Domingo I de Adviento (ciclo A)


Domingo I de Adviento (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes  (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com).

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DEL MISAL MENSUAL

UNA LLEGADA REPENTINA

Is 2, 1-5; Rom 13, 11-14; Mt 24, 37-44

Los cristianos de la primera generación vivían con la certidumbre de la inminente llegada de la parusía, es decir, de la venida o, mejor dicho, de la aparición gloriosa del Señor Jesucristo. Esa esperanza era compartida por el mismo Jesús. La advertencia reiterada era no dar crédito a los avisos sobre el momento preciso de aquel acontecimiento. Una segunda advertencia mucho más decisiva invitaba a no distraerse en los asuntos mundanos, desentendiéndose de vivir conforme a la voluntad del Padre. Mantenerse en vela equivale a vivir el día a día cumpliendo los valores del Evangelio. Por su parte el profeta Isaías nos describe una entusiasta peregrinación de pueblos que suben animosos a Jerusalén para dejarse instruir por la palabra del Señor. El mundo esperanzador que describe Isaías se destaca sobre todo por la eliminación de los mecanismos violentos. Ya no será la guerra ni la confrontación la única salida entre las naciones. La educación para la paz será la mejor alternativa.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 1-3

A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados.

ORACIÓN COLECTA

Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene a nosotros, para que, mediante la práctica de las buenas obras, colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino celestial. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El Señor reúne a todos los pueblos en la paz eterna de su Reino.

Del libro del profeta Isaías: 2, 1-5

Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y Jerusalén: En días futuros, el monte de la casa del Señor será elevado en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas, y hacia él confluirán todas las naciones.

Acudirán pueblos numerosos, que dirán: “Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas. Porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén, la Palabra del Señor”.

Él será el árbitro de las naciones y el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados y de las lanzas, podaderas; ya no alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra. ¡Casa de Jacob, en marcha! Caminemos a la luz del Señor.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9.

R/. Vayamos con alegría al encuentro del Señor.

¡Qué alegría sentí, cuando me dijeron: “Vayamos a la casa del Señor”! Y hoy estamos aquí, Jerusalén, jubilosos, delante de tus puertas. R/.

A ti, Jerusalén, suben las tribus, las tribus del Señor, según lo que a Israel se le ha ordenado, para alabar el nombre del Señor. En ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David. R/.

Digan de todo corazón: “Jerusalén, que haya paz entre aquellos que te aman, que haya paz dentro de tus murallas y que reine la paz en cada casa”. R/.

Por el amor que tengo a mis hermanos, voy a decir: “La paz esté contigo”. Y por la casa del Señor, mi Dios, pediré para ti todos los bienes. R/.

SEGUNDA LECTURA

Ya está cerca nuestra salvación.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 13, 11-14

Hermanos: Tomen en cuenta el momento en que vivimos. Ya es hora de que se despierten del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. La noche está avanzada y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz.

Comportémonos honestamente, como se hace en pleno día Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujurias ni desenfrenos, nada de pleitos ni envidias. Revístanse más bien, de nuestro Señor Jesucristo y que el cuidado de su cuerpo no dé ocasión a los malos deseos.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Sal 84, 8

R/. Aleluya, aleluya.

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. R/.

EVANGELIO

Velen y estén preparados.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 24, 37-44

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces, de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra dejada.

Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Recibe, Señor, estos dones que te ofrecemos, tomados de los mismos bienes que nos has dado, y haz que lo que nos das en el tiempo presente para aumento de nuestra fe, se convierta para nosotros en prenda de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 84, 13

El Señor nos mostrará su misericordia y nuestra tierra producirá su fruto.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Te pedimos, Señor, que nos aprovechen los misterios en que hemos participado, mediante los cuales, mientras caminamos en medio de las cosas pasajeras, nos inclinas ya desde ahora a anhelar las realidades celestiales y a poner nuestro corazón en las que han de durar para siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

De sus espadas forjarán azadas (Is 2,1-5)

Primera lectura

A pesar de los pecados del pueblo y de la calamitosa situación de Judá que se está describiendo en la primera parte del libro de Isaías, se abre ya desde el comienzo un resquicio a la esperanza con esta visión de restauración mesiánica y escatológica, en la que se subraya la centralidad universal de Sión, «el monte del Señor», es decir, Jerusalén.

Todos los pueblos acudirán entonces a la ciudad santa no con ánimo belicoso para despojarla de sus riquezas, sino en son de paz, para escuchar la palabra del Señor y ser instruidos en su Ley. Con esa esperanza a la que se apunta ya desde el principio se culminará el libro (cfr 66,18-24), y queda así rubricado al comienzo y al final del escrito uno de los mensajes más importantes que se contienen en él.

El poema (vv. 2-5), que con ligeras variantes aparece también en el libro de Miqueas (4,1-3), pone en relación la Ley con el Templo, centro espiritual de la Jerusalén renovada tras el regreso del destierro de Babilonia.

En contraste con la violencia y desolación que acompaña al pecado (cfr 1,2-9), la reverencia a Dios y el afán de vivir de acuerdo con sus disposiciones, la práctica de la justicia y el amor al prójimo conducen a la paz. La indumentaria bélica se transforma en aparejo de labranza y desarrollo: «En la medida en que los hombres son pecadores —dice el Concilio Vaticano II—, les amenaza, y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: “De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas, podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestran más para el combate” (Is 2,4)» (Gaudium et spes, n. 78).

Estas palabras de Isaías que anuncian la intervención salvífica de Dios al final de los tiempos alcanzan su plenitud en el nacimiento de Cristo. Con Él se inaugura una época de perfecta paz y reconciliación. La Iglesia utiliza este texto en la liturgia del primer domingo de Adviento, dirigiendo nuestra atención hacia la espera de la segunda venida de Cristo, mientras se prepara a recordar su primera venida en la Navidad.

El día está cerca (Rm 13,11-14)

Segunda lectura

San Pablo invita a mantenerse vigilantes, siendo «conscientes del momento presente» (v. 11), es decir, sabedores de que Cristo ya ha obrado la salvación y que vendrá al final de los tiempos para llevar todo a plenitud. Jesucristo, que vino al mundo por la Encarnación, viene también a cada hombre por la gracia y vendrá al final de los tiempos como Juez. Alzándose como el sol, ahuyentó las tinieblas del error, y va disipando los restos de oscuridad que quedan en las almas a medida que impregna más los corazones. Por eso, comenta Teodoreto de Ciro, «se llama “noche” a la época de la ignorancia y “día” al tiempo después de la llegada del Señor» (Interpretatio in Romanos, ad loc.). La Iglesia utiliza este texto paulino en la liturgia de Adviento para prepararnos a la venida definitiva de Cristo, al tiempo que cada año celebra su Nacimiento.

Estad preparados (Mt 24,37-44) 

Evangelio

Las palabras de Jesús a los discípulos son claras: no se revelará el día ni la hora de la Parusía. Jesús se abstiene de revelar el día del juicio para que nos mantengamos vigilantes.

Vigilar ante el advenimiento de Cristo no es buscar de continuo señales de su venida, sino comportarse y trabajar en todo momento cristianamente. Un medio indispensable para ello es el examen de conciencia: «Tienes un tribunal a tu disposición (...). Haz sentar a tu conciencia como juez y que tu razón presente allí todas tus culpas. Examina los pecados de tu alma y exígele que rinda cuentas con exactitud: ¿por qué has hecho esto o lo otro? Y si el alma no quiere considerar sus propias culpas y, por el contrario, busca las ajenas, dile: No te juzgo por los pecados de otro. (...) Si eres constante en hacer esto todos los días, comparecerás con confianza ante el tribunal que hará temblar a todos» (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum 42,2-4).

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SAN JUAN CRISTÓSTOMO (www.iveargentina.org)

El ejemplo del Diluvio

Y porque más cumplidamente advirtáis, por otro lado, cómo el callar el día no nació de ignorancia, considerad juntamente con lo dicho la otra señal que les pone: Como en los días de Noé las gentes comían y bebían, los hombres tomaban mujer y las mujeres marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no cayeron en la cuenta hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos; así será el advenimiento del Hijo del hombre. Al decir esto, puso de manifiesto que vendrá repentinamente y sin que se le espere y cuando la mayor parte de las gentes se entregarán a sus placeres. Lo mismo dice Pablo cuando escribe: Cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos la ruina. Y. para expresar lo inesperado, dice: Como sobreviene el dolor de parto a la mujer encinta.

¿Cómo, pues, dice el Señor: Después de la tribulación de aquellos días? Porque si entonces ha de haber placer, y paz, y seguridad, como Pablo dice, ¿cómo dice el Señor: Después de la tribulación de aquellos días? Si hay placer, ¿cómo tribulación? —Habrá placer y paz para los estúpidos. Por eso no dijo: “Cuando haya paz”, sino: Cuando digan: Paz y seguridad. Lo que demuestra su estupidez, como la de quienes, en tiempo de Noé, se entregaban a sus placeres entre tamaños males. No así los justos, que vivían en tribulación y tristeza. Por aquí da el Señor a entender que, a la venida del anticristo, los inicuos y desesperados de su salvación se entregarán con más furor a sus torpes placeres. Allí será de la gula, de las francachelas y borracheras. De ahí lo maravillosamente que el ejemplo conviene a la situación. Porque así como, al construirse el arca, no creían en el diluvio —dice—, sino que allí estaba ella a la vista de todos, pregonando anticipadamente los males por venir, y la gente, no obstante estarla viendo, se entregaban a sus placeres, como si nada hubiera de pasar, así ahora aparecerá, sí, el anticristo, tras el cual vendrá la consumación y los castigos que la habrán de acompañar y los tormentos insoportables; mas ellos, poseídos de la borrachera de su maldad, ni temor sentirán de lo que ha de suceder. De ahí que diga también Pablo: Como el dolor a la mujer en cinta, así sobrevendrán sobre ellos aquellos terribles e irremediables males. ¿Y por qué no habló de los males de Sodoma? —Es, que quería el Señor poner un ejemplo universal, y que, después de ser predicho, no fue creído. De ahí justamente que, como el vulgo no suele dar fe a lo porvenir, el Señor confirma por lo pasado sus palabras, a fin de sacudir el espíritu de sus discípulos. Juntamente con esto, por ahí se demuestra también haber sido Él también quien envió los anteriores castigos. Seguidamente pone otra señal, y por ella y por todas las otras, queda absolutamente patente que no desconoce el día del juicio. − ¿Qué señal es ésa? − Entonces estarán dos hombres en el campo. Y uno será tomado otro será dejado; y dos mujeres darán vueltas a la piedra de moler, y una será tomada y otra será dejada, Vigilad, pues, porque no sabéis el momento en que vendrá vuestro Señor. Todo esto son pruebas de que el Señor sabía perfectamente el día, pero no queda que sus discípulos le preguntaran sobre él. Por eso citó los días de Noé; por eso habló de los dos que están en el campo, dando a entender que así de improvisamente, así de despreocupados, cogerá aquel día a los hombres. Lo mismo indica el otro ejemplo de las dos mujeres que están moliendo bien ajenas a lo que va a suceder. Y juntamente nos declara que así se toman o se dejan los que son señores como los esclavos, los que descansan como los que trabajan, los de una dignidad como los de otra. Como se dice también en el Antiguo Testamento: Desde el que está sentado en el trono hasta la esclava que da vueltas a la muela, Como había dicho antes que los ricos se salvan con dificultad, ahora nos hace ver que ni todos los ricos se pierden absolutamente, ni todos los pobres absolutamente se salvan, sino que, de entre pobres y ricos, unos se salvan y otros se pierden. Y a mi parecer, también nos indica que su venida será por la noche. Esto lo dice expresamente Lucas. Mirad cuán puntualmente lo sabe todo. Luego, otra vez, porque no le preguntaran, añadió: Vigilad, pues, porque no sabéis en qué momento ha de llegar vuestro Señor. No dijo: “Porque no sé”, sino: Porque no sabéis. Cuando ya casi los había llevado a la hora misma y puesto tocando a ella, nuevamente los aparta de toda pregunta, pues quiere que estén en todo momento alerta. De ahí que les diga: Vigilad, dándoles a entender que por eso no les había dicho el día. Por eso les dice: Comprended que, si el amo de casa hubiera sabido a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, hubiera estado alerta y no hubiera dejado que le perforaran la casa. Por eso, estad también vosotros preparados, pues en el momento que no pensáis vendrá el Hijo del hombre. Si les dice, pues, que vigilen y estén preparados es porque, a la hora que menos lo piensen, se presentará Él. Así quiere que estén siempre dispuestos al combate y que en todo momento practiquen la virtud. Es como si dijera: Si el vulgo de las gentes supieran cuándo habían de morir, para aquel día absolutamente reservarían su fervor.

LA IGNORANCIA DEL DÍA NOS HA DE HACER MÁS VIGILANTES

Así, pues, porque no limitaran su fervor a ese día, el Señor no revela ni el común ni el propio de cada uno, pues quiere que lo estén siempre esperando y sean siempre fervorosos. De ahí que también dejó en la incertidumbre el fin de cada uno. Luego, sin velo alguno, se llama a sí mismo Señor, cosa que nunca dijo con tanta claridad. Mas aquí paréceme a mí que intenta también confundir a los perezosos, pues no ponen por su propia alma tanto empeño como ponen por sus riquezas los que temen el asalto de los ladrones, Porque, cuando éstos se esperan, la gente está despierta y no consiente que se lleven nada de lo que hay en casa. Vosotros, empero, les dice, no obstante saber que vuestro Señor ha de venir infaliblemente, no vigiláis ni estáis preparados, a fin de que no se os lleven desapercibidos de este mundo. Por eso aquel día vendrá para ruina de los que duermen. Porque así como el amo, de haber sabido la venida del ladrón, lo hubiera evitado, así vosotros, si estáis preparados, lo evitaréis igualmente.

(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (II), Homilía 77, 2-3, BAC Madrid 1956, 534-37)

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FRANCISCO – Ángelus 2013, 2016 y 2019

2013

El tiempo de Adviento nos devuelve el horizonte de la esperanza

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Comenzamos hoy, primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.

¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).

Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.

Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!

El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.

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2016

Aprender a no depender de nuestras seguridades

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy en la Iglesia inicia un nuevo año litúrgico, es decir, un nuevo camino de fe del pueblo de Dios. Y como siempre iniciamos con el Adviento. La página del Evangelio (cf. Mt 24, 37-44) nos presenta uno de los temas más sugestivos del tiempo de Adviento: la visita del Señor a la humanidad. La primera visita —lo sabemos todos— se produjo con la Encarnación, el nacimiento de Jesús en la gruta de Belén; la segunda sucede en el presente: el Señor nos visita continuamente cada día, camina a nuestro lado y es una presencia de consolación; y para concluir estará la tercera y última visita, que profesamos cada vez que recitamos el Credo: «De nuevo vendrá en la gloria para juzgar a vivos y a muertos». El Señor hoy nos habla de esta última visita suya, la que sucederá al final de los tiempos y nos dice dónde llegará nuestro camino.

La palabra de Dios hace resaltar el contraste entre el desarrollarse normal de las cosas, la rutina cotidiana y la venida repentina del Señor. Dice Jesús: «Como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en el que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrasó a todos» (vv. 38-39): así dice Jesús. Siempre nos impresiona pensar en las horas que preceden a una gran calamidad: todos están tranquilos, hacen las cosas de siempre sin darse cuenta que su vida está a punto de ser alterada. El Evangelio, ciertamente no quiere darnos miedo, sino abrir nuestro horizonte a la dimensión ulterior, más grande, que por una parte relativiza las cosas de cada día pero al mismo tiempo las hace preciosas, decisivas. La relación con el Dios que viene a visitarnos da a cada gesto, a cada cosa una luz diversa, una profundidad, un valor simbólico.

Desde esta perspectiva llega también una invitación a la sobriedad, a no ser dominados por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas. Si por el contrario nos dejamos condicionar y dominar por ellas, no podemos percibir que hay algo mucho más importante: nuestro encuentro final con el Señor, y esto es importante. Ese, ese encuentro. Y las cosas de cada día deben tener ese horizonte, deben ser dirigidas a ese horizonte. Este encuentro con el Señor que viene por nosotros. En aquel momento, como dice el Evangelio, «estarán dos en el campo: uno es tomado, el otro dejado» (v. 40). Es una invitación a la vigilancia, porque no sabiendo cuando Él vendrá, es necesario estar preparados siempre para partir.

En este tiempo de Adviento estamos llamados a ensanchar los horizontes de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por la vida que se presenta cada día con sus novedades. Para hacer esto es necesario aprender a no depender de nuestras seguridades, de nuestros esquemas consolidados, porque el Señor viene a la hora que no nos imaginamos. Viene para presentarnos una dimensión más hermosa y más grande.

Que Nuestra Señora, Virgen del Adviento, nos ayude a no considerarnos propietarios de nuestra vida, a no oponer resistencia cuando el Señor viene para cambiarla, sino a estar preparados para dejarnos visitar por Él, huésped esperado y grato, aunque desarme nuestros planes.

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2019

Corazón libre y vigilante

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, primer domingo de Adviento, comienza un nuevo año litúrgico. En estas cuatro semanas de Adviento, la liturgia nos lleva a celebrar el nacimiento de Jesús, mientras nos recuerda que Él viene todos los días en nuestras vidas, y que regresará gloriosamente al final de los tiempos. Esta certeza nos lleva a mirar al futuro con confianza, como nos invita el profeta Isaías, que con su voz inspirada acompaña todo el camino del Adviento.

En la primera lectura de hoy, Isaías profetiza que «sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones» (Isaías 2, 2). El templo del Señor en Jerusalén se presenta como el punto de encuentro y de convergencia de todos los pueblos. Después de la Encarnación del Hijo de Dios, Jesús mismo se reveló como el verdadero templo. Por lo tanto, la maravillosa visión de Isaías es una promesa divina y nos impulsa a asumir una actitud de peregrinación, de camino hacia Cristo, sentido y fin de toda la historia. Los que tienen hambre y sed de justicia sólo pueden encontrarla a través de los caminos del Señor, mientras que el mal y el pecado provienen del hecho de que los individuos y los grupos sociales prefieren seguir caminos dictados por intereses egoístas, que causan conflictos y guerras. El Adviento es el tiempo para acoger la venida de Jesús, que viene como mensajero de paz para mostrarnos los caminos de Dios.

En el Evangelio de hoy, Jesús nos exhorta a estar preparados para su venida: «Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mateo 24, 42). Velar no significa tener los ojos materialmente abiertos, sino tener el corazón libre y orientado en la dirección correcta, es decir, dispuesto a dar y servir. ¡Eso es velar! El sueño del que debemos despertar está constituido por la indiferencia, por la vanidad, por la incapacidad de establecer relaciones verdaderamente humanas, por la incapacidad de hacerse cargo de nuestro hermano aislado, abandonado o enfermo. La espera de la venida de Jesús debe traducirse, por tanto, en un compromiso de vigilancia. Se trata sobre todo de maravillarse de la acción de Dios, de sus sorpresas y de darle primacía. Vigilancia significa también, concretamente, estar atento al prójimo en dificultades, dejarse interpelar por sus necesidades, sin esperar a que nos pida ayuda, sino aprendiendo a prevenir, a anticipar, como Dios siempre hace con nosotros.

Que María, Virgen vigilante y Madre de la esperanza, nos guía en este camino, ayudándonos a dirigir la mirada hacia el “monte del Señor”, imagen de Jesucristo, que atrae a todos los hombres y todos los pueblos.

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BENEDICTO XVI – Homilía y Ángelus 2007 – Ángelus 2010

Homilía 2007

Dios nos ama y espera que volvamos a él

Queridos hermanos y hermanas:

El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, la última venida del Señor.

Al tema de la esperanza he dedicado mi segunda encíclica. En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.

La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto, el Adviento es tiempo favorable para redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar «anclada» en Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra salvación.

Como se puede apreciar en el Nuevo Testamento y en especial en las cartas de los Apóstoles, desde el inicio una nueva esperanza distinguió a los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana. San Pablo, en su carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2, 12). Esta expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: podemos referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.

En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo que llamamos el «más allá». El más allá no es un lugar donde acabaremos después de la muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de vida a la que todo ser humano, por decirlo así, tiende. A esta espera del hombre Dios ha respondido en Cristo con el don de la esperanza.

El hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?

Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.

Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los hombres de hoy. Y lo hace saliendo a su encuentro, para «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Desde esta perspectiva, la celebración del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios Esposo, «que es, que era y que viene» (Ap 1, 8). A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.

He aquí el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos.

Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos abraza siempre primero (cf. 1 Jn 4, 10). En este sentido, la esperanza cristiana se llama «teologal»: Dios es su fuente, su apoyo y su término. ¡Qué gran consuelo nos da este misterio! Mi Creador ha puesto en mi espíritu un reflejo de su deseo de vida para todos. Cada hombre está llamado a esperar correspondiendo a lo que Dios espera de él. Por lo demás, la experiencia nos demuestra que eso es precisamente así. ¿Qué es lo que impulsa al mundo sino la confianza que Dios tiene en el hombre? Es una confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los humildes, cuando a través de las dificultades y las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de la mejor forma posible, por realizar un bien que parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande: en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en los diversos ámbitos de la sociedad. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.

Todo niño que nace es signo de la confianza de Dios en el hombre y es una confirmación, al menos implícita, de la esperanza que el hombre alberga en un futuro abierto a la eternidad de Dios. A esta esperanza del hombre respondió Dios naciendo en el tiempo como un ser humano pequeño. San Agustín escribió: «De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros» (Confesiones X, 43, 69, citado en Spe salvi, 29).

Dejémonos guiar ahora por Aquella que llevó en su corazón y en su seno al Verbo encarnado. ¡Oh María, Virgen de la espera y Madre de la esperanza, reaviva en toda la Iglesia el espíritu del Adviento, para que la humanidad entera se vuelva a poner en camino hacia Belén, donde vino y de nuevo vendrá a visitarnos el Sol que nace de lo alto (cf. Lc 1, 78), Cristo nuestro Dios! Amén.

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Ángelus 2007

El hombre es redimido por el amor

Queridos hermanos y hermanas:

Con este primer domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico: el pueblo de Dios vuelve a ponerse en camino para vivir el misterio de Cristo en la historia. Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8); en cambio, la historia cambia y necesita ser evangelizada constantemente; necesita renovarse desde dentro, y la única verdadera novedad es Cristo: él es su realización plena, el futuro luminoso del hombre y del mundo. Jesús, resucitado de entre los muertos, es el Señor al que Dios someterá todos sus enemigos, incluida la misma muerte (cf. 1 Co 15, 25-28).

Por tanto, el Adviento es el tiempo propicio para reavivar en nuestro corazón la espera de Aquel «que es, que era y que va a venir» (Ap 1, 8). El Hijo de Dios ya vino en Belén hace veinte siglos, viene en cada momento al alma y a la comunidad dispuestas a recibirlo, y de nuevo vendrá al final de los tiempos para «juzgar a vivos y muertos». Por eso, el creyente está siempre vigilante, animado por la íntima esperanza de encontrar al Señor, como dice el Salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora» (Sal 130, 5-6).

Por consiguiente, este domingo es un día muy adecuado para ofrecer a la Iglesia entera y a todos los hombres de buena voluntad mi segunda encíclica, que quise dedicar precisamente al tema de la esperanza cristiana. Se titula Spe salvi, porque comienza con la expresión de san Pablo: «Spe salvi factum sumus», «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). En este, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, la palabra «esperanza» está íntimamente relacionada con la palabra «fe». Es un don que cambia la vida de quien lo recibe, como lo muestra la experiencia de tantos santos y santas.

¿En qué consiste esta esperanza, tan grande y tan «fiable» que nos hace decir que en ella encontramos la «salvación»? Esencialmente, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos reveló su rostro, el rostro de un Dios con un amor tan grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni siquiera la muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este Padre se abre a la perspectiva de la bienaventuranza eterna.

El desarrollo de la ciencia moderna ha marginado cada vez más la fe y la esperanza en la esfera privada y personal, hasta el punto de que hoy se percibe de modo evidente, y a veces dramático, que el hombre y el mundo necesitan a Dios —¡al verdadero Dios!—; de lo contrario, no tienen esperanza.

No cabe duda de que la ciencia contribuye en gran medida al bien de la humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace buena y hermosa la vida personal y social. Por eso la gran esperanza, la esperanza plena y definitiva, es garantizada por Dios que es amor, por Dios que en Jesús nos visitó y nos dio la vida, y en él volverá al final de los tiempos.

En Cristo esperamos; es a él a quien aguardamos. Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro del Esposo: lo hace con las obras de caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el amor. ¡Buen Adviento a todos!

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Ángelus 2010

El hombre está vivo mientras en su corazón está viva la esperanza

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, conmemora el acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Precisamente de esta doble perspectiva vive el tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a «juzgar a vivos y muertos», como decimos en el Credo. Sobre este sugestivo tema de la «espera» quiero detenerme ahora brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por decirlo así, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.

La espera, el esperar, es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; en la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del resultado de un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la aceptación de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se lo reconoce por sus esperas: nuestra «estatura» moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.

Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: ¿yo qué espero? En este momento de mi vida, ¿a qué tiende mi corazón? Y esta misma pregunta se puede formular a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones?, ¿qué tienen en común? En el tiempo anterior al nacimiento de Jesús, era muy fuerte en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que finalmente liberaría al pueblo de toda esclavitud moral y política e instauraría el reino de Dios. Pero nadie habría imaginado nunca que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría pensado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que él pudo encontrar en ella una madre digna. Por lo demás, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura «llena de gracia», totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de ella, Mujer del Adviento, a vivir los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que sólo la venida de Dios puede colmar.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

LOS DOMINGOS DE ADVIENTO 

77. «Las lecturas del Evangelio tienen una característica propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos (I domingo), a Juan Bautista (II y III domingo), a los acontecimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (IV domingo). Las lecturas del Antiguo Testamento son profecías sobre el Mesías y el tiempo mesiánico, tomadas principalmente del libro de Isaías. Las lecturas del Apóstol contienen exhortaciones y amonestaciones conformes a las diversas características de este tiempo» (OLM 93). El Adviento es el tiempo que prepara a los cristianos a las gracias que serán dadas, una vez más en este año, en la celebración de la gran Solemnidad de la Navidad. Ya desde el I domingo de Adviento, el homileta exhorta al pueblo para que emprenda su preparación caracterizada por distintas facetas, cada una de ellas sugerida por la rica selección de pasajes bíblicos del Leccionario de este tiempo. La primera fase del Adviento nos invita a preparar la Navidad animándonos no sólo a dirigir la mirada al tiempo de la primera Venida del nuestro Señor, cuando, como dice el prefacio I de Adviento, Él asume «la humildad de nuestra carne», sino también, a esperar vigilantes su Venida «en la majestad de su gloria», cuando «podamos recibir los bienes prometidos».

79. Por tanto, existe un doble significado de Adviento, un doble significado de la Venida del Señor. Este tiempo nos prepara para su Venida en la gracia de la fiesta de la Navidad y a su retorno para el juicio al final de los tiempos. Los textos bíblicos deberían ser explicados considerando este doble significado. Según el texto, se puede evidenciar una u otra Venida, aunque, con frecuencia, el mismo pasaje presenta palabras e imágenes relativas a ambas. Existe, además, otra Venida: escuchamos estas lecturas en la asamblea eucarística, donde Cristo está verdaderamente presente. Al comienzo del tiempo de Adviento la Iglesia recuerda la enseñanza de san Bernardo, es decir, que entre las dos Venidas visibles de Cristo, en la historia y al final de los tiempos, existe una venida invisible, aquí y ahora (cf. Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento), así como hace suyas las palabras de san Carlos Borromeo:

«Este tiempo (…) nos enseña que la venida de Cristo no solo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos (Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento)».

I domingo de Adviento 

80. El evangelio del I domingo de Adviento, en los tres ciclos, es una narración sinóptica que anuncia la venida inminente del Hijo del Hombre en gloria, un día y una hora desconocidos. Nos exhorta a estar vigilantes y en alerta, a esperar signos espaventosos en el cielo y en la tierra, a no dejarnos sorprender. Siempre nos da una cierta impresión empezar de este modo el Adviento, ya que, de modo inevitable, este tiempo nos trae a la mente la Navidad y, en muchos lugares, el sentir común está ya sumergido con las dulces representaciones del Nacimiento de Jesús en Belén. No obstante, la Liturgia nos presenta estas imágenes a la luz de otras que nos recuerdan cómo el mismo Señor nacido en Belén «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos», como dice el Credo. En este domingo, es responsabilidad del homileta recordar a los cristianos que siempre deben preparase para esta venida y para el juicio. Realmente, el Adviento constituye tal preparación: la Venida de Jesús en la Navidad está conectada íntimamente con su Venida en el último día.

81. Durante los tres años, la lectura del Profeta puede interpretarse ya sea como indicativa del glorioso advenimiento final del Señor como de su primer advenimiento «en la humildad de nuestra carne», de la que nos habla la Navidad. Tanto Isaías (en el año A) como Jeremías (en el año C), anuncian que «llegan días». En el contexto de esta Liturgia, las palabras que siguen apuntan claramente al tiempo final; pero se refieren, también, a la inminente Solemnidad de la Navidad. 

82. ¿Qué sucederá al final de los días? Isaías dice (en el año A): «Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles». El homileta tiene varias posibilidades de interpretación que se pueden desarrollar en consecuencia. «El monte de la casa del Señor» podría ser correctamente explicado como una imagen de la Iglesia, llamada a reunir a todas las gentes. También podría hacer de primer anuncio de la Fiesta inminente de la Navidad. «Confluirán los gentiles» hacia el Niño en el pesebre es un texto que se cumplirá, en particular, en Epifanía, cuando los Magos vengan a adorarlo. El homileta tendría que recordar a los fieles que también ellos pertenecen a los gentiles que caminan hacia Cristo, un viaje que se inicia con intensidad renovada en el I domingo de Adviento. Las mismas palabras, ricamente inspiradas, son también aplicables a la Venida en el final de los tiempos, citada explícitamente por el Evangelio. El profeta prosigue: «Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos». Las palabras conclusivas del pasaje profético son, al mismo tiempo, una maravillosa llamada a la celebración de la Navidad y a la espera del adviento del Hijo del Hombre en la gloria: «Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor».

83. La Iglesia, en este I domingo de Adviento, fija además la mirada en el Retorno de Jesús en gloria y majestad. «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» Los Evangelios, con este mismo tono, describen la Venida final. Y ¿estamos preparados? No, no lo estamos, y por ello tenemos necesidad de un tiempo de preparación. La oración del profeta continúa: «Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos». Una cosa muy parecida se invoca en la oración colecta de este domingo: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras…». 

86. Naturalmente la Eucaristía que nos disponemos a celebrar es la preparación más intensa de la comunidad para la Venida del Señor, ya que ella misma señala dicha Venida. En el prefacio que abre la plegaria eucarística en este domingo, la comunidad se presenta a Dios «en vigilante espera». Nosotros, que damos gracias, pedimos hoy ya poder cantar con todos los ángeles: «Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del universo». Aclamando el «Misterio de la fe» expresamos el mismo espíritu de vigilante espera: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas». En la plegaria eucarística los cielos se abren y Dios desciende. Hoy recibimos el Cuerpo y la Sangre del Hijo del Hombre que llegará sobre las nubes con gran poder y gloria. Con su gracia, dada en la Sagrada Comunión, esperamos que cada uno de nosotros pueda exclamar: «Me levantaré y alzaré la cabeza; se acerca mi liberación». 

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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

La tribulación final y la venida de Cristo en gloria

“DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS”

I. VOLVERÁ EN GLORIA

Cristo reina ya mediante la Iglesia...

668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 3;5).

670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).

... esperando que todo le sea sometido

671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).

672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).

El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel

673. Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios (cf. 2 Te 2, 3-12).

674. La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).

La última prueba de la Iglesia

675. Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Te 2, 4-12; 1Te 5, 2-3; 2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).

676. Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, “Divini Redemptoris” que condena el “falso misticismo” de esta “falsificación de la redención de los humildes”; GS 20-21).

677. La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).

La Iglesia, consumada en la gloria

769. La Iglesia “sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo” (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, “la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios” (San Agustín, civ. 18, 51; cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, “y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria” (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, “todos los justos desde Adán, `desde el justo Abel hasta el último de los elegidos’ se reunirán con el Padre en la Iglesia universal” (LG 2).

“¡Ven, Señor Jesús!”

451. La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maran atha” (“¡el Señor viene!”) o “Maran atha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

V. LOS SACRAMENTOS DE LA VIDA ETERNA

1130. La Iglesia celebra el Misterio de su Señor “hasta que él venga” y “Dios sea todo en todos” (1 Co 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la Liturgia es atraída hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: “¡Marana tha!” (1 Co 16,22). La liturgia participa así en el deseo de Jesús: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros...hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc 22,15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida eterna, aunque “aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del Gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tt 2,13). “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!...¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,17.20).

Santo Tomás resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental: “Unde sacramentum est signum rememorativum eius quod praecessit, scilicet passionis Christi; et desmonstrativum eius quod in nobis efficitur per Christi passionem, scilicet gratiae; et prognosticum, id est, praenuntiativum futurae gloriae” (“Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera”, STh III, 60,3).)

1403. En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: “Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: “Maran atha” (1 Co 16,22), “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), “que tu gracia venga y que este mundo pase” (Didaché 10,6).

2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:

Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).

La vigilancia humilde del corazón

II. NECESIDAD DE UNA HUMILDE VIGILANCIA

Frente a las dificultades de la oración

2729. La dificultad habitual de la oración es la distracción. En la oración vocal, la distracción puede referirse a las palabras y al sentido de éstas. La distracción, de un modo más profundo, puede referirse a Aquel al que oramos, tanto en la oración vocal (litúrgica o personal), como en la meditación y en la oración contemplativa. Salir a la caza de la distracción es caer en sus redes; basta volver a concentrarse en la oración: la distracción descubre al que ora aquello a lo que su corazón está apegado. Esta toma de conciencia debe empujar al orante a ofrecerse al Señor para ser purificado. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir (cf Mt 6,21.24).

2730. Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al “hoy”. El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: “Dice de ti mi corazón: busca su rostro” (Sal 27, 8).

2731. Otra dificultad, especialmente para los que quieren sinceramente orar, es la sequedad. Forma parte de la contemplación en la que el corazón está seco, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro. “El grano de trigo, si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Si la sequedad se debe a falta de raíz, porque la Palabra ha caído sobre roca, no hay éxito en el combate sin una mayor conversión (cf Lc 8, 6. 13).

Frente a las tentaciones en la oración

2732. La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Se empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes.

2733. Otra tentación a la que abre la puerta la presunción es la acedia. Los Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o de desabrimiento debidos al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón. “El espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41). El desaliento, doloroso, es el reverso de la presunción. Quien es humilde no se extraña de su miseria; ésta le lleva a una mayor confianza, a mantenerse firme en la constancia.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

¡Vigilad!

Comienza hoy el primer año del ciclo litúrgico trienal. En él nos acompaña el Evangelio de Mateo. Según una tradición antiquísima (hoy, sin embargo, puesta en discusión) Mateo habría escrito su Evangelio en arameo, a pesar de que a nosotros nos ha llegado sólo la versión griega. Es el Evangelio más completo y esto explica el puesto de privilegio, que ha ocupado siempre en el uso de la Iglesia. Algunas características de este Evangelio son: la amplitud con que se aportan las enseñanzas de Jesús (los famosos discursos, como el de la montaña) y la atención a la relación Ley-Evangelio (el Evangelio es la «nueva Ley»). Es considerado el Evangelio más «eclesiástico» por la narración del primado de Pedro y por el uso del término Ecclesia, Iglesia, que no se encuentra en los otros tres Evangelios. La palabra, que destaca sobre todas en el Evangelio de hoy, es:

«Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor».

Si el año litúrgico está en sus inicios, el año civil llega a su término. Otro círculo se cierra. En el tronco de un árbol cada año que pasa deja un signo: un círculo bien visible en la sección horizontal de la planta. Así sucede en el hombre. En otoño, la misma naturaleza nos invita a reflexionar sobre el tiempo que pasa. Lo que el poeta G. Ungaretti decía de los soldados durante la primera guerra mundial en la trinchera sobre el Carso vale para todos los hombres:

«Se está, como en otoño, las hojas, en los árboles».

Esto es, en proceso de caer de un momento a otro. En esta estación, si sabemos escucharla, la misma naturaleza nos predica silenciosamente. Miremos qué sucede en los árboles. A cada ráfaga de viento, son las hojas las que caen. Un minuto antes nadie sabe a cuál de ellas le tocará. Se arrancan, durante algo de tiempo dan unas vueltas por el aire y terminan en tierra para siempre. Dentro de algunos días ya no quedará ni una más.

«¡Que se vaya el tiempo, decía nuestro Dante Alghieri, y el hombre ni se da cuenta!» Un filósofo antiguo, Heráclito, ha expresado esta fundamental experiencia con una frase griega, que ha permanecido célebre: panta rei, esto es, todo fluye o pasa. Sucede en la vida como en la pantalla televisiva: los programas, así llamados documentales, se suceden rápidamente y cada uno elimina al precedente. La pantalla permanece la misma; pero, las imágenes cambian.

Así ocurre con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos yendo uno tras otro. ¿De todos los nombres, los rostros, las noticias, que llenan los periódicos y las telenoticias de hoy, de mí, de ti, de todos nosotros, qué quedará de aquí a algún año o decenio? Nada de nada. El hombre no es más que «un proyecto o diseño, creado sobre las olas en la playa del mar, que la ola sucesiva suprime».

Con el intento de no pasar ni de morir del todo, nos agarramos bien sea a la juventud, bien al amor, bien a los hijos, bien a la fama. «No moriré del todo, exclama el poeta Horacio; he erigido (con mis poesías) un monumento más duradero que el bronce». Sí; pero, ¿para qué le sirve este «monumento» ahora a él? Nos sirve a nosotros; pero, no a él. «El ser humano no es más que un soplo... mera sombra el humano que pasa» (Salmo 39,6-7.12), afirma la Biblia y creo que, al menos, sobre este punto todos estamos dispuestos a darle la razón.

En el mismo momento del nacimiento se inicia para cada uno de nosotros una cuenta al revés, que no se detiene ni un solo instante, ni de día ni de noche. Una vez en nuestros conventos teníamos grandes relojes de péndulo en los que estaba escrito, en latín, como para avisarnos: Vulnerant omnes, ultima necat; esto es, «todas (se entiende) las horas hieren, la última mata».

Ante esta experiencia de que todo pasa se pueden tomar distintos planes. Uno, muy antiguo y recordado en la misma Biblia, es aquel que dice: «Comamos y bebamos que mañana moriremos» (Isaías 22,13). Jesús en el Evangelio de hoy hablando de los días, que precedieron al diluvio, dice: «La gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos».

Un proyecto, ciertamente mejor, es aquel del que san Pablo dice: «Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos» (Gálatas 6,10). Hay personas honestas y de buena voluntad, que no tienen fe; pero, buscan ajustarse a este programa de aprovechar la vida para hacer el bien. Merecen admiración y respeto, porque para ellas es aún más difícil.

A propósito de este dato, veamos qué tiene que decirnos la fe del hecho de que todo pasa.

«El mundo y sus concupiscencias pasan; pero, quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2.17).

Sin embargo, hay alguien que no pasa, Dios, y hay un modo de no pasar del todo ni siquiera nosotros: hacer la voluntad de Dios, esto es, creer, adherimos a Dios. Una de las imágenes más frecuentes con las que la Biblia nos habla de Dios es la de la roca. «Él es la Roca, su obra es consumada» (Deuteronomio 32,4). Yo intuí qué quiere decimos la Palabra de Dios con esto el día que por vez primera observé de cerca el monte Cervino.

Por lo tanto, he aquí la propuesta de la fe: ¡pasar al que no pasa! Pasar del mundo para no pasar con el mundo. Si Dios es la roca, nosotros debemos ser «picapedreros o canteros». ¡Cuántas cosas podríamos aprender de los canteros! Cuando sobreviene una tempestad, ellos se aferran o agarran todavía más a la roca... Entre ellos y la roca se establece como una especie de entendimiento secreto, una connivencia, una amistad. Los canteros tienen mucha confianza en la roca; pero, le tienen también un saludable respeto y temor reverencial. Así debiera ser entre nosotros y Dios.

En esta vida nosotros somos como personas sobre una balsa transportada por la corriente de un río lleno hacia el mar abierto, del que no hay retorno. En un cierto punto, la balsa viene a encontrarse ya cercana a la orilla. El náufrago dice: «¡O ahora o nunca más!» y salta sobre la tierra firme. ¡Qué respiro de alivio cuando siente la roca bajo sus pies! Es la sensación que tiene frecuentemente quien alcanza la fe. Quisiera recordar algunas palabras famosas, que nos dejó escritas santa Teresa de Ávila: «Nada te turbe, nada te espante. Todo pasa, sólo Dios queda».

Pero, no todo acaba aquí con una reflexión sapiencial, estéril en todo su conjunto. Hay un imperativo, que surge de todo ello. El formulado precisamente en el Evangelio de hoy:

«Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor... estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».

A veces se nos pregunta: ¿por qué Dios nos esconde una cosa tan importante como es la hora de su venida, esto es, de nuestra muerte? La respuesta tradicional es: «Para que estemos vigilantes, creyendo cada uno que el hecho puede suceder en sus días» (san Efrén Siro). Pero, el motivo principal es que Dios nos conoce; sabe qué terrible angustia habría sido para nosotros conocer la hora exacta con anticipación y asistir al lento e inexorable aproximarse. En ciertas enfermedades es lo que más nos asusta. Cada día son más numerosos los que mueren por enfermedades inesperadas del corazón que los que mueren por los así llamados «males feos». Y, sin embargo, ¡cuánto mayor miedo provocan estas enfermedades!

¿Por qué? Precisamente porque nos parece que impiden la inseguridad, que nos consiente esperar.

La advertencia de «todo pasa» está dirigida más a los jóvenes que a los ancianos. A este propósito, hay una palabra en la Biblia que no puedo dejar de formular a los jóvenes. Dice:

 «La juventud y los cabellos negros son un soplo. Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, antes de que lleguen los días malos y se echen encima años en que dirás: “No me agradan”» (Qohelet 12,1).

Llegados a este punto, la vejez es recordada con toda una serie de imágenes simpáticas: los ruidos, que se debilitan a causa de la sordera; los colores, que se amortiguan; el paso, que se hace incierto; el miedo a la calle y a las subidas. Y, después, la imagen final del carrillo o garrucha y el cubo: después de tanto subir y bajar el cubo en el pozo, llega un día en que la cadena se rompe y el cubo se precipita al fondo y ya no vuelve a subir más. El almendro vuelve a florecer en la primavera; pero, el hombre ya no se levanta más una vez caído. El fragmento termina con la bien conocida frase:

«Vanidad de vanidades Y todo es vanidad» (Qohelet 11, 10-12, 8).

Durante un tiempo esta palabra venía repetida de este modo demasiado frecuentemente, ahora ya no se la escucha más. Y, sin embargo, no es malo que también nuestra generación tenga algún pensamiento sobre ello. No para dejar de amar la vida, sino para vivir mejor, con más serenidad y menos agitación, con menos estrés, como se dice hoy. Tomar conciencia de que todo pasa: ello podría ser también un remedio «contra el desgaste de la vida moderna».

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Permanecer alerta

Permanezcan alerta. Es lo que nos pide Dios. Es la advertencia del Hijo de Dios, que hace a los hombres que en su cruz redimió, para que, cuando Él vuelva, lo estén esperando.

Significa estar preparados para un evento inesperado, con la seguridad de que en cualquier momento sucederá.

Es creer en la Palabra del Hijo de Dios y en sus promesas, porque todo lo que ha dicho se cumplirá, y volverá para darnos los bienes eternos que, con su muerte y resurrección, nos ha merecido.

Significa mantener bien preparada y dispuesta la morada del alma, despierta, renunciando constantemente a todas aquellas cosas del mundo que nos provocan una pereza espiritual, que nos conduce a la indiferencia de lo sagrado, y nos induce a un sueño y un sopor insoportable, en medio de la abundancia de bienes materiales, de tentaciones causadas por la ambición, el orgullo, la soberbia, el egoísmo, con lo que traicionan la confianza y el amor de Cristo.

Es mantener la esperanza en el Salvador, acudir a Él, y no querer hacer todo con nuestras propias fuerzas.

Permanece tú alerta y bien preparado, limpiando constantemente la morada del Señor, que es tu alma, manteniendo tu corazón encendido en el fuego del amor de Cristo, invocando la presencia del Espíritu Santo, alimentando la fe y la esperanza con tus obras de caridad, contemplando la cruz, y adorando el Cuerpo y la Sangre, la presencia viva de Jesús, que baja cada día del cielo por el poder del sacerdote, y descansa en sus manos, que han sido ungidas para que siempre tenga una morada bien dispuesta, bien preparada.

Permanece atento en la alegría y en la esperanza de que un día, de la misma manera, el Señor vendrá a ti y te ungirá para que seas digno de entrar con Él a la Patria Celestial».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Vigilar en paz

¡Qué cierto es que la muerte nos puede sorprender! Aunque en muchas ocasiones no sucede así y hasta es posible que los médicos se aventuren a pronosticar cuánto tiempo de vida le queda a un enfermo y lo más frecuente en nuestros días es que la muerte sobrevenga a partir de una edad ya avanzada. A nadie le admira, sin embargo, la noticia del fallecimiento inesperado de personas jóvenes o de mediana edad, por accidente, por ejemplo, y también por enfermedad. Quizá sea ésta una de las manifestaciones más claras e innegables de que no somos señores de nuestra existencia.

 Jesús parte de esta realidad, que es evidente para todos, y estimula a la vigilancia. Ese momento –el de la muerte– debe encontrarnos preparados, pues es para cada uno el momento de encuentro con el Señor como Juez de nuestros actos. No es la vida del hombre tan sólo una ocasión, más o menos larga y más o menos grata, de desarrollo de las propias capacidades. Ni se trata de un tiempo nuestro, de nuestra propiedad, como si a nadie debiéramos dar cuenta de su aprovechamiento. Las palabras de Jesús indican, por el contrario, que al terminar esta vida habremos de responder de ella y que ese momento se puede presentar de improviso.

 Velad, aconseja el Señor. Así hacemos cuando queremos asegurar la buena marcha de cualquier negocio. Lo hacemos todos para garantizar la eficacia de lo que nos traemos entre manos: en el trabajo, en la vida familiar y social, en la diversión...; sí, hasta en nuestros juegos. Nos interesa evaluar esfuerzos, tiempo empleado, gastos... Luego, a la vista del resultado obtenido, quizá advertimos que todo va bien o, por el contrario, que es preciso modificar de algún modo nuestra pauta. Y así hacernos, entonces, como consecuencia. Si actuamos de este modo en casi todas nuestras ocupaciones, aunque sean de poca importancia, con mayor razón haremos en las importantes y, sobre todo, en lo que se refiere al sentido y razón de ser de nuestra existencia. Querremos vivir permanentemente vigilantes, calibrando si nuestro quehacer contribuye al desarrollo de la vida en Dios a la que Él nos llama. Será preciso, pues –al igual que para lo menos importante, y como aconseja la experiencia–, dedicar algunos tiempos a ese examen vigilante.

 El interés por vivir la vida según Dios –la única que vale la pena para el hombre–, que descubrimos más y más en la oración, impulsa a un examen sobre la realidad sobrenatural de lo concreto de nuestra vida; y, más en particular, acerca de los medios que de hecho ponemos en práctica para que nuestras jornadas sean como Dios espera. Sabremos así lo que tendremos que rectificar con la ayuda del Señor, ya que sólo eso está al alcance de la voluntad humana; no propiamente la santidad misma que es efecto de la Gracia, obra del Espíritu Santo en nosotros. Dios no niega su auxilio a sus hijos: nos quiere santos y espera poder otorgarnos sus dones según vamos configurando la vida nuestra con su querer, que descubrimos en un diligente examen de conciencia.

 ¿Cómo ha sido mi trato con los que me rodean, cuánto recé por ellos? ¿Agradecí al Señor lo que soy, lo que me ha concedido por encima de otros seres? ¿Respondo a esos talentos: a mis condiciones humanas, a los medios materiales de que dispongo, a la ayuda que se me ofrece? ¿Soy conscientes de que son dones de Dios para que los haga fructificar? ¿Medito en oración sobre la realidad sobrenatural de mi vida, me considero ante todo hijo de Dios?

 Preguntas como estas deberían ser quizá habituales en nuestra conciencia, sobre todo si por sus respuestas no nos queda claro que procuramos vivir para Dios. Y mientras examinamos la conducta, tratando de descubrir en qué mejorar, convendrá no olvidar el apoyo suave y fuerte que Dios mismo, Nuestro Padre, nos ofrece para que sepamos concretar de día en día el amor con obras que espera de nosotros para hacernos santos. Porque no es la vigilancia que hoy consideramos tarea que deba ser impulsada por el miedo, ni a duras penas porque nos sentimos sin las fuerzas necesarias. Nos resultaría ciertamente imposible si contásemos tan sólo con nuestras personales posibilidades, pero no olvidemos que la santidad se forma en los hijos de Dios por las Gracia, tan sencillamente como el fruto dulce, maduro en un sarmiento, cuando permanece unido a la vid. Con la misma naturalidad se siente el gozo en la virtud y la mayor intimidad con el Creador que es Padre.

 La obra de nuestra santificación, siendo natural, será empresa siempre ardua, pero proporcionada a nuestras fuerzas con la ayuda de Dios y, por eso, cosa ordinaria. Vigilemos, pues, para descubrir cómo contar más con el Señor a lo largo de la jornada, cómo vivir para Él cada uno de nuestros momentos. No debemos abandonar la actitud de niños e hijos muy queridos que el Señor tanto nos aconseja. Es precisamente comportándonos así como resulta fácil la santidad e imposible, en cambio, de otro modo.

 La Virgen Santísima, nuestra Madre, si procuramos tratarla asiduamente como hijos pequeños, nos facilita el camino de infancia hasta Nuestro Padre Dios, ayudándonos a concretar los pasos que cada jornada van conduciéndonos a la casa del Cielo.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

“Al encuentro del Señor”

En las lecturas de este primer domingo del año litúrgico, predominan dos temas: la venida del Señor y la atención. Sin embargo, más que de dos temas, se trata de dos “movimientos”: el Señor viene, vayamos a su encuentro; Dios viene hacia el hombre, pero no lo encuentra sino quien se hace hallar en camino hacia él, quien “está preparado”. Son los dos movimientos también descriptos en forma tan eficaz en la parábola de las diez vírgenes, que es la parábola por excelencia del tiempo de Adviento: “Ya viene el esposo, salgan a su encuentro” (Mt. 25, 6).

El primer movimiento es siempre de Dios: él es por definición “Aquel que viene”. No sólo en este caso, sino siempre. La historia de la salvación, que la liturgia hoy comienza a volver a recorrer, es esencialmente historia de una iniciativa de Dios, memoria de tantas de sus “venidas” hacia el hombre que, reunidas, forman el gran Adviento que se extiende desde la creación hasta la parusía.

Hoy, sin embargo, más que el recuerdo de las venidas pasadas de Dios, predomina la idea de su venida futura. De una futura, extraordinaria, intervención de Dios, habla Isaías en la primera lectura. Él parece casi querer distraer la atención de sus contemporáneos de los grandes hechos del pasado (Abraham, el éxodo, la alianza), para dirigirla hacia adelante: Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor (es decir, el conocimiento y el culto del verdadero Dios), será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas (es decir, triunfará sobre todos los falsos ídolos)... Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas (es decir, habrá una era de justicia y de paz). Era la forma en que se representaba el tiempo mesiánico.

Nosotros no volvemos a evocar esta espera del Antiguo Testamento sólo por un motivo apologético (para mostrar que ella ha encontrado su cumplimiento con la venida de Cristo), sino también por un motivo espiritual. En efecto, ella es un “signo para nosotros”: nos habla de fidelidad de Dios a las promesas y, sobre todo, nos enseña a saber permanecer a la espera. De las palabras de Dios escuchadas en el Evangelio, hemos aprendido, en efecto, que nosotros somos hombres que esperan algo. 

Jesús, verdaderamente, no insiste tanto en el hecho de que habrá una venida del Hijo hacia el hombre, cuanto en el “cómo” será esa venida: Así (es decir, imprevista como la del ladrón, terrible como el diluvio) será la venida del Hijo del hombre. Casi todas las parábolas del Señor tienen como objetivo ubicar al oyen te frente a esta perspectiva escatológica, después de haberle cerrado todos los pasos y todas las falsas seguridades a los que se recurre habitualmente cuando se desea huir de la urgencia de una decisión. En este momento, para nosotros tienen poca importancia las discusiones de los exégetas acerca de si Jesús pensaba en un regreso suyo a la brevedad —todavía viva su generación— o, por el contrario, en un regreso lejano; si se engañó con respecto al tiempo, o si no se interesó en absoluto por el tiempo, como parece más justo pensar. La decisión que él le pide al hombre —motivándola con su regreso— es una decisión “personal”; tiene que ver con él, no con el mundo o la historia en abstracto; por eso, es siempre actual e inminente para cualquiera que —como nosotros ahora— se encuentra en actitud de escuchar su palabra. En todo dicho de las Escrituras resuena, para quien lo sabe percibir, aquella advertencia que el profeta dirigió a David: ¡Ese hombre eres tú! (2 Sam. 12, 7): es de ti de quien se habla. Lo que será de mí con la venida del Señor se decide ahora, en la respuesta que dé a su palabra que me dice que esté atento, preparado, que haga de cuenta que él ya está ante la puerta: porque, en realidad, ¡él ya está ante la puerta!

Y henos aquí introducidos, de esta manera, en el segundo “movimiento”: nuestro ir hacia el Esposo que viene. En formas distintas, este pensamiento llena de sí mismo toda la liturgia de este domingo. Isaías dice: ¡Vengan, subamos a la montaña del Señor... Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas! Y en el salmo responsorial hemos repetido juntos: ¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa del Señor! A Pablo (segunda lectura) se le confía la tarea de traducir este impulso en concretas indicaciones de vida, y esto es así porque la idea escatológica de la Biblia no se agota (como tiende a inculcar cierta corriente teológica radical) en una pura y abstracta “invitación a la decisión”, sino que dice también qué dirección debe tomar tal decisión, qué contenidos asumir, qué forma adoptar.

Primera cosa recomendada por Pablo: “despertarse del sueño”: otro modo, y muy sugestivo, de decir: ¡convertirse! San Agustín compara su estado en la vigilia de la conversión con una somnolencia en la cual una mitad de su voluntad, ya despierta y transferida a Dios, ordenaba a la otra mitad que se despertara y se decidiera. Sueño o somnolencia no es solamente el estado de quien está en pecado o vive en el olvido de Dios, sino también la tibieza, el no compromiso, la indecisión: ese cristianismo “implícito” que sería mejor llamar cristianismo apagado. A quien se encuentra en ese estado, el Apóstol dirige, en otro lugar, su dolorida apelación: Despiértate tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará (Ef. 5, 14). Estar despiertos, en plena posesión de sí mismos, con los ojos abiertos con el objeto de recibir (y dar) la luz, como se está de día: no hay mejor comentario para la palabra dé Jesús leída en el Evangelio de hoy: “¡Estén atentos!”

La metáfora que sigue, en el texto de Pablo, es, aparentemente, muy extraña: llevar las armas de la luz. Pero tiene explicación un poco más adelante, cuando dice: Revístanse con el Señor Jesucristo y no sigan a la carne. El arma de la luz por excelencia es el Espíritu de Jesús resucitado, el Único que puede ayudar a vencer las obras tenebrosas de la carne allí enumeradas: orgías, borracheras, impuridades, desenfrenos, disputas y celos. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces morirán (Rom. 8, 13).

Fueron justamente las palabras de Pablo escuchadas hoy por nosotros las que hicieron dar el último paso a Agustín hacia la conversión. Fue en un jardín de Milán, en el punto culminante de aquella lucha entre las” dos voluntades”, cuando escuchó una voz misteriosa que cantaba: “Tolle, lege”: toma y lee. Tomó la Biblia, la abrió, leyó aquellas palabras de Pablo que impulsaban a despertarse del sueño, y encontró en ellas la luz y la paz del corazón. Finalmente, había realizado su decisión frente a Dios.

Hemos hablado de nuestra espera. Sin embargo, no debemos engañamos acerca de su significado: la nuestra ya no es más una “espera” como la de los hombres del Antiguo Testamento; no es sólo espera, sino también memoria y presencia. Memoria, porque aquel a quien esperamos ya ha venido (como nos aprestamos a recordar en la fiesta de Navidad); presencia, porque él está desde ahora con nosotros; su Eucaristía que ahora celebramos es él con nosotros. El Adviento cristiano es un ir con alegría hacia uno que camina con nosotros, a nuestro lado.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de S. Felipe de Neri (27-XI-1983)

− Abrir las puertas al Redentor

“Damos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse” (Rom 13,11).

Con estas palabras se dirige a cada uno de vosotros la liturgia de hoy invitándoos a acoger el llamamiento que nos viene del comienzo del Adviento.

“Espabilarse” quiere decir abrir el corazón a la realidad divina que se insertó en el tiempo humano. Por ello se dice: “La salvación está más cerca”.

El Adviento es como una primera dimensión de este vincularse la realidad divina al tiempo humano. Esta vinculación se refleja en el año litúrgico, ya que el primer domingo de Adviento es al mismo tiempo comienzo del año litúrgico.

El carácter específico de “adviento”, la Iglesia debe vivirlos con los mismos sentimientos con los que la Virgen María esperaba el nacimiento del Señor en la humildad de nuestra naturaleza humana. Como María ha precedido a la Iglesia en la fe y en el amor en el alba de la era de la redención, así la precede hoy mientras este Jubileo se prepara hacia el nuevo milenio de la redención” (Aperite portas Redemptori, 9).

“Dándonos cuenta del momento”: ¿Qué quiere decir? “Vayamos con gozo al encuentro del Señor”.

− Salir al encuentro del Señor

El Adviento es prospectiva gozosa de “ir a la casa del Señor” (cfr. Sal 121,1), de llegar al término de esta gran “peregrinación” en que debe consistir la vida terrena. El hombre está llamado a vivir “en la casa del Señor”. Allí está su “casa” verdadera. La peregrinación del Año Santo es figura de nuestro camino hacia la casa del Padre y el Adviento nos estimula a apresurar el paso con esperanza.

El Adviento es la espera del día en que “el Señor será juez de las gentes y árbitro de muchos pueblos” (Is 2,4). Esta plenitud de verdad será el principio y fundamento de la paz definitiva y universal que es el objeto de la esperanza de todos los hombres de buena voluntad.

El Adviento es una reafirmación del camino eterno del hombre hacia Dios; cada año marca un nuevo comienzo de este camino: ¡La vida del hombre no es un camino impracticable, sino vía que lleva al encuentro con el Señor!

Además, en esta invocación del primer domingo de Adviento hay como un preanuncio de los senderos que llevarán la noche de Belén a los pastores y a los Reyes Magos de Oriente hacia Jesús recién nacido.

− Transformación del hombre

“Dándonos cuenta del momento”: ¿Qué quiere decir vestíos del Señor Jesucristo” (Rom 13,14):

− el camino del hombre introduce en el interior del hombre que de diversos modos experimenta el gravamen del pecado, como lo atestigua la segunda lectura;

− el encuentro a que aludimos no se realiza sólo “fuera”, sino también “dentro” y consiste en una transformación tal del interior del hombre que lo aproxima a la santidad de Aquel con quien nos encontramos, y en esto consiste el “vestirse del Señor Jesucristo”;

− el significado “histórico” del Adviento está impregnado de sentido “espiritual”. En efecto, el Adviento no quiere ser sólo rememoración del período histórico que precedió al nacimiento del Salvador si bien entendido de esta manera, tiene también de por sí un significado espiritual muy elevado. Sin embargo, por encima de esto y con más profundidad, el Adviento quiere recordarnos que toda la historia del hombre y de cada uno de nosotros se ha de considerar como un gran “adviento”, una espera de la venida del Señor un momento tras otro, para que nos encuentre prontos y en vela, y lo podamos recibir dignamente.

“Dándonos cuenta del momento” significa: “Velad porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” (Mt 24,42).

− La vinculación de Dios, de la realidad divina, con el tiempo humano reafirma por una parte lo limitado de este tiempo que tiene un término, y por otra abre este mismo tiempo a la eternidad de Dios y a las “realidades últimas” vinculadas a ésta.

− El Adviento tiene un significado “escatológico”, puesto que atrae nuestro pensamiento y propósitos hacia las realidades futuras. Nos recuerda la meta última de nuestro camino y nos estimula a ocuparnos de las realidades terrenas sin dejarnos anegar en ellas, sino enderezándolas hacia las celestiales. Nos exhorta a prepararnos bien a estas últimas, de modo que la llegada del Señor no nos encuentre desprevenidos y mal dispuestos.

− “Velad”: El espíritu del hombre “despierto” a la realidad divina y atraído por lo mismo hacia su destino eterno en Dios, debe animar toda la temporalidad con una nueva conciencia.

El mundo tiene necesidad absoluta de Jesús crucificado y resucitado. La potencia de su gracia puede y debe permear y animar evangélicamente a todos los ambientes seculares de la familia, el trabajo, la sociedad y la cultura, sobre todo a través del carisma de los laicos cristianos.

Deseo de corazón que esta visita sirva para abrirnos aún más los ojos del alma a la realidad divina y, por así decir, despertarnos de nuevo a ésta.

Y nos ayude también a transformarnos interiormente y a que nuestra humanidad se revista del Señor Jesucristo con creciente madurez.

Con nueva alegría vayamos al encuentro del Señor que va a venir, como todos los años, en la solemnidad de Navidad, hacia el Señor con quien nos vamos a encontrar también al final de nuestra vida terrena. En efecto, el Adviento nos recuerda cada año que la vida humana no es un sendero impracticable hacia Dios, sino un verdadero camino hecho propio por el Verbo Divino.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Comienza el Adviento en el que la Iglesia nos invita a considerar el misterio de Cristo que ilumina ese otro misterio que es también el hombre. Nos preparamos para la Navidad que llega y la Navidad eterna: el encuentro con Dios al término de esta vida. Para ello tendremos a excelentes maestros: Isaías, Juan Bautista, José y María, la Madre del Señor.

Toda nuestra vida es un adviento, una espera gozosa y esforzada hacia una vida sin fin. Nuestro corazón no está hecho para la destrucción sino para la existencia, para lo verdadero, lo bello, lo amable, lo justo... Pero si Cristo no hubiera venido al mundo no habría esperanza de que esto pudiera ser una realidad, ya que la experiencia diaria convence al hombre −a veces de forma macabra− que el mal, la mentira, la violencia, la enfermedad y la muerte adquieren un protagonismo abusivo. Por eso no hay mentira mayor que buscar un paraíso en la tierra. No hay engaño mayor que el de quien trabaja por una justicia, una paz, un orden que no esté basado en Cristo.

Con todo, no podemos olvidar que hay en nosotros una tendencia a absolutizar las cosas de esta vida olvidando nuestro destino eterno. “Vigilad”, nos dice Jesús, porque el peligro de deslizarse hacia la sensualidad, no valorando sino lo que se puede tocar, lo que hace más placentera la vida, así como el narcisismo que nos repliega sobre nosotros mismos desplazando de nuestro horizonte vital a Dios, es algo constante.

¡En cuántas ocasiones, absorbidos por los problemas diarios vivimos instalados en un profundo sopor que olvida el sentido trascendente de la vida! Se vive como drogado y se muere convenientemente sedado en un hospital para no enterarse tampoco de la importancia de ese trance. Un cristiano no debe conducirse por miedo a su Padre Dios, pero sí de un modo responsable, de forma que los cantos de sirena que a lo largo de la travesía de la vida intentan seducirlo, no le desvíen del trayecto que le conduce al puerto de la salvación. Preguntémonos: ¿Qué orientación estoy dando a mi vida? ¿Busco en medio de mis ocupaciones habituales al Dios de todas las cosas, o son esas cosas las que me alejan de Dios? Es en medio del trabajo, de la vida familiar y social, de la colaboración por una sociedad más humana y solidaria, donde cada uno decide su felicidad para siempre. Estas cosas desempeñadas como Dios quiere, son las que nos preparan para la segunda venida del Dios de todas las cosas.

Adviento, tiempo de preparación para recibir al Señor que llega en Navidad, y para imprimir a nuestra vida un valor de eternidad, porque la segunda venida de Cristo sorprenderá a los hombres en lo que estén haciendo, bueno o malo.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

Esperar al que viene a hacer nuevas todas las cosas es empezar a sentirse renovado

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 2,1-15: El Señor reúne a todos los pueblos en la paz eterna del Reino de Dios

Sal 121,1-2.3-4a (4b-5.6-7).8-9: Vamos a la casa del Señor

Rm 13,11-14: Nuestra salvación está cerca

Mt 24,37-44: Estad en vela para estar preparados

II. APUNTE BIBLICO-LITÚRGICO

Isaías contempla desde Sión la ciudad santa abriendo una nueva esperanza por la próxima intervención salvadora de Yavé.

Dios ser el centro de atención de todos los pueblos, centro de instrucción sobre la Ley.

Yavé inaugura una nueva etapa de salvación.

Lo viejo está pasado; lo nuevo se nos echa encima. La vigilancia cristiana – actitud tan destacada en la lectura evangélica– no es mirar en todas direcciones adivinando dónde pueda estar el enemigo, sino mantenerse alerta para descubrir los signos del Reino de Dios en el mundo.

III. SITUACION HUMANA

Lo cristiano no es esperar a que nos den hecha la historia. Cuando el creyente se compromete con ella está haciendo presente la salvación de Dios, no la que él fabrique. Lo alienante es quedarse quieto; lo evangélico es trabajar por el Reino de Dios. Cuando alguien sabe que el Reino de Dios viene de Él no está afirmando lo obvio: está dando muestras de no inventarse el Reino de Dios. No nos faltan ocasiones para tomar el pulso a la realidad circundante. Pero el reto cristiano es que ahí precisamente se hace la salvación por Dios y su Reino.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva: Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegar a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo ser renovado (1042). En este «universo nuevo» (Ap 21,5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,4) (1044; cf 1045).

– El juicio suceder cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar, sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia (1040; cf 1038. 1039. 1040).

La respuesta

– La vigilancia ante el Reino de Dios: Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al «hoy». El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: «Dice de ti mi corazón: busca su rostro» (Sal 27,8) (2730; cf 1001).

El testimonio cristiano

– La espera de una tierra nueva no debe amortiguar sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios (GS 39) (1049).

Vivir el Adviento es vivir de y para la esperanza. De ella en cuanto apoyo; para ella en cuanto preparación de los caminos del Señor.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

En la espera del Señor

– Vigilantes ante la llegada del Mesías.

I. Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras.

Quizá hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento– de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas cuando miraban hacia adelante, en espera de la redención de su pueblo. No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de venir el Mesías. Sólo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas de la cárcel; que la luz que sólo se divisaba entonces como un punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de Dios debía estar a la espera.

Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya pronto va a cumplirse el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.

Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo.

Estad vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos repetirá San Pablo. Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia.

Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirada Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz. La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.

“Ven, Señor, y no tardes”. Preparemos el camino para el Señor que llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos que inspiran nuestras acciones.

– Principales enemigos de nuestra santidad: las tres concupiscencias. La Confesión, medio para preparar la Navidad.

II. Como en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida.

“La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).

“El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).

“Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.

La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos.

Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca; pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

Prepararemos este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios.

Así lo haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.

– Vigilantes mediante la oración, la mortificación y el examen de conciencia.

III. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad.

Para mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender. “Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros”.

Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.

“Hermanos –nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene; para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio”.

Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.

Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús.

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Mons. José Ignacio ALEMANY Grau, Obispo Emérito (Chachapoyas, Perú) (www.evangeli.net)

Velad (...) porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor

Hoy, «como en los días de Noé», la gente come, bebe, toma marido o mujer con el agravante de que el hombre toma hombre, y la mujer, mujer (cf. Mt 24,37-38). Pero hay también, como entonces el patriarca Noé, santos en la misma oficina y en el mismo escritorio que los otros. Uno de ellos será tomado y el otro dejado porque vendrá el Justo Juez.

Se impone vigilar porque «sólo quien está despierto no será tomado por sorpresa» (Benedicto XVI). Debemos estar preparados con el amor encendido en el corazón, como la antorcha de las vírgenes prudentes. Se trata precisamente de eso: llegará el momento en que se oirá: «¡Ya está aquí el esposo!» (Mt 25,6), ¡Jesucristo! 

Su llegada es siempre motivo de gozo para quien lleva la antorcha prendida en el corazón. Su venida es algo así como la del padre de familia que vive en un país lejano y escribe a los suyos: —Cuando menos lo esperen, les caigo. Desde aquel día todo es alegría en el hogar: ¡Papá viene! Nuestro modelo, los Santos, vivieron así, “en la espera del Señor”.

El Adviento es para aprender a esperar con paz y con amor, al Señor que viene. Nada de la desesperación o impaciencia que caracteriza al hombre de este tiempo. San Agustín da una buena receta para esperar: «Como sea tu vida, así será tu muerte». Si esperamos con amor, Dios colmará nuestro corazón y nuestra esperanza.

Vigilen porque no saben qué día vendrá el Señor (cf. Mt 24,42). Casa limpia, corazón puro, pensamientos y afectos al estilo de Jesús. Benedicto XVI explica: «Vigilar significa seguir al Señor, elegir lo que Cristo eligió, amar lo que Él amó, conformar la propia vida a la suya». Entonces vendrá el Hijo del hombre… y el Padre nos acogerá entre sus brazos por parecernos a su Hijo.

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

La misión del sacerdote

«Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento» (Mc 13, 33).

Eso dice Jesús.

Y te lo dice a ti, sacerdote, y también te dice que tienes una gran responsabilidad.

Tú has sido llamado y elegido, y has sido enviado con una misión compartida con tu Señor: preparar a los hombres para cuando Él venga; para que tengan fe, y ese día sea de alegría y de paz, y no un día terrible.

Tu Señor te asegura que su misericordia estará presente en ese día, porque Él es la misericordia misma que quiere derramar a los hombres a través de tu ministerio sacerdotal. Es así, a través de ti, como se hace presente, resucitado y vivo, para ser Él mismo quien prepara a los hombres.

Tu Señor anuncia que va a venir por segunda vez, ya no para hacer un sacrificio, sino para recoger sus frutos. Y es a través de ti, sacerdote, que Él prepara a los hombres, ofreciendo su único y eterno sacrificio, como ofrenda agradable al Padre. 

Tú eres, sacerdote, un don, un regalo, para que el hombre pueda llegar a Dios.

Y tú, sacerdote, ¿te das cuenta de la grandeza de tu misión?

¿Reconoces que tú eres Cristo vivo y resucitado, pero también signo de contradicción? 

Que el rechazo, la persecución, el desprecio y la soledad no te hagan perder de vista esa gran responsabilidad, porque la indiferencia del mundo ante la grandeza de Dios destruye al sacerdote, y si el sacerdote no se alimenta de la Palabra, no la vive, y así el mismo sacerdote es el que permite esa indiferencia. 

¿Eres consciente de para qué fuiste llamado?, ¿cuándo fuiste llamado?, ¿cómo fuiste llamado?

Reflexiona, sacerdote, y dale sentido a tu vida. Date cuenta de que eres responsable de los actos de las almas que se te han encomendado, y de que tienes el poder y las armas para dirigir esos actos hacia Dios. Esa es tu misión, sacerdote. 

Pídele a tu Señor, que te ayude a predicar su palabra, y que puedas cumplirla también, que la pongas por obra, para ser ejemplo, para no ser causa de tu propia destrucción. 

Que tengas verdaderamente fe, esperanza y amor; que contagies, sostengas, guíes, convenzas y enseñes a su pueblo.

Que seas consciente de que tienes en ti mismo la capacidad para hacer llegar a todos los hombres las catorce obras de misericordia, pero no te das cuenta. Y esa es tu misión: llevar a todos los rincones del mundo la misericordia de tu Señor derramada en la cruz.

Que tengas fe suficiente para expulsar a todos los demonios y para construir el Reino de los Cielos en la tierra, porque esa es tu misión.

Haz oración, sacerdote, y medita todas estas cosas en tu corazón, porque cuando entiendas bien cuál es tu misión, le darás una gran satisfacción a tu Señor, porque amarás la cruz y lo dejarás todo cada día, para seguirlo, porque esa es tu misión.

Acude al auxilio de tu Madre, sacerdote, y pídele que te ayude a creer, para poder cumplir con tu misión, construyendo y preparando el Reino de los Cielos, para que, cuando su Hijo venga, no encuentre su morada como en su nacimiento, en un pesebre pobre y escondido, sino un Reino rico en fe, en esperanza y en amor, esperando al Rey que vendrá con toda su majestad y esplendor.

(Espada de Dos Filos I, n. 1)

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