Domingo I de Adviento (ciclo C)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
-
D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
-
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
***
Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.
Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com.
Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd.
***
DEL MISAL MENSUAL
A LA ESPERA DEL SEÑOR JESÚS
Jer 33.14-16; 1 Tes 3, 12-4, 2, Lc 21, 25-28. 34-36
Las tres lecturas proyectan un interés compartido en torno de la venida del Señor. Es claro que Jeremías se refiere a la intervención de Dios para restaurar a Israel de los descalabros sufridos durante la reciente ruina de Jerusalén. La esperanza de que finalmente Dios suscite un gobernante justo y fiel está muy presente en este oráculo. En el Evangelio de san Lucas el Señor Jesús cierra el discurso escatológico advirtiendo a sus discípulos sobre la necesidad de mantenerse alertas y viviendo sobriamente. De manera muy directa la Carta a los tesalonicenses abordó el tema del aparente retraso de la parusía del Señor. Ante la imposibilidad de definir el tiempo y las circunstancias de tal evento, sólo cabe una recomendación fundamental: progresar en la vivencia del amor fraterno, estableciendo, además, relaciones respetuosas con todas las personas.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 24, 1-3
A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío. no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos: pues los que esperan en ti no quedan defraudados.
ORACIÓN COLECTA
Concede a tus fieles, Dios todopoderoso, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene a nosotros, para que, mediante la práctica de las buenas obras, colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino celestial. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Yo haré nacer del tronco de David un vástago santo.
Del libro del profeta Jeremías: 33,14-16
“Se acercan los días, dice el Señor, en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, yo haré nacer del tronco de David un vástago santo, que ejercerá la justicia y el derecho en la tierra. Entonces Judá estará a salvo, Jerusalén estará segura y la llamarán ‘el Señor es nuestra justicia’ “.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 24, 4bc-5ab. 8-9. 10 y74.
R/. Descúbrenos, Señor, tus caminos.
Descúbrenos, Señor, tus caminos, guíanos con la verdad de tu doctrina. Tú eres nuestro Dios y salvador y tenemos en ti nuestra esperanza. R/.
Porque el Señor es recto y bondadoso, indica a los pecadores el sendero, guía por la senda recta a los humildes y descubre a los pobres sus caminos. R/.
Con quien guarda su alianza y sus mandatos, el Señor es leal y bondadoso. El Señor se descubre a quien lo teme y le enseña el sentido de su alianza. R/.
SEGUNDA LECTURA
Que el Señor los fortalezca hasta que Jesús vuelva.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los tesalonicenses: 3, 12-4, 2
Hermanos: Que el Señor los llene y los haga rebosar de un amor mutuo y hacia todos los demás, como el que yo les tengo a ustedes, para que él conserve sus corazones irreprochables en la santidad ante Dios, nuestro Padre, hasta el día en que venga nuestro Señor Jesús, en compañía de todos sus santos.
Por lo demás, hermanos, les rogamos y los exhortamos en el nombre del Señor Jesús a que vivan como conviene, para agradar a Dios, según aprendieron de nosotros, a fin de que sigan ustedes progresando. Ya conocen, en efecto, las instrucciones que les hemos dado de parte del Señor Jesús.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Sal 84, 8
R/. Aleluya, aleluya.
Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. R/.
EVANGELIO
Se acerca su liberación.
Del santo Evangelio según san Lucas: 21,25-28. 34-36
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Habrá señales prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, las naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad.
Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación. Estén alerta, para que los vicios, con el libertinaje, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, estos dones que te ofrecemos, tomados de los mismos bienes que nos has dado, y haz que lo que nos das en el tiempo presente para aumento de nuestra fe, se convierta para nosotros en prenda de tu redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Sal 84, 13
El Señor nos mostrará su misericordia y nuestra tierra producirá su fruto.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Te pedimos, Señor, que nos aprovechen los misterios en que hemos participado, mediante los cuales, mientras caminamos en medio de las cosas pasajeras, nos inclinas ya desde ahora a anhelar las realidades celestiales y a poner nuestro corazón en las que han de durar para siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor.
_________________________
BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Judá será salvada y Jerusalén habitará en seguridad (Jr 33,14-16)
1ª lectura
Estos versículos, que faltan en la versión de los Setenta y pueden haber sido añadidos posteriormente, recogen un conjunto de anuncios mesiánicos fundados en la inmutabilidad de la promesa del Señor. El Señor continuará la dinastía de David mediante uno de sus descendientes (vv. 15-16; cfr 23,5-6; 2 S 7,12-16).
A la luz del Nuevo Testamento se puede apreciar que en Jesucristo, hijo de David (cfr Mt 1,1), sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza (cfr Hb 8,1-13), han alcanzado su plenitud todas las promesas de restauración contenidas en esta parte de Jeremías llamada «Libro de la Consolación». «Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa incluso le pareció poco; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 109,1).
Que se confirmen vuestros corazones en una santidad sin tacha ante Dios (1 Ts 3,12–4,2)
2ª lectura
Como no se sabe cuándo sucederá la Parusía (cfr 1 Ts 5,2), la actitud del cristiano debe ser la de llevar una vida digna de Cristo, en la que por encima de todo prevalezca la caridad. El amor sobrenatural o caridad es universal, alcanza a todos sin excepción. «Amar a una persona y mostrar indiferencia a otras, observa San Juan Crisóstomo, es característico del afecto puramente humano; pero San Pablo nos dice que nuestro amor no debe tener ninguna restricción» (In 1 Thessalonicenses, ad loc.). El ejercicio pleno de esta virtud consolida la santidad, pues hace al hombre irreprochable «ante Dios, nuestro Padre» (v. 13).
Las exhortaciones de la segunda parte de este texto (1 Ts 4,1-2) se fundan en la llamada divina a la santidad, que no se dirige a unos pocos, sino a todos los hombres: «Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 39). Esta llamada es consecuencia de la elección que hemos recibido del Señor: No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima. (...) Grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, nn. 2 y 3).
Vigilad, orando en todo tiempo (Lc 21,25-28.34-36)
Evangelio
Las desgracias de Jerusalén son señales de cuanto acaecerá antes de la venida del Hijo del Hombre: la creación entera, cielos, tierra y mar, participará de la angustia de las gentes (v. 25), que se debatirán entre la ansiedad y el terror. Pero no va a ser lo mismo para el cristiano, que vivirá esos momentos con la cabeza erguida (v. 28), porque el triunfo de Cristo (v. 27) es el suyo propio. Entonces verá cuán fundada estaba su esperanza cuando pacientemente soportaba las dificultades (21,10-19): «Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. (...) Que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o, solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante carrera echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo que empezó» (S. Cipriano, De bono patientiae 13 y 15).
Los últimos acontecimientos —de los que la ruina de la ciudad es anticipo y símbolo— serán imprevisibles (v. 35). La experiencia de la ruina de Jerusalén debe servir de aviso para estar vigilantes ante la venida imprevisible del «Hijo del Hombre», de modo que nos encuentre dignos. De ahí la exhortación final a velar, llevando una vida sobria (v. 34) y de oración (v. 36) que nos permita estar de pie ante el Señor (cfr 21,28): «Seamos sobrios para entregarnos a la oración, perseveremos constantes en los ayunos y supliquemos con ruegos al Dios que todo lo ve. (...) Mantengámonos, pues, firmemente adheridos a nuestra esperanza y a Jesucristo, prenda de nuestra justicia. (...) Seamos imitadores de su paciencia y, si por causa de su nombre tenemos que sufrir, glorifiquémoslo; ya que éste fue el ejemplo que nos dejó en su propia persona, y esto es lo que nosotros hemos creído» (S. Policarpo, Ad Philippenses 7-8).
_____________________
SAN GREGORIO MAGNO (www.iveargentina.org)
Nuestro Señor anuncia de antemano los males que han de sobrevenir al mundo
En aquel tiempo: Veránse fenómenos prodigiosos en el sol, la luna y las estrellas; y en la tierra estarán consternadas y atónitas las gentes por el estruendo del mar y de las olas; secándose los hombres de temor y de sobresalto por las cosas que han de sobrevenir a todo el universo; porque las virtudes de los cielos estarán bamboleando. Y entonces será cuando verán al Hijo del hombre venir sobre una nube con grande poder y majestad. Como quiera, vosotros, al ver que comienzan a suceder estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza, porque vuestra redención se acerca. Y propúsoles esta comparación: Reparad en la higuera y en los demás árboles: cuando ya empiezan a brotar de sí el fruto, conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros, en viendo la ejecución de estas cosas, entended que el reino de Dios está cerca. Os empeño mi palabra que no se acabará esta generación hasta que todo lo dicho se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no faltarán.
Hermanos carísimos: Nuestro Señor y Redentor, deseando encontrarnos bien dispuestos, anuncia de antemano los males que han de sobrevenir al mundo, cuyo fin se avecina, con el propósito de apagar en nosotros el amor del mundo.
Pone de manifiesto cuántas calamidades han de preceder a su término, que se acerca, para que, si no queremos temer a Dios cuando la vida se desliza tranquila, temamos al menos, su cercano juicio, amedrentados por las calamidades. En efecto, a esta lección del Santo Evangelio que vosotros, hermanos, acabáis de oír adelantó el Señor lo que poco más arriba dice ( Lc 21-10-12): Se levantará un pueblo contra otro pueblo y un reino contra otro reino, y habrá terremotos en varias partes y pestilencias y hambres; y poco después de algunas cosas más agregó, esto que acabáis de oír ( Lc 21,25); Veránse fenómenos prodigiosos en el sol, la luna y las estrellas; y en la tierra estarán consternadas y atónitas las gentes por el estruendo del mar y de las olas.
Estamos viendo que, de todos estos acontecimientos, unos han sucedido ya en efecto, y tememos que otros han de suceder pronto; pues levantarse un pueblo contra otro pueblo y hallarse las gentes consternadas, vemos que ocurre en nuestro tiempo más de lo que leemos en los libros; que el terremoto sepulta innumerables ciudades, sabéis con cuánta frecuencia lo oímos referir de otras partes del mundo; pestilencias las padecemos sin cesar; ahora, fenómenos prodigiosos en el sol, en la luna y en las estrellas todavía no los hemos visto claramente; pero que también éstos no distan mucho, lo colegimos de la mudanza de la atmósfera; por más que, antes de que Italia cayera bajo el dominio de los gentiles, vimos ráfagas de fuego, cual si relampagueara la misma sangre humana que ha sido derramada más tarde; no ha aparecido aún el extraño alboroto del mar y de las olas, pero, como muchas de las cosas anunciadas se han cumplido ya, no hay duda de que también sucederán las pocas que restan, porque el cumplimiento de las que pasaron da la seguridad de que se cumplirán las que están por venir.
2. Hermanos míos, estas cosas os las decimos con el fin de que vuestras almas estén vigilantes por vuestra salvación, no sea que, por contarse seguros, se adormezcan, o por la ignorancia languidezcan; antes bien, el temor las tenga siempre solícitas y la solicitud las confirme en el bien obrar, considerando esto que añade la palabra de nuestro Redentor (v.26);
Secándose los hombres de temor y de sobresalto por las cosas que han de sobrevenir a todo el universo, porque las virtudes de los cielos estarán bamboleando. Ahora bien, ¿a qué llama el Señor virtudes de los cielos sino a los ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, principados y potestades, que aparecerán visibles a nuestros ojos a la venida del justo Juez, para entonces exigirnos rigurosa cuenta de lo que ahora el Creador invisible tolera paciente?
También allí se añade (v.27): Y entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con grande poder y majestad. Como si claramente dijera: Al que no quisieron escuchar cuando se mostró humilde, le verán venir en grande poder y majestad, para que entonces experimenten su poder, tanto más riguroso cuanto menos doblegan ahora la cerviz del corazón ante la paciencia de Él.
3. Mas, porque todo esto se ha dicho contra los réprobos, en seguida se dicen palabras para consuelo de los elegidos; pues también se agrega (v.28): Vosotros, al ver que comienzan a suceder estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza, porque se avecina vuestra redención. Como si la Verdad aconsejara claramente a sus elegidos, diciendo: Cuando vayan en aumento las calamidades del mundo, cuando en la conmoción de las virtudes del cielo se manifieste el terror del juicio, alzad la cabeza, esto es, estad de buen ánimo; porque al acabarse el mundo, del cual no sois amigos, se avecina la redención que esperáis; que frecuentemente en la Sagrada Escritura se dice la cabeza por significar el alma, porque, así como los miembros son regidos por la cabeza, así el alma dispone los pensamientos; de suerte que levantar la cabeza es levantar nuestra almas a los gozos de la patria celestial.
Por tanto, a los que aman a Dios se les manda gozarse y alegrarse del fin del mundo, porque cierto es que en seguida hallarán al que aman, mientras que fenece el que no amaron.
Lejos, pues, del fiel que desea ver a Dios el contristarse por las sacudidas del mundo, puesto que sabe que con sus mismas percusiones perece; porque escrito está (Iac. 4,4): Quien quisiere ser amigo de este mundo, se constituye enemigo de Dios. Por consiguiente, quien, al acercarse el fin del mundo, no se alegra, atestigua ser amigo de él y, por lo mismo, queda convicto de ser enemigo de Dios. Pero no suceda esto a los corazones de los fieles; no ocurra esto a los que por la fe creen que hay otra vida y la procuran con sus obras; pues llorar por la destrucción del mundo es propio de los que han fijado las raíces de su corazón en el amor de él, de los que no buscan la vida venidera, de los que ni siquiera sospechan que la hay. Pero nosotros, los que conocemos los gozos eternos de la patria celestial, debemos darnos prisa a poseerlos cuanto antes; debemos desear caminar más apresurados y llegar a ella por el camino más breve; porque ¿de qué males no se ve acosado el mundo? ¿Hay tristeza o adversidad alguna que no nos oprima? ¿Qué s la vida mortal sino un camino? Pues considerad, hermanos míos, qué tal cosa sea sentirse desfallecer de la fatiga del camino y no querer que ese camino tenga fin.
Ahora bien, que se deba no hacer caso del mundo y aun despreciarle, nuestro Redentor lo declara con una aguda comparación, cuando añadió en seguida (v.29-31): Reparad en la higuera y en los demás árboles: cuando ya empiezan a brotar de sí el fruto, conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros, en viendo la ejecución de estas cosas, entended que el reino de Dios está cerca. Como si claramente dijera: Como la proximidad del verano se conoce por el fruto de los árboles, así por la destrucción del mundo se conoce estar cerca el reino de Dios. Palabras con las que acertadamente se pone de manifiesto que el fruto del mundo es su ruina, pues para esto crece, para caer; para esto cae, para germinar; y para esto germina, para consumir a fuerza de calamidades todo lo que germina.
Y está bien comparado el reino de Dios con el verano, porque, cuando los días de la vida resplandecen con la claridad del Sol eterno, se acabaron ya entonces los nubarrones de nuestra tristeza.
4. Cosas todas éstas que se confirman plenamente con añadir sentencia que dice (v.32-33): Os empeño mi palabra que no, se acabará esta generación hasta que todo lo dicho se cumpla. El cielo la tierra se mudarán, pero mis palabras no faltarán.
Nada hay en el mundo más durable que el cielo y la tierra, y nada en él pasa más rápidamente que la palabra, pues las palabras, nuestras no están completas, no son palabras, y cuando se han completado ya no son, porque no pueden completarse sino pasando: ora bien, dice: El cielo y la tierra se mudarán, pero mis palabras no faltarán, que es como si claramente dijera: Todo lo que entre otros es durable hasta que venga la eternidad, no dura sino dándose; y todo lo que en mí se ve pasar se mantiene fijo y que perduran sin cambio, porque la palabra mía, que pasa, expresa sentencias que perduran sin cambiar.
5. He aquí, hermanos míos que ya estamos viendo lo que oíamos; el mundo se ve acosado cada día de nuevos y redoblados males. Ya veis cuántos habéis quedado de aquella multitud innumerable, y, con todo, aun insisten a diario los flagelos; nos vemos envueltos en desgracias repentinas; nuevas e imprevistas calamidades nos afligen; pues así como en la juventud está el cuerpo vigoroso, el pecho se mantiene fuerte y sano y robustos los brazos, mas en la senectud se abate la estatura, la cerviz flácida se doblega, el pecho siéntese oprimido con frecuentes anhelos, decaen las fuerzas y la respiración fatigosa entrecorta las palabras al hablar, porque, aunque no haya enfermedad; por lo regular para los viejos la misma salud es una enfermedad, así el mundo, en sus primeros años tuvo como el vigor de la juventud, fue robusto para propagar la prole del género humano, recio en la salud del cuerpo y pingüe en abundancia de cosas; mas ahora se ve oprimido por su misma senectud y con mayor frecuencia se ve como empujado a una muerte próxima por las crecientes molestias.
No queráis, hermanos míos, amar al que viendo no puede durar mucho tiempo. Fijad en vuestra alma los preceptos apostólicos, por los que se nos amonesta, diciendo (I Jn 2,15): No queráis amar al mundo ni las cosas mundanas, porque, si alguno ama al mundo, no habita en él la caridad del Padre.
Hace tres días habéis visto, hermanos, cómo, por una repentina tempestad, añosas alamedas han sido arrancadas de cuajo y destruidas casas e iglesias demolidas hasta sus cimientos. ¡Cuántos sanos e incólumes por la tarde pensaban que a la mañana podrían hacer algo! Y, sin embargo, en esa misma noche fenecieron de muerte repentina, sorprendidos en el lazo de la destrucción.
6. Pero debemos considerar, carísimos, que, para realizar todo esto, el Juez invisible no hizo más que mover la fuerza de un viento tenuísimo, agitó una sola nube y socavó la tierra y sacudió la tierra violentamente los cimientos de tantos edificios que están para desplomarse. Pues ¿qué ha de hacer ese mismo Juez cuando venga El mismo y se enardezca su ira para tomar venganza de los pecadores, si cuando nos hiere por medio de una tenuísima nube, no le podemos soportar? ¿Qué hombre podrá subsistir en presencia de su ira, si con sólo mover el viento socavó la tierra, concitó las nubes y echó por los suelos tantos edificios?
San Pablo, considerando el rigor del Juez venidero, dice (Hebr. 10, 31) Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo. El salmista expresa esta severidad, diciendo (Sal. 49,3): Vendrá Dios manifiestamente, vendrá nuestro Dios y no callará, llevará delante de sí un fuego devorador, alrededor de Él una tempestad horrorosa. Al rigor, pues, de tan severo Juez acompañarán la tempestad y el fuego, porque la tempestad descubre a los que el fuego abraza.
Por tanto, hermanos carísimos, poned ante vuestros ojos aquel día, y todo lo que ahora se os hace pesado, en su comparación, se os hará muy llevadero; pues de aquel día se dice por el profeta (Sof. 1, 14-16) Cerca está el día grande del Señor, está cerca y va llegando con suma velocidad. Margas voces serán las que se oigan en el día del Señor, los poderosos se verán entonces en apreturas. Día de ira aquél, día de tribulación y de congoja, día de calamidad y de miseria, día de tinieblas y de oscuridad, día nublados y de tempestades, día del sonido terrible de la trompeta.
De este día dice el Señor de nuevo por el profeta (Ag 2,7): Aún falta un poco, y yo pondré en movimiento el cielo y la tierra. He aquí que, como antes hemos dicho, pone en movimiento el aire, y la tierra no subsiste. ¿Quién, pues, podrá soportarle cuando ponga en movimiento el cielo? ¿Y qué diríamos que son estos horrores que presenciamos sino unos pregoneros de la ira que sobrevendrá? Pues por eso también es necesario tener presente que estas tribulaciones son tan distintas de aquella última tribulación cuanto dista del poder del Juez la persona del pregonero.
Tened, por tanto, puesta vuestra atención, hermanos carísimos, en aquel día; enmendad la vida, cambiad las costumbres, venced las malas tentaciones resistiéndolas, y castigad con lágrimas los pecados cometidos, porque algún día veréis el advenimiento el eterno Juez tanto más seguros cuanto más prevenís con el temor su severidad.
Hágalo así el Señor.
(Homilía sobre los Evangelios, Libro I, Homilía I, Ed. BAC, Madrid, 1968, pp. 537-541)
_____________________
FRANCISCO – Homilía 2015 - Ángelus 2013 y 2018
Homilía 2015
Justicia, amor y misericordia, garantías de auténtica paz
En este primer Domingo de Adviento, tiempo litúrgico de la espera del Salvador y símbolo de la esperanza cristiana, Dios ha guiado mis pasos hasta ustedes, en esta tierra, mientras la Iglesia universal se prepara para inaugurar el Año Jubilar de la Misericordia. Me alegra de modo especial que mi visita pastoral coincida con la apertura de este Año Jubilar en su país. Desde esta Catedral, mi corazón y mi mente se extiende con afecto a todos los sacerdotes, consagrados y agentes de pastoral de este país, unidos espiritualmente a nosotros en este momento. Por medio de ustedes, saludo también a todos los centroafricanos, a los enfermos, a los ancianos, a los golpeados por la vida. Algunos de ellos tal vez están desesperados y no tienen ya ni siquiera fuerzas para actuar, y esperan sólo una limosna, la limosna del pan, la limosna de la justicia, la limosna de un gesto de atención y de bondad.
Al igual que los apóstoles Pedro y Juan, cuando subían al templo y no tenían ni oro ni plata que dar al pobre paralítico, vengo a ofrecerles la fuerza y el poder de Dios que curan al hombre, lo levantan y lo hacen capaz de comenzar una nueva vida, «cruzando a la otra orilla» (Lc 8,22).
Jesús no nos manda solos a la otra orilla, sino que en cambio nos invita a realizar la travesía con Él, respondiendo cada uno a su vocación específica. Por eso, tenemos que ser conscientes de que si no es con Él no podemos pasar a la otra orilla, liberándonos de una concepción de familia y de sangre que divide, para construir una Iglesia-Familia de Dios abierta a todos, que se preocupa por los más necesitados. Esto supone estar más cerca de nuestros hermanos y hermanas, e implica un espíritu de comunión. No se trata principalmente de una cuestión de medios económicos, sino de compartir la vida del pueblo de Dios, dando razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15) y siendo testigos de la infinita misericordia de Dios que, como subraya el salmo responsorial de este domingo, «es bueno [y] enseña el camino a los pecadores» (Sal 24,8). Jesús nos enseña que el Padre celestial «hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45). Nosotros también, después de haber experimentado el perdón, tenemos que perdonar. Esta es nuestra vocación fundamental: «Por tanto, sean perfectos, como es perfecto el Padre celestial» (Mt 5,48). Una de las exigencias fundamentales de esta vocación a la perfección es el amor a los enemigos, que nos previene de la tentación de la venganza y de la espiral de las represalias sin fin. Jesús ha insistido mucho sobre este aspecto particular del testimonio cristiano (cf. Mt 5,46-47). Los agentes de evangelización, por tanto, han de ser ante todo artesanos del perdón, especialistas de la reconciliación, expertos de la misericordia. Así podremos ayudar a nuestros hermanos y hermanas a «cruzar a la otra orilla», revelándoles el secreto de nuestra fuerza, de nuestra esperanza, de nuestra alegría, que tienen su fuente en Dios, porque están fundados en la certeza de que Él está en la barca con nosotros. Como hizo con los Apóstoles en la multiplicación de los panes, el Señor nos confía sus dones para que nosotros los distribuyamos por todas partes, proclamando su palabra que afirma: «Ya llegan días en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá» (Jr 33,14).
En los textos litúrgicos de este domingo, descubrimos algunas características de esta salvación que Dios anuncia, y que se presentan como otros puntos de referencia para guiarnos en nuestra misión. Ante todo, la felicidad prometida por Dios se anuncia en términos de justicia. El Adviento es el tiempo para preparar nuestros corazones a recibir al Salvador, es decir el único Justo y el único Juez que puede dar a cada uno la suerte que merece. Aquí, como en otras partes, muchos hombres y mujeres tienen sed de respeto, de justicia, de equidad, y no ven en el horizonte señales positivas. A ellos, Él viene a traerles el don de su justicia (cf. Jr33,15). Viene a hacer fecundas nuestras historias personales y colectivas, nuestras esperanzas frustradas y nuestros deseos estériles. Y nos manda a anunciar, sobre todo a los oprimidos por los poderosos de este mundo, y también a los que sucumben bajo el peso de sus pecados: «En aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán así: “El Señor es nuestra justicia”» (Jr 33,16). Sí, Dios es Justicia. Por eso nosotros, cristianos, estamos llamados a ser en el mundo los artífices de una paz fundada en la justicia.
La salvación que se espera de Dios tiene también el sabor del amor. En efecto, preparándonos a la Navidad, hacemos nuestro de nuevo el camino del pueblo de Dios para acoger al Hijo que ha venido a revelarnos que Dios no es sólo Justicia sino también y sobre todo Amor (cf. 1 Jn 4,8). Por todas partes, y sobre todo allí donde reina la violencia, el odio, la injusticia y la persecución, los cristianos estamos llamados a ser testigos de este Dios que es Amor. Al mismo tiempo que animo a los sacerdotes, consagrados y laicos de este país, que viven las virtudes cristianas, incluso heroicamente, reconozco que a veces la distancia que nos separa de ese ideal tan exigente del testimonio cristiano es grande. Por eso rezo haciendo mías las palabras de san Pablo: «Que el Señor los colme y los haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos» (1 Ts 3,12). En este sentido, lo que decían los paganos sobre los cristianos de la Iglesia primitiva ha de estar presente en nuestro horizonte como un faro: «Miren cómo se aman, se aman de verdad» (Tertuliano, Apologetico, 39, 7).
Por último, la salvación de Dios proclamada tiene el carácter de un poder invencible que vencerá sobre todo. De hecho, después de haber anunciado a sus discípulos las terribles señales que precederán su venida, Jesús concluye: «Cuando empiece a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza; se acerca su liberación» (Lc 21,28). Y, si san Pablo habla de un amor «que crece y rebosa», es porque el testimonio cristiano debe reflejar esta fuerza irresistible que narra el Evangelio. Jesús, también en medio de una agitación sin precedentes, quiere mostrar su gran poder, su gloria incomparable (cf. Lc 21,27), y el poder del amor que no retrocede ante nada, ni frente al cielo en convulsión, ni frente a la tierra en llamas, ni frente al mar embravecido. Dios es más fuerte que cualquier otra cosa. Esta convicción da al creyente serenidad, valor y fuerza para perseverar en el bien frente a las peores adversidades. Incluso cuando se desatan las fuerzas del mal, los cristianos han de responder al llamado de frente, listos para aguantar en esta batalla en la que Dios tendrá la última palabra. Y será una palabra de amor.
Lanzo un llamamiento a todos los que empuñan injustamente las armas de este mundo: Depongan estos instrumentos de muerte; ármense más bien con la justicia, el amor y la misericordia, garantías de auténtica paz. Discípulos de Cristo, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en este país que lleva un nombre tan sugerente, situado en el corazón de África, y que está llamado a descubrir al Señor como verdadero centro de todo lo que es bueno: la vocación de ustedes es la de encarnar el corazón de Dios en medio de sus conciudadanos. Que el Señor nos afiance y nos haga presentarnos ante «Dios nuestro Padre santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (1 Ts 3,13). Que así sea.
***
Ángelus 2013
El tiempo de Adviento nos devuelve el horizonte de la esperanza
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Comenzamos hoy, primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.
¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).
Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.
Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!
El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.
***
Ángelus 2018
Estar despiertos y orar
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy empieza el Adviento, el tiempo litúrgico que nos prepara para la Navidad, invitándonos a levantar la mirada y abrir nuestros corazones para recibir a Jesús. En Adviento, no vivimos solamente la espera navideña, también estamos invitados a despertar la espera del glorioso regreso de Cristo —cuando volverá al final de los tiempos— preparándonos para el encuentro final con él mediante decisiones coherentes y valientes. Recordamos la Navidad, esperamos el glorioso regreso de Cristo y también nuestro encuentro personal: el día que el Señor nos llame. Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas, alimentando sueños para un futuro nuevo. El evangelio de este domingo (cf. Lc 21, 25-28, 34-36) va precisamente en esta dirección y nos advierte de que no nos dejemos oprimir por un modo de vida egocéntrico o de los ritmos convulsos de los días. Resuenan de forma particularmente incisiva las palabras de Jesús: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida y venga aquel Día de improviso sobre vosotros […] Estad en vela, pues, orando todo el tiempo” (vv 34-36).
Estar despiertos y orar: he aquí cómo vivir este tiempo desde hoy hasta la Navidad. Estar despiertos y orar. El sueño interno viene siempre de dar siempre vueltas en torno a nosotros mismos, y del permanecer encerrados en nuestra propia vida con sus problemas, alegrías y dolores, pero siempre dando vueltas en torno a nosotros mismos. Y eso cansa, eso aburre, esto cierra a la esperanza. Esta es la raíz del letargo y de la pereza de las que habla el Evangelio. El Adviento nos invita a un esfuerzo de vigilancia, mirando más allá de nosotros mismos, alargando la mente y el corazón para abrirnos a las necesidades de la gente, de los hermanos y al deseo de un mundo nuevo. Es el deseo de tantos pueblos martirizados por el hambre, por la injusticia, por la guerra; es el deseo de los pobres, de los débiles, de los abandonados. Este es un tiempo oportuno para abrir nuestros corazones, para hacernos preguntas concretas sobre cómo y por quién gastamos nuestras vidas.
La segunda actitud para vivir bien el tiempo de la espera del Señor es la oración. “Cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca” (v. 28), es la admonición del evangelio de Lucas. Se trata de levantarse y rezar, dirigiendo nuestros pensamientos y nuestro corazón a Jesús que está por llegar. Uno se levanta cuando se espera algo o a alguien. Nosotros esperamos a Jesús, queremos esperarle en oración, que está estrechamente vinculada con la vigilancia. Rezar, esperar a Jesús, abrirse a los demás, estar despiertos, no encerrados en nosotros mismos. Pero si pensamos en la Navidad en un clima de consumismo, de ver qué puedo comprar para hacer esto o aquello, de fiesta mundana, Jesús pasará y no lo encontraremos. Nosotros esperamos a Jesús y queremos esperarle en oración, que está estrechamente vinculada con la vigilancia.
Pero ¿cuál es el horizonte de nuestra espera en oración? En la Biblia nos lo dicen, sobre todo, las voces de los profetas. Hoy, es la de Jeremías, que habla al pueblo sometido a la dura prueba del exilio y que corre el riesgo de perder su identidad. También nosotros, los cristianos, que somos pueblo de Dios, corremos el peligro de convertirnos en “mundanos” y perder nuestra identidad, e incluso de “paganizar” el estilo cristiano. Por eso necesitamos la Palabra de Dios que, a través del profeta, nos anuncia: “Mirad que días vienen en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. […] Haré brotar para David un Germen justo y practicará el derecho y la justicia en la tierra” (33, 14-15) Y ese germen justo es Jesús que viene y que nosotros esperamos.
¡Que la Virgen María, que nos trae a Jesús, mujer de la espera y la oración, nos ayude a fortalecer nuestra esperanza en las promesas de su Hijo Jesús, para que experimentemos que, a través de las pruebas de la historia, Dios permanece fiel y se sirve incluso de los errores humanos para manifestar su misericordia!
_________________________
BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
2006
El Adviento trae el don de la fraternidad, la concordia y la paz
Queridos hermanos y hermanas:
(…)
En Adviento la liturgia con frecuencia nos repite y nos asegura, como para vencer nuestra natural desconfianza, que Dios “viene”: viene a estar con nosotros, en todas nuestras situaciones; viene a habitar en medio de nosotros, a vivir con nosotros y en nosotros; viene a colmar las distancias que nos dividen y nos separan; viene a reconciliarnos con él y entre nosotros. Viene a la historia de la humanidad, a llamar a la puerta de cada hombre y de cada mujer de buena voluntad, para traer a las personas, a las familias y a los pueblos el don de la fraternidad, de la concordia y de la paz.
Por eso el Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza, en el que se invita a los creyentes en Cristo a permanecer en una espera vigilante y activa, alimentada por la oración y el compromiso concreto del amor. Ojalá que la cercanía de la Navidad de Cristo llene el corazón de todos los cristianos de alegría, de serenidad y de paz.
Para vivir de modo más auténtico y fructuoso este período de Adviento, la liturgia nos exhorta a mirar a María santísima y a caminar espiritualmente, junto con ella, hacia la cueva de Belén. Cuando Dios llamó a la puerta de su joven vida, ella lo acogió con fe y con amor. Dentro de pocos días la contemplaremos en el luminoso misterio de su Inmaculada Concepción. Dejémonos atraer por su belleza, reflejo de la gloria divina, para que “el Dios que viene” encuentre en cada uno de nosotros un corazón bueno y abierto, que él pueda colmar de sus dones.
***
2009
El mundo contemporáneo necesita sobre todo esperanza
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo iniciamos, por gracia de Dios, un nuevo Año litúrgico, que se abre naturalmente con el Adviento, tiempo de preparación para el nacimiento del Señor. El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la liturgia, afirma que la Iglesia “en el ciclo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor”. De esta manera, “al conmemorar los misterios de la Redención, abre la riqueza del poder santificador y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación” (Sacrosanctum Concilium, 102). El Concilio insiste en que el centro de la liturgia es Cristo, como el sol en torno al cual, al estilo de los planetas, giran la santísima Virgen María —la más cercana— y luego los mártires y los demás santos que “cantan la perfecta alabanza a Dios en el cielo e interceden por nosotros” (ib., 104).
Esta es la realidad del Año litúrgico vista, por decirlo así, “desde la perspectiva de Dios”. Y, desde la perspectiva del hombre, de la historia y de la sociedad, ¿qué importancia puede tener? La respuesta nos la sugiere precisamente el camino del Adviento, que hoy emprendemos. El mundo contemporáneo necesita sobre todo esperanza: la necesitan los pueblos en vías de desarrollo, pero también los económicamente desarrollados. Cada vez caemos más en la cuenta de que nos encontramos en una misma barca y debemos salvarnos todos juntos. Sobre todo al ver derrumbarse tantas falsas seguridades, nos damos cuenta de que necesitamos una esperanza fiable, y esta sólo se encuentra en Cristo, quien, como dice la Carta a los Hebreos, “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8). El Señor Jesús vino en el pasado, viene en el presente y vendrá en el futuro. Abraza todas las dimensiones del tiempo, porque ha muerto y resucitado, es “el Viviente” y, compartiendo nuestra precariedad humana, permanece para siempre y nos ofrece la estabilidad misma de Dios. Es “carne” como nosotros y es “roca” como Dios. Quien anhela la libertad, la justicia y la paz puede cobrar ánimo y levantar la cabeza, porque se acerca la liberación en Cristo (cf. Lc 21, 28), como leemos en el Evangelio de hoy. Así pues, podemos afirmar que Jesucristo no sólo atañe a los cristianos, o sólo a los creyentes, sino a todos los hombres, porque él, que es el centro de la fe, es también el fundamento de la esperanza. Y todo ser humano necesita constantemente la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, la Virgen María encarna plenamente la humanidad que vive en la esperanza basada en la fe en el Dios vivo. Ella es la Virgen del Adviento: está bien arraigada en el presente, en el “hoy” de la salvación; en su corazón recoge todas las promesas pasadas y se proyecta al cumplimiento futuro. Sigamos su ejemplo, para entrar de verdad en este tiempo de gracia y acoger, con alegría y responsabilidad, la venida de Dios a nuestra historia personal y social.
***
2012
La venida del Señor requiere continuamente nuestra colaboración
Queridos hermanos y hermanas:
La Iglesia empieza hoy un nuevo Año litúrgico, un camino que se enriquece además con el Año de la fe, a los 50 años de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. El primer tiempo de este itinerario es el Adviento, formado, en el Rito Romano, por las cuatro semanas que preceden a la Navidad del Señor, esto es, el misterio de la Encarnación. La palabra «adviento» significa «llegada» o «presencia». En el mundo antiguo indicaba la visita del rey o del emperador a una provincia; en el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Dios, a su presencia en el mundo; un misterio que envuelve por entero el cosmos y la historia, pero que conoce dos momentos culminantes: la primera y la segunda venida de Cristo. La primera es precisamente la Encarnación; la segunda el retorno glorioso al final de los tiempos. Estos dos momentos, que cronológicamente son distantes —y no se nos es dado saber cuánto—, en profundidad se tocan, porque con su muerte y resurrección Jesús ya ha realizado esa transformación del hombre y del cosmos que es la meta final de la creación. Pero antes del fin, es necesario que el Evangelio se proclame a todas las naciones, dice Jesús en el Evangelio de san Marcos (cf. 13, 10). La venida del Señor continúa; el mundo debe ser penetrado por su presencia. Y esta venida permanente del Señor en el anuncio del Evangelio requiere continuamente nuestra colaboración; y la Iglesia, que es como la Novia, la Esposa prometida del Cordero de Dios crucificado y resucitado (cf. Ap 21, 9), en comunión con su Señor colabora en esta venida del Señor, en la que ya comienza su retorno glorioso.
A esto nos llama hoy la Palabra de Dios, trazando la línea de conducta a seguir para estar preparados para la venida del Señor. En el Evangelio de Lucas, Jesús dice a los discípulos: «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y la inquietudes de la vida... Estad despiertos en todo tiempo, rogando» (Lc 21, 34.36). Por lo tanto, sobriedad y oración. Y el apóstol Pablo añade la invitación a «crecer y rebosar en el amor» entre nosotros y hacia todos, para que se afiancen nuestros corazones y sean irreprensibles en la santidad (cf. 1 Ts 3, 12-13). En medio de las agitaciones del mundo, o los desiertos de la indiferencia y del materialismo, los cristianos acogen de Dios la salvación y la testimonian con un modo distinto de vivir, como una ciudad situada encima de un monte. «En aquellos días —anuncia el profeta Jeremías— Jerusalén vivirá tranquila y será llamada “El Señor es nuestra justicia”» (33, 16). La comunidad de los creyentes es signo del amor de Dios, de su justicia que está ya presente y operante en la historia, pero que aún no se ha realizado plenamente y, por ello, siempre hay que esperarla, invocarla, buscarla con paciencia y valor.
La Virgen María encarna perfectamente el espíritu de Adviento, hecho de escucha de Dios, de deseo profundo de hacer su voluntad, de alegre servicio al prójimo. Dejémonos guiar por ella, a fin de que el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno de nosotros, extender un poco su reino de amor, de justicia y de paz.
_________________________
DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
III. LOS DOMINGOS DE ADVIENTO
78. «Las lecturas del Evangelio tienen una característica propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos (I domingo), a Juan Bautista (II y III domingo), a los acontecimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (IV domingo). Las lecturas del Antiguo Testamento son profecías sobre el Mesías y el tiempo mesiánico, tomadas principalmente del libro de Isaías. Las lecturas del Apóstol contienen exhortaciones y amonestaciones conformes a las diversas características de este tiempo» (OLM 93). El Adviento es el tiempo que prepara a los cristianos a las gracias que serán dadas, una vez más en este año, en la celebración de la gran Solemnidad de la Navidad. Ya desde el I domingo de Adviento, el homileta exhorta al pueblo para que emprenda su preparación caracterizada por distintas facetas, cada una de ellas sugerida por la rica selección de pasajes bíblicos del Leccionario de este tiempo. La primera fase del Adviento nos invita a preparar la Navidad animándonos no sólo a dirigir la mirada al tiempo de la primera Venida del nuestro Señor, cuando, como dice el prefacio I de Adviento, Él asume «la humildad de nuestra carne», sino también, a esperar vigilantes su Venida «en la majestad de su gloria», cuando «podamos recibir los bienes prometidos».
79. Por tanto, existe un doble significado de Adviento, un doble significado de la Venida del Señor. Este tiempo nos prepara para su Venida en la gracia de la fiesta de la Navidad y a su retorno para el juicio al final de los tiempos. Los textos bíblicos deberían ser explicados considerando este doble significado. Según el texto, se puede evidenciar una u otra Venida, aunque, con frecuencia, el mismo pasaje presenta palabras e imágenes relativas a ambas. Existe, además, otra Venida: escuchamos estas lecturas en la asamblea eucarística, donde Cristo está verdaderamente presente. Al comienzo del tiempo de Adviento la Iglesia recuerda la enseñanza de san Bernardo, es decir, que entre las dos Venidas visibles de Cristo, en la historia y al final de los tiempos, existe una venida invisible, aquí y ahora (cf. Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento), así como hace suyas las palabras de san Carlos Borromeo:
«Este tiempo (…) nos enseña que la venida de Cristo no solo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos (Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento)».
A. I domingo de Adviento
80. El evangelio del I domingo de Adviento, en los tres ciclos, es una narración sinóptica que anuncia la venida inminente del Hijo del Hombre en gloria, un día y una hora desconocidos. Nos exhorta a estar vigilantes y en alerta, a esperar signos espaventosos en el cielo y en la tierra, a no dejarnos sorprender. Siempre nos da una cierta impresión empezar de este modo el Adviento, ya que, de modo inevitable, este tiempo nos trae a la mente la Navidad y, en muchos lugares, el sentir común está ya sumergido con las dulces representaciones del Nacimiento de Jesús en Belén. No obstante, la Liturgia nos presenta estas imágenes a la luz de otras que nos recuerdan cómo el mismo Señor nacido en Belén «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos», como dice el Credo. En este domingo, es responsabilidad del homileta recordar a los cristianos que siempre deben preparase para esta venida y para el juicio. Realmente, el Adviento constituye tal preparación: la Venida de Jesús en la Navidad está conectada íntimamente con su Venida en el último día.
81. Durante los tres años, la lectura del Profeta puede interpretarse ya sea como indicativa del glorioso advenimiento final del Señor como de su primer advenimiento «en la humildad de nuestra carne», de la que nos habla la Navidad. Tanto Isaías (en el año A) como Jeremías (en el año C), anuncian que «llegan días». En el contexto de esta Liturgia, las palabras que siguen apuntan claramente al tiempo final; pero se refieren, también, a la inminente Solemnidad de la Navidad.
82. ¿Qué sucederá al final de los días? Isaías dice (en el año A): «Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles». El homileta tiene varias posibilidades de interpretación que se pueden desarrollar en consecuencia. «El monte de la casa del Señor» podría ser correctamente explicado como una imagen de la Iglesia, llamada a reunir a todas las gentes. También podría hacer de primer anuncio de la Fiesta inminente de la Navidad. «Confluirán los gentiles» hacia el Niño en el pesebre es un texto que se cumplirá, en particular, en Epifanía, cuando los Magos vengan a adorarlo. El homileta tendría que recordar a los fieles que también ellos pertenecen a los gentiles que caminan hacia Cristo, un viaje que se inicia con intensidad renovada en el I domingo de Adviento. Las mismas palabras, ricamente inspiradas, son también aplicables a la Venida en el final de los tiempos, citada explícitamente por el Evangelio. El profeta prosigue: «Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos». Las palabras conclusivas del pasaje profético son, al mismo tiempo, una maravillosa llamada a la celebración de la Navidad y a la espera del adviento del Hijo del Hombre en la gloria: «Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor».
83. La primera lectura del libro de Isaías en el año B se presenta como una oración que instruye a la Iglesia en la actitud penitencial propia de este periodo. Se inicia presentando un problema: el de nuestro pecado. «Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?». Es evidente que esta pregunta debe ser considerada. ¿Quién puede comprender el misterio de la iniquidad humana? (cf. 2 Ts 2,7). Nuestra experiencia, ya sea en nosotros mismos o en el mundo que nos rodea –el homileta puede presentar ejemplos– solo puede hacer brotar de lo profundo de los corazones un grito inmenso dirigido a Dios: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». Esta sentida petición encuentra respuesta definitiva en Jesucristo. En él Dios ha rasgado los cielos y ha descendido entre nosotros. Y en él, como había pedido el profeta, Dios «cuando ejecutarás portentos inesperados: “descendiste y las montañas se estremecieron”. Jamás se oyó ni se escuchó…». La Navidad es la celebración de las obras maravillosas realizadas por Dios y que nunca hubiéramos podido esperar.
84. La Iglesia, en este I domingo de Adviento, fija además la mirada en el Retorno de Jesús en gloria y majestad. «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» Los Evangelios, con este mismo tono, describen la Venida final. Y ¿estamos preparados? No, no lo estamos, y por ello tenemos necesidad de un tiempo de preparación. La oración del profeta continúa: «Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos». Una cosa muy parecida se invoca en la oración colecta de este domingo: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras…».
85. En el Evangelio de Lucas, que se lee en el año C, las imágenes son particularmente vivas. Entre tantos signos terribles que aparecerán, Jesús predice que habrá uno que será capaz de eclipsar a todos los demás: su aparición como Señor de la gloria. Él dice: «entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y majestad». Para nosotros que le pertenecemos, este no debería ser un día de gran temor. Al contrario, él dice: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca nuestra liberación». Un homileta podría preguntar en voz alta: ¿por qué tenemos que tener nosotros una actitud de confianza en el último día? Ciertamente esto exige una preparación precisa, son necesarios algunos cambios en nuestra vida. Es lo que comporta el Tiempo de Adviento, en el que debemos poner en práctica la advertencia del Señor: «Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida… Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre».
86. Naturalmente la Eucaristía que nos disponemos a celebrar es la preparación más intensa de la comunidad para la Venida del Señor, ya que ella misma señala dicha Venida. En el prefacio que abre la plegaria eucarística en este domingo, la comunidad se presenta a Dios «en vigilante espera». Nosotros, que damos gracias, pedimos hoy ya poder cantar con todos los ángeles: «Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del universo». Aclamando el «Misterio de la fe» expresamos el mismo espíritu de vigilante espera: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas». En la plegaria eucarística los cielos se abren y Dios desciende. Hoy recibimos el Cuerpo y la Sangre del Hijo del Hombre que llegará sobre las nubes con gran poder y gloria. Con su gracia, dada en la Sagrada Comunión, esperamos que cada uno de nosotros pueda exclamar: «Me levantaré y alzaré la cabeza; se acerca mi liberación».
***
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La tribulación final y la venida de Cristo en gloria
I. VOLVERA EN GLORIA
Cristo reina ya mediante la Iglesia...
668. “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669. Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). “La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio”, “constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (LG 3; 5).
670. Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora” (1 Jn 2, 18; cf. 1 P 4, 7). “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672. Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la “tristeza” (1 Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia (cf. 1 P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1 Jn 2, 18; 4, 3; 1 Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel
673. Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos “toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44: 1 Te 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios (cf. 2 Te 2, 3-12).
674. La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinad o de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por “todo Israel” (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que “una parte está endurecida” (Rm 11, 25) en “la incredulidad” respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: “Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas” (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: “si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rm 11, 5). La entrada de “la plenitud de los judíos” (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de “la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios “llegar a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13) en la cual “Dios será todo en nosotros” (1 Co 15, 28).
La última prueba de la Iglesia
675. Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el “Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Te 2, 4-12; 1Te 5, 2-3; 2 Jn 7; 1 Jn 2, 18.22).
676. Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, “intrínsecamente perverso” (cf. Pío XI, “Divini Redemptoris” que condena el “falso misticismo” de esta “falsificación de la redención de los humildes”; GS 20-21).
677. La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13).
La Iglesia, consumada en la gloria
769. La Iglesia “sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo” (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, “la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios” (San Agustín, civ. 18, 51; cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, “y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria” (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, “todos los justos desde Adán, `desde el justo Abel hasta el último de los elegidos’ se reunirán con el Padre en la Iglesia universal” (LG 2).
“¡Ven, Señor Jesús!”
451. La oración cristiana está marcada por el título “Señor”, ya sea en la invitación a la oración “el Señor esté con vosotros”, o en su conclusión “por Jesucristo nuestro Señor” o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: “Maran atha” (“¡el Señor viene!”) o “Maran atha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Co 16, 22): “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
... esperando que todo le sea sometido
671. El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado “con gran poder y gloria” (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2 Te 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1 Co 15, 28), y “mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios” (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2 P 3, 11-12) cuando suplican: “Ven, Señor Jesús” (cf.1 Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
V. LOS SACRAMENTOS DE LA VIDA ETERNA
1130. La Iglesia celebra el Misterio de su Señor “hasta que él venga” y “Dios sea todo en todos” (1 Co 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la Liturgia es atraída hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: “¡Marana tha!” (1 Co 16,22). La liturgia participa así en el deseo de Jesús: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros...hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc 22,15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida eterna, aunque “aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del Gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tt 2,13). “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!... ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,17.20).
S. Tomás resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental: “Unde sacramentum est signum rememorativum eius quod praecessit, scilicet passionis Christi; et desmonstrativum eius quod in nobis efficitur per Christi passionem, scilicet gratiae; et prognosticum, id est, praenuntiativum futurae gloriae” (“Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera”, STh III, 60,3).)
1403. En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: “Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia “el que viene” (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: “Maran atha” (1 Co 16,22), “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), “que tu gracia venga y que este mundo pase” (Didaché 10,6).
2817. Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”:
Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?’ (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino! (Tertuliano, or. 5).
Jesús es el Hijo de David
439. Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico “hijo de David” prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26; 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).
La virginidad de María
496. Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra:
Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): “Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen,... Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato... padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente” (Smyrn. 1-2).
La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
559. ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su Padre” (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el “Sanctus” de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.
Jesús escucha la oración
2616. La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!” Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: “Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis” (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”, Sal 85, 1; cf IGLH 7).
Dios es fiel y misericordioso
207. Al revelar su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado (“Yo soy el Dios de tus padres”, Ex 3,6) como para el porvenir (“Yo estaré contigo”, Ex 3,12). Dios que revela su nombre como “Yo soy” se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo.
“Dios misericordioso y clemente”
210. Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH” (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa delante de Moisés, y proclama: “YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).
211. El Nombre Divino “Yo soy” o “Él es” expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, “mantiene su amor por mil generaciones” (Ex 34,7). Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2,4) llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que él mismo lleva el Nombre divino: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy” (Jn 8,28)
Solo Dios ES
212. En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de él no hay dioses (cf. Is 44,6). Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: “Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan...pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años” (Sal 102,27-28). En él “no hay cambios ni sombras de rotaciones” (St 1,17). Él es “El que es”, desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.
213. Por tanto, la revelación del Nombre inefable “Yo soy el que soy” contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo sentido, ya la traducción de los Setenta y, siguiéndola, la Tradición de la Iglesia han entendido el Nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin. Mientras todas las criaturas han recibido de él todo su ser y su poseer. El solo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es.
III. DIOS, “EL QUE ES”, ES VERDAD Y AMOR
214. Dios, “El que es”, se reveló a Israel como el que es “rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su verdad. “Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad” (Sal 138,2; cf. Sal 85,11). Él es la Verdad, porque “Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1,5); él es “Amor”, como lo enseña el apóstol Juan (1 Jn 4,8).
“Te compadeces de todos porque lo puedes todo” (Sb 11,23)
270. Dios es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente. Muestra, en efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida de nuestras necesidades (cf. Mt 6,32); por la adopción filial que nos da (“Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso”: 2 Co 6,18); finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados.
1062. En hebreo, “Amén” pertenece a la misma raíz que la palabra “creer”. Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad, la fidelidad. Así se comprende por qué el “Amén” puede expresar tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra confianza en El.
1063. En el profeta Isaías se encuentra la expresión “Dios de verdad”, literalmente “Dios del Amén”, es decir, el Dios fiel a sus promesas: “Quien desee ser bendecido en la tierra, deseará serlo en el Dios del Amén” (Is 65, 16). Nuestro Señor emplea con frecuencia el término “Amen” (cf. Mt 6, 2. 5. 16), a veces en forma duplicada (cf. Jn 5, 19) para subrayar la fiabilidad de su enseñanza, su Autoridad fundada en la Verdad de Dios.
_________________________
RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Mirad que llegan días...
Comienza un nuevo año litúrgico con este primer domingo de Adviento. El Evangelio, que nos acompañará en este tercer año del ciclo trienal, es el de Lucas. La tradición cristiana se ha complacido en resaltar algunas características de este Evangelio: es el Evangelio de la misericordia (a causa de algunas célebres parábolas, como la del hijo pródigo), el Evangelio de los pobres (por la especial atención a la dimensión social de la predicación de Cristo) y el Evangelio de la oración, del Espíritu Santo (por el relieve asociado a estos temas). Es, además, el Evangelio en el que aparece más clara la preocupación histórica. En el prólogo, el autor nos habla de sus fuentes y de las anteriores «investigaciones cuidadas» de la redacción de su Evangelio. También de continuo, muchas veces él se preocupa de indicar las coordenadas históricas y geográficas, dentro de las que se desarrolla el ministerio terreno de Cristo.
La liturgia, en sus lecturas, nos empuja hoya mirar hacia delante, nos pone en estado de espera, como hace puntualmente al inicio de cada año. Todos los verbos están en futuro. En la primera lectura escuchamos estas palabras de Jeremías:
«Mirad que llegan días, oráculo del Señor, en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella hora, suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia...»
En esta espera, realizada con la venida del Mesías, el pasaje evangélico ofrece un horizonte y un contenido nuevo, que es el retorno glorioso de Cristo al final de los tiempos:
«Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad».
El Salmo responsorial invita al creyente a proyectarse hacia adelante, a lanzar una vez más su alma hacia lo alto, como hace el mar en cada marea alta:
«A ti, Señor, levanto mi alma» (Salmo 25,1).
Esta invitación de la liturgia a ponerse siempre de nuevo en camino refleja lo que acontece también en la vida. La capacidad de volver a esperar después del enésimo mentís de la realidad es una de las capacidades más increíbles del hombre (quien conoce la obra Esperando a Godot de Samuel Beckett tiene delante una imagen eficacísima de esta prerrogativa humana). Como la caña se endereza después de cada golpe de viento, así el ser humano vuelve a esperar después de cada revés de la suerte. Nuestra iniciativa más grande es quizás aquella, en todo caso, que nos permite continuar viviendo. ¡Pobre de nosotros el día que viniera a menos! La vida se pararía. Nosotros tenemos necesidad de esperar para vivir. ¡Vivir y esperar! ¿Qué es el hombre en su realidad existencial más profunda sino la capacidad de esperar, de proyectarse hacia el futuro o, como dicen los filósofos, de trascenderse? Un buen motor se califica por la capacidad de «reprís» que tiene; un hombre, por la capacidad de volver a recomenzar después de cada desengaño. Además, si no pudiese obtener aquello por lo que ha luchado, después de cada fracaso, volver a esperar no ha sido en vano. Le ha elevado a un conocimiento y a una sabiduría que ninguna escuela le habría podido enseñar. Es muy verdadero, también en el plano humano, lo que afirma san Pablo: «La esperanza no falla» (Romanos 5,5) ¡Nunca!
La esperanza es lo único que hace bella la vida y capaz de vivirse. El poeta Leopardi ha expresado esta verdad en una de sus pequeñas obras morales titulada Diálogo de un vendedor de almanaques y de un pasajero. Estamos en el inicio del nuevo año. Un pasajero (que representa al poeta) se acerca a un vendedor de calendarios en un ángulo de la calle. Antes de adquirir su calendario entabla con él una conversación. Comienza a hablar el pasajero:
— ¿Creéis que este año nuevo será feliz?
— Sí, cierto.
— ¿Como este año pasado?
— Más, mucho más.
— ¿Os gustaría que el año nuevo fuese como alguno de estos últimos años que hemos vivido?
— Señor, no; no me gustaría.
— ¿Volveríais a vivir todo el tiempo pasado, comenzando desde el año que nacísteis?
— ¡Ojalá gustase a Dios que lo pudiera!
— ¿También, si debiérais rehacer la vida que habéis tenido ni más ni menos con todos los placeres y las desgracias que habéis pasado?
— Esto no, no lo quisiéramos.
— Entonces, ¿qué vida quisiérais hacer?
— Quisiérais una vida así, como Dios me lo mandase, sin otros pactos.
— Así lo quisiera también yo si tuviese que revivir, y así lo quieren todos... Bella no es la vida que se conoce, sino la que no se conoce; no la vida pasada sino la futura. Con el nuevo año, la suerte os comenzará a tratar bien a vosotros y a mí y a todos los demás, y comenzará la vida a ser feliz. ¿No es verdad?
— Esperémoslo.
— Dadme entonces el almanaque más hermoso que tengáis.
Todos pondríamos la firma para volver a comenzar la vida desde el principio, pero ninguno aceptaría hacerlo si se debiera desarrollar exactamente como la que ya hemos vivido. ¿Por qué? ¿Qué le faltaría? Le faltaría la esperanza, esto es, la novedad. ¿Y qué es la vida sin novedad? ¡Nada más que repetición inútil y muerta!
Aquello de lo que tenemos más necesidad en la vida son los «sobresaltos» de esperanza y es eso lo que la liturgia quiere ayudamos a realizar al inicio del nuevo año. La Biblia nos presenta ejemplos bellísimos de estos sobresaltos de esperanza. Uno se encuentra en la Tercera Lamentación de Jeremías. En medio de la desolación más total, durante el exilio, con la ciudad en ruinas y la gente extenuada por el hambre, el profeta entona su lamentación: «Yo soy el hombre que ha visto la miseria... Digo: ¡Ha fenecido mi vigor y la esperanza!» (Lamentaciones 3, 1. 18). Pero, en un cierto momento el profeta se para y se dice a sí mismo: «¡Mi porción es Yahvé... por eso en él espero» (Lamentaciones 3,24). Esta simple palabra lo cambia de golpe todo; el tono de la lamentación se serena y el profeta vuelve a hacer proyectos para el futuro. Probemos también nosotros a decir en ciertas circunstancias: «quiero esperar!» y experimentaremos la fuerza increíble que da esta decisión.
Pero, yo no puedo concluir esta reflexión sobre la esperanza sin hacer referencia a un aspecto distinto del problema. Cuando nosotros hablamos de la esperanza, entendemos siempre algo que nosotros esperamos de Dios. Hay un riesgo también en la esperanza: el de hacemos un crédito nuestro frente a Dios. Hemos esperado tantas veces una gracia, la escucha de una oración, estando seguros que esta vez sería la ocasión buena. Y nada, silencio total. Se acaba con pensar inconscientemente que es Dios quien nos es deudor de una explicación; que hemos sido hasta demasiado pacientes en esperar hasta ahora; que, después de todo, somos nosotros los que le hacemos un favor volviendo, aún otra vez, a esperar en él (ésta es la impresión de quien lee Esperando a Godot; las simpatías del público son todas para los dos pobrecillos que esperan, no ciertamente para Godot que se hace esperar tanto y que, en la intención del autor, parece que representa precisamente a Dios). Olvidamos una cosa: que también Dios espera algo de nosotros; que al inicio de cada nuevo año también él vuelve puntualmente a esperar que este será el año bueno, la vez nueva. ¿Bueno para qué? Pues, es claro: ¡para nuestra conversión! ¿Cuántos son los años que Dios atiende y espera esto de nosotros? De mí, son cincuenta y seis años (excluyo los primeros diez años, cuando era demasiado pequeño, para tener necesidad de conversión).
Quiero exponeros el pensamiento de un poeta querido para mí, Charles Péguy. También Dios, dice él, conoce la esperanza. Dios ama al hombre y no quiere que se pierda; pero no puede salvarlo «sin él», en contra de su libertad. Entonces, ¿qué puede hacer sino lo que hace todo padre en estas condiciones, esto es, esperar? ¿Qué hacía el padre del hijo pródigo en la espera sino mirar de vez en cuando por la ventana y esperar? «El arrepentimiento de un hombre es la coronación de una esperanza de Dios». Todos los sentimientos que nosotros debemos tener para con Dios, es Dios mismo quien ha comenzado a tenerlos primero para con nosotros. Nos dice que le amemos, pero es él quien primeramente nos ha amado; nos pide creer en él, pero es él quien ha creído y ha tenido antes confianza por el hombre; nos pide esperar, pero es él quien espera primero en nosotros. Espera que aceptemos salvamos. He aquí en qué situación se ha metido Dios por amor del hombre. Debe esperar que nosotros nos salvemos. Es necesario que Dios espere lo pertinente del pecador. «Es necesario que espere que el señor pecador tenga la complacencia de pensar un poco en su salvación».
La pregunta más importante, al inicio de un nuevo año litúrgico, es por lo tanto esta: ¿será éste el año bueno para Dios? ¿El año en que coronaremos su esperanza y su espera a nuestro respecto convirtiéndonos en serio, pensando un poco en verdad sobre nuestra salvación? Lo importante no es que en esta vida nosotros obtengamos lo que esperamos de Dios sino que Dios obtenga lo que espera de nosotros. Él tiene la vida eterna para completar en un momento todas nuestras esperas y hacerse «perdonar» por el retraso.
_________________________
PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
Dios se nos acerca
«Permanezcan alerta. Es lo que nos pide Dios. Es la advertencia del Hijo de Dios, que hace a los hombres que en su cruz redimió, para que, cuando Él vuelva, lo estén esperando.
Significa estar preparados para un evento inesperado, con la seguridad de que en cualquier momento sucederá.
Es creer en la palabra del Hijo de Dios y en sus promesas, porque todo lo que ha dicho se cumplirá, y volverá para darnos los bienes eternos que, con su muerte y resurrección, nos ha merecido.
Significa mantener bien preparada y dispuesta la morada del alma, despierta, renunciando constantemente a todas aquellas cosas del mundo que nos provocan una pereza espiritual, que nos conduce a la indiferencia de lo sagrado, y nos induce a un sueño y un sopor insoportable, en medio de la abundancia de bienes materiales, de tentaciones causadas por la ambición, el orgullo, la soberbia, el egoísmo, con lo que traicionan la confianza y el amor de Cristo.
Es mantener la esperanza en el Salvador, acudir a Él, y no querer hacer todo con nuestras propias fuerzas.
Permanece tú alerta y bien preparado, limpiando constantemente la morada del Señor, que es tu alma, manteniendo tu corazón encendido en el fuego del amor de Cristo, invocando la presencia del Espíritu Santo, alimentando la fe y la esperanza con tus obras de caridad, contemplando la cruz, y adorando el cuerpo y la sangre, la presencia viva de Jesús, que baja cada día del cielo por el poder del sacerdote, y descansa en sus manos, que han sido ungidas para que siempre tenga una morada bien dispuesta, bien preparada.
Permanece atento en la alegría y en la esperanza de que un día, de la misma manera, el Señor vendrá a ti y te ungirá para que seas digno de entrar con Él a la Patria Celestial».
__________________
FLUVIUM (www.fluvium.org)
Dios se nos acerca
Comienza el Adviento y aparece nuevamente el color morado en los ornamentos sacerdotales. También la música sacra quiere acompañarnos con sus tonos más graves, más severos, en este tiempo litúrgico, y nos anima a disponernos mediante la penitencia a la llegada de Dios encarnado. Los sonidos más serios, los colores menos vivos, la ausencia de gloria en la celebración eucarística, son, entre otros, signos visibles que quieren manifestar externamente la pena en el corazón del cristiano al reconocer su condición pecadora. El hijo de Dios, en efecto, se duele profundamente al advertir qué mal corresponde muchas veces el hombre a la bondad de su Padre Dios.
Pero vamos a celebrar, dentro de pocas semanas el nacimiento de Dios encarnado, el mayor de los acontecimientos de nuestra historia. Necesitamos disponernos del mejor modo –como Dios espera– y, para ello, necesario es asumir, del modo más consciente posible cada uno, que somos pecadores. Es la primera condición imprescindible si queremos rectificar y alegrarnos de verdad con su venida.
Porque Adviento significa también ilusión, esperanza fundada y alegría optimista en medio del dolor por la culpa, porque esperamos a nuestro buen Dios que llega. Pero la esperanza optimista, para que tenga sentido y llene positivamente la vida del que espera, es necesario que tenga una garantía segura. ¿Y qué garantía puede ser más segura a nuestro favor, ahora y siempre, que la presencia de Dios mismo entre nosotros y su palabra que no puede fallar? Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, declaró Jesús antes de ascender a los cielos. Y está realmente para cada uno y nos asegura: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. Pero, ¿realmente pedimos, buscamos, llamamos? Y, ¿cómo lo hacemos, con qué fe, con qué deseo, con qué perseverancia? Porque Nuestro Señor aseguró la asistencia divina a los que rectamente la solicitan.
En estas Navidades, que volveremos a celebrar, el Señor, Dios de cuanto existe, quiere acercarse a sus hijos los hombres. Y, mientras se acerca, nos recuerda una vez más sin palabras que nos creó para Él: únicamente sus hijos celebramos la Navidad. Nos hiciste, Señor para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Así lo declara San Agustín al comienzo de sus Confesiones, con la expresión universalmente conocida. Dios creó el corazón del hombre con un amplio espacio de amor que sólo Él puede colmar. Y nuestra madre la Iglesia nos recuerda, de modo especial en este tiempo de Adviento, el eterno y siempre actual plan divino de habitar más y más en el corazón de los hombres. Es la gran noticia que, evocada de continuo por cada uno, debe alegrar todos nuestros días y, sobre todo, estas semanas hasta la gran solemnidad de la Natividad del Hijo de Dios. Con cada celebración de su nacimiento, diríamos que nos entra más por los ojos su amoroso deseo de ser acogido por su querida criatura humana.
Recordamos en este día, a partir de la lectura de los versículos de san Lucas que nos ofrece el Evangelio de la Liturgia Eucarística, que al final de los tiempos volverá Jesucristo y todos reconocerán necesariamente su señorío. Cuanto existe –viene a decirnos el evangelista– se conmoverá en su presencia. Será una evidente manifestación de que todo ser se mantiene por su voluntad. Nadie tendrá dudas entonces de que ante Él debe inclinarse toda criatura, porque criaturas suyas sin excepción nos reconoceremos. Se cumplirán en un instante las palabras proféticas de san Pablo a sus queridos filipenses: que a Jesucristo Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: “¡Jesucristo es el Señor!”, para gloria de Dios Padre.
Únicamente los extraños e indeseables pueden atemorizarse pensando en la llegada del dueño. La familia, los amigos, particularmente los hijos, se alegran. Aguardan incluso impacientes, se disponen lo mejor que saben, porque quieren acoger espléndidamente al señor de la casa. Saben, además, que con su venida gozarán más todavía que mientras le esperaban llenos de ilusión. ¿Es así para nosotros Dios Nuestro Señor que llega? ¿Queremos disponernos muy bien en su honor? ¿Nos ilusiona su llegada y poderle acoger con la mayor dignidad? ¿Nos sentimos especialmente afortunados porque hay Navidad?
En esto viene a resumirse nuestra existencia. Vivimos en un continuo Adviento, en una esperanzada ilusión, aunque tengamos que vigilar, no sea que descuidemos algo más o menos importante, pero necesario para que Dios, Señor Nuestro, reciba el recibimiento que se merece de sus hijos.
Santa María, Madre de Dios, es maestra en la espera. Diríamos que es la que aguarda por antonomasia. A su amparo nos encomendamos, con el deseo de saber disponernos como Ella para la venida de Dios que está llegando.
_____________________
PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El Dios de la esperanza
Con este domingo se inicia un nuevo ciclo litúrgico y con él también nuestro camino anual hacia Navidad. Vayamos al encuentro de “aquel que viene”. La palabra de Dios nos sugiere la actitud apropiada para este momento: “A ti, Señor, elevo mi alma”; y Jesús, en el Evangelio: Tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación. El Adviento debe empezar con una elevación del alma; se nos exhorta a olvidar el pasado y a proyectamos hacia el futuro, hacia una nueva aventura de gracia, ya que, después de Jesucristo, cada ciclo litúrgico que comienza se llama y es un “ciclo de gracia”.
Concentrémonos de inmediato en las lecturas bíblicas de hoy para ver qué nos sugieren a propósito de esta actitud. Debemos volver a recorrer dichas lecturas en orden histórico (el orden en que nacieron) que difiere, generalmente, del orden litúrgico (el orden en que se leen); el orden histórico es el siguiente: primera, tercera, segunda lectura, o sea: Antiguo Testamento, tiempo de Jesús (Evangelio) y tiempo de la Iglesia (Pablo).
La primera lectura es un breve pasaje de Jeremías: Llegarán los días en que cambiaré la suerte de mi pueblo Israel, dice Dios a su pueblo. Se nos revela aquí el esquema constante de la acción de Dios: Dios promete de antemano qué quiere realizar y luego realiza fielmente lo que prometió. De ahí que el misterio de Dios sea siempre “antiguo y nuevo, antiguo en la figura, nuevo en la realidad” (Melitón de Sardes). En este espacio entre promesa y realización se sitúa, para el hombre, la posibilidad de la esperanza y, para Dios, de la fidelidad. ¿Por qué se comporta así Dios, por qué cada intervención suya está preparada con tanta anticipación? Porque frente al hecho nuevo y maravilloso que ve cumplirse, el hombre no pueda decir: Lo hizo mi ídolo, vale decir el azar, o mi inteligencia, o mi fantasía; ¡Dios no tiene nada que ver, Dios no existe! (cf. Is. 48,3-8). Por lo tanto, la promesa es para que el hombre pueda reconocer lo que viene de Dios, para que pueda escucharlo con fe y dar testimonio con fuerza. Ese es el motivo verdadero y profundo por el cual el Antiguo Testamento es siempre actual, aun para nosotros los cristianos y por eso seguimos leyéndolo en nuestras asambleas; sirve para demostrar que la salvación realizada por Cristo viene del mismo Dios que la había anunciado a través de los profetas, sirve para demostrar la unidad del plan divino de salvación.
El Evangelio nos lleva de golpe al “centro de los tiempos”, o sea a Jesucristo. Esa venida de Dios hacia los hombres tan esperada se concretó con él: Dios ha visitado a su pueblo (Lc. 7,16). No obstante, la historia no se detuvo: ¡el tiempo “se ha cumplido” pero no ha terminado! Es Jesús mismo quien vuelve a poner al hombre y a la Iglesia en camino y en estado de espera para otra venida: Entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con potencia y gran gloria. La primera venida, en la plenitud de los tiempos fue realizada en la humildad y el sufrimiento; la segunda, al fin de los tiempos, será con potencia y gran gloria. Estamos viviendo justo en esa situación determinada por la venida de Jesús y por lo tanto en el recuerdo de su encarnación y a la espera de su parusía, entre un “ya” y un “todavía no”.
La segunda lectura extraída del apóstol Pablo, nos sugiere qué debemos hacer entretanto. Si bien el Evangelio contiene ya valiosas indicaciones en este sentido: velar, rezar, no dejar que nuestro corazón se vuelque a la disipación, a la embriaguez y a los afanes de la vida; pero es sobre todo Pablo —como decía— quien señala las consecuencias prácticas de todo lo que hemos escuchado hasta ahora. Él vivió exactamente en nuestra situación, o sea en el recuerdo del paso de Jesús por la tierra y a la espera “de su venida con todos los santos”. La palabra clave usada por el Apóstol es: ¡crecer! Este es el tiempo en el cual la semilla recogida en el Bautismo debe alcanzar su maduración, el tiempo dado a cada uno y a toda la Iglesia para alcanzar el estado de hombre perfecto y la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef. 4,13).
Como vemos, las lecturas bíblicas tocan muchos temas: la venida de Cristo, la espera, la vigilia, el crecimiento, la necesidad de una vida cristiana sobria y comprometida. No obstante, antes de enfrentar todos estos temas, hoy queremos profundizar el que parece resumirlos todos: el tema de la esperanza cristiana. Todo el tiempo litúrgico del Adviento celebra la esperanza; es una especie de sacramento de la esperanza cristiana.
Al leer el Evangelio de hoy, una cosa tendría que habernos llamado la atención: en la descripción de los hechos escatológicos, Jesús habla de angustia, de ansiedad, de miedo, de espera; no habla de esperanza. Se diría que Jesús no conoce la esperanza; los Evangelios sinópticos no le atribuyen a Jesús ninguna reflexión explícita sobre la esperanza. En cambio, después de la Pascua, vemos estallar literalmente ese tema en las cartas de Pablo y en casi todos los demás escritos apostólicos. La Esperanza (elpis) indica un componente esencial de la existencia cristiana; junto con la fe y la caridad, forma parte de la estructura que la contiene: Ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor (1 Cor. 13,13).
¿Qué fue lo que determinó este cambio? Es muy simple: la esperanza cristiana (¡en tanto cristiana!) nace de la resurrección de Cristo: Dios... que en su gran misericordia nos hizo renacer por la resurrección de Jesucristo a una esperanza viva (1 Pe. 1,3). Por eso, no se habla de la esperanza nunca antes de la Pascua; no es que esté ausente de los Evangelios, sino que está como en gestación; la vida de Jesús está “grávida” de una esperanza que sale a la luz gloriosamente la mañana de Pascua.
Tal como la entendemos actualmente, la esperanza es una peculiaridad del pensamiento bíblico; los antiguos no conocían “la virtud” de la esperanza, entendida como algo que es bueno en sí mismo, en absoluto; conocían solamente “la espera” que, como tal, es ambigua, pudiendo ser espera del bien o espera del mal, o incluso espera vana, o sea ilusión. Sólo el Dios cristiano pudo ser llamado “el Dios de la esperanza” (Rom. 15.13), o sea el Dios que “da” esperanza y que “es dado” en la esperanza; el Dios que abre al hombre al futuro.
Es así como, a través de la Biblia, se nos aparece la revelación respecto de la virtud teologal de la esperanza: “La esperanza es la espera de los bienes escatológicos que son: la resurrección del cuerpo, la herencia de los santos, la vida eterna, la gloria, la visión de Dios; en una palabra, la salvación. Afirmada en un tiempo en Israel excluyendo a los paganos, preparaba allí una esperanza mejor que ahora es ofrecida incluso a los paganos en el misterio de Cristo. Se funda en Dios, en su amor, en su llamado, en su potencia, en su veracidad y en la fidelidad a sus promesas. De modo que no puede engañar. Orientada, por definición, hacia bienes invisibles, la esperanza se apoya en la fe y se nutre de la caridad. El Espíritu Santo es su fuente privilegiada que la ilumina, la fortifica, la hace rezar y logra, a través de ella, la unidad del cuerpo. Basada en la justificación por medio de la fe en Cristo, está llena de seguridad, de consuelo, de alegría y orgullo; no nos deja que nos abrumen los sufrimientos presentes, que poco importan en comparación con la alegría prometida; al contrario, los soporta con una constancia que la prueba y la confirma (de la carta a Rom. 5.2 de la “Biblia de Jerusalén”).
Con la ayuda del Espíritu Santo veamos con mayor profundidad esta espléndida realidad de la esperanza cristiana. ¿Qué significa esperar? Leí en un autor estas palabras esclarecedoras: “Es necesario esperar en Dios, es necesario tener fe en Dios, es todo una sola cosa, es lo mismo. Es necesario tener en Dios la fe de esperar en él. Es necesario creer en él, o sea esperar. La fe ve lo que es, en el tiempo y en la eternidad. La esperanza ve lo que será, en el tiempo y en la eternidad. La caridad ama lo que es, pero la esperanza ama lo que será. La fe que prefiero, dice Dios, es la esperanza” (Ch. Péguy). La esperanza es, por lo tanto, hermana gemela de la fe, es un modo de creer, es, en sí misma, un confiarse a Dios, sobre todo considerando el propio futuro; no es, básicamente, esperanza de tener, sino “esperanza de ser”.
En este sentido, la esperanza es incluso más meritoria que la fe por ser más exigente. Creer no es gran cosa para quien no es ciego puesto que Dios resplandece en la creación; pero esperar, esperar siempre, volver a esperar después de la enésima desilusión, esperar que el día siguiente sea mejor, después de que tantas veces fue peor, absorber todas las aparentes desmentidas como la tierra absorbe una lluvia regular, eso es realmente grande y revela la omnipotencia de la gracia divina.
Se representa a menudo a la esperanza cristiana con un ancla; se representa así desde la antigüedad, pero no es el símbolo más acertado; el símbolo más acertado es la vela. El ancla sirve para mantener firme la barca en el mar; la vela sirve en cambio para impulsarla y hacerla avanzar por el mar hacia tierra firme. La esperanza es la que impulsa; si no estuviera la esperanza, todo se cerraría, incluidas la fe y la caridad; ¿qué sería una fe sin esperanza? Pablo dice que sería “vacía” (cf. 1 Cor 15,14). Nadie siembra si no espera una cosecha. Fue la esperanza la que, en los inicios de la Iglesia, dio al mensaje cristiano esa fuerza de expansión extraordinaria que lo llevó en poco tiempo hasta los confines de la tierra; los hombres, especialmente los pobres, los afligidos y los marginados vieron por primera vez una propuesta de esperanza que era realmente para ellos y que no excluía a nadie. Si la predicación cristiana de hoy está a veces tan desprovista de fuerza es también porque no le da suficiente lugar a la prédica de la esperanza. El mundo está más sediento de esperanza que de pan y presta oído a un mensaje en la medida en que éste sepa ofrecerle una verdadera esperanza.
Nosotros los cristianos somos responsables de la esperanza que nos fue dada; debemos estar “preparados para dar razón” de ella y no sólo con la palabra, sino también con “la dulzura y el respeto” y sobre todo con la capacidad de sufrir algo a causa de esa esperanza (cf. 1 Ped. 3,15 ssq.). Es necesario que seamos transmisores de esperanza: “Del mismo modo que los fieles en las procesiones se pasan de mano en mano el agua bendita, así debemos nosotros los fieles pasarnos de corazón a corazón la divina esperanza” (Ch. Péguy). A los hijos, es necesario darles una esperanza, antes incluso que un pan; a los estudiantes, es necesario saber darles una esperanza antes incluso que una doctrina; aun a los ancianos, es necesario darles una esperanza antes que una pensión. Porque para vivir podemos prescindir prácticamente de todo, pero no de la esperanza; cuando uno llega a no saber realmente nada más, a levantarse por la mañana sin esperar absolutamente nada, no vive más y se deja morir, lentamente o de golpe. Quien ha vivido de cerca alguno de estos casos, como consecuencia a veces de enfermedades, pero a menudo también del egoísmo que nos rodea, sabe que no hay nada más lastimoso en el mundo que estos casos.
Sabemos que la esperanza cristiana no es la única que se predica en la actualidad; están también las “esperanzas seculares” que tienen como horizonte no el futuro escatológico, sino el futuro del hombre en esta tierra. Las dos cosas no se excluyen mutuamente: si bien la esperanza secular excluye, en quien no cree, la esperanza cristiana, ésta no excluye nunca, en quien cree, una esperanza también secular. Por el contrario, cuando se la entiende rectamente, es su mejor garantía, porque se preocupa mucho más por no arruinar este mundo y esta vida aquél que sabe que también ellos son de Dios y también ellos esperan participar un día “en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (cf. Rom 8,21). La esperanza cristiana es una esperanza activa, llena de cosas para hacer durante la espera: velar, crecer en el amor hacia todos; por eso es un fermento y una sal también en este mundo. Por ende, no tenemos ninguna necesidad de erigir la esperanza cristiana sobre las ruinas de las esperanzas humanas; por el contrario, cultivando cada semilla de esperanza que nos rodea, pequeña o grande, ayudaremos, como cristianos a nuestros hermanos a descubrir la otra esperanza, la que no desilusiona porque está difundida en nuestro corazón junto con la caridad, a través del Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rom 5,5).
Terminemos con la oración con la que san Pablo concluía su carta a los Romanos: Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo (Rom. 15,13).
_________________________
BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la Basílica de Letrán (28-XI-1982)
– Consecuencia práctica de conocer a Dios
En la liturgia de hoy la Iglesia lee al profeta Jeremías. Las palabras del Profeta anuncian con antelación la venida.
“Mirad que días vienen –oráculo de Yahveh– en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo, y practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se la llamará: «Yahveh, justicia nuestra»” (Jer 33,14-16).
Cada año el adviento abre como un nuevo capítulo en el libro de la salvación que Dios escribe en la Iglesia. Escribe a través de la historia del hombre.
Hoy con la Iglesia comienza el Adviento, tiempo de espera confiada de la venida del Señor.
El Salmo de la liturgia de hoy dice: “A Ti, Señor, levanto mi alma” (Sal 24/25,1).
La elevación del alma se realiza por medio del conocimiento del Señor y de sus caminos. También de esto habla el salmista de la liturgia de hoy: “Señor, enséñame tus caminos,/ instrúyeme en tus sendas,/ haz que camine con lealtad,/ porque tú eres mi Dios y salvador” (Sal 24/25,4-5).
Como se ve, no se trata de un conocimiento abstracto, sino de un conocimiento que incide en la vida. El Salmista pide a Dios que le dé a “conocer sus caminos” y le enseña a andar por estos caminos. Este caminar debe hacerse “en la verdad” según las enseñanzas de Dios. Y esto pide el Salmista.
“Enséñame tus caminos” quiere decir enséñame a vivir de acuerdo con la voluntad de Dios.
– La bondad divina
Lo que es el corazón en el organismo eso es también el descubrimiento de la bondad de Dios en nuestro trabajo interior y en nuestra vida cristiana total. Escuchemos de nuevo al Salmista: “El Señor es bueno y recto,/ y enseña el camino a los pecadores;/ hace caminar a los humildes con rectitud,/ enseña su camino a los humildes” (Sal 24/25,8-9).
Que Dios es bueno se pone de manifiesto en el hecho de que Él nos ayuda a los hombres a actuar bien al indicarnos los caminos de la vida buena y digna.
Es su gracia precisamente la que hace que podamos, con toda nuestra debilidad, comportarnos bien e incluso a veces llegar a los umbrales de la santidad.
– Humildad para escuchar y oír
Aquí el Salmista reclama atención particular a la humildad; hay que ser humildes para aceptar las enseñanzas y mandamientos divinos, es necesario ser humildes para que la gracia divina pueda actuar en nosotros, transformarnos la vida y sacar frutos de bien.
A continuación proclama el Salmo de hoy: “Las sendas del Señor son misericordia y lealtad/ para los que guardan su alianza y sus mandamientos.../ El Señor se confía con sus fieles/ y les da a conocer su alianza” (Sal 24/25,10-14).
Estas Alianzas Nueva y Antigua se han revelado en la venida de Jesucristo y se han confirmado definitivamente con su cruz y resurrección. De este modo cada uno de nosotros es un “hombre nuevo” y todos constituimos el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.
De este modo cada uno de nosotros es un “hombre nuevo” y todos constituimos el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza.
San Pablo dirá a los Tesalonicenses en la liturgia de hoy: “En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros, para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, en la Venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos” (1 Tes 3,12).
Y añado esta petición del Apóstol: “Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús a que viváis como conviene que viváis para agradar a Dios, según aprendisteis de nosotros, y a que progreséis más” (1 Tes 4,1).
Y en las perspectivas de estas fiestas de Navidad que ya están alegrándonos el corazón, repetimos con el Evangelio de San Lucas: “Estad siempre despiertos pidiendo fuerza... y manteneos en pie ante el Hijo del hombre” (Lc 21,36).
***
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“¡Alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación!”. Estas palabras recogen el anhelo más hondamente sentido del corazón humano que palpa a diario tantos dramas y dolores, la desaparición de personas queridas y un día, también la nuestra.
No podemos vivir sin esperanza. Incluso quienes piensan que con la muerte acaba todo, también esperan en algo o en alguien. La misma expresión: “la vida es así y hay que tomarla tal como es”, que parece una aceptación estoica de lo inevitable, revela una protesta resignada contra el sometimiento de la libertad y la dignidad humana y la convicción de que las cosas no deberían ser así. La experiencia nos dice a todos, de un modo más o menos consciente, que somos un yo inteligente y libre, que tiene en sus manos las riendas de su vida y es responsable, que no es una cosa junto a otras muchas que componen el universo. Si, por lo demás, la naturaleza no conoce la extinción si no la transformación —no podemos hacer desaparecer nada de este mundo—, el hombre juzga rectamente cuando confía en la vida eterna. “La semilla de eternidad que en sí mismo lleva, y que es irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte” (GS, 18).
“¡Alzad la cabeza...!” La llegada de Jesucristo a la tierra es la única esperanza de escapar a la muerte. Él es el Salvador, quien nos libera del pecado y sus consecuencias, transformándonos en hombres nuevos si colaboramos con Él en vigilia permanente para que “no se nos embote la mente” con una vida disoluta que impida “mantenernos en pie ante el Hijo del hombre” cuando llegue en el último día.
La vigilancia del Adviento es una tarea existencial que pone en juego todas las virtudes cristianas, disponiéndonos convenientemente para la llegada del Señor. “Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino... En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles. No pensemos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperemos también la futura” (S. Cirilo de Jerusalén).
Quien no espera la salvación que viene de Jesucristo ve, a poco que reflexione, cómo su vida es “una pasión inútil” (Sartre) y la historia humana, “un cuento que no significa nada explicado por un idiota” (Shakespeare). Todo consistiría en nacer, crecer, comer, trabajar, amar y sufrir..., y, un día, morir. Los cristianos, sin embargo, aguardamos con esperanza la llegada del Salvador: “Alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«A Tí levanto mi alma»
I. LA PALABRA DE DIOS
Jr 33, 14-16: «Suscitará a David un vástago legítimo».
Sal 24: «A Tí, Señor, levanto mi alma».
1 Ts 3, 12-4, 2: «Que el señor os fortalezca interiormente para cuando Jesús vuelva».
Lc 21, 25-28. 34-36: «Se acerca vuestra liberación».
II. LA FE DE LA IGLESIA
«Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos» (668s).
«Cristo es el Señor del Cosmos y de toda la Historia» (668).
«Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la “última hora”. El final de la Historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable...» (670).
«El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo no está todavía acabado. Este reino aún es objeto de los ataques de poderes del mal, a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo...» (671).
III. TESTIMONIO CRISTIANO
«La Luz luce en las tinieblas. Las tinieblas son el error y la muerte... Abramos las puertas para que aquella Luz nos ilumine con sus rayos y siempre gocemos de la benignidad de Nuestro Señor Jesucristo». (S. Juan Crisóstomo, PG, 59, 57 ss).
«Nuestro Redentor y Señor anuncia los males que han de seguir a este mundo perecedero, a fin de que nos hallemos preparados...Nosotros, que sabemos cuáles son los gozos de la Patria Celestial, debemos ir cuanto antes a Ella y por el camino más corto... No queráis, pues, hermanos, amar lo que no ha de permanecer mucho» (S Gregorio Magno, PL. 76, 1077 ss).
IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA
A. Apunte bíblico-litúrgico
El anuncio profético de Jeremías se cumple en Jesucristo «retoño de David» (Ap 5,5), que ha dado al mundo la «justicia», es decir, la salvación. Los males, el miedo, la angustia, etc. afligen a los hombres a lo largo de su historia contingente (Evangelio) y evidencian la necesidad que tienen de ser liberados.
Con la plegaria del «pobre» y «pecador» nos dirigimos a Dios que nos salva (Salmo responsorial). A Dios pedimos, mientras caminamos hacia nuestra plena liberación, que nos conceda «crecer y abundar en el amor... portándonos de modo que agrademos a Dios» (Segunda lectura).
B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe:
Venida final de Jesucristo: 668-677.
La respuesta:
La vigilancia: 2612; 2849.
C. Otras sugerencias
Toda la Creación gime (Rom 8). Los hombres gemimos en ella. Los creyentes en Jesús nos sentimos estimulados en el primer Domingo de Adviento a transmitir al increyente y al alejado los caminos del Señor, que son «misericordia y lealtad». Es un aspecto de la «Nueva Evangelización», que tiene por núcleo la realidad de que Dios se hizo Enmanuel para salvarnos (cf CEE, Para que el mundo crea)
Desde el primer Domingo de Adviento ha de contemplarse la triple venida de Jesucristo Salvador: la histórica, la futura y la actual.
Necesitamos vigilar, disipar las sombras, para que el anuncio que transmitimos, se potencie con la luz y testimonio de nuestra vida.
Ha de salir, además, de nuestro corazón la plegaria «muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación».
___________________________
HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
En la espera del Señor
– Vigilantes ante la llegada del Mesías.
I. Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro con Cristo, acompañados por las buenas obras.
Quizá hayamos tenido la experiencia –decía R. Knox en un sermón sobre el Adviento– de lo que es caminar en la noche y arrastrar los pies durante kilómetros, alargando ávidamente la vista hacia una luz en la lejanía que representa de alguna forma el hogar. ¡Qué difícil resulta apreciar en plena oscuridad las distancias! Lo mismo puede haber un par de kilómetros hasta el lugar de nuestro destino, que unos pocos cientos de metros. En esa situación se encontraban los profetas cuando miraban hacia adelante, en espera de la redención de su pueblo. No podían decir, con una aproximación de cien años ni de quinientos, cuándo habría de venir el Mesías. Sólo sabían que en algún momento la estirpe de David retoñaría de nuevo, que en alguna época se encontraría una llave que abriría las puertas de la cárcel; que la luz que sólo se divisaba entonces como un punto débil en el horizonte se ensancharía al fin, hasta ser un día perfecto. El pueblo de Dios debía estar a la espera.
Esta misma actitud de expectación desea la Iglesia que tengamos sus hijos en todos los momentos de nuestra vida. Considera como una parte esencial de su misión hacer que sigamos mirando al futuro, aunque ya pronto va a cumplirse el segundo milenio de aquella primera Navidad, que la liturgia nos presenta inminente. Nos alienta a que caminemos con los pastores, en plena noche, vigilantes, dirigiendo nuestra mirada hacia aquella luz que sale de la gruta de Belén.
Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo.
Estad vigilantes, nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa. Despertad, nos repetirá San Pablo. Porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia.
Convocad a todo el mundo, anunciadlo a las naciones y decid: Mirada Dios nuestro Salvador, que llega. Anunciadlo y que se oiga; proclamadlo con fuerte voz. La Iglesia nos alerta con cuatro semanas de antelación para que nos preparemos a celebrar de nuevo la Navidad y, a la vez, para que, con el recuerdo de la primera venida de Dios hecho hombre al mundo, estemos atentos a esas otras venidas de Dios, al final de la vida de cada uno y al final de los tiempos. Por eso, el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza.
“Ven, Señor, y no tardes”. Preparemos el camino para el Señor que llegará pronto; y si advertimos que nuestra visión está nublada y no vemos con claridad esa luz que procede de Belén, de Jesús, es el momento de apartar los obstáculos. Es tiempo de hacer con especial finura el examen de conciencia y de mejorar en nuestra pureza interior para recibir a Dios. Es el momento de discernir qué cosas nos separan del Señor, y tirarlas lejos de nosotros. Para ello, este examen debe ir a las raíces mismas de nuestros actos, a los motivos que inspiran nuestras acciones.
– Principales enemigos de nuestra santidad: las tres concupiscencias. La Confesión, medio para preparar la Navidad.
II. Como en este tiempo queremos de verdad acercarnos más a Dios, examinaremos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. De una forma u otra, allí están los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida.
“La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...), no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
“El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...).
“Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos.
Puesto que el Señor viene a nosotros, hemos de prepararnos. Cuando llegue la Navidad, el Señor debe encontrarnos atentos y con el alma dispuesta; así debe hallarnos también en nuestro encuentro definitivo con Él. Necesitamos enderezar los caminos de nuestra vida, volvernos hacia ese Dios que viene a nosotros. Toda la existencia del hombre es una constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca; pero en el Adviento la Iglesia nos ayuda a pedir de una manera especial; Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad: enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.
Prepararemos este encuentro en el sacramento de la Penitencia. Cercana ya la Navidad de 1980, el Papa Juan Pablo II estuvo con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: ¿Cómo os preparáis para la Navidad? Con la oración, responden los chicos gritando. Bien, con la oración, les dice el Papa, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis? Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! Sí, debéis hacerlo, les dice Juan Pablo II. Y en voz más baja: El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios.
Así lo haremos también nosotros en las semanas que faltan para la Nochebuena, con más amor, con más contrición cada vez. Porque siempre podemos recibir con mejores disposiciones este sacramento de la misericordia divina, como consecuencia de examinar más a fondo nuestra alma.
– Vigilantes mediante la oración, la mortificación y el examen de conciencia.
III. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Estad sobre aviso, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el tiempo (...). Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, o a medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana. No sea que cuando viniere de repente, os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo a todos digo, velad.
Para mantener este estado de vigilia es necesario luchar, porque la tendencia de todo hombre es vivir con los ojos puestos en las cosas de la tierra. Especialmente en este tiempo de Adviento, no vamos a dejar que se ofusquen nuestros corazones con la glotonería y embriaguez y los cuidados de esta vida, y perder de vista así la dimensión sobrenatural que deben tener todos nuestros actos. San Pablo compara esta vigilia sobre nosotros a la guardia que hace el soldado bien armado que no se deja sorprender. “Este adversario enemigo nuestro por dondequiera que pueda procura dañar; y pues él no anda descuidado, no lo andemos nosotros”.
Estaremos alerta si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia, que nos haga ver los puntos en que nos estamos separando, casi sin darnos cuenta, de nuestro camino.
“Hermanos –nos dice San Bernardo–, a vosotros, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Meditad en ellos con suma atención. Profundizad en el sentido de este Adviento. Y, sobre todo, fijaos quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene; para qué, cuándo y por dónde viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta devoción este Adviento si no contuviera algún gran misterio”.
Salgamos con corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está para venir y no tardará, leemos en las antífonas de la liturgia.
Santa María, Esperanza nuestra, nos ayudará a mejorar en este tiempo de Adviento. Ella espera con gran recogimiento el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos se dirigen a Jesús, que nacerá en Belén. Junto a Ella nos será fácil disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre dispersos en otras cosas, que tienen poca o ninguna importancia ante Jesús.
____________________________
D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España) (www.evangeli.net)
Estad en vela orando en todo tiempo para que podáis estar en pie delante del Hijo del hombre
Hoy, justo al comenzar un nuevo año litúrgico, hacemos el propósito de renovar nuestra ilusión y nuestra lucha personal con vista a la santidad, propia y de todos. Nos invita a ello la propia Iglesia, recordándonos en el Evangelio de hoy la necesidad de estar siempre preparados, siempre “enamorados” del Señor: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida» (Lc 21,34).
Pero notemos un detalle que es importante entre enamorados: esta actitud de alerta —de preparación— no puede ser intermitente, sino que ha de ser permanente. Por esto, nos dice el Señor: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo» (Lc 21,36). ¡En todo tiempo!: ésta es la justa medida del amor. La fidelidad no se hace a base de un “ahora sí, ahora no”. Es, por tanto, muy conveniente que nuestro ritmo de piedad y de formación espiritual sea un ritmo habitual (día a día y semana a semana). Ojalá que cada jornada de nuestra vida la vivamos con mentalidad de estrenarnos; ojalá que cada mañana —al despertarnos— logremos decir: —Hoy vuelvo a nacer (¡gracias, Dios mío!); hoy vuelvo a recibir el Bautismo; hoy vuelvo a hacer la Primera Comunión; hoy me vuelvo a casar... Para perseverar con aire alegre hay que “re-estrenarse” y renovarse.
En esta vida no tenemos ciudad permanente. Llegará el día en que incluso «las fuerzas de los cielos serán sacudidas» (Lc 25,26). ¡Buen motivo para permanecer en estado de alerta! Pero, en este Adviento, la Iglesia añade un motivo muy bonito para nuestra gozosa preparación: ciertamente, un día los hombres «verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 25,27), pero ahora Dios llega a la tierra con mansedumbre y discreción; en forma de recién nacido, hasta el punto que «Cristo se vio envuelto en pañales dentro de un pesebre» (San Cirilo de Jerusalén). Sólo un espíritu atento descubre en este Niño la magnitud del amor de Dios y su salvación (cf. Sal 84,8).
___________________________
EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
La misión del sacerdote
«Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento» (Mc 13, 33).
Eso dice Jesús.
Y te lo dice a ti, sacerdote, y también te dice que tienes una gran responsabilidad.
Tú has sido llamado y elegido, y has sido enviado con una misión compartida con tu Señor: preparar a los hombres para cuando Él venga; para que tengan fe, y ese día sea de alegría y de paz, y no un día terrible.
Tu Señor te asegura que su misericordia estará presente en ese día, porque Él es la misericordia misma que quiere derramar a los hombres a través de tu ministerio sacerdotal. Es así, a través de ti, como se hace presente, resucitado y vivo, para ser Él mismo quien prepara a los hombres.
Tu Señor anuncia que va a venir por segunda vez, ya no para hacer un sacrificio, sino para recoger sus frutos. Y es a través de ti, sacerdote, que Él prepara a los hombres, ofreciendo su único y eterno sacrificio, como ofrenda agradable al Padre.
Tú eres, sacerdote, un don, un regalo, para que el hombre pueda llegar a Dios.
Y tú, sacerdote, ¿te das cuenta de la grandeza de tu misión?
¿Reconoces que tú eres Cristo vivo y resucitado, pero también signo de contradicción?
Que el rechazo, la persecución, el desprecio y la soledad no te hagan perder de vista esa gran responsabilidad, porque la indiferencia del mundo ante la grandeza de Dios destruye al sacerdote, y si el sacerdote no se alimenta de la Palabra, no la vive, y así el mismo sacerdote es el que permite esa indiferencia.
¿Eres consciente de para qué fuiste llamado?, ¿cuándo fuiste llamado?, ¿cómo fuiste llamado?
Reflexiona, sacerdote, y dale sentido a tu vida. Date cuenta de que eres responsable de los actos de las almas que se te han encomendado, y de que tienes el poder y las armas para dirigir esos actos hacia Dios. Esa es tu misión, sacerdote.
Pídele a tu Señor, que te ayude a predicar su palabra, y que puedas cumplirla también, que la pongas por obra, para ser ejemplo, para no ser causa de tu propia destrucción.
Que tengas verdaderamente fe, esperanza y amor; que contagies, sostengas, guíes, convenzas y enseñes a su pueblo.
Que seas consciente de que tienes en ti mismo la capacidad para hacer llegar a todos los hombres las catorce obras de misericordia, pero no te das cuenta. Y esa es tu misión: llevar a todos los rincones del mundo la misericordia de tu Señor derramada en la cruz.
Que tengas fe suficiente para expulsar a todos los demonios y para construir el Reino de los cielos en la tierra, porque esa es tu misión.
Haz oración, sacerdote, y medita todas estas cosas en tu corazón, porque cuando entiendas bien cuál es tu misión, le darás una gran satisfacción a tu Señor, porque amarás la cruz y lo dejarás todo cada día, para seguirlo, porque esa es tu misión.
Acude al auxilio de tu Madre, sacerdote, y pídele que te ayude a creer, para poder cumplir con tu misión, construyendo y preparando el Reino de los cielos, para que, cuando su Hijo venga, no encuentre su morada como en su nacimiento, en un pesebre pobre y escondido, sino un Reino rico en fe, en esperanza y en amor, esperando al Rey que vendrá con toda su majestad y esplendor.
(Espada de Dos Filos 1, n. 1)
(Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com)
_______________________
NUESTRAS REDES SOCIALES:
+52 1 81 1600 7552
La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Espada de Dos Filos
-
Lacompaniademaria
lacompaniademaria01@gmail.com
espada.de.dos.filos12@gmail.com
La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes