuestra pequeñez.

Jesucristo, que nos habla del Cielo animándonos a la Bienaventuranza, a la que hemos sido destinados por el amor que Dios nos tiene, Él mismo nos indica el camino. Es el camino recorrido ya por la multitud de los santos, que nos han precedido y hoy celebramos. Un camino transitado muchas veces, en las más variadas circunstancias y por personas de toda condición. También hoy tenemos cada uno nuestro propio camino hasta el Cielo, que seremos capaces de recorrer con la ayuda de Dios.

A Santa María, Madre nuestra y Reina de todos los santos, nos encomendamos. Para que guíe nuestros pasos hasta la Eterna Bienaventuranza, como las madres de la tierra hacen con sus pequeños, que los observan y animan con amor mientras caminan y los socorren si hace falta en sus tropiezos.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Caminar mientras disponemos de tiempo

Hoy no celebramos la fiesta de muchos santos reunidos en un solo grupo; celebramos algo más profundo: el misterio de la comunión de los santos. Es un artículo de nuestro “credo”: “Creo en la santa Iglesia católica, la comunión de los santos”.

Todos los santos, es decir, los redimidos por Cristo que se fueron de la vida antes que nosotros, a partir de María, forman una comunión, una unidad: son el cuerpo glorificado del Cristo, la iglesia de los bienaventurados. Pero, en distinta forma, ellos están en comunión también con nosotros. Ya no los une a nosotros la fe y la esperanza (estas dos cosas han pasado para ellos), los une la caridad, que nunca desaparece. La caridad entendida como amor del único Padre suyo y nuestro, del único Redentor y del único Espíritu, y la caridad entendida como el “segundo mandamiento” que los hace solidarios y solícitos con respecto a nosotros.

Sí, porque también nosotros, como ellos, llevamos impreso −aunque todavía escondido− el sello del Dios vivo; también nosotros estamos destinados a integrar aquel misterioso número de los ciento cuarenta y cuatro mil señalados (Apoc. 7, 3-4). Para esta profunda unidad, hoy debemos sentirnos cercanos a todos los santos que, antes que nosotros, creyeron todo lo que creemos nosotros, esperaron lo que esperamos, sufrieron lo que sufrimos. Son nuestros hermanos y amigos. Pedro es mi hermano, Pablo es mi hermano, también lo son Francisco de Asís, Ignacio, el Papa Juan. Sus tesoros de santidad son bienes de familia y yo puedo contar con ellos. También son esos tesoros en el cielo que Jesús nos exhortó a acumular (Mt. 6, 20).

Para aquella misteriosa comunión, los santos también están presentes. En el cielo −aseguró Juan− ellos están en actitud de adoración ante el trono del Cordero. Están apenas del otro lado del altar. Cuando los invocamos por su nombre en algunas circunstancias especiales con las Letanías de los Santos (como en la ordenación sacerdotal), sentimos que están de veras allí y que podrían responder a cada invocación, como a un llamado fraternal: ¡Presente!

Éste es el clima en el que hoy celebramos nuestra Eucaristía. Veamos ahora cómo pueden ayudarnos las lecturas bíblicas elegidas a profundizar algún aspecto del contenido de la solemnidad.

Llama la atención el contraste entre la primera y la tercera lectura. En la primera, Juan nos introduce en la Jerusalén celestial: está poblada por seres que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras), las han blanqueado en la sangre del Cordero, y ahora entonan el cántico de la victoria y de la alabanza: La salvación –dicen− y la santidad que hemos conseguido pertenecen a nuestro Dios y al Cordero; no han sido obra y mérito nuestro, sino don suyo; Él solo es el Santo, nosotros somos nada más que “santificados”. Es una multitud inmensa, de todos los pueblos, razas y naciones: es la Iglesia de los salvados que entró en la alegría de su Señor y ya vive oculta con Cristo en Dios (Col. 3, 3).

Cuando de esta visión de gloria pasamos a la lectura evangélica, advertimos un clima completamente distinto. También aquí se habla de “bienaventurados”, ¡pero de bienaventurados que están en la pobreza, la aflicción, que tienen hambre y sed, que son perseguidos por la justicia y que lloran! La de las bienaventuranzas es la Iglesia que encamina: a ella el Señor le traza el camino estrecho que lleva a la Vida (Mt. 7, 14). Es “nuestra Iglesia” y, por eso, aquí es a nosotros a quienes nos habla Cristo. ¿Cuál es la verdadera diferencia entre nosotros y los santos que festejamos? Ellos son bienaventurados en la posesión, nosotros sólo en la esperanza: “spe gaudentes”, como dice Pablo (Rom. 12, 12). Sin embargo, en la segunda lectura, Juan nos introduce en una verdad más profunda y consoladora: algo que nos une a la condición de los bienaventurados, antes que separarnos de ella: Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía... El que tiene esta esperanza en él, se purifica.

Nosotros ya somos lo que seremos un día: hijos de Dios. Lo esencial ya lo poseemos; el reino de los cielos ya empezó para nosotros gracias a nuestra calidad de hijos de Dios y de coherederos de Cristo. En esto estamos también nosotros en la comunión de los santos.

Sin embargo, cuidado con dejarse llevar por la pasividad. Sí somos hijos de Dios por el bautismo, pero no lo somos en forma estable e irreversible. Todavía estamos expuestos al peligro de caer de aquella condición, de detener el crecimiento de la semilla. He aquí por qué debemos preocuparnos por trabajar por nuestra salvación con temor y temblor (Flp. 2, 12), por hacer el bien a todos mientras tengamos tiempo (Gál. 6, 10). La diferencia más grande entre nosotros y los santos está precisamente aquí: nosotros estamos en el tiempo y tenemos tiempo.

Una cosa que ellos no tienen más. Si los santos pudieran desear algo o envidiarnos algo, he aquí lo que nos envidiarían: el tiempo. El tiempo para amar más, para purificarse más, para volverse más parecidos al Cordero sin mancha. Nosotros tenemos el tiempo; no sabemos cuánto, no sabemos hasta dónde. Nos toca a nosotros decidir qué deseamos hacer con él: si dejarlo pasar, simplemente, o utilizarlo como el más grande de los talentos. Caminen mientras tengan la luz (Jn. 12, 35): este dicho de Jesús puede ser explicado también así: ¡caminen mientras dispongan del tiempo!

Entretanto, la comunión eucarística para la que ahora nos preparamos, realiza una anticipación de nuestro ingreso en la Jerusalén celestial y una comunión más estrecha con los santos. Felices de aquellos entre nosotros −y esperamos ser todos− que serán invitados también a aquella otra cena del Señor: aquella en la cual él se dará a sus elegidos sin más velos ni símbolos, sino “cara a cara”.

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SAN JUAN PABLO II – Homilía del 1 de noviembre de 2000

Conmemoración del 50° aniversario de la definición dogmática de la Asunción

1. “La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Señor, por los siglos de los siglos” (Ap 7, 12).

Con actitud de profunda adoración a la santísima Trinidad nos unimos a todos los santos que celebran perennemente la liturgia celestial para repetir con ellos la acción de gracias a nuestro Dios por las maravillas que ha realizado en la historia de la salvación.

Alabanza y acción de gracias a Dios por haber suscitado en la Iglesia una multitud inmensa de santos, que nadie puede contar (cf. Ap 7, 9). Una multitud inmensa: no sólo lo santos y los beatos que festejamos durante el año litúrgico, sino también los santos anónimos, que solamente Dios conoce. Madres y padres de familia que, con su dedicación diaria a sus hijos, han contribuido eficazmente al crecimiento de la Iglesia y a la construcción de la sociedad; sacerdotes, religiosas y laicos que, como velas encendidas ante el altar del Señor, se han consumido en el servicio al prójimo necesitado de ayuda material y espiritual; misioneros y misioneras, que lo han dejado todo por llevar el anuncio evangélico a todo el mundo. Y la lista podría continuar.

2. ¡Alabanza y acción de gracias a Dios, de modo particular, por la más santa de entre todas las criaturas, María, amada por el Padre, bendecida a causa de Jesús, fruto de su seno, y santificada y hecha nueva criatura por el Espíritu Santo! Modelo de santidad por haber puesto su vida a disposición del Altísimo, “precede con su luz al peregrinante pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo” (Lumen gentium, 68).

Precisamente hoy se celebra el quincuagésimo aniversario del acto solemne con el que mi venerado predecesor el Papa Pío XII, en esta misma plaza, definió el dogma de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Alabamos al Señor por haber glorificado a su Madre, asociándola a su victoria sobre el pecado y la muerte.

A nuestra alabanza han querido unirse hoy, de modo especial, los fieles de Pompeya, que, en gran número, han venido en peregrinación, guiados por el arzobispo prelado del santuario, monseñor Francesco Saverio Toppi, y acompañados por el alcalde de la ciudad. Su presencia recuerda que fue precisamente el beato Bartolo Longo, fundador de la nueva Pompeya, quien comenzó, en 1900, el movimiento promotor de la definición del dogma de la Asunción.

3. Toda la liturgia de hoy habla de santidad. Pero para saber cuál es el camino de la santidad, debemos subir con los Apóstoles a la montaña de las bienaventuranzas, acercarnos a Jesús y ponernos a la escucha de las palabras de vida que salen de sus labios. También hoy nos repite: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. El Maestro divino proclama “bienaventurados” y, podríamos decir, “canoniza” ante todo a los pobres de espíritu, es decir, a quienes tienen el corazón libre de prejuicios y condicionamientos y, por tanto, están dispuestos a cumplir en todo la voluntad divina. La adhesión total y confiada a Dios supone el desprendimiento y el desapego coherente de sí mismo.

Bienaventurados los que lloran. Es la bienaventuranza no sólo de quienes sufren por las numerosas miserias inherentes a la condición humana mortal, sino también de cuantos aceptan con valentía los sufrimientos que derivan de la profesión sincera de la moral evangélica.

Bienaventurados los limpios de corazón. Cristo proclama bienaventurados a los que no se contentan con la pureza exterior o ritual, sino que buscan la absoluta rectitud interior que excluye toda mentira y toda doblez.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. La justicia humana ya es una meta altísima, que ennoblece el alma de quien aspira a ella, pero el pensamiento de Jesús se refiere a una justicia más grande, que consiste en la búsqueda de la voluntad salvífica de Dios: es bienaventurado sobre todo quien tiene hambre y sed de esta justicia. En efecto, dice Jesús: “Entrará en el reino de los cielos el que cumpla la voluntad de mi Padre” (Mt 7, 21).

Bienaventurados los misericordiosos. Son felices cuantos vencen la dureza de corazón y la indiferencia, para reconocer concretamente el primado del amor compasivo, siguiendo el ejemplo del buen samaritano y, en definitiva, del Padre “rico en misericordia” (Ef 2, 4).

Bienaventurados los que trabajan por la paz. La paz, síntesis de los bienes mesiánicos, es una tarea exigente. En un mundo que presenta tremendos antagonismos y obstáculos, es preciso promover una convivencia fraterna inspirada en el amor y en la comunión, superando enemistades y contrastes. Bienaventurados los que se comprometen en esta nobilísima empresa.

4. Los santos se tomaron en serio estas palabras de Jesús. Creyeron que su “felicidad” vendría de traducirlas concretamente en su existencia. Y comprobaron su verdad en la confrontación diaria con la experiencia: a pesar de las pruebas, las sombras y los fracasos gozaron ya en la tierra de la alegría profunda de la comunión con Cristo. En él descubrieron, presente en el tiempo, el germen inicial de la gloria futura del reino de Dios.

Esto lo descubrió, de modo particular, María santísima, que vivió una comunión única con el Verbo encarnado, entregándose sin reservas a su designio salvífico. Por esta razón se le concedió escuchar, con anticipación respecto al “sermón de la montaña”, la bienaventuranza que resume todas las demás: “¡Bienaventurada tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!” (Lc 1, 45).

5. La profunda fe de la Virgen en las palabras de Dios se refleja con nitidez en el cántico del Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1, 46-48).

Con este canto María muestra lo que constituyó el fundamento de su santidad: su profunda humildad. Podríamos preguntarnos en qué consistía esa humildad. A este respecto, es muy significativa la “turbación” que le causó el saludo del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Ante el misterio de la gracia, ante la experiencia de una presencia particular de Dios que fijó su mirada en ella, María experimenta un impulso natural de humildad (literalmente de “humillación”). Es la reacción de la persona que tiene plena conciencia de su pequeñez ante la grandeza de Dios. María se contempla en la verdad a sí misma, a los demás y el mundo.

Su pregunta: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34) fue ya un signo de humildad. Acababa de oír que concebiría y daría a luz un niño, el cual reinaría sobre el trono de David como Hijo del Altísimo. Desde luego, no comprendió plenamente el misterio de esa disposición divina, pero percibió que significaba un cambio total en la realidad de su vida. Sin embargo, no preguntó: “¿Será realmente así? ¿Debe suceder esto?”. Dijo simplemente: “¿Cómo será eso?”. Sin dudas ni reservas aceptó la intervención divina que cambiaba su existencia. Su pregunta expresaba la humildad de la fe, la disponibilidad a poner su vida al servicio del misterio divino, aunque no comprendiera cómo debía suceder.

Esa humildad de espíritu, esa sumisión plena en la fe se expresó de modo especial en su fiat: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Gracias a la humildad de María pudo cumplirse lo que cantaría después en el Magnificat: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo” (Lc 1, 48-49).

A la profundidad de la humildad corresponde la grandeza del don. El Poderoso realizó por ella “grandes obras” (Lc 1, 49), y ella supo aceptarlas con gratitud y transmitirlas a todas las generaciones de los creyentes. Este es el camino hacia el cielo que siguió María, Madre del Salvador, precediendo en él a todos los santos y beatos de la Iglesia.

6. Bienaventurada eres tú, María, elevada al cielo en cuerpo y alma. El Papa Pío XII definió esta verdad “para gloria de Dios omnipotente (...), para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia” (Munificentissimus Deus: AAS 42 [1950] 770).

Y nosotros nos regocijamos, oh María elevada al cielo, en la contemplación de tu persona glorificada y, en Cristo resucitado, convertida en colaboradora del Espíritu Santo para la comunicación de la vida divina a los hombres. En ti vemos la meta de la santidad a la que Dios llama a todos los miembros de la Iglesia. En tu vida de fe vemos la clara indicación del camino hacia la madurez espiritual y la santidad cristiana.

Contigo y con todos los santos glorificamos a Dios trino, que sostiene nuestra peregrinación terrena y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

– Santos que se santificaron a través de una vida corriente.

I. Alegrémonos todos en el Señor, al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos: de esta solemnidad se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios.

La fiesta de hoy recuerda y propone a la meditación común algunos componentes fundamentales de nuestra fe cristiana −señalaba el Papa Juan Pablo II−. En el centro de la liturgia están sobre todo los grandes temas de la Comunión de los Santos, del destino universal de la salvación, de la fuente de toda santidad que es Dios mismo, de la esperanza cierta en la futura e indestructible unión con el Señor, de la relación existente entre salvación y sufrimiento y de una bienaventuranza que ya desde ahora caracteriza a aquellos que se hallan en las condiciones descritas por Jesús. Pero la clave de la fiesta que hoy celebramos “es la alegría, como hemos rezado en la antífona de entrada: Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los Santos; y se trata de una alegría genuina, límpida, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias raíces...”. Esta gran familia es la de los santos: los del Cielo y los de la tierra.

La Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la Primera lectura de la Misa. Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero. La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el hombre, para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y la gracia renovada y acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.

Muchos Santos −de toda edad y condición− han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó el Cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ello; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: oficinistas, labriegos, catedráticos, comerciantes, secretarias...; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer, y la Iglesia no hace una mención nominal de ellos en el Santoral. A la luz de la fe, forman “un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos −a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre−, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices −por la potencia de la gracia, ciertamente− del crecimiento del Reino de Dios en la historia”. Son, en definitiva, aquellos que supieron “con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron” en el Bautismo.

Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque la santidad no depende del estado −soltero, casado, viudo, sacerdote−, sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede. La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el sitio que Dios les ha designado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus deberes.

Es consolador pensar que en el Cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que tratamos hace algún tiempo aquí abajo, y con las que seguimos unidos por una profunda amistad y cariño. Muchas ayudas nos prestan desde el Cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.

Hacemos hoy nuestra aquella petición de Santa Teresa, que también ella misma escuchará, en esta Solemnidad: “¡Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed”.

– Todos hemos sido llamados a la santidad.

II. En la Solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos, miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.

Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: Si alguno quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación −trato de amistad con nuestro Padre Dios− podemos y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía, pues para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas.

¿Qué otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo único que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión tiene mucha importancia para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo, no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros.

Quienes han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro lado.

– La caridad, distintivo de los que han alcanzado la bienaventuranza.

III. Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a su paso por la tierra, de realizar grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor posible sus deberes diarios, sus pequeños deberes diarios. Tuvieron quizá errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Pero amaron la Confesión, y se arrepintieron, y recomenzaron. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y éxitos. Quizá lloraron, pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy también nos trae la Liturgia de la Misa: Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os aliviaré. Se apoyaron en el Señor, fueron muchas veces a verle y a estar con Él junto al Sagrario; no dejaron de tener cada día un encuentro con Él.

Los bienaventurados que alcanzaron ya el Cielo son muy diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida terrena un común distintivo: vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros. Ésta es la característica de los Santos, de aquellos que están ya en la presencia de Dios.

Nosotros nos encontramos caminando hacia el Cielo y muy necesitados de la misericordia del Señor, que es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que tenemos, especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.

Allí nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos “pueden prestarnos ayuda, no sólo porque la luz del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan débiles y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento constelado de estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos...”. Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles. En el Cielo nos espera la Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos seres queridos como allí nos aguardan.

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Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España) (www.evangeli.net)

«Alegraos y regocijaos»

Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.

Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

La perfecta Comunión de los Santos

«Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan, y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos».

Eso dice Jesús.

Y esa es una promesa, una bienaventuranza, una enseñanza para los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica.

Te lo dice a ti, sacerdote, porque tú no tienes un sumo sacerdote que no te comprenda, sino que te alienta a vivir como Él, y te ayuda, porque todo lo que tú padeces ya lo ha padecido Él. Todo lo que tú sufres, ya lo ha sufrido Él. Todo lo que tú ofreces, ya lo ha ofrecido Él. Todo lo que tú sientes, ya lo ha sentido Él.

Y tú, uniendo tus sacrificios al suyo, compartes todo con Él: su vida, su pasión, su muerte, pero también la gloria de su resurrección. Por eso te llama dichoso, porque tu Señor te conoce, sacerdote, es consciente de tus renuncias y de tu entrega, y Él, que es un Dios de bondad, no se deja ganar en generosidad.

Tu Señor te conoce y sabe todo de ti, sacerdote, conoce tus miedos y tus deseos, conoce tus sueños y tus anhelos, conoce tus luchas y tus desvelos, conoce tu soledad y tus desiertos, conoce tus tentaciones y tus pecados, pero también conoce tu corazón contrito, arrepentido y humillado, miserable y necesitado, sediento de compasión, sabiéndose indigno de llevar un tesoro en una vasija de barro.

Pero tu Señor no te deja solo, sacerdote, Él es el camino, y camina contigo en medio del mundo, no te saca del mundo, porque tú, sacerdote, no eres del mundo.

Tu Señor te ha llamado, te ha elegido, y te ha configurado con Él, para que seas perfecto, como su Padre que está en el cielo es perfecto, y te muestra el camino para que vivas como Él, para que seas como Él, santo, porque solo Dios es santo.

Abre tus ojos, sacerdote, y mira las huellas en la nieve; es Cristo que pasa en medio de la adversidad, de la injusticia, de las tormentas, de los vientos fuertes; que camina sobre el agua para que lo sigas, para que lo encuentres a través del ejemplo de otros, que, como tú, lo dejaron todo para ir a su encuentro, y que vivieron en la alegría de haber encontrado a Jesucristo resucitado; que vivieron en la alegría de reconocer ante los hombres a su Señor, y, por su causa, ser perseguidos, injuriados, incomprendidos, maltratados, despreciados, injustamente juzgados; pero que, con humildad, perseveraron en las virtudes heroicas, pero sobre todo, en el amor; que, siendo almas peregrinantes, alcanzaron en Cristo la perfección, y como almas triunfantes gozan de la eternidad del cielo en la gloria de Dios.

Y tú, sacerdote, ¿eres consciente de que has sido llamado como ellos para ser santo, para ser modelo, y llevar a todas las almas al cielo?

¿Está encendido en tu corazón ese deseo?

¿Te esfuerzas y luchas por vivir procurando alcanzar la santidad?

¿Cuál es tu meta, sacerdote?, ¿a dónde vas?

Busca, sacerdote, primero, el Reino de Dios y su justicia, para que alcances la santidad. Permanece unido con todas las almas en Cristo, en un solo cuerpo y en un mismo espíritu, escuchando su Palabra y haciendo su voluntad, poniéndola en práctica, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, entonces serás dichoso, viviendo la perfecta Comunión de los Santos. 

(Espada de Dos Filos VII, n. 38)

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