La Transfiguración del Señor (ciclo A)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2017
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2006 y Jesús de Nazaret I
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).
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DEL MISAL MENSUAL
ESTE ES MI HIJO, ESCÚCHENLO
Dn 7, 9-10. 13-14; 2 Pedro 1, 16-19; Mt 17, 1-9
El relato de la transfiguración tiene un notable enfoque revelador, puesto que anticipa a los discípulos el hecho de la resurrección de Cristo. Ocurre en un monte y con este detalle nos hace recordar el monte donde Moisés intervino como facilitador de la alianza de Dios con su pueblo. La luminosidad nos orienta para comprender que se trata de una manifestación divina. El rostro resplandeciente de Jesús, que según la narración brilla como el sol, nos ayuda a entender que esa luminosidad brota de su interior, superando a Moisés, cuyo resplandor era apenas un reflejo de la gloria de Dios. Por eso mismo, Moisés y Elías, que representaban dos momentos importantes en la vida de Israel, a saber, el tiempo de la ley y el tiempo de la profecía, ya no son los protagonistas de la revelación, sino meros testigos. Su papel como mediadores ha concluido, ahora ellos mismos atestiguan la centralidad de Cristo transfigurado.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Mt 17, 5
Apareció el Espíritu Santo en una nube luminosa y se oyó la voz del Padre celestial que decía: Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo.
ORACIÓN COLECTA
Dios nuestro, que en la Transfiguración gloriosa de tu Unigénito fortaleciste nuestra fe con el testimonio de los profetas y nos dejaste entrever la gloria que nos espera, como hijos tuyos, concédenos escuchar siempre la voz de tu Hijo amado, para llegar a ser coherederos de su gloria. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Su vestido era blanco como la nieve.
Del libro del profeta Daniel: 7, 9-10. 13-14
Yo, Daniel, tuve una visión nocturna: Vi que colocaban unos tronos y un anciano se sentó. Su vestido era blanco como la nieve, y sus cabellos, blancos como lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas encendidas. Un río de fuego brotaba delante de él. Miles y miles lo servían, millones y millones estaban a sus órdenes. Comenzó el juicio y se abrieron los libros.
Yo seguí contemplando en mi visión nocturna y vi a alguien semejante aun hijo de hombre, que venía entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano de muchos siglos y fue introducido a su presencia. Entonces recibió la soberanía, la gloria y el reino. Y todos los pueblos y naciones de todas las lenguas lo servían. Su poder nunca se acabará, porque es un poder eterno, y su reino jamás será destruido.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 96,1-2. 5-6. 9
R/. Reina el Señor, alégrese la tierra.
Reina el Señor, alégrese la tierra; cante de regocijo el mundo entero. Tinieblas y nubes rodean el trono del Señor que se asienta en la justicia y el derecho. R/.
Los montes se derriten como cera ante el Señor de toda la tierra. Los cielos pregonan su justicia, su inmensa gloria ven todos los pueblos. R/.
Tú, Señor altísimo, estás muy por encima de la tierra y mucho más en alto que los dioses. R/.
SEGUNDA LECTURA
Nosotros escuchamos esta voz venida del cielo.
De la segunda carta del apóstol san Pedro: 1, 16-19
Hermanos: Cuando les anunciamos la venida gloriosa y llena de poder de nuestro Señor Jesucristo, no lo hicimos fundados en fábulas hechas con astucia, sino por haberlo visto con nuestros propios ojos en toda su grandeza. En efecto, Dios lo llenó de gloria y honor, cuando la sublime voz del Padre resonó sobre él, diciendo: “Éste es mi Hijo amado, en quien yo me complazco”. Y nosotros escuchamos esta voz, venida del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo.
Tenemos también la firmísima palabra de los profetas, a la que con toda razón ustedes consideran como una lámpara que ilumina en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana amanezca en los corazones de ustedes.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 17, 5
R/. Aleluya, aleluya.
Éste es mi Hijo muy amado, dice el Señor, en quien tengo puestas todas mis complacencias; escúchenlo. R/.
EVANGELIO
Su rostro se puso resplandeciente como el sol.
Del santo Evangelio según san Mateo: 17, 1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman”. Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Santifica, Señor, las ofrendas que te presentamos en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito, y límpianos de las manchas del pecado con el resplandor de tu luz. Por Jesucristo, nuestro Señor.
PREFACIO
El Misterio de la Transfiguración.
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo, Señor nuestro.
Porque él reveló su gloria ante los testigos que había elegido, y revistió su cuerpo, semejante al de todos los hombres, de un extraordinario esplendor, para apartar del corazón de sus discípulos el escándalo de la cruz, y manifestar que se cumpliría en la totalidad del cuerpo de la Iglesia lo que brilló admirablemente en él mismo, su cabeza.
Por eso, con todos los ángeles, te alabamos por siempre en la tierra, aclamándote sin cesar: Santo, Santo, Santo...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. 1 Jn 3, 2
Cuando se manifieste el Señor, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te rogamos, Señor, que el alimento celestial que hemos recibido, nos transforme a imagen de aquel cuyo esplendor quisiste manifestar en su gloriosa Transfiguración. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Su reino no será destruido (Dn 7,13-14)
1ª lectura
El que viene en las nubes del cielo «como un hijo de hombre» y al que, tras el juicio, se le da el reino universal y eterno, es la antítesis de las bestias antes mencionadas en esta visión. No ha surgido del mar tenebroso como aquéllas, ni tiene aspecto terrible y feroz, sino que ha sido suscitado por Dios —viene en las nubes—, y lleva en sí la debilidad humana. En ese juicio el hombre parece recuperar su dignidad frente a las bestias a las que está llamado a dominar (cfr Sal 8). Tal figura representa, como se interpretará más adelante, al «pueblo de los santos del Altísimo» (7,27), es decir, al Israel fiel. Sin embargo, también es una figura singular, como lo era el cuerno pequeño o el león con alas, y, en cuanto que se le da un reino, es un rey. Se trata de una figura individual que representa al pueblo. Ese hijo del hombre fue entendido como el Mesías personal en el judaísmo contemporáneo de Jesucristo (Libro de las Parábolas de Henoc); pero tal título sólo se une a los sufrimientos del Mesías y a su resurrección de entre los muertos cuando Jesucristo se lo aplica a Sí mismo en el Evangelio. «Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cfr Mt 16,23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn 3,13; cfr Jn 6,62; Dn 7,13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,28; cfr Is 53,10-12)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 440).
La Iglesia cuando proclama en el Credo que Cristo se sentó a la derecha del Padre confiesa que fue a Cristo a quien se le dio el imperio: «Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7,14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla)» (ibidem, n. 664).
La Transfiguración garantiza la Parusía (2 Pe 16-18)
2ª lectura
La autoridad apostólica sobre la condición divina de Jesús no se basa en “fábulas ingeniosas”, sino en los testigos oculares de la revelación de Dios en el Tabor. La Transfiguración de Jesucristo es garantía de la verdad de la Parusía o segunda venida de Cristo, que algunos negaban. Si entonces el Señor dejó entrever su divinidad momentáneamente, al final de los tiempos se manifestará en plenitud y para siempre.
La transfiguración de Jesús (Mt 17,1-9)
Evangelio
En la Transfiguración, Jesús muestra anticipadamente a los discípulos la gloria que merecerá por su pasión (cfr nota a Lc 9,28-36). El vínculo del episodio con la confesión de Pedro y el primer anuncio de la pasión, no sólo es temporal —ocurrió «seis días después» (v. 1)— sino también teológico: desde el cielo se confirma que Jesús es el Hijo de Dios (v. 5), tal como lo había confesado Pedro (16,16), y que su muerte y resurrección (16,21) son el cumplimento de la Ley y los Profetas representados por Moisés y Elías (v. 3). Los discípulos reaccionan con alegría (v. 4) y temor (vv. 6-7), sin acabar de entender el significado.
Moisés y Elías son los dos representantes máximos del Antiguo Testamento: de la Ley y los Profetas. En la imagen de Jesús hablando con ellos (v. 3), la Tradición ha visto dos enseñanzas: de un lado, que Jesús es el centro de la revelación porque «toda la Escritura divina forma un solo libro, y ese único libro es Cristo, ya que toda la Escritura divina habla de Cristo y toda ella se realiza en Cristo» (Hugo de San Víctor, De Arca Noe morali 2,8); de otro, que los libros del Antiguo Testamento son necesarios para comprender a Jesucristo, porque «si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (S. Jerónimo, Commentarii in Isaiam, prol. 1).
El episodio es también una descripción de la personalidad de Jesús: es Señor (v. 4), Hijo de Dios, en quien Dios se complace (v. 5; cfr Is 42,1), a quien debemos escuchar (v. 5) porque es el revelador de Dios: «Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas (...); oídle a Él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar”» (S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo 2,22,5).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
La transfiguración
1. Hermanos amadísimos, debemos contemplar y comentar esta visión que el Señor hizo manifiesta en la montaña. En efecto, a ella se refería al decir: En verdad os digo que hay aquí algunos de los presentes que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre en su reino. Con estas palabras comenzó la lectura que ha sido proclamada. Después de seis días, mientras decía esto, tomó a tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña. Estos tres eran de los que había dicho hay aquí algunos que no gustarán la muerte hasta que no vean al Hijo del hombre en su reino. No es una cuestión sencilla. Pues no ha de tomarse la montaña como si fuese el reino. ¿Qué es una montaña para quien posee el cielo? Esto no solamente lo leemos, sino que en cierto modo lo vemos con los ojos del corazón. Llama reino suyo a lo que en muchos pasajes denomina reino de los cielos. El reino de los cielos es el reino de los santos. Los cielos, en efecto, proclaman la gloria de Dios. De esos cielos se dice a continuación en el salmo: No hay discurso ni palabra de ellos que no se oiga. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los confines de la tierra su lenguaje. ¿De quiénes, sino de los cielos? Por tanto, de los apóstoles y de todos los fieles predicadores de la palabra de Dios. Reinarán los cielos con aquel que hizo los cielos. Ved lo que hizo para manifestar esto.
2. El mismo Señor Jesús resplandeció como el sol; sus vestidos se volvieron blancos como la nieve y hablaban con él Moisés y Elías. El mismo Jesús resplandeció como el sol, para significar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Lo que es este sol para los ojos de la carne, es aquél para los del corazón; y lo que es éste para la carne, lo es aquél para el corazón. Sus vestidos, en cambio, son su Iglesia. Los vestidos, si no tienen dentro a quienes los llevan, caen. Pablo fue como la última orla de estos vestidos. El mismo dice: Yo, ciertamente, soy el más pequeño de los Apóstoles, y en otro lugar: Yo soy el último de los Apóstoles. La orla es la parte última y más baja de un vestido. Por eso, como aquella mujer que padecía flujo de sangre y al tocar la orla del Señor quedó salvada, así la Iglesia procedente de los gentiles se salvó por la predicación de Pablo. ¿Qué tiene de extraño señalar a la Iglesia en los vestidos blancos, oyendo al profeta Isaías que dice: Y si vuestros pecados fueran como escarlata, los blanquearé como nieve? ¿Qué valen Moisés y Elías, es decir, la ley y los profetas, si no hablan con el Señor? Si no da testimonio del Señor, ¿quién leerá la ley? ¿Quién los profetas? Ved cuan brevemente dice el Apóstol: Por la ley, pues, el conocimiento del pecado; pero ahora sin la ley se manifestó la justicia de Dios: he aquí el sol. Atestiguada por la ley y los profetas: he aquí su resplandor.
3. Ve esto Pedro y, juzgando de lo humano a lo humano, dice: Señor, es bueno estarnos aquí. Sufría el tedio de la turba, había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de allí hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres? Quería que le fuera bien, por lo que añadió: Si quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, sí, una respuesta. Pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió. El buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros es una sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es el Verbo de Dios, Verbo de Dios en la ley, Verbo de Dios en los profetas. ¿Por qué quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende también la unidad.
4. Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó desde ella una voz que decía: Este es mi Hijo amado. Allí estaba Moisés, allí Elías. No se dijo: «Estos son mis hijos amados». Una cosa es, en efecto, el Único, y otra los adoptados. Se recomendaba a aquél de donde procedía la gloria a la ley y los profetas. Este es, dice, mi hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle, puesto que en los profetas a él escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.
5. El Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación no vieron a nadie más que a Jesús solo. ¿Qué significa esto? Oísteis, cuando se leía al Apóstol, que ahora vemos en un espejo, en misterio, pero entonces veremos cara a cara. Hasta las lenguas desaparecerán cuando venga lo que ahora esperamos y creemos. En el caer a tierra simbolizaron la mortalidad, puesto que se dijo a la carne: Eres tierra y a la tierra irás. Y cuando el Señor los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta, ¿para qué la ley, para qué la profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te queda el que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Te queda el que Dios es todo en todo. Allí estará Moisés, pero no ya la ley. Veremos allí a Elias, pero no ya al profeta. La ley y los profetas dieron testimonio de Cristo, de que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su gloria. Allí se realiza lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?» Y me mostraré a él. ¡Gran don y gran promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo prometió? Te crees rico; pero si no tienes a Dios, ¿qué tienes? Otro puede ser pobre, pero si tiene a Dios, ¿qué no tiene?
6. Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende, predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. Cuando se lee al Apóstol, oímos en elogio de la caridad: No busca lo propio. No busca lo propio, porque entrega lo que tiene. Y en otro lugar dijo algo que, si no lo entiendes bien, puede ser peligroso; siempre con referencia a la caridad, el Apóstol ordena a los fieles miembros de Cristo: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Oído esto, la avaricia, como buscando lo ajeno a modo de negoció, maquina fraudes para embaucar a alguien y conseguir, no lo propio, sino lo ajeno. Reprímase la avaricia y salga adelante la justicia; escuchemos y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo ajeno. Pero a ti, avaro, que ofreces resistencia y te amparas en este precepto para desear lo ajeno, hay que decirte: «Pierde lo tuyo». En la medida en que te conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para obtener lo ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo tú que no quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, ¡oh avaro!; escucha. En otro lugar te expone el Apóstol con más claridad estas palabras: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Dice de sí mismo: “Pues no busco mi utilidad, sino la de muchos, para que se salven. Pedro aún no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: «Desciende a trabajar a la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir hambre; bajó el camino para cansarse en el camino; descendió el manantial para tener sed, y ¿rehúsas trabajar tú? No busques tus cosas. Ten caridad, predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad».
Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 78, 1-6, BAC Madrid 1983, 430-35
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FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2017
2015
El amor es capaz de transfigurar todo
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado la liturgia nos presentó a Jesús tentado por Satanás en el desierto, pero victorioso en la tentación. A la luz de este Evangelio, hemos tomado nuevamente conciencia de nuestra condición de pecadores, pero también de la victoria sobre el mal donada a quienes inician el camino de conversión y que, como Jesús, quieren hacer la voluntad del Padre. En este segundo domingo de Cuaresma, la Iglesia nos indica la meta de este itinerario de conversión, es decir, la participación en la gloria de Cristo, que resplandece en el rostro del Siervo obediente, muerto y resucitado por nosotros.
El pasaje evangélico narra el acontecimiento de la Transfiguración, que se sitúa en la cima del ministerio público de Jesús. Él está en camino hacia Jerusalén, donde se cumplirán las profecías del «Siervo de Dios» y se consumará su sacrificio redentor. La multitud no entendía esto: ante las perspectivas de un Mesías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo abandonaron. Pero ellos pensaban que el Mesías sería un liberador del dominio de los romanos, un liberador de la patria, y esta perspectiva de Jesús no les gusta y lo abandonan. Incluso los Apóstoles no entienden las palabras con las que Jesús anuncia el cumplimiento de su misión en la pasión gloriosa, ¡no comprenden! Jesús entonces toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación de su gloria, la que tendrá después de la resurrección, para confirmarlos en la fe y alentarlos a seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz. Y, así, sobre un monte alto, inmerso en oración, se transfigura delante de ellos: su rostro y toda su persona irradian una luz resplandeciente. Los tres discípulos están asustados, mientras una nube los envuelve y desde lo alto resuena —como en el Bautismo en el Jordán— la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Jesús es el Hijo hecho Siervo, enviado al mundo para realizar a través de la Cruz el proyecto de la salvación, para salvarnos a todos nosotros. Su adhesión plena a la voluntad del Padre hace su humanidad transparente a la gloria de Dios, que es el Amor.
Jesús se revela así como el icono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria. Es el cumplimiento de la revelación; por eso junto a Él transfigurado aparecen Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas, para significar que todo termina y comienza en Jesús, en su pasión y en su gloria.
La consigna para los discípulos y para nosotros es esta: «¡Escuchadlo!». Escuchad a Jesús. Él es el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, en efecto, lleva a asumir la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de la propia vida un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la voluntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar dispuestos a «perder la propia vida» (cf. Mc 8, 35), entregándola a fin de que todos los hombres se salven: así, nos encontraremos en la felicidad eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad, ¡no lo olvidéis! El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus caminos.
Con Pedro, Santiago y Juan subamos también nosotros hoy al monte de la Transfiguración y permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para acoger su mensaje y traducirlo en nuestra vida; para que también nosotros podamos ser transfigurados por el Amor. En realidad, el amor es capaz de transfigurar todo. ¡El amor transfigura todo! ¿Creéis en esto? Que la Virgen María, que ahora invocamos con la oración del Ángelus, nos sostenga en este camino.
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2017
Redescubrir la meditación del Evangelio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo, la liturgia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor. La página evangélica de hoy cuenta que los apóstoles Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de este suceso extraordinario. Jesús les tomó consigo «y los lleva aparte, a un monte alto» (Mateo 17, 1) y, mientras rezaba, su rostro cambió de aspecto, brillando como el sol, y sus ropas se convirtieron en cándidas como la luz. Aparecieron entonces Moisés y Elías, y empezaron a hablar con Él. En ese momento, Pedro dijo a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (v. 4). Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió.
El evento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza —así seremos nosotros, con Él—: nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de los hermanos.
La ascensión de los discípulos al monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios. En esta ascensión espiritual, en esta separación de las cosas mundanas, estamos llamados a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación del Evangelio, de la lectura de la Biblia, que conduce hacia una meta rica de belleza, de esplendor y de alegría. Y cuando nosotros nos ponemos así, con la Biblia en la mano, en silencio, comenzamos a escuchar esta belleza interior, esta alegría que genera la Palabra de Dios en nosotros. En esta perspectiva, el tiempo estivo es momento providencial para acrecentar nuestro esfuerzo de búsqueda y de encuentro con el Señor. En este periodo, los estudiantes están libres de compromisos escolares y muchas familias se van de vacaciones; es importante que en el periodo de descanso y desconexión de las ocupaciones cotidianas, se puedan restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando el camino espiritual.
Al finalizar la experiencia maravillosa de la Transfiguración, los discípulos bajaron del monte (cf v. 9) con ojos y corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer también nosotros. El redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es fin en sí mismo, pero nos lleva a «bajar del monte», cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos, especialmente para quien sufre, para los que se encuentran en soledad y abandono, para los enfermos y para la multitud de hombres y de mujeres que, en distintas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia. En la Transfiguración se oye la voz del Padre celeste que dice: «Este es mi hijo amado, ¡escuchadle!» (v. 5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre preparada a acoger y custodiar en el corazón cada palabra del Hijo divino (cf. Lucas 1, 51). Quiera nuestra Madre y Madre de Dios ayudarnos a entrar en sintonía con la Palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. A Ella encomendamos las vacaciones de todos, para que sean serenas y provechosas, pero sobre todo el verano de los que no pueden tener vacaciones porque se lo impide la edad, por motivos de salud o de trabajo, las limitaciones económicas u otros problemas, para que aun así sea un tiempo de distensión, animado por las amistades y momentos felices.
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BENEDICTO XVI – Ángelus 2006 – Jesús de Nazaret I
Ángelus 2006
Abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios
Queridos hermanos y hermanas:
En este domingo el evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, “como no puede dejarlos ningún batanero del mundo” (cf. Mc 9, 2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual.
La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: “Fiat lux”, “Haya luz” (Gn 1, 3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, “su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3, 4). La luz -se dice en los Salmos- es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104, 2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es “un reflejo de la luz eterna”, superior a toda luz creada (cf. Sb 7, 27. 29 s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. “Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
¡Cuánta necesidad tenemos, también en nuestro tiempo, de salir de las tinieblas del mal para experimentar la alegría de los hijos de la luz! Que nos obtenga este don María, a quien ayer, con particular devoción, recordamos en la memoria anual de la dedicación de la basílica de Santa María la Mayor. Que la Virgen santísima consiga, además, la paz para las poblaciones de Oriente Próximo, martirizadas por luchas fratricidas. Sabemos bien que la paz es ante todo don de Dios, que hemos de implorar con insistencia en la oración, pero en este momento queremos recordar también que es compromiso de todos los hombres de buena voluntad. ¡Que nadie se substraiga a este deber!
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Jesús de Nazaret I
La Transfiguración
En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después...» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.
(…)
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9, 2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Ec 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación—de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica la Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso... también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «... no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. (…)
(…)
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11).
Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios”» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p, 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos
—los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dýnamis) del reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dýnamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dýnamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.
(Jesús de Nazaret (Primera Parte), Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 356-70)
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.
554. A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.: 2 P 1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le “hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle” (Lc 9, 35).
555. Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para “entrar en su gloria” (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: “Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara” (“Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa” (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):
Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración,)
556. En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús “fue manifestado el misterio de la primera regeneración”: nuestro bautismo; la Transfiguración “es es sacramento de la segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo “el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14, 22):
Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín, serm. 78, 6).
568. La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un “monte alto” prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: “la esperanza de la gloria” (Col 1, 27) (cf. S. León Magno, serm. 51, 3).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Se transfiguró delante de ellos
También la Transfiguración, como todos los misterios de la vida de Cristo, ha encontrado su actualización en la liturgia de la Iglesia. En Oriente, existe la fiesta de la Transfiguración a partir del siglo VIII. En Occidente la fiesta de hoy de la Transfiguración viene introducida sólo en 1457 por el papa Calixto I, como agradecimiento por la victoria del año anterior contra los turcos en Belgrado. Pero, ya en tiempos de san León Magno entre los latinos la Transfiguración es escogida, como fragmento evangélico fijo del segundo Domingo de cuaresma.
Entre los latinos, la Transfiguración ha sido siempre vista, sobre todo, en su dimensión pedagógica: «El fin principal de la Transfiguración era quitar del corazón de los apóstoles el escándalo de la cruz, a fin de que la humildad de la pasión por él querida no turbase su fe, habiendo sido revelada a ellos anticipadamente la excelencia de su dignidad escondida» (San León Magno, Tratados 51, 3). En la espiritualidad ortodoxa, la Transfiguración es contemplada como un misterio, que tiene sentido en sí mismo, no sólo como referencia a la Pascua: «Sobre el Tabor se preanunciaron los misterios de la crucifixión, fue revelada la belleza del Reino y manifestado el segundo descenso y venida de la gloria de Cristo... Ha sido prefigurada la imagen de lo que seremos y nuestra configuración a Cristo. La fiesta de hoy revela otro Sinaí mucho más precio so que el primero» (Anastasio Sinaíta). Aquí, prevalece sobre el aspecto pedagógico, simplemente presente, el aspecto mistagógico. Jesús, en esta ocasión, es menos el maestro, que imparte enseñanzas, que el Hijo de Dios, que se revela en presencia de los suyos.
La Transfiguración es un nudo que reúne juntos a todos los misterios, una cima desde la cual se desemboca sobre todas las dos vertientes de la historia de la salvación, sobre el Antiguo y sobre el Nuevo Testamento. Ella realiza el pasado, la creación, con la manifestación de la verdadera imagen de Dios, el Sinaí, la Ley y los profetas, y anticipa el futuro, esto es, la gloria de la resurrección, la segunda venida y el esplendor [mal de los justos. Si hay un momento en que Cristo aparece como «centro de los tiempos» éste es precisamente la Transfiguración. Y no sólo centro «de los tiempos» sino también «de los mundos», del mundo divino y del mundo humano.
Es claro que toda esta recapitulación tendrá lugar definitivamente en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo; pero, en la Transfiguración viene manifestada como un anticipo, como una especie de gesto profético. Como en la institución de la Eucaristía partiendo el pan y ofreciendo el cáliz Jesús anticipa su muerte y revela su significado, así también (sin embargo, en sentido no sacramental) en la Transfiguración preanuncia y anticipa la glorificación, que tendrá lugar con la resurrección. Al igual que ciertas acciones simbólicas de los profetas del Antiguo Testamento, la Transfiguración es «una prefiguración creadora de la realidad que ha de acontecer»; con ella «lo mismo que ha de venir comienza a actuarse». En otras palabras, la glorificación de Cristo no viene sólo prefigurada, sino ya iniciada.
En la fiesta de la Transfiguración, la Iglesia no celebra sólo la Transfiguración de Cristo sino también su propia transfiguración. ¿Qué transfiguración? Ante todo, la transfiguración escatológica, la que tendrá lugar al final, cuando el Señor Jesús, como dice el Apóstol «transfigurará nuestro cuerpo para conformarlo a su cuerpo glorioso» (Filipenses 3,21). «Cristo se transfiguró para mostramos la futura transfiguración de nuestra naturaleza y su segunda venida» (Proclo de Constantinopla). La Transfiguración se realizó «para que todo el cuerpo tomase conciencia de qué transformación habría sido objeto y para que los miembros se prometieran de nuevo la participación en la misma gloria, que había brillado en su cabeza» (san León Magno).
Ya en la antigüedad hubo quien vio prefigurada en la Transfiguración no sólo nuestra final transformación sino también la del entero cosmos. Sobre el Tabor, Cristo «ha transfigurado la entera creación a su imagen y la ha recreado de un modo aún más elevado» (Anastasio Sinaíta) Quien ha dado a esta perspectiva una forma nueva y moderna ha sido P. Teilhard de Chardin. Para él, la Transfiguración era «el más bello misterio del cristianismo», la fiesta que expresaba exactamente todo aquello en lo que él creía y esperaba, esto es, un universo transfigurado y hecho «crístico», esto es, de Cristo, junto con el divino, que al final aparecerá a través de todo lo creado, como sobre el Tabor apareció a través de la carne en Cristo, se entiende, de una manera análoga, no idéntica.
La Transfiguración de Cristo no interesa sólo a su cuerpo místico en la otra vida sino también en esta vida. San Pablo usa dos veces el verbo transfigurarse (en griego transfigurarse y transformarse son la misma palabra) referido a los cristianos y ambas veces indica algo que tiene lugar ahora y aquí. En un caso dice: «Transformaos renovando vuestra mente» (Romanos 12,2) Y en el otro explica cómo esto acontece:
«Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Corintios 3,18).
Es mediante la contemplación cómo nosotros podemos entrar, desde ahora, en el misterio de la Transfiguración, hacerlo nuestro y llegar a ser parte en la causa. No sólo el hombre refleja lo que contempla sino que llega a ser lo que contempla. Contemplando a Cristo nosotros llegamos a ser semejantes a él, nos conformamos a él, permitimos que su mundo, sus fines, sus sentimientos, se impriman en nosotros y sustituyan a los nuestros. El Tabor ha sido la inauguración y permanece como el reclamo más fuerte a esta contemplación de Cristo, que nos transforma. Éste es por excelencia el misterio de la contemplación de Jesús. Sobre «el monte santo» los apóstoles fueron epoptai, esto es, contempladores, espectadores, testigos oculares de la grandeza de Jesús (cfr. 2 Pedro 1, 18).
El peligro que corren los hechos evangélicos es el de ser «disecados», reducidos a hechos desnudos, perdiendo de vista la vida que discurre dentro de ellos. La Transfiguración, en este caso, viene recordada y celebrada por lo que aparece al exterior, por «la letra», pero no se percibe más el corazón que palpita detrás de los gestos y las palabras. Fin de la contemplación es precisamente ir más allá de la letra y revivir dentro de sí los sentimientos y los estados de ánimo: de Jesús, de los apóstoles, del mismo Padre celestial, cuando proclama: «Éste es mi hijo, el predilecto». Representando a Moisés y a Elías inclinados como un arco hacia Jesús, los pintores del icono nos invitan a hacemos los mismos con ellos y hacer nuestro su planteamiento de ilimitada adoración. Todo esto es posible cuando la contemplación de la Transfiguración tiene lugar dentro de la misma «nube luminosa», en la que se desarrolla el hecho, esto es, «en el Espíritu Santo».
Los relatos evangélicos de la Transfiguración, a su modo, ya constituyen una contemplación del misterio, esto es, un intento de recoger el sentido profundo, como muestran claramente los distintos trazados presentes en cada uno de ellos. Estas interpretaciones teológicas forman parte, también ellas, del núcleo histórico del hecho, si por hecho «histórico» no entendemos sólo el desnudo y crudo hecho de crónica, sino el hecho más el significado de él. Hay infinitos hechos realmente acontecidos que, sin embargo, no son «históricos», porque no han dejado rastro alguno en la historia, no han despertado interés alguno, ni han hecho nacer nada de nuevo. «Un acontecimiento es histórico cuando en sí asoman dos requisitos: ha sucedido y, además, ha tomado un relieve significativo y determinante para las personas que fueron envueltas y fijaron la narración» (D. H. Dodd).
En este sentido la Transfiguración, tal como nos es narrada en los evangelios, es un acontecimiento histórico a título pleno. Por esto, me parece muy equilibrado y justo cuanto ha escrito recientemente un ilustre exegeta a la conclusión de su comentario sobre el episodio de la Transfiguración. «Hay que entender como interpretación más obvia, que un acontecimiento de la vida de Jesús haya sido comprendido y expresado en su relevancia única con el recurso a varias y mudables concepciones veterotestamentarias y apocalípticas... El relato hace pensar en un acontecimiento real, acaecido a Jesús, más bien que en una visión subjetiva de los tres discípulos o de uno de ellos» (H. Schüfmann). En este caso, es necesario decir que los significados descubiertos por los evangelistas con el recurso a «varias concepciones veterotestamentarias» no «añaden» en sentido estricto nada nuevo y extraño al hecho, sino que más bien «se extraen» del hecho y aclaran parte de su inagotable contenido.
Se encuentra frecuentemente en la vida de los santos y de los grandes creyentes un momento de revelación, de contacto profundo y determinante con lo divino, cuyo alcance se manifiesta sólo poco a poco en que se experimentan los frutos o se ve el cumplimiento en el curso de la vida. Negar la relevancia histórica a la Transfiguración y el carácter sobrenatural y objetivo atestiguado por los Evangelios, significaría creer imposible en la vida de Cristo lo que se observa (naturalmente de otra forma y relevancia) en la vida de los santos. La historia de la santidad nos presenta casos, bien atestiguados, de verdadera y propia transfiguración de los santos. El fenómeno del éxtasis no es más que esto.
Hay un Tabor, al que todos podemos subir, para contemplar en él el rostro radiante de Cristo. Marcos escribe:
«Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejados ningún batanero del mundo».
Pero, las palabras del Evangelio son también, a su modo, ellas vestidos de Cristo: «Cuando verás a alguno que no sólo conoce perfectamente la divinidad de Jesús, sino que es capaz también de “dilucidar” todo texto evangélico, no vaciles en decir que para él los vestidos de Jesús han llegado a ser blancos como la luz» (Orígenes). Jesús se transfigura, por lo tanto, hoy en la Escritura; pero, para hacer blancas sus vestiduras, esto es, sus palabras claras y comprensibles, no basta la inteligencia humana. Ningún batanero sobre la tierra habría podido dejar los vestidos tan blancos como eran los de Jesús en el Tabor y ninguna lectura científica, por sí sola, puede iluminar el misterio encerrado en la Escritura. Sólo el Espíritu Santo puede hacerlo.
Jesús se transfigura ahora, asimismo, delante de nosotros, si sabemos reconocer bajo el velo de la hostia blanca a aquel que ese día apareció con toda su gloria sobre el monte (Sobre el Evangelio de la Transfiguración, mira también el II Domingo de Cuaresma de los ciclos A, B y C).
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Cristo se nos muestra en la Eucaristía
La Transfiguración del Hijo de Dios es la revelación de la gloria del Padre a los hombres a través de la verdad, que es Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, manifestando el amor del Padre sobre toda la humanidad, que tanto amó al mundo, que le entregó a su único Hijo, para que todo el que crea en Él, no muera, sino que tenga vida eterna.
Dios Padre se reveló a sí mismo a través del Hijo, por el Espíritu Santo, para que después los hombres pudieran comprender que Cristo es mediador entre Dios y los hombres y, por su resurrección, les concede poder llegar a Él, y gozar de su gloria en la vida eterna.
Dios Padre permite a los hombres ver su gloria a través de Cristo resucitado, y les da un mandamiento mostrándoles el camino para llegar a Él: “éste es mi Hijo amado, escúchenlo”.
Tres testigos de la divinidad de Cristo eligió Él: Pedro, Juan y Santiago, mostrándose ante ellos tal cual es, para que fortalecieran su fe, y dieran testimonio de Él.
Cree tú en el resucitado, que se presenta ante ti, y se muestra tal cual es en la Eucaristía. Es su Cuerpo, es su Sangre, su Alma, su Divinidad, su presencia viva. El mismo que padeció y murió crucificado por ti, resucitó, y se entrega a ti para alimentarte y compartir contigo su gloria, configurándote con Él al recibirlo, porque no es Él quien se transforma en ti, sino que te transforma en Él, para hacerte igual a Él, hombre y Dios.
Pero antes, pídele con el corazón contrito y humillado que limpie y purifique con su bendita sangre tus vestidos manchados, y resplandezcas con la blancura de sus vestiduras, libre de todo pecado, para que seas digno de recibirlo.
Obedece al Padre y escucha al Hijo a través del Evangelio, y pon en práctica su Palabra, para que manifiestes al mundo tu fe.
El Hijo de Dios, que padeció y murió por ti para salvarte, resucitó, y vive en ti. Ese es tu testimonio, porque si no crees que Cristo resucitó, vana es tu fe.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Una franca relación con Dios
Dios mismo mantiene una relación real con los hombres. La iniciativa es suya, como la existencia misma de la humanidad, de cada ser humano. Estas personas –sujetos individuales, inteligentes con capacidad de amar– que somos cada uno y los que junto a nosotros conviven, hemos sido objeto de cierto “toque” muy especial divino. Para empezar, Él quiso nuestra existencia –ninguno hemos tenido semejante iniciativa–, y no una existencia sin más, como lo que nosotros producimos y simplemente está ahí, sin decir nada ni pretender nada: los coches, por ejemplo. No somos tampoco las personas como los árboles, pongamos por caso, que son como los hombres obras del Creador y vendrían a ser respecto a Él como los coches de algún modo respecto a nosotros: tampoco los árboles le pueden decir nada ni sienten nada respecto a su Creador: no tienen conciencia de sí mismos y mucho menos de su Causa.
Es patente que el hombre es un ser con conciencia: es consciente de sí mismo y se pregunta el porqué de su existencia: por su Creador y por su destino. Pero los versículos de san Mateo que consideramos en la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor nos ponen de manifiesto –así lo ha previsto el Espíritu Santo, principal autor de la Escritura– que Dios ha querido convivir con los hombres, haciéndonos partícipes de su vida divina. Se narra en este pasaje que dos hombres hablaban con Jesús: En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Debemos admirarnos –sin querer acostumbrarnos a esa admiración– al considerar que los hombres llegan a tener forma gloriosa, según afirma el evangelista –de modo expreso san Lucas– y trascienden la realidad del tiempo: se les aparecieron bastantes años después de su tránsito terreno. Dos personas, de sobra conocidas por todo israelita por su lealtad a Dios, aparecen en perfecta sintonía con la divinidad. Tratan con Jesús de palabra –el Verbo de Dios encarnado, no lo olvidemos ni por un instante–, como la cosa más normal en ellos.
Se hace necesario considerar repetidamente esta verdad decisiva en nuestra existencia. Recordemos que incluso aquellos discípulos de Jesús elegidos para acompañarle en aquel decisivo momento, Pedro, Juan y Santiago, al poco tiempo parecen haber olvidado el suceso del que fueron testigos de excepción. El ajetreo de lo cotidiano con sus afanes les lleva valorar poco que Dios se interesa por los hombres, hasta el extremo de mostrarles el esplendor de su vida, hasta hacerles posible vivir su eternidad. Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?, le preguntarán instantes antes de ascender a los cielos. No terminaban de comprender que el Reino de Israel y todas las realidades de este mundo, no pasan de ser un medio: que lo que Él vino a establecer en el mundo y la empresa que les encomendaba difundir, era el Reino de Dios, el Reino de los Cielos, la Vida de Dios con los hombres. Fue precisa la Pentecostés, para que la Gracia divina iluminara sus mentes y sus corazones y entendieran, por asombroso que pareciera, que la vida humana puede y debe ser una vida con Dios, pues así lo quiso nuestro Creador y Señor.
¿En qué se nota, en el quehacer cotidiano –en el mío– esa dimensión propia y específica que nos trasciende de la existencia terrena? No es lo nuestro casi únicamente esforzarnos en un intento para que transcurran nuestras jornadas más gratamente cada día, con más influencia personal en el entorno o más satisfechos de los logros conseguidos: no se trata de conseguir esos objetivos. Pedro, junto a Santiago y Juan, tuvo por un instante la experiencia incomparable de aquella vida enteramente sobrenatural e intentó permanecer de modo definitivo en aquel estado que Dios quiso que apenas gozara: Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Comprobó, en efecto, que el hombre está pensado para la vida en Dios: qué bien estamos aquí, declaró con sencilla espontaneidad. Hasta entonces no se había sentido tan bien: aquello era un anticipo de la Eterna Bienaventuranza, para la que todos los hombres hemos sido creados.
Ahora ya debemos conducirnos de acuerdo con esa vida –la vida de los hijos de Dios–, que es la propia y específica para nosotros, como nos ha revelado el mismo Dios haciéndose hombre. La Redención imprescindible de los pecados, con los medios sobrenaturales que nos conducen a esa Vida, nos llega también de Jesucristo; concretamente de su Pasión y muerte en la Cruz, que es su precio. ¿Vivimos de una vida sacramental que nos nutre espiritualmente haciéndonos crecer en la vida divina? Los sacramentos, medios por antonomasia para la vida de Dios, son el fruto de la Cruz de Jesucristo. Sin ellos no puede el cristiano alcanzar la plenitud que le corresponde: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Así se expresa Nuestro Señor, de modo inequívoco, para que tuviéramos los hombres muy claro que no es la nuestra una existencia meramente terrenal, y que la Eucaristía, a la que conducen los demás sacramentos, es imprescindible para la salvación.
La invocación frecuente a Nuestra Madre es medio que desarrolla la vida sobrenatural y manifestación de ella.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Transfiguración del Señor
La liturgia nos ha hecho escuchar, en dos relatos paralelos, el evento de la transfiguración de Jesús: primero en la evocación tardía que Pedro, o un discípulo suyo, le hizo a la Iglesia; luego en el relato sinóptico de Mateo.
Frente a este episodio exaltante de la vida de Jesús, nos planteamos dos preguntas: ¿qué significado tuvo en la vida de Jesús y para los discípulos que lo presenciaron? ¿Qué significado tiene hoy para la vida de la Iglesia y para nosotros?
En la vida de Jesús, la transfiguración constituye una teofanía y una cristofanía a la vez, es decir, una manifestación del Padre y una manifestación de Cristo. Al venir a este mundo y revestirse de un cuerpo, el Hijo de Dios se había como escondido detrás de un velo; él aparecía, en el aspecto, semejante a los hombres (Flp. 2, 7). Quien lo veía se preguntaba: ¿Acaso no es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María? ¿Sus parientes no están entre nosotros? Su vida, entonces, en lo exterior, era la de cualquier otro hombre: crecía, trabajaba, sudaba y, por cierto, rezaba. Y, sin embargo, él era Dios; estaba inserto y escondido en un punto del universo y gobernaba, con el Padre, el universo.
La transfiguración es la repentina transparencia hacia lo exterior de esta realidad profunda de Jesús. Es como si el velo de la humanidad se hubiera hecho más sutil bajo los efectos de la luz interior, hasta hacer transparentar el rostro escondido. lo que san Pablo llama la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo (2 Cor. 4, 6). A la luz se unió la voz del Padre. casi para explicar el sentido de lo que se estaba revelando: Éste es mi hijo muy querido. Ese día. los discípulos conocieron al verdadero Jesús que ignoraban todavía. y se sintieron visiblemente estupefactos.
Y ahora preguntémonos qué significa la transfiguración para la fe de la Iglesia y para nosotros.
En la segunda lectura hemos escuchado al apóstol Pedro. Él es el primero en hacer la aplicación del hecho a la vida de la comunidad. Estamos a algunas décadas de distancia de la muerte de Jesús, en la generación sucesiva a aquella que fue testigo de los sucesos; se insinúan entre los cristianos las primeras dudas con respecto a Cristo y a su regreso; la comunidad conoce la experiencia de la persecución. Alguno se pregunta: ¿Dónde está la promesa de su venida gloriosa, si todo sigue como antes?
En esta situación, Pedro reafirma la verdad con respecto a Jesucristo, captándola no a partir de especulaciones teológicas o sutiles razonamientos personales, sino a partir de la propia experiencia. Quizás es justamente por esto que Jesús había querido que hubiera tres testigos en el monte: Nosotros fuimos testigos oculares de su grandeza...Nosotros oímos bajar la voz del cielo. Así. aquella experiencia se vuelve prueba irrefutable y permite afirmar con certeza que el Señor no tarda en cumplir lo que ha prometido (2 Pedo 3, 9). He aquí por qué la transfiguración se vuelve ella misma la lámpara que brilla en la oscuridad y anuncia el día cercano.
El significado concreto de todo ello, entonces como hoy, es esto. Nuestra vida de creyentes fluye en medio de la prueba; el dolor nos acompaña. A menudo se hace tan oscuro que resulta difícil ver el cielo; el horizonte de la fe parece desvanecerse a lo lejos. Vemos sólo la realidad presente que se hace sentir con toda su rudeza. Es el momento en que el dolor nos asedia con su espectáculo: dolor de las generaciones pasadas, dolor actual. dolor de los pecadores y dolor de los justos...Nos planteamos espontáneamente la pregunta: ¿Por qué todo esto? ¿Por qué, si Dios es bueno, si Dios es Padre? San Pedro nos dice que incluso algunos de los primeros cristianos sentían la tentación de decir: ¿Dónde está la promesa de su venida? Nuestros padres han muerto y todo sigue como al principio de la creación (2 Pedo 3. 4).
En esta prueba de la fe. el evangelio de la transfiguración brilla como prenda segurísima de victoria. Todo este dolor terminará; un día. cada uno de nosotros y el universo entero estará transfigurado porque deberá ser como Jesús, deberá asumir su modo de ser glorioso y espiritual y formar incluso “un solo Espíritu” con él. El dolor actual es un dolor de parto. como escribió san Pablo (Rom. 8, 22); También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo. Pablo se hace transportar visiblemente por este pensamiento: Nosotros...con el rostro descubierto -escribe-. reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es el Espíritu (2 Cor. 3, 18). Entonces diremos espontáneamente también nosotros: ¡Es hermoso estar aquí!
Mientras tanto. sin embargo, como hizo con Pedro, Santiago y Juan, Jesús se nos acerca, nos pone una mano en el hombro y nos invita a bajar del monte. Nos invita a seguirlo hacia Jerusalén, es decir, hacia las pruebas de la vida cotidiana. Quizás, todo el episodio de la transfiguración, en la intención de Jesús, tenía esto como objetivo: hacer que los discípulos estuvieran prepara dos y fuertes para la prueba que les esperaba en poco tiempo. Los tres apóstoles que llevó consigo al monte Tabor fueron los mismos que llevó consigo al huerto de los olivos...
Nosotros, que ahora nos encontramos con el Señor y nos sentamos a la mesa con él. somos, en cierto sentido, aquellos discípulos privilegiados que fueron admitidos a contemplar la gloria de Cristo. Sepamos atesorarlo para luego poder. como Pablo, con firmar a nuestros hermanos dubitativos con nuestro testimonio.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
La Transfiguración del Señor
– El Señor conforta a sus discípulos ante la inminencia de su Pasión y Muerte.
I. Cuando Cristo se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos según es.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio. Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues como enseña Santo Tomás para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que conozca antes de algún modo el fin al que se dirige: «como el arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso... Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es lo mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los suyos».
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil y quizá aburguesada, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales. «¿No hemos sentido frecuentemente la tentación de creer que ha llegado el momento de convertir el cristianismo en algo fácil, de hacerlo confortable, sin sacrificio alguno; de hacerlo conformista con las formas cómodas, elegantes y comunes de los demás, y con el modo de vida mundano? ¡Pero no es así!... El cristianismo no puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber... Si tratásemos de quitar esto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida». No es esa la senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró «en la claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de corazón», la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. Para el cristiano, el paso del tiempo no es, en modo alguno, una tragedia; por el contrario, acorta el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
– Dios mismo será nuestra recompensa.
II. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Él. Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. «La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total», al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos si somos fieles a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? «Dios mío: ¿cuándo te querré a Ti, por Ti? Aunque, bien mirado, Señor, desear el premio perdurable es desearte a Ti, que Te das como recompensa».
– El Señor está a nuestro lado para ayudarnos a llevar lo más duro y lo que más pesa.
III. Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle. ¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro corazón!
El misterio que hoy celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados. Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros. Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. «No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso». Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso, al final del camino. Y cuando llegue aquella hora // en que se cierren mis humanos ojos, // abridme otros, Señor, otros más grandes // para contemplar vuestra faz inmensa. // ¡Sea la muerte un mayor nacimiento!, el comienzo de una vida sin fin.
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Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas (…)»
Hoy, meditando la Transfiguración, intuimos la situación del hombre en el Cielo. Lo que más nos interesa es contemplar la espontánea reacción de los “interlocutores terrenales” de esa escena. Una vez más, es Simón Pedro quien toma la palabra: «Maestro, bueno es estarnos aquí» (Lc 9,33). Es maravilloso comprobar que, sólo con ver el Cuerpo de Cristo en estado glorioso, Pedro se siente plenamente feliz: no echa en falta nada más.
«Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». La reacción de Pedro muestra el dinamismo más auténtico del amor: él ya no piensa en su propia comodidad; él quiere retener aquella situación de profunda felicidad, procurando el bien de los otros (en este caso, interpretado de una manera muy humana: ¡unas tiendas!). Es la manifestación más clara del verdadero amor: soy feliz porque te hago feliz; soy feliz entregándome a tu felicidad.
Además, es muy revelador el hecho de que Simón reconozca intuitivamente a Moisés y Elías. Pedro, lógicamente, tenía noticia de ellos, pero nunca los había visto (¡habían vivido siglos antes!) y, en cambio, los reconoce inmediatamente (como si los hubiese conocido desde siempre). He ahí una muestra del elevado grado de conocimiento del hombre en el Cielo: al contemplar a Dios “cara a cara”, experimentará una inimaginable ampliación de su saber (una participación mucho más profunda en la Verdad). En fin, «la “divinización” en el otro mundo aportará al espíritu humano una tal “gama de experiencias” de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar en la vida terrena» (San Juan Pablo II).
Finalmente, Simón, sólo con ver a Moisés y a Elías, no solamente los conoce al instante, sino que también los ama inmediatamente (piensa en hacer una tienda para cada uno de ellos). San Pedro, Papa (el primero de la Iglesia), pero pescador, expresa este amor de una manera sencilla; santa Teresa, monja, pero Doctora (de la Iglesia) expresó la lógica del amor de manera profunda: «El contento de contentar al otro excede a mi contento».
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Oración, expiación y acción
«Este es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas mis complacencias. Escúchenlo»
Eso dice el Padre de Jesús, que es también tu Padre, sacerdote.
Te lo dice a ti, y se lo dice al mundo. Se refiere a Cristo, y se refiere a ti, porque tú lo representas.
Escucha, sacerdote, la voz de tu Señor que se revela a través de la Palabra, que es su Hijo amado, al que Él ha enviado, el Verbo encarnado.
Escucha, sacerdote, a tu Señor y complácelo, haciendo lo que Él te dice, amándolo por sobre todas las cosas, y amando a los demás como Él los ha amado. Tanto, que todo les ha dado, hasta la vida de su único Hijo, para salvarlos.
Tu Señor habla fuerte y claro, sacerdote, pero, para escucharlo, debes subir al monte alto de la oración, para que, asistido por el Espíritu Santo, descubras, con gemidos inenarrables, lo que le dice a tu corazón.
Y tú, sacerdote, ¿acudes cada día al encuentro de tu Señor a través de la oración?
¿Te das el tiempo?
¿Cuál es tu prioridad: las cosas importantes, o la única cosa que es necesaria?
¿Complaces a tu Señor?
¿Entiendes su Palabra y la pones en práctica? ¿La predicas?
¿Tienes el valor de aceptar y hacer todo lo que te dice tu Señor?, ¿o tienes miedo de poner atención, porque no te acomoda lo que te dice?
¿Reconoces a Cristo como el Hijo de Dios, como el Mesías, que ha sido enviado al mundo, como el Salvador?
¿Reconoces a ese Cristo en ti, sacerdote?
Tú tienes una gran responsabilidad, sacerdote, porque a ti te ha sido revelada la verdad, no para que la guardes y te quedes sentado, ensimismado en tu comodidad, sino para que la lleves al mundo a través de la luz de la Palabra y del ejemplo, de tu fe puesta en obras.
Levántate, sacerdote, y lleva la Palabra que tú escuchas a la acción, para que enriquezcas al mundo con el tesoro que llevas en tu corazón como vasija de barro. Pero primero haz oración, en segundo lugar haz expiación, y muy en tercer lugar acción, porque de nada te sirve actuar si no has purificado tu alma después de orar, y de nada te sirve expiar tu alma si no has permitido que sea tocada con la Palabra.
Escucha, sacerdote, la Palabra de tu Señor, y hazte Palabra con Él, permaneciendo en la fidelidad a su amistad, permaneciendo en su amor, configurado con Cristo Buen Pastor, para que sean uno como el Padre y Él son uno.
Tú eres, sacerdote, la Palabra de tu Señor, cuando la escuchas, cuando la haces tuya poniéndola en práctica, y llevando la esencia del Verbo al mundo entero para que lo escuchen y, haciendo sus obras, el Padre se complazca en cada uno de los hijos de su pueblo.
Tú eres Cristo vivo, sacerdote, que se transfigura en el altar, y se muestra tal cual es: verdadero hombre y verdadero Dios, crucificado, muerto, resucitado, y expuesto para ser admirado, escuchado, alabado y adorado, en presencia viva, en Cuerpo, en Alma, en Sangre y en Divinidad, en Eucaristía.
(Espada de Dos Filos VII, n. 12)
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