Domingo 2 de Adviento (Ciclo A)


Domingo II de Adviento (ciclo A)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN JUAN CRISOSTÓMO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2016
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Pbro. Walter Hugo PERELLÓ (Rafaela, Argentina) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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DEL MISAL MENSUAL

UNA CONVERSIÓN EXIGENTE

Is 11, 1-10; Rom 15, 4-9; Mt 3, 1-12

La predicación profética de Juan Bautista caló hondo en la vida de Israel. El pueblo llevaba cerca de un siglo viviendo bajo la ocupación romana. El sumo sacerdote y el perfecto romano mantenían una estrecha cooperación que terminaba por perjudicar a la gente común. Ese arreglo perverso equivalía a negar la soberanía de Dios en medio de Israel. Si los hijos de Israel pretendían ser hijos de Dios eso imponía cumplir unas exigencias éticas. No basta con subir al templo, para entonar himnos y presentar ofrendas, es indispensable darle a cada israelita el trato respetuoso que amerita una relación fraternal. Quienes acogieran el mensaje del profeta, confesarían sus pecados al momento de recibir el bautismo, como un compromiso libre y voluntario de conversión. La simulación y el engaño no tenían cabida. Juan les exige vivir ese ritual de conversión de forma transparente.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Is 30, 19. 30

Pueblo de Sión, mira que el Señor va a venir para salvar a todas las naciones y dejará oír la majestad de su voz para alegría de tu corazón.

ORACIÓN COLECTA

Dios omnipotente y misericordioso, haz que ninguna ocupación terrena sirva de obstáculo a quienes van presurosos al encuentro de tu Hijo, antes bien, que el aprendizaje de la sabiduría celestial, nos lleve a gozar de su presencia. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

Les hará justicia a los pobres.

Del libro del profeta Isaías: 11, 1-10

En aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz. Sobre él se posará el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de piedad y temor de Dios.

No juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas; defenderá con justicia al desamparado y con equidad dará sentencia al pobre; herirá al violento con el látigo de su boca, con el soplo de sus labios matará al impío. Será la justicia su ceñidor, la fidelidad apretará su cintura.

Habitará el lobo con el cordero, la pantera se echará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos y un muchachito los apacentará. La vaca pastará con la osa y sus crías vivirán juntas. El león comerá paja con el buey.

El niño jugará sobre el agujero de la víbora; la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo, porque así como las aguas colman el mar, así está lleno el país de la ciencia del Señor. Aquel día la raíz de Jesé se alzará como bandera de los pueblos, la buscarán todas las naciones y será gloriosa su morada.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Del salmo 71, 1-2. 7-8.12-13.17.

R/. Ven, Señor, rey de justicia y de paz.

Comunica, Señor, al rey tu juicio, y tu justicia al que es hijo de reyes; así tu siervo saldrá en defensa de tus pobres y regirá a tu pueblo justamente. R/.

Florecerá en sus días la justicia y reinará la paz, era tras era. De mar a mar se extenderá su reino y de un extremo al otro de la tierra. R/.

Al débil librará del poderoso y ayudará al que reencuentra sin amparo; se apiadará del desvalido y pobre y salvará la vida al desdichado. R/.

Que bendigan al Señor eternamente, y tanto como el sol, viva su nombre. Que él sea la bendición del mundo entero y lo aclamen dichoso las naciones. R/.

SEGUNDA LECTURA

Cristo salvó a todos los hombres.

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 15, 4-9

Hermanos: Todo lo que en el pasado ha sido escrito en los libros santos, se escribió para instrucción nuestra, a fin de que, por la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza.

Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, les conceda a ustedes vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al espíritu de Cristo Jesús, para que, con un solo corazón y una sola voz alaben a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Por lo tanto, acójanse los unos a los otros como Cristo los acogió a ustedes, para gloria de Dios. Quiero decir con esto, que Cristo se puso al servicio del pueblo judío, para demostrar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas y que por su misericordia los paganos alaban a Dios, según aquello que dice la Escritura: Por eso te alabaré y cantaré himnos a tu nombre. 

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Le 3, 4. 6

R/. Aleluya, aleluya.

Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los hombres verán al Salvador. R/.

EVANGELIO

Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos.

+ Del santo Evangelio según san Mateo: 3, 1-12

En aquel tiempo, comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto de Judea, diciendo: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos”. Juan es aquel de quien el profeta Isaías hablaba, cuando dijo: Una voz clama en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.

Juan usaba una túnica de pelo de camello, ceñida con un cinturón de cuero, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre. Acudían a oírlo los habitantes de Jerusalén, de toda Judea y de toda la región cercana al Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el río.

Al ver que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: “Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión y no se hagan ilusiones pensando que tienen por padre a Abraham, porque yo les aseguro que hasta de estas piedras puede Dios sacar hijos de Abraham. Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego.

Yo los bautizo con agua, en señal de que ustedes se han convertido; pero el que viene después de mí, es más fuerte que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. El los bautizará en el Espíritu Santo y su fuego. Él tiene el bieldo en su mano para separar el trigo de la paja. Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”. 

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que te sean agradables, Señor, nuestras humildes súplicas y ofrendas, y puesto que no tenemos merecimientos en qué apoyarnos, socórranos el poderoso auxilio de tu benevolencia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Bar 5, 5; 4, 36

Levántate, Jerusalén, sube a lo alto, para que contemples la alegría que te viene de Dios.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Saciados por el alimento que nutre nuestro espíritu, te rogamos, Señor, que, por nuestra participación en estos misterios, nos enseñes a valorar sabiamente las cosas de la tierra y a poner nuestro corazón en las del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

El vástago de la cepa de Jesé (Is 11,1-10)

Primera lectura

Este pasaje es considerado el tercer oráculo del Enmanuel. Tiene dos secciones. La primera (vv. 1-5) anuncia al vástago que saldrá de la cepa de Jesé, el padre de David, en un futuro. La segunda (vv. 6-9) presenta los frutos de su reinado con las imágenes de la paz mesiánica, esto es, la restauración del estado de justicia original de la creación.

En la primera parte se anuncia con solemnidad la llegada al trono de un nuevo rey, nacido de la misma estirpe de David; humilde como indica la imagen del tronco talado, pero con la vitalidad de un retoño tierno. Se refiere al rey venidero («saldrá») y no al monarca reinante. El nuevo rey gozará de cualidades excepcionales para gobernar gracias al Espíritu del Señor que vendrá sobre él. El Espíritu divino es una fuerza interior, un don concedido por Dios a los personajes más notables de la historia de la salvación para cumplir una misión arriesgada y difícil: a Moisés (cfr Nm 11,17), a los jueces (cfr Jc 3,10; 6,34), a David (1 S 16,13). El nuevo descendiente de David regirá al pueblo no con el despotismo de los monarcas de la época sino con el dinamismo carismático que le viene de Dios. Las cualidades o dones del Espíritu son seis, enumerados de dos en dos: la sabiduría e inteligencia se refieren a la destreza y prudencia para no errar en el juicio, a ejemplo de Salomón (cfr 1 R 5,26); el consejo y fortaleza son propias del buen estratega como David; el conocimiento y el temor de Dios son de orden religioso para que el rey no olvide que representa a Dios en el pueblo.

La segunda parte describe, de manera bella y expresiva, la paz mesiánica que conseguirá este nuevo «vástago». El panorama que se presenta es la restauración del paraíso en la armonía de que gozaba al inicio de la creación, y que fue rota por el pecado. La violencia desaparecerá incluso entre los animales irracionales. En contraste con el intento soberbio de los hombres de querer «ser como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5), entonces recibirán como un don divino el llenarse del «conocimiento del Señor» (v. 9). El «niño» que por dos veces se menciona (vv. 6.8) no tiene que ver directamente con el rey-niño del oráculo recogido en el cap. 9 (9,5) ni con el Enmanuel (7,14). Sin embargo, en lo íntimo del profeta probablemente tenían muchos puntos de contacto, como queda de manifiesto por la referencia a la función de gobierno, que se refleja en la misión de guiar (v. 6).

La imagen del «vástago» de estirpe real que hará posible la paz en la tierra ha sido interpretada en la tradición cristiana como cumplida en Jesucristo. Santo Tomás de Aquino, que entiende que aquí se habla de Cristo como el que lleva a cabo la restauración del género humano, señala: «Primero se habla del “restaurador”, Cristo, en cuanto a su nacimiento (v. 1); luego en cuanto a su santidad (vv. 2-9) y finalmente en cuanto a su dignidad (v. 10)» (Expositio super Isaiam 11). Y Juan Pablo II comenta: «Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé / y un retoño de sus raíces brotará. / Reposará sobre él el espíritu del Señor: / espíritu de sabiduría e inteligencia, / espíritu de consejo y fortaleza, / espíritu de ciencia y de temor del Señor. / Y le inspirará en el temor del Señor” (Is 11,1-3). Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de “espíritu”, entendido ante todo como “aliento carismático” y el “Espíritu” como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David (“del tronco de Jesé”) es precisamente aquella persona sobre la que “se posará” el Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza» (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 15).

En el contexto de lectura cristiana que descubre en estas palabras una alusión a la actuación del Espíritu Santo en las almas, se entiende que se haya prestado especial atención a los «espíritus» que reposan de modo estable sobre el Mesías, y que son «dones» estables a través de los cuales actúa el Espíritu Santo. Éstos son seis según el texto hebreo, al que sigue la Neovulgata. La traducción griega de los Setenta y la Vulgata desdoblaron el don de temor en dos: «el don de piedad» y el de temor de Dios. Por eso, la catequesis y la teología hablan de siete: «Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cfr Is 11,1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1831).

La paciencia y consolación de las Escrituras (Rm 15,4-9)

Segunda lectura

La enseñanza es clara: se trata de vivir la caridad con los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr Flp 2,5-8), hasta amar a los demás como los ama Él (cfr Jn 13,34-35; 15,12-13; 1 Jn 3,15; 4,11; Ef 5,1-2), sin excluir a nadie: Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo para poder servirnos, porque sólo en esa misma dirección se abren los afanes que merecen la pena. El amor busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 236).

Predicación de Juan el Bautista (Mt 3,1-12)

Evangelio

Juan el Bautista está en la línea de algunos profetas del Antiguo Testamento; de modo especial, recuerda a Elías (cfr 2 R 1,8; 2,8-13ss.). La cita de Is 40,3 señala cuál es la misión profética de Juan: primero, preparar al pueblo judío para recibir el Reino de Dios; segundo, dar testimonio de que Jesús es el Mesías que trae dicho Reino. En la enseñanza del Bautista (vv. 8-12), el evangelista subraya sutilmente que el mensaje de Juan es idéntico al de Jesús: en la inminencia de la venida del reino (v. 2; cfr 4,17), y en la denuncia de la actitud de los fariseos y saduceos (v. 7; cfr 12,34; 23,33), que son como un árbol estéril (v. 10; cfr 7,19). Éste es el primer ejemplo de la catequesis cristiana, que trasmite la verdad que vino a enseñarnos Jesucristo.

El Bautista proclama la inminente llegada del Reino de los Cielos (v. 1), que es una manera de referirse al Reino de Dios. La fórmula «Reino de Dios» expresa la intervención soberana y misericordiosa de Dios en la vida de su pueblo. El plan primitivo de la creación fue quebrantado por la rebelión del pecado del hombre. Para su restablecimiento fue necesaria una nueva intervención de Dios que se realiza por la obra redentora de Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios. Esta intervención fue precedida por una serie de etapas preliminares que constituyen la historia salvífica del Antiguo Testamento. Jesucristo hace presente el Reino de Dios cuya inminencia anuncia Juan el Bautista. Pero Jesús instaura un Reino de Dios de dimensión espiritual, sin los coloridos nacionalistas que los judíos de su tiempo habían concebido. La salvación no está asegurada por ser descendientes de Abrahán según la carne, sino que requiere una conversión personal que se traduzca en obras de una vida santa de cara a Dios: «Convertíos» (v. 2), «dad, por tanto, un fruto digno de penitencia» (v. 8), un «buen fruto» (v. 10). La etapa nueva del reino de Dios que trae consigo la obra redentora de Cristo exige un cambio radical en la conducta humana (cfr 9,17; Mc 2,22; Lc 5,37-39).

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SAN JUAN CRISOSTÓMO (www.iveargentina.org)

En aquellos días vino Juan, el Bautista, predicando en el desierto de Judea y diciendo: Arrepentíos, porque está cerca el reino de Dios (Mt 3, 1ss).

QUÉ SIGNIFICA LA EXPRESIÓN “EN AQUELLOS DÍAS”

1. ¿En qué días aquellos? Porque Juan no aparece cuando Jesús era niño y volvió a Nazaret, sino después de treinta años, como atestigua Lucas. ¿Cómo dice, pues, Mateo: En aquellos días? —Es costumbre constante de la Escritura usar este giro no sólo cuando cuenta lo que acontece en tiempos sucesivos, sino lo que está separado por intervalo de muchos años. Así por ejemplo, estando Jesús sentado sobre el monte de los olivos, se le acercaron sus discípulos a preguntarle sobre el tiempo de su advenimiento y la ruina de Jerusalén. Bien sabéis el intervalo que hay entre uno y otro acontecimiento. Pues bien, habiéndoles hablado de la ruina de la ciudad y no teniendo más que decirles sobre ello, pasa al tema de la consumación del mundo con esta expresión: Entonces sucederá también esto. La palabra “entonces” no une un tiempo con otro, sino aquí indica sólo aquel en que había de suceder lo que Cristo predijo. Lo mismo hace aquí el evangelista al decir: En aquellos días. No quiere con ello indicar los días que siguieron a lo ya narrado, sino aquellos sencillamente en que iba a suceder lo que ahora se dispone a contarnos.

POR QUÉ JESÚS SE BAUTIZA A LOS TREINTA AÑOS

—Más ¿por qué razón —me diréis— fue Jesús a bautizarse a los treinta años? —La razón es porque después de este bautismo quería derogar la Ley. Por eso espera hasta esta edad, en que caben todos los pecados, y la cumple íntegra hasta entonces, no fuera que dijera alguno que la derogaba por no ser capaz de cumplirla. Y es que no todas las pasiones nos atacan a la misma edad. En la primera predomina la imprudencia, y la timidez, en la siguiente nos acomete el ansia del placer, luego la codicia de las riquezas. Cuando Jesús, pues, hubo pasado por toda aquella edad con la más estricta observancia de la Ley, se presentó a ser bautizado, poniendo así la corona al cumplimiento de los otros preceptos legales. Porque que éste fuera un acto de cumplimiento legal, oye cómo lo dice Él mismo: Así nos conviene a nosotros cumplir toda justicia. Que es como si dijera: “Hemos cumplido todas las prescripciones legales, no hemos traspasado mandato alguno. Sólo nos falta este del bautismo, añadámoslo a los otros y habremos así cumplido toda la justicia. “Justicia” llama aquí al cumplimiento de todos los preceptos legales. De aquí resulta evidente que tal es la razón por que fue Cristo a bautizarse.

POR QUÉ INSTITUYÓ JUAN SU BAUTISMO

Mas ¿por qué motivo se le ocurrió a Juan este bautismo? Porque que el hijo de Zacarías no fue a bautizar por su propio impulso, sino porque Dios le movió a ello, Lucas nos lo pone de manifiesto cuando dice: Palabra del Señor vino sobre él. Es decir, mandamiento. Y el mismo Juan dice: El que me envió a bautizar en agua, Él me dijo: Sobre quien vieres que baja el Espíritu en forma de paloma, ése es el que bautiza en Espíritu Santo. ¿Por qué razón, pues, fue Juan enviado a bautizar? Nuevamente es el mismo Juan Bautista quien nos lo pone de manifiesto, diciendo: Yo no le conocía: más para que Él fuera manifestado a Israel, he venido yo a bautizar en agua. Más, si ésta fue la única causa, ¿cómo dice Lucas: Vino a la región del Jordán, predicando un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados? Sin embargo, el bautismo de Juan no perdonaba los pecados. Éste era privilegio del bautismo que después había de darse, porque sólo en éste fuimos sepultados juntamente con Cristo, sólo en éste fue concrucificado nuestro hombre viejo. En ninguna parte aparece remisión de los pecados antes de la cruz; a su sangre se atribuye siempre esta gracia. Así, Pablo dice: Pero fuisteis lavados, pero fuisteis santificados, no por el bautismo de Juan, sino en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios. Y en otra parte dice: Juan predicó el bautismo de penitencia. No dice de perdón, para que creyeran en el que venía después de él. Cuando aún no se había ofrecido el sacrificio, ni había descendido el Espíritu Santo, ni se había destruido el pecado, ni quitado la enemistad, ni anulado la maldición, ¿cómo podía darse remisión de los pecados?

QUÉ SIGNIFICA “PARA LA REMISIÓN DE LOS PECADOS”

2. ¿Qué quiere, pues, decir: Para la remisión de los pecados? Los judíos eran unos insensatos y jamás se daban cuenta de sus pecados, sino que, siendo reos de los más graves crímenes, se justificaban en todo a sí mismos. Que fue lo que señaladamente los perdió y apartó de la fe. Esto les echaba Pablo en cara cuando decía: Ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la suya propia, no se han sometido a la justicia de Dios. Y antes había dicho: ¿Qué decir, pues? Que las naciones que no seguían la justicia, alcanzaron la justicia; Israel, empero, que seguía la ley de la justicia, no llegó a la ley de la justicia. ¿Por qué? porque no la siguió por la fe, sino por las obras. Ahora bien, como ésta era la causa de todos los males, viene Juan, y su misión no es otra que obligarlos a pensar en sus propios pecados. Por lo menos, eso indicaba su figura misma, que era toda de arrepentimiento y confesión; eso también su predicación. Ninguna otra cosa, en efecto, decía sino: Haced frutos dignos del arrepentimiento. Como quiera, pues, que el no condenar sus propios pecados, como bien claro lo dijo Pablo, los hizo alejarse de Cristo, y el reconocerlos lleva al hombre al deseo de buscar al Redentor y a desear el perdón; a prepararlos para eso vino Juan, a persuadirlos al arrepentimiento vino; no para que fueran castigados, sino que, hechos más humildes por el arrepentimiento y condenándose a sí mismos, corrieran a alcanzar el perdón. Mira, si no, con qué precisión lo dice el evangelista. Habiendo dicho: Vino Juan predicando el bautismo en el desierto de la Judea, añadió: Para la remisión de los pecados. Como si Juan mismo nos dijera: “Yo los exhortaba a confesar y arrepentirse de sus pecados, no para que fueran condenados, sino para que, confesados y arrepentidos, alcanzaran más fácilmente el perdón. Porque, si no se hubieran condenado a sí mismos, no hubieran ni pedido siquiera la gracia del perdón, y, no buscando el perdón, tampoco lo hubieran alcanzado”. En conclusión: este bautismo era una preparación del camino hacia Cristo. De ahí las palabras de Pablo: para que todos creyeran en el que venía después de él; palabras en que, aparte la dicha, se da otra razón del bautismo de Juan.

EL BAUTISMO DE JUAN LLEVABA A CRISTO

No era efectivamente lo mismo andar de casa en casa llevando a Cristo de la mano y decir: “Creed en éste”, que levantar aquella bienaventurada voz en presencia y a la vista de toda la muchedumbre y cumplir todo lo demás que Juan hizo por Él. Ésta es la causa por que Cristo acude al bautismo de Juan. Y era así que la reputación del Bautista y el motivo del rito arrastraba y llamaba a la ciudad entera hacia las orillas del Jordán, y allí se formaba teatro inmenso. Por eso, cuando allá se presentan, Juan los reprende, les exhorta a no forjarse altas ilusiones sobre sí mismos; pues, de no arrepentirse, eran reos de los más graves crímenes; que dejen en paz a sus antepasados y no blasonen tanto de ellos, y reciban, en cambio, al que venía. A la verdad, la vida de Cristo estaba por entonces como en la penumbra y hasta muchos se imaginaban que había muerto entre la matanza general de Belén. Porque, si es cierto que a los doce años tuvo una aparición, fue para quedar otra vez rápidamente en la sombra. Por eso necesitaba ahora de una brillante introducción en escena, de un comienzo más alto que el de su infancia. De ahí que Juan predica ahora por vez primera lo que jamás habían oído los judíos ni de boca de sus profetas ni de otro alguno. Juan pregona con voz clara el reino de los cielos, y ya no se habla para nada de la tierra. Por reino de los cielos hay que entender el advenimiento de Cristo, tanto el primero como el segundo. — ¿A qué le vas con eso a los judíos, que ni te entienden lo que dices? Podría objetarle alguno. —Justamente les hablo así —contesta Juan—porque la misma obscuridad de mis palabras los despierte y vayan a buscar a quien yo les predico. Lo cierto es que de tal modo levantó las esperanzas de sus oyentes, que hasta los soldados y alcabaleros le iban a preguntar qué tenían que hacer y cómo tenían que gobernar su vida. Señal de que se desprendían ya de las cosas mundanas, de que miraban otras más altas y que presentían lo que iba a venir. Todo, en efecto, lo que veían y oían, era para levantarlos a pensar altamente.

JUAN BAUTISTA Y LA PROFECÍA DE ISAÍAS

3. Considerad, si no, la impresión que había de producir contemplar a un hombre de treinta años que venía del desierto, hijo que era de un sumo sacerdote, que jamás necesitó de nada humano, que en todo su porte infundía respeto y que llevaba consigo al profeta Isaías. El profeta, en efecto, estaba también allí pregonando a voces: “Éste es el que yo dije que había de venir gritando, y que con clara voz había de predicarlo todo por el desierto”. Y es así que era tal el empeño de los profetas por las cosas de nuestra salvación, que no se contentaron con anunciar con mucha anticipación al Señor que nos venía a salvar, sino al mismo que le había de servir; y no sólo le nombran a él, sino que señalan el lugar en que había de morar, la manera cómo al venir había de predicar y enseñar y el bien que de su predicación resultaría. Mirad, si no, cómo el profeta y el Bautista vienen a parar a los mismos pensamientos, aunque se valen de distintas palabras. El profeta había dicho que Juan vendría diciendo:

Preparad el camino del Señor, haced derechas sus sendas. Y Juan, de hecho, venido, dijo: Haced frutos dignos del arrepentimiento. Lo que vale tanto como: Preparad el camino del Señor. ¿Veis cómo por lo que había dicho el profeta y por lo que él mismo predicó, resultaba evidente que Juan sólo vino para ir delante preparando el camino, pero no para dar la gracia, es decir, el perdón de los pecados? No, su misión era preparar de antemano las almas para que recibieran al Dios del universo. Lucas es aún más explícito, pues no se contentó con citar el comienzo de la profecía, sino que la transcribió íntegra: Todo barranco será terraplenado y todo monte y collado será abajado. Y lo torcido será camino recto, y lo áspero senda llana. Y verá toda carne la salvación de Dios. Ya veis cómo el profeta lo dijo todo anticipadamente: el concurso del pueblo, el mejoramiento de las cosas, la facilidad de la predicación, la causa de todos esos acontecimientos, si bien todo lo puso figuradamente, pues ése es el estilo de la profecía. En efecto, cuando dice: Todo barranco será terraplenado y todo monte y collado será abajado, y los caminos ásperos serán senda llana, nos da a entender que los humildes serán exaltados, y los soberbios humillados, y la dificultad de la ley se cambiará en la facilidad de la fe. “Basta ya —viene a decir— de sudores y trabajos; gracia más bien y perdón de los pecados, que nos dará grande facilidad para nuestra salvación”. Luego nos da la causa de todo esto, diciendo: Y verá toda carne la salvación de Dios. No ya no sólo los judíos y sus prosélitos, sino toda la tierra y el mar y toda la humana naturaleza. Porque por “lo torcido” el profeta quiso significar toda vida humana corrompida: alcabaleros, rameras, ladrones, magos; todos los cuales, extraviados antes, entraron luego por la senda derecha. El Señor mismo lo dijo: Los alcabaleros y rameras se os adelantan en el reino de Dios, porque creyeron. Lo mismo indicó el profeta por otras palabras, diciendo: Entonces pacerán juntos lobos y corderos. Y, efectivamente, como en un pasaje por los barrancos y collados significa la diferencia de costumbres que había de fundirse en la igualdad de una sola filosofía; así, en éste, por estos contrarios animales, indica igualmente los varios caracteres de los hombres que habían de unirse en la armonía única de la religión. Y también aquí da la razón: porque habrá –dice− quien se levante a imperar sobre las naciones y en El esperarán los pueblos. Lo mismo que había dicho antes: Y verá toda carne la salvación de Dios. Y en uno y otro pasaje se nos manifiesta que la virtud y conocimiento del Evangelio se extendería hasta los últimos confines de la tierra, cambiando la fiereza y dureza de las costumbres del género humano en la mayor mansedumbre y blandura.

LA FIGURA DE JUAN BAUTISTA, COMPARADA CON LOS ANTIGUOS FILÓSOFOS

Ahora bien, Juan llevaba un vestido de pelos de camello, y un cinturón de piel sobre sus lomos.

Ya veis cómo unas cosas las predijeron los profetas; pero otras las dejaron que las contaran los evangelistas. Así, Mateo, por una parte, cita las profecías, y por otra añade lo suyo por su cuenta. Y aquí no tuvo por cosa secundaria decirnos cómo vestía este santo.

4. Realmente, tenía que ser maravilloso y sorprendente lo que más atraía a los judíos. Ellos veían en Juan al gran Elías, y lo que tenían entonces ante sus ojos les traía a la memoria a aquel santo de tiempos pretéritos y hasta les admiraba más éste que el otro. Porque Elías al cabo vivía en las ciudades bajo techo; pero Juan desde la cuna se había pasado la vida entera en el desierto. Y es que, como precursor de quien tantas cosas antiguas venía a destruir: el trabajo, la maldición, la tristeza, el sudor, tenía que llevar en sí mismo algunas señales de este don divino y estar por encima de la maldición primera del paraíso. Así, Juan, ni aró la tierra, ni abrió surcos en ella, ni comió el pan con el sudor de su frente. La mesa la tenía siempre puesta; aún era más fácil que su mesa su vestido, y más que su vestido su casa, y es que no necesitaba ni de techo, ni de lecho, ni de mesa, ni de nada semejante, sino que llevaba, en carne humana, una especie de vida de ángel. Por ello llevaba también un manto de pelos, enseñando por sola su figura a apartarse de las cosas humanas y a no tener nada de común con la tierra, sino volver a aquella primera nobleza en que se hallara Adán antes de que necesitara de mantos y vestidos. De esta manera, la figura misma de Juan era un símbolo del reino de Dios y de la penitencia. Y no me digas: ¿De dónde le vino a un morador del desierto aquel manto y ceñidor? Porque, si eso te ofrece dificultad, muchas otras cosas pueden igualmente ofrecértela: ¿Cómo pudo vivir en el desierto durante los inviernos y en la canícula, sobre todo con un cuerpo delicado y en tan temprana edad? ¿Cómo pudo resistir la carne de un niño tamaña variedad de temperaturas y un cambio tan absoluto de mesa y todas las otras molestias de la vida del desierto? ¿Dónde están ahora los filósofos griegos, que sin razón ni motivo profesaron la desvergüenza cínica? ¿Qué razón, en efecto, había para encerrarse primero en un tonel y entregarse luego a las mayores impudencias? ¿Dónde los otros que se rodeaban de anillos, copas, criados y criadas y de todo otro linaje de fausto, pasando de un extremo a otro? No así Juan. el habitaba el desierto como si estuviera en el cielo, dando muestra de la más alta filosofía; y del desierto bajó, como un ángel del cielo, a las ciudades, atleta de la piedad, campeón de toda la tierra, filósofo de una filosofía digna del cielo. Y todo esto sucedía cuando aún no se había destruido el pecado, ni abolido la ley, ni encadenado la muerte, ni quebrantado las puertas de bronce, sino cuando aún vigía la antigua manera de vida. Tal es un alma generosa y vigilante. Esa alma salta siempre delante y pasa más allá de la meta que se le señala. Tal hará Pablo ya en la nueva alianza.

POR QUÉ VA CEÑIDO JUAN

—Mas ¿por qué —me diréis— usaba Juan de ceñidor del vestido? —Esa era la costumbre de los antiguos antes de introducirse la moda blanda y afeminada actual. Así por lo menos aparece ceñido Pedro, e igualmente Pablo: Al hombre —dice el texto sagrado— cuyo es este ceñidor... Así vestía Elías, así cada uno de aquellos antiguos santos, no sólo porque estaban en actividad continua, ora de camino, ora en otra cualquiera obra necesaria; sino también porque pisoteaban todo ornato de sus personas y se abrazaban con todo género de asperezas. Éste fue uno de los mayores motivos de la alabanza que Cristo tributó a Juan cuando dijo: ¿Qué salisteis a ver en el desierto: A un hombre vestido de ropas delicadas? Los que llevan ropas delicadas moran en los palacios de los reyes.

5. Pues si tan áspera vida llevaba Juan Bautista —él tan puro, más brillante que el cielo, el más grande de los profetas, el mayor de los nacidos de mujer—; si él, que tan grande confianza podía tener, hasta tal extremo despreciaba toda molicie y se abrazaba con una vida tan dura, ¿qué excusa tendremos nosotros, que, después de recibir tan grande beneficio, cargados como vamos de incontables pecados, no imitamos ni una mínima parte de su penitencia? ¡Nosotros, que andamos borrachos y ahítos y oliendo a perfumes; que apenas si nos diferenciamos en cosa de esas mujeres perdidas del teatro; que por todas partes nos enmollecemos, y nos hacemos así presa fácil del demonio!

LA PREDICACIÓN DE JUAN BAUTISTA

Entonces salió hacia él toda la Judea y Jerusalén y toda la región del Jordán, y se hacían bautizar por él en el río, confesando sus pecados. ¿Ves la fuerza que tuvo el advenimiento del profeta, cómo levantó en vilo al pueblo entero, cómo les hizo pensar en sus pecados? A la verdad, cosa de maravilla era ver a un simple hombre que tales muestras daba de sí, con qué libertad y gracia, en fin, irradiaba de su mismo rostro. Hubo también de contribuir a la impresión que apareciera un profeta después de tanto tiempo. Faltaba, en efecto, entre ellos el carisma profético, y volvía ahora después de siglos. La forma misma de su predicación era nueva y sorprendente. No oían de Juan lo que estaban acostumbrados a oír de los profetas: guerras, y batallas y victorias de acá abajo, hambres y pestes, babilonios y persas, toma de la ciudad y cosas por el estilo. Juan hablaba sólo de los cielos, y del reino de los cielos, y de los castigos del infierno. Por eso, no obstante hacer tan poco que habían sido pasados a cuchillo todos los que se habían retirado al desierto a las órdenes de Judas y Teudas, no es la gente menos diligente en acudir allí a la llamada de Juan. Bien es cierto que tampoco los llamaba con los mismos fines: la tiranía, la sedición y la revolución. Él quería sólo guiarlos hacia el reino de arriba. De ahí que tampoco los retenía consigo en el desierto: los bautizaba, les daba las enseñanzas de una divina filosofía y los despedía. Y cifra de su enseñanza era siempre despreciar las cosas de la tierra y levantarse y apresurarse en cada momento por las venideras.

EXHORTACIÓN A LA PENITENCIA. EL JUICIO ESTÁ CERCA

Imitemos también nosotros a Juan, apartémonos de la disolución y la embriaguez, convirtámonos a una vida recogida. He aquí venido el tiempo de la confesión o penitencia tanto para los catecúmenos como para los bautizados; para los unos, a fin de que por la penitencia se hagan dignos de los divinos misterios; para los otros, a fin de que, lavadas las manchas contraídas después del bautismo, se acerquen con limpia conciencia, a la mesa sagrada. Apartémonos, pues, de esa vida muelle y disoluta: Porque no, no son compatibles la confesión y la disolución. Bien nos lo puede enseñar Juan con su vestido, con su alimento, con su vivienda: —Pues qué —me diréis—. ¿Es que nos mandas ese rigor de vida? —No os lo mando, sólo os lo aconsejo, sólo os exhorto a ello. Y si ello es para vosotros imposible, haced penitencia aun siguiendo en las ciudades. El último juicio está llamando a las puertas. Y, si está aún lejos, no por ello puede nadie estar confiado. El fin de la vida de cada uno equivale al fin del mundo para quien es llamado a dar cuenta a Dios. Más que está realmente llamando a la puerta, oye a Pablo, que dice: La noche ha pasado y el día está cercano. Y otra vez: El que ha de venir vendrá, y no tardara. Realmente los signos que han de llamar, como quien dice, a este día ya se han cumplido: Se predicará —dice el Señor— este Evangelio del reino en todo el mundo para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin.

6. Atended con cuidado a lo que dijo el Señor. No dijo: Cuando el Evangelio haya sido creído por todos los hombres, sino: Cuando haya sido predicado en todo el mundo. Por eso dijo también: Para testimonio de las naciones, con lo que nos da a entender que no ha de esperar, para venir, a que todos abracen la fe, para testimonio, en efecto, vale tanto como para acusación, para prueba, para condenación de los que no hubieren creído.

DESPERTEMOS DEL SUEÑO DEL PECADO: CUÁL ES LA VERDADERA PENITENCIA

Mas nosotros, no obstante oír y ver estas cosas, seguimos durmiendo y viendo sueños, como cargados de embriaguez en la noche más profunda. Y es así que las cosas presentes, buenas o malas, no se diferencian nada de los sueños. Por eso, yo os exhorto a que os despertéis ya y levantéis los ojos al sol de justicia. Nadie que duerma puede contemplar al sol ni recrear sus ojos con la belleza de sus rayos. Todo lo que ve lo ve como entre sueños. Necesitamos, pues, de mucha penitencia y de muchas lágrimas, primero porque pecamos sin remordimiento; segundo, porque nuestros pecados son tan grandes, que no merecerían perdón. Y que no miento, testigos muchos de los que me están oyendo. Sin embargo, aunque no merecerían perdón, arrepintámonos y seremos coronados. Y notad que llamo arrepentirse, no sólo al apartarse del mal pasado, sino —lo que es mejor— practicar en adelante el bien. Haced —dice Juan— frutos dignos del arrepentimiento. ¿Cómo los haremos? Practicando acciones contrarias a las del pecado. ¿Has robado lo ajeno? Da ahora hasta lo tuyo. ¿Has vivido largo tiempo deshonestamente? Abstente ahora, en determinados días, hasta de tu propia mujer. Practica la continencia. ¿Has insultado, has tal vez herido o golpeado a los que pasaban a tu lado? Bendice ahora a los que te insulten a ti, haz bien a los que te hieran. No basta para nuestra salud que nos arranquemos el dardo; hay que aplicar también a la herida los convenientes remedios. ¿Te has dado a la gula y a la embriaguez el tiempo pasado? Ayuna y bebe ahora agua. Atiende a extirpar el daño que de ahí te ha venido. ¿Miraste con ojos intemperantes la belleza ajena? No mires ya en absoluto a mujer alguna, y así estarás más seguro. Apártate de lo malo—dice el profeta—y haz el bien. Y otra vez: Cese tu lengua en el mal y tus labios no pronuncien engaño. Pues dinos qué bien es ése: Busca la paz y persíguela; la paz, digo, no sólo con los hombres, sino con Dios. Y dijo bien el salmista: Persíguela. Porque la paz ha sido arrojada, ha sido desterrada, y, dejando la tierra, se ha marchado al cielo. De allí, sin embargo, podemos, si queremos, hacerla volver nuevamente. Basta que echemos de nosotros la soberbia y arrogancia y cuanto a la paz se opone y nos abracemos con la vida sobria y humilde. Nada hay peor que la ira y la audacia. Ésta es la que hace a los hombres a par soberbios y viles; por lo uno nos convierte en seres ridículos; por lo otro, en hombres odiosos. Son dos contrarios males los que lleva consigo: la altanería y la adulación. Más, si nosotros cortamos todo exceso de la pasión, seremos humildes con perfección y elevados con seguridad. En nuestros cuerpos, de los excesos se originan las destemplanzas, y, cuando los elementos traspasan sus propios términos y llegan a la desmesura, vienen las enfermedades sin número y las Muertes desastradas. Lo mismo es fácil ver que acontece en nuestras almas.

EXHORTACIÓN A LA ORACIÓN; PROVECHO DE LA TENTACIÓN

7. Cortemos, pues, toda desmesura y, bebiendo el saludable remedio de la moderación, permanezcamos en la conveniente templanza y démonos con todo fervor a la oración. Si no recibimos lo que pedimos, perseveremos hasta recibir; y, si recibimos, no nos apartemos después de recibir. No es que Dios quiera diferir sus dones, sino con la propia dilación nos enseña a perseverar a su lado. Si dilata oírnos y hasta permite muchas veces que seamos tentados, es porque quiere que nos refugiemos en él y, después de refugiados, no le abandonemos. Así hacen padres y madres, todo amor y ternura que son para con sus hijos: cuando los ven que se apartan de su lado para irse a jugar con los de su edad, hacen que sus esclavos les representen cosas de espanto, y así les obligan por el miedo a que se refugien en el seno materno. Así Dios nos amenaza muchas veces, no para cumplir sus amenazas, sino para atraernos a sí. Y luego, apenas hemos vuelto a al, disipa todo nuestro miedo. Si fuéramos los mismos en las tentaciones que en tiempo de calma, ni necesidad había de tentación. Mas ¿qué digo nosotros? Los santos mismos sacaron de ellas grandes enseñanzas. De ahí que dijera el profeta: Bueno es para mí que me hayas humillado. Y el Señor mismo decía a los apóstoles: En el mundo tendréis tribulación. Y Pablo da a entender lo mismo cuando dice: Me fue dado un aguijón para mi carne, un ángel de Satanás, a fin de que me abofetee. De ahí que, aunque se lo suplicó el Señor, no logró verse libre de la tentación por el mucho provecho que de ella le venía. Si repasamos la vida entera de David, hallaremos que fue en los peligros donde más brilló él y todos los a él semejantes. Así, Job en la prueba fue donde más resplandeció; así José, así Jacob, así el padre de Jacob y su abuelo; y todos, en fin, cuantos alguna vez brillaron y se ciñeron espléndidas coronas, a la tribulación, a las tentaciones, se las debieron y en ellas fueron proclamados vencedores.

EXHORTACIÓN FINAL: ACEPTEMOS LO QUE DIOS NOS ENVÍA

Sabiendo muy bien todo esto, conforme a la palabra del Sabio: No nos apresuremos en el tiempo de invasión, atengámonos a esta sola enseñanza: sufrirlo todo generosamente y no preocuparnos ni curiosamente inquirir sobre lo que nos acontece. Porque saber cuándo hayan de terminar nuestras tribulaciones, cosa es que pertenece a Dios, que permite que nos vengan; pero soportarlas con todo hacimiento de gracias, toca ya a nuestro reconocimiento. Si así lo hacemos, se nos seguirán toda suerte de bienes, pues porque esos bienes se sigan y aumentemos acá nuestros merecimientos y sea allá más espléndida nuestra gloria, aceptemos cuanto el Señor nos envíe, dándole por todo gracias, pues Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y Él nos ama más ardientemente que nuestros padres. Repitiéndonos como una canción estos dos pensamientos en cada una de nuestras tribulaciones, reprimamos la tristeza y demos gloria a Aquel que todo lo hace y todo lo ordena para nuestro bien. De esta manera desharemos todas las asechanzas del enemigo y alcanzaremos las coronas inmarcesibles, que a todos os deseo por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, con el cual, en unión del Espíritu Santo, sea al Padre gloria y poder y honor, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), Homilía 10, 1-7, BAC Madrid 1955, 179-96)

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FRANCISCO – Ángelus 2016

Convertirnos cada día

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este segundo domingo de Adviento resuena la invitación de Juan Bautista: «¡Convertíos porque el reino de los cielos está cerca!» (Mt 3,2). Con estas palabras Jesús dará inicio a su misión en Galilea (cfr Mt 4,17); y tal será también el anuncio que deberán llevar los discípulos en su primera experiencia misionera (cfr Mt 10,7). El evangelista Mateo quiere así presentar a Juan como el que prepara el camino al Cristo que viene, y los discípulos como los continuadores de la predicación de Jesús. Se trata del mismo anuncio alegre: ¡viene el reino de Dios, es más, está cerca, está en medio de nosotros! Esta palabra es muy importante: «el reino de Dios está en medio de vosotros», dice Jesús. Y Juan anuncia esto que Jesús luego dirá: «El reino de Dios ha venido, ha llegado, está en medio de vosotros». Este es el mensaje central de toda misión cristiana. Cuando un misionero va, un cristiano va a anunciar a Jesús, no va a hacer proselitismo como si fuera un hincha que busca más seguidores para su equipo. No, va simplemente a anunciar: «¡El reino de Dios está en medio de vosotros!». Y así el misionero prepara el camino a Jesús, que encuentra a su pueblo.

¿Pero qué es este reino de Dios, reino de los cielos? Son sinónimos. Nosotros pensamos enseguida en algo que se refiere al más allá: la vida eterna. Cierto, esto es verdad, el reino de Dios se extenderá sin fin más allá de la vida terrena, pero la buena noticia que Jesús nos trae —y que Juan anticipa— es que el reino de Dios no tenemos que esperarlo en el futuro: se ha acercado, de alguna manera está ya presente y podemos experimentar desde ahora el poder espiritual. Dios viene a establecer su señorío en la historia, en nuestra vida de cada día; y allí donde esta viene acogida con fe y humildad brotan el amor, la alegría y la paz.

La condición para entrar a formar parte de este reino es cumplir un cambio en nuestra vida, es decir, convertirnos. Convertirnos cada día, un paso adelante cada día. Se trata de dejar los caminos, cómodos pero engañosos, de los ídolos de este mundo: el éxito a toda costa, el poder a costa de los más débiles, la sed de riquezas, el placer a cualquier precio. Y de abrir sin embargo el camino al Señor que viene: Él no nos quita nuestra libertad, sino que nos da la verdadera felicidad. Con el nacimiento de Jesús en Belén, es Dios mismo que viene a habitar en medio de nosotros para librarnos del egoísmo, del pecado y de la corrupción, de estas estas actitudes que son del diablo: buscar éxito a toda costa, el poder a costa de los más débiles, tener sed de riquezas y buscar el placer a cualquier precio.

La Navidad es un día de gran alegría también exterior, pero es sobre todo un evento religioso por lo que es necesaria una preparación espiritual. En este tiempo de Adviento, dejémonos guiar por la exhortación del Bautista: “Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos” (v. 3).

Nosotros preparamos el camino del Señor y allanamos sus senderos cuando examinamos nuestra conciencia, cuando escrutamos nuestras actitudes, cuando con sinceridad y confianza confesamos nuestros pecados en el sacramento de la penitencia. En este sacramento experimentamos en nuestro corazón la cercanía del reino de Dios y su salvación.

La salvación de Dios es trabajo de un amor más grande que nuestro pecado; solamente el amor de Dios puede cancelar el pecado y liberar del mal, y solamente el amor de Dios puede orientarnos sobre el camino del bien. Que la Virgen María nos ayude a prepararnos al encuentro con este Amor cada vez más grande que en la noche de Navidad se ha hecho pequeño pequeño, como una semilla caída en la tierra, la semilla del reino de Dios.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2007 y 2010

Ángelus 2007

Seremos juzgados según nuestra semejanza o desemejanza con el Niño

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer, solemnidad de la Inmaculada Concepción, la liturgia nos invitó a dirigir la mirada a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, Estrella de esperanza para todo hombre. Hoy, segundo domingo de Adviento, nos presenta la figura austera del Precursor, que el evangelista san Mateo introduce así: «Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”» (Mt 3, 1-2). Tenía la misión de preparar y allanar el sendero al Mesías, exhortando al pueblo de Israel a arrepentirse de sus pecados y corregir toda injusticia. Con palabras exigentes, Juan Bautista anunciaba el juicio inminente: «El árbol que no da fruto será talado y echado al fuego» (Mt 3, 10). Sobre todo ponía en guardia contra la hipocresía de quien se sentía seguro por el mero hecho de pertenecer al pueblo elegido: ante Dios —decía— nadie tiene títulos para enorgullecerse, sino que debe dar “frutos dignos de conversión” (Mt 3, 8).

Mientras prosigue el camino del Adviento, mientras nos preparamos para celebrar el Nacimiento de Cristo, resuena en nuestras comunidades esta exhortación de Juan Bautista a la conversión. Es una invitación apremiante a abrir el corazón y acoger al Hijo de Dios que viene a nosotros para manifestar el juicio divino. El Padre —escribe el evangelista san Juan— no juzga a nadie, sino que ha dado al Hijo el poder de juzgar, porque es Hijo del hombre (cf. Jn 5, 22. 27). Hoy, en el presente, es cuando se juega nuestro destino futuro; con el comportamiento concreto que tenemos en esta vida decidimos nuestro destino eterno. En el ocaso de nuestros días en la tierra, en el momento de la muerte, seremos juzgados según nuestra semejanza o desemejanza con el Niño que está a punto de nacer en la pobre cueva de Belén, puesto que él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad.

El Padre celestial, que en el nacimiento de su Hijo unigénito nos manifestó su amor misericordioso, nos llama a seguir sus pasos convirtiendo, como él, nuestra existencia en un don de amor. Y los frutos del amor son los «frutos dignos de conversión» a los que hacía referencia san Juan Bautista cuando, con palabras tajantes, se dirigía a los fariseos y a los saduceos que acudían entre la multitud a su bautismo.

Mediante el Evangelio, Juan Bautista sigue hablando a lo largo de los siglos a todas las generaciones. Sus palabras claras y duras resultan muy saludables para nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, en el que, por desgracia, también el modo de vivir y percibir la Navidad muy a menudo sufre las consecuencias de una mentalidad materialista. La “voz” del gran profeta nos pide que preparemos el camino del Señor que viene, en los desiertos de hoy, desiertos exteriores e interiores, sedientos del agua viva que es Cristo.

Que la Virgen María nos guíe a una auténtica conversión del corazón, a fin de que podamos realizar las opciones necesarias para sintonizar nuestra mentalidad con el Evangelio.

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Ángelus 2010

La fe se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL 141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel –según otra profecía de Isaías– sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).

En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto –como nos recuerda el apóstol Pablo– fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).

Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (id, p. 14). “El Redentor –añade– viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (id, p. 15).

A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

II y III domingo de Adviento

87. En los tres ciclos, los textos evangélicos del II y III domingo de Adviento, están dominados por la figura de san Juan Bautista. No sólo, el Bautista es, también con frecuencia, el protagonista de los pasajes evangélicos del Leccionario ferial en las semanas que siguen a estos domingos. Además, todos los pasajes evangélicos de los días 19, 21, 23 y 24 de diciembre atienden a los acontecimientos que circundan el nacimiento de Juan. Por último, la celebración del Bautismo de Jesús por mano de Juan cierra todo el ciclo de la Navidad. Todo lo que aquí se dice tiene como finalidad ayudar al homileta en todas las ocasiones en las que el texto bíblico evidencia la figura de Juan Bautista.

88. Orígenes, teólogo maestro del siglo III, ha constatado un esquema que expresa un gran misterio: independientemente del tiempo de su Venida, Jesús ha sido precedido, en aquella Venida, por Juan Bautista (Homilía sobre Lucas, IV, 6). De suyo, ha sucedido que desde el seno materno, Juan saltó para anunciar la presencia del Señor. En el desierto, junto al Jordán, la predicación de Juan anunció a Aquél que tenía que venir después de él. Cuando lo bautizó en el Jordán, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma visible y una voz desde el cielo lo proclamaba el Hijo amado del Padre. La muerte de Juan fue interpretada por Jesús como la señal para dirigirse resolutivamente hacia Jerusalén, donde sabía que le esperaba la muerte. Juan es el último y el más grande de todos los profetas; tras él, llega y actúa para nuestra salvación Aquél que fue preanunciado por todos los profetas.

89. El Verbo divino, que en un tiempo se hizo carne en Palestina, llega a todas las generaciones de creyentes cristianos. Juan precedió la venida de Jesús en la historia y también precede su venida entre nosotros. En la comunión de los santos, Juan está presente en nuestras asambleas de estos días, nos anuncia al que está por venir y nos exhorta al arrepentimiento. Por esto, todos los días en Laudes, la Iglesia recita el Cántico que Zacarías, el padre de Juan, entonó en su nacimiento: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77).

90. El homileta debería asegurarse que el pueblo cristiano, como componente de la preparación a la doble venida del Señor, escuche las invitaciones constantes de Juan al arrepentimiento, manifestadas de modo particular en los Evangelios del II y III domingo de Adviento. Pero no oímos la voz de Juan sólo en los pasajes del Evangelio; las voces de todos los profetas de Israel se concentran en la suya. «Él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo» (Mt 11,14). Se podría también decir, al respecto de todas las primeras lecturas en los ciclos de estos domingos, que él es Isaías, Baruc y Sofonías. Todos los oráculos proféticos proclamados en la asamblea litúrgica de este tiempo son para la Iglesia un eco de la voz de Juan que prepara, aquí y ahora, el camino al Señor. Estamos preparados para la Venida del Hijo del Hombre en la gloria y majestad del último día. Estamos preparados para la Fiesta de la Navidad de este año.

91. Por ejemplo, cada asamblea en la que vienen proclamadas las Escrituras es la «Jerusalén» del texto del profeta Baruc (II domingo C): «Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da». Este es un profeta que nos invita a una preparación precisa y nos llama a la conversión: «Envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua». En la Iglesia vivirá el Verbo hecho carne, por esta razón a ella van dirigidas las palabras: «Ponte en pie Jerusalén, sube a la altura, mira hacia Oriente y contempla a tus hijos, reunidos de Oriente a Occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque Dios se acuerda de ti».

92. En estos domingos se leen diversas profecías mesiánicas clásicas de Isaías. «Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz» (Is 11,1; II domingo A). El anuncio se cumple en el Nacimiento de Jesús. Otro año: «Una voz grita: “En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”» (Is 40,3; II domingo B). Los cuatro evangelistas reconocen el cumplimiento de estas palabras en la predicación de Juan en el desierto. En el mismo Isaías se lee: «Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos – ha hablado la boca del Señor –» (Is 40,5). Esto se dice del último día. Esto se dice de la Fiesta de Navidad.

93. Es impresionante cómo en las diversas ocasiones en las que Juan Bautista aparece en el Evangelio se repite con frecuencia el núcleo de su mensaje sobre Jesús: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8; II domingo B). El Bautismo de Jesús en el Espíritu Santo es la conexión directa entre los textos a los que nos hemos referido hasta ahora y el centro hacia el que este Directorio atrae la atención, es decir, el Misterio Pascual, que se ha cumplido en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre todos los que creen en Cristo. El Misterio Pascual viene preparado por la Venida del Hijo Unigénito engendrado en la carne y sus infinitas riquezas serán posteriormente desveladas en el último día. Del niño nacido en un establo y del que vendrá sobre las nubes, Isaías dice: «Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is 11,2; II domingo A); y también, recurriendo a las palabras que el mismo Jesús declarará cumplidas en sí mismo: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren» (Is 61,1; III domingo B. Cf. Lc 4,16-21).

94. El Leccionario del tiempo de Adviento es, de hecho, un conjunto de textos del Antiguo Testamento que convencen y que, de modo misterioso, encuentran su cumplimiento en la Venida del Hijo de Dios en la carne. Como siempre, el homileta puede recurrir a la poesía de los profetas para describir a los cristianos aquellos misterios en los que ellos mismos son introducidos a través de las Celebraciones Litúrgicas. Cristo viene continuamente y las dimensiones de su venida son múltiples. Ha venido. Volverá de nuevo en gloria. Viene en Navidad. Viene ya ahora, en cada Eucaristía celebrada a lo largo del Adviento. A todas estas dimensiones se les puede aplicar la fuerza poética de los profetas: «Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is 35,4; III domingo A). «No temas Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva» (Sof 3,16-17; III domingo C). «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen» (Is 40,1-2; II domingo B).

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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Los profetas y la espera del Mesías

II. LOS MISTERIOS DE LA INFANCIA Y DE LA VIDA OCULTA DE JESUS

Los preparativos

522. La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la “Primera Alianza” (Hb 9,15), todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.

La espera del Mesías y de su Espíritu

711. “He aquí que yo lo renuevo” (Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres (cf. So 2, 3), que aguardan en la esperanza la “consolación de Israel” y “la redención de Jerusalén” (cf. Lc 2, 25. 38).

Ya se ha dicho cómo Jesús cumple las profecías que a él se refieren. A continuación se describen aquellas en que aparece sobre todo la relación del Mesías y de su Espíritu.

712. Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel (cf. Is 6, 12) (“cuando Isaías tuvo la visión de la Gloria” de Cristo: Jn 12, 41), en particular en Is 11, 1-2:

Saldrá un vástago del tronco de Jesé,

y un retoño de sus raíces brotará.

Reposará sobre él el Espíritu del Señor:

espíritu de sabiduría e inteligencia,

espíritu de consejo y de fortaleza,

espíritu de ciencia y temor del Señor.

713. Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; cf. Mt 12, 18-21; Jn 1, 32-34; después Is 49, 1-6; cf. Mt 3, 17; Lc 2, 32, y en fin Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra “condición de esclavos” (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.

714. Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2):

El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque me ha ungido.

Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva,

a proclamar la liberación a los cautivos

y la vista a los ciegos,

para dar la libertad a los oprimidos

y proclamar un año de gracia del Señor.

715. Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del “amor y de la fidelidad” (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31, 31-34; y Jl 3, 1-5, cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21).Según estas promesas, en los “últimos tiempos”, el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.

716. El Pueblo de los “pobres” (cf. So 2, 3; Sal 22, 27; 34, 3; Is 49, 13; 61, 1; etc.), los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor “un pueblo bien dispuesto” (cf. Lc 1, 17).

722. El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese “llena de gracia” la madre de Aquél en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la “Hija de Sión”: “Alégrate” (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, es la acción de gracias de todo el Pueblo de Dios, y por tanto de la Iglesia, esa acción de gracias que ella eleva en su cántico al Padre en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55).

La misión de Juan Bautista

523. San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).

IV. EL ESPIRITU DE CRISTO EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Juan, Precursor, Profeta y Bautista

717. “Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan. (Jn 1, 6). Juan fue “lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre” (Lc 1, 15. 41) por obra del mismo Cristo que la Virgen María acababa de concebir del Espíritu Santo. La “visitación” de María a Isabel se convirtió así en “visita de Dios a su pueblo” (Lc 1, 68).

718. Juan es “Elías que debe venir” (Mt 17, 10-13): El fuego del Espíritu lo habita y le hace correr delante [como “precursor”] del Señor que viene. En Juan el Precursor, el Espíritu Santo culmina la obra de “preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17).

719. Juan es “más que un profeta” (Lc 7, 26). En él, el Espíritu Santo consuma el “hablar por los profetas”. Juan termina el ciclo de los profetas inaugurado por Elías (cf. Mt 11, 13-14). Anuncia la inminencia de la consolación de Israel, es la “voz” del Consolador que llega (Jn 1, 23; cf. Is 40, 1-3). Como lo hará el Espíritu de Verdad, “vino como testigo para dar testimonio de la luz” (Jn 1, 7; cf. Jn 15, 26; 5, 33). Con respecto a Juan, el Espíritu colma así las “indagaciones de los profetas” y la ansiedad de los ángeles (1 P 1, 10-12): “Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo... Y yo lo he visto y doy testimonio de que este es el Hijo de Dios... He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 33-36).

720. En fin, con Juan Bautista, el Espíritu Santo, inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la “semejanza” divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 5).

La conversión de los bautizados

1427. Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428. Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

1429. De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: “¡Arrepiéntete!” (Ap 2,5.16).

S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, “existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia” (Ep. 41,12).

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

En sus días abundará la paz

Escuchemos algunas palabras, sacadas todas ellas, excepto una, de las lecturas de este domingo:

«Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos».

«Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Isaías 2,4).

«Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eterna mente» (Salmo 72, 7).

Si la palabra de Dios quería chocar y escandalizamos lo ha con seguido. Puesta en comparación con las imágenes de la guerra, que estamos acostumbrados a tener ante la vista, estas palabras suenan como una especie de ironía amarga. ¿Qué paz? El Mesías ha venido; pero, ¿dónde está que «abunde o florezca» la paz y la justicia? El mundo continúa, por el contrario, conociendo guerras con una regularidad impresionante. Guerras y, de nuevo, guerras después: mundiales o locales, nacionales o tribales, externas o las así llamadas «civiles».

Por lo demás, la guerra no es para muchos un «tema» a tratar; es más bien un recuerdo todavía vivo. Sé por experiencia, qué quiere decir ver pasar la guerra sobre las propias cabezas. Durante la última guerra, el valle donde yo he nacido se encontró tomado en medio de dos fuegos durante algunas semanas: por una parte, los aliados, que se levantaban cada día en vuelo con sus cazas y descendían en picado para ametrallar sobre nuestras cabezas; por otra, los alemanes, que respondían desde las colinas opuestas. Incertidumbre de vida, pan que faltaba... Sé, asimismo, por contraste, qué significa la palabra paz. Vuelvo a ver con mi recuerdo a la gente, que aquel ocho de septiembre, habiendo oído la noticia por la radio, volvían por las carreteras abrazándose con lágrimas en los ojos y gritando: «¡Armisticio, armisticio!»

En un poema suyo, Charles Péguy nos presenta a Juana de Arco, quien, en tiempo de la «guerra de los Cien años» entre Francia e Inglaterra, después de haber recitado el Padre Nuestro, comenta amargamente: «Padre nuestro, que estás en los cielos, ¡cómo está lejos tu reino para poder llegar! ¡Cómo está lejana tu voluntad para ser realizada! ¡Cómo estamos lejos de tener nuestro pan de cada día!» Y nosotros añadimos: «¡Cómo está lejos tu paz de la abundancia!»

El Mesías ha venido; pero, las espadas no se han cambiado en rejas, ni las lanzas en podaderas. O, mejor, las espadas han sido cambiadas, pero en fusiles ametralladores y no en rejas; las lanzas han sido cambiadas, pero en misiles, no en hoces o podaderas. Éste es uno de los motivos por los que el pueblo hebreo aún no cree que Jesús sea el Mesías: porque no ve confirmadas las profecías mesiánicas, que él interpreta en sentido literal, y en particular la profecía de la paz.

¿Qué podemos decir al respecto? Ante todo, quisiera evitar la impresión de que, hablando en nombre de la fe, tenga uno para esto sobre todo una respuesta pronta y fácil. También, para problemas como éste.

Partamos del Evangelio. Cuando Jesús nace, los ángeles cantan: «Paz en la tierra a los hombres, que ama el Señor» (Lucas 2, 14). El verbo que se sobreentiende no es que «haya» sino que «hay». No se trata, en otras palabras, de un augurio o un deseo sino de un hecho. La paz está o ha venido sobre la tierra. Jesús mismo dice: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Juan 14,27).

¿Qué deducimos de todo esto? Que existe otra clase de paz. Que la paz no se agota con la simple ausencia de guerra o con un equilibrio de fuerzas contrastantes. Más bien, esto sería una «guerra fría», como justamente hemos aprendido a llamada en años recientes.

Paz, ante todo, es armonía, plenitud, seguridad de vida. «Fruto de la justicia», la llama la Biblia (cfr. Amós 6,12; Santiago 3,19); «tranquilidad del orden», la define san Agustín: del orden entre nosotros y Dios, entre nosotros y el prójimo, entre una clase social y la otra, entre la razón y los instintos dentro de cada uno de nosotros. La paz es «fruto del Espíritu» (cfr. Gálatas 5,22). La paz, concluye la Escritura, es Cristo mismo: «Él es nuestra paz» (Efesios 2,14). En la palabra paz hay infinitamente más de lo que los hombres han imaginado nunca. Paz es la «plenitud de los bienes mesiánicos» (cfr. Romanos 15,29; Juan 1,16); pero, es igualmente la suma de los bienes a los que aspira el hombre, creyente o no. Si se preguntase a la gente: «¿qué es lo que buscas sobre todo en la vida?» estoy seguro que muchísimos responderían: «¡La paz!»

Porque Jesús dice: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Juan 14,27). ¿Cómo da el mundo la paz? En Asia Menor se ha encontrado una inscripción, en la que el emperador Augusto hacía un elenco de sus empresas. Habla, además, de la pax Romana o paz romana establecida por él en el mundo y la define parta victoriis pax, esto es, una paz parida o conseguida mediante sucesivas victorias. Por lo tanto, en esta paz, como en todas las puramente humanas, hay vencidos y vencedores. Del mismo modo, Jesús nos ha procurado la paz con una victoria; pero, ¿qué victoria? «Por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad» (cfr. Efesios 2,16). Ha destruido la enemistad, no al enemigo, la ha destruido en sí mismo, no en los demás; a sus expensas, no a expensas de los demás. Sobre la cruz Jesús es «vencedor porque es víctima» (victor quia victima).

La paz en verdad ha «abundado» gracias a él y no se detallan las personas que asimismo han hecho y hacen hoy la experiencia de que «la paz de Dios... supera toda inteligencia» (Filipenses 4, 7). Ellas están dispuestas a confirmar la verdad del célebre verso de Dante Alghieri: «En su voluntad está nuestra paz».

La profecía de Isaías, por lo tanto, se ha confirmado; pero, en un plano superior, espiritual y universal. No a favor de un solo pueblo sino de todos los pueblos. A partir de Jesús, la paz, si no es una realidad de hecho y generalizada, es sin embargo al menos una «posibilidad» real ofrecida a todos «los hombres de buena voluntad» (Lucas 2,14). La de Jesús es una paz, que el mundo no puede dar, y por ello ni siquiera impedir.

Sé ya la objeción, que nace en quien me está escuchando. Pero, ¿para qué nos sirve esta paz si no se elimina la guerra? De este modo, ¿no hay peligro de reducir la paz a un hecho totalmente íntimo y privado, irrelevante para la historia y para la vida humana? La paz o es «política», esto es, de toda la polis, el estado, o no la hay.

Precisamente aquí es donde yo creo que la fe tiene algo que decirnos. Esta paz del corazón o interior es la única que puede favorecer también la otra paz, la exterior. Antes al contrario, es hasta su condición y su raíz. «¿De dónde proceden las guerras y contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestros deseos de placeres que luchan en vuestros miembros?», escribe Santiago (4, 1). Pensándolo bien, todas las guerras nacen del corazón del hombre y con frecuencia del corazón de unos hombres bien determinados. Aquí están los verdaderos «hogares de la guerra». Millones de gotas de agua sucia no harán nunca limpio a un océano; así, millones de hombres sin paz en su corazón no harán nunca a una humanidad en paz. El destino de la paz se decide en el corazón del hombre.

A pesar de todo, no nos hagamos ilusiones. La paz total, interna y externa, es una meta «escatológica», esto es, final: existirá sólo cuando se inaugurarán los «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Pedro 3,13). Mientras tanto, la receta verdadera de la paz está contenida en una palabra, que se lee en el Evangelio de hoy:

«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos... Dad, el fruto que pide la conversión».

Es necesario un cambio radical del corazón. Convertirse a la paz. La paz verdadera se obtiene, sí, «aportando victorias», corno decía César Augusto; pero, victorias sobre sí mismo, no sobre los demás. La paz no se hace corno la guerra. Para hacer la guerra son necesarios largos preparativos, formar grandes ejércitos, predisponer estrategias y, después, moverse compactos hacia el ataque. ¡Ay de quien quisiera comenzar por lo primero, solo y desunidos!: sería elegida una segura derrota. La paz se forja exactamente al contrario: cada uno, comenzando de inmediato, los primeros, incluso uno solo.

Yo no puedo crear por mí solo la paz en aquella parte del mundo donde existe actualmente la guerra; sin embargo, puedo hacerla llegar a mi casa. No puedo poner paz entre las tribus, que se combaten entre sí en África; puedo, sin embargo, realizarla entre mi hermano y yo; tú puedes efectuarla entre tu mujer y tú o, respectivamente, entre tu marido y tú; entre tú y tu cuñada; tu suegra y tu nuera; entre tú y tu colega de trabajo... ¿Qué derecho tengo yo de enfadarme al ver lo que sucede en ciertos pueblos en guerra, cuando en el mío pequeño, en mi casa, me comporto corno ellos y obedezco a la misma lógica de dominio y de imposición tiránica de mi voluntad? ¡Las peleas! ¿Qué son las peleas sino pequeñas guerras «civiles» o domésticas?

¡Es tan hermoso hacer gestos de paz y de reconciliación! Jesús ha dicho: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5,9). ¿Por qué no comenzar nosotros a transformar de inmediato las espadas en arados y las lanzas en podaderas? Esto es, las palabras duras, cortantes, en palabras de comprensión, de perdón; los puños cerrados y amenazadores en manos que se tienden y se estrechan o en un abrazo de reconciliación. Sornas ya tan infelices: ¿qué necesidad tenemos de hacernos la vida aún más dura los unos y los otros?

«Hombres, ¡paz!

¡Sobre la sumisa tierra

es demasiado el misterio!»

Es uno de los versos más bellos de nuestro Pascoli (cito frecuentemente a los poetas, no ciertamente para hacer literatura, sino porque son los que, a veces, nos ayudan mejor a tornar el sentido de las cosas).

De mí, de cada uno de nosotros, depende si esta misma tarde va a comenzar a realizarse algo de la profecía, que hemos escuchado: «Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente» (Salmo 72, 7). Me permito sugerir una oración, atribuida a san Francisco, el santo por excelencia de la paz:

«Señor, haz de mí

un instrumento de tu paz.

Donde hay odio, que yo lleve paz.

Donde hay ofensa, que yo lleve perdón.

Donde hay discordia,

que yo lleve unión».

Sí, Señor, ¡haz de todos nosotros un instrumento de tu paz!

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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes

Llamados a ser profetas

«El Señor llama a la conversión. Él envía a sus profetas a anunciar la Buena Nueva, a preparar sus caminos, porque el Reino de los cielos está cerca.

El Señor envió a Juan el Bautista a anunciar la venida del Hijo de Dios, para que estuvieran preparados para recibirlo, para recibir de Él el Bautismo con el Espíritu Santo, y librarlos de la opresión del pecado original, perdonando todos sus pecados, para darle los bienes eternos a quien decida seguirlo.

Pero el mundo no lo recibió. Su vida, en una cruz, por todos los hombres dio. Los perdonó, los redimió, con su muerte los justificó y, derramando su misericordia, les dio los medios para que se conviertan y se salven, acudiendo a los sacramentos y transmitiendo su mensaje de generación en generación.

Y a todos los que reciben su mensaje y su misericordia los llama como profetas, para que anuncien la Buena Nueva al mundo entero, a través de la evangelización de todos los pueblos, invitándolos a la conversión, llamando su atención hacia la mirada del Crucificado, para que sepan que a todos y a cada uno los ama Dios; tanto, que les ha dado a su único Hijo para salvarlos.

Acepta tú el llamado a ser profeta del Señor. Abraza la fe y convierte tu corazón. Déjate llenar de su amor y de su misericordia y, con docilidad, déjate guiar por el Espíritu Santo, para que tengas el valor de abrir tu boca y gritar con fuerte voz: ¡rectifiquen sus caminos!, porque el Hijo de Dios, que ha muerto en la cruz y ha resucitado para darle vida al mundo, está a la puerta y llama».

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

Rectitud de intención

Vamos avanzando en el Adviento, y en este segundo domingo nos propone la Iglesia la enseñanza de Jesús a un grupo integrado en su mayor parte por fariseos y saduceos, que se tenían por cumplidores habituales de la ley, aunque según interpretaciones distintas. El Señor critica su conducta, que parecía ya consolidada, y el reproche puede ser de actualidad y dirigido a un grupo como el que nosotros formamos. Nosotros también podríamos decir que ya somos cristianos, que ya rezamos, que cumplimos con lo prescrito... –tantas cosas más podríamos decir para justificarnos–, tratando de mostrar que, por nuestra condición, ya hacemos lo suficiente para ser considerados buenos.

En este Adviento, tiempo de preparación personal porque viene Dios –en cierto sentido– más especialmente, procuramos examinar nuestra vida, no sea que necesite ser de algún modo corregida aunque tengamos habitualmente la impresión de ser buenos, de haber sido –de siempre– buenos cristianos. Esa impresión tenían los fariseos y los saduceos: que, por el hecho de ser los oficialmente cumplidores de la ley, pensaban que ya no debían preocuparse más. Su seguridad se apoyaba, como la de algunos hoy día, en pertenecer a una clase posiblemente heredada y, por tanto, sin mérito alguno de su parte o quizás con el exclusivo mérito de mantener unas prácticas religiosas bastante rutinarias.

Os aseguro que Dios puede, aun de estas piedras, suscitar hijos de Abrahán, les reprocha el Bautista. Les viene a decir que la condición inicial en la vida espiritual no nos basta, la tenemos por providencia de Dios y punto de partida para lo que se espera de cada uno, para lo que pide Dios de nosotros. Con razón, pues, castigará el Señor a los que sin razón se tranquilizan al pensar, satisfechos, en una bondad –la suya– heredada o vivida casi sólo por la fuerza de la costumbre.

No queramos nosotros sentirnos satisfechos ningún día, como si ya hubiéramos cumplido con Dios o como si, por la educación cristiana recibida y pacíficamente asimilada, poco más debiéramos hacer y exigirnos, aparte de lo que ya vamos haciendo hoy, con poco esfuerzo por nuestra parte. Espera el Señor de cada uno amor, decisiones personales auténticas en su servicio, manifestadas, por tanto, en obras. Y que donde no llegaron nuestras obras, llegue el arrepentimiento con dolor, porque no supimos querer al Señor como Él espera. Deberá ser ése el momento de un renovado propósito, fruto de la contrición.

Suavemente movidos por la Gracia y con la luz clara de estas palabras del Señor, podemos decidirnos a rectificar lo que sea necesario, para que la venida de Dios a los hombres en la próxima Navidad nos encuentre bien dispuestos. Acogeremos así con más provecho, gozosos, el tesoro de su misericordia y amor. Será entonces el momento de responder serena y sencillamente a los que nos pregunten, que el origen de la verdadera alegría –de la felicidad– no puede ser otro que una efectiva unión con Dios; que la fatiga y hasta el dolor, precio humano de esa unión, se tienen por bien pagados; y que es nuestro mismo Señor quien, en su misericordia, nos da las fuerzas para poder y superar la flaqueza que nos detiene.

No olvidemos, en todo caso, las palabras amenazantes de Juan, aunque sea preferible actuar por razones positivas: el hacha está ya puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Espera Nuestro Dios que le acojamos cargados de frutos, habiendo hecho rendir, para Él, las buenas cualidades que nos ha otorgado. ¿Qué hago con mi tiempo, con mi imaginación, con mi esfuerzo? Puedo y debo ocuparlos en Dios, aun a costa de renunciar a ser personalmente el protagonista de la historia de mi vida. Necesito servir al desarrollo en mí del plan trazado por el Creador desde antes de la constitución del mundo, según la expresión de san Pablo.

En este tiempo de Adviento, cuenta Dios con mi espera ilusionada, mientras me esmero en los detalles, quizá pequeños, con los que puedo mejorar para acogerle mejor. Cada esfuerzo en esa mejora será manifestación de amor, como el amor de María cuando disponía lo necesario antes del nacimiento de Jesús.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

Los precursores

La liturgia nos hace escuchar hoy la voz de los dos predicadores más grandes del Adviento: Isaías y Juan Bautista. Isaías predicó la venida del Señor con mucha anticipación. Su anuncio nutrió la espera de generaciones: He aquí que una virgen concebirá y dará a luz a un hijo. Juan Bautista fue quien anunció la venida inminente y en acto del Señor: Está por venir uno... Entre los dos precursores, el vínculo está dado por aquella profecía de Isaías que Mateo atribuye a Juan: Una voz grita en el desierto: ¡Preparen el camino del Señor, ordenen sus senderos!

Todo advenimiento necesita un propio precursor, un heraldo que prepara los ánimos, convoca la atención, a fin de que aquel que viene sea esperado, deseado, recibido, y su venida no pase desapercibida. En la antigüedad, cuando un personaje (habitualmente, un emperador), estaba por llegar a una ciudad en visita oficial, hacía falta un mensajero que lo precediera e invitara a la población a que le saliera al encuentro, a que reparase rutas y puentes a su paso. Hubo precursores para la primera venida de Cristo. Habrá precursores (la luna, los astros, los signos del cielo) de su última venida. Pero hay una venida de Jesús que todavía está en acto en la historia. Es aquel venir del esposo, en el momento presente, en la Iglesia y en los creyentes —del cual se hablaba el domingo pasado— que está en el centro entre la venida histórica del Redentor y aquella futura que esperamos. Es la venida de Jesús, real aun cuando sacramental, que se realiza en el culto eucarístico, la venida personal de Jesús hacia cada hombre a través de su amor, su palabra, su gracia, a través de los sucesos del mundo. La venida hacia la cual es necesario ir al encuentro con nuestra respuesta y con nuestra decisión de cada día.

También para esta venida silenciosa y continua al mundo y a los hombres, Jesús necesita precursores. A esta tarea hemos sido consagrados todos nosotros, en el día del bautismo. Jesús fue a Juan y lo santificó en el origen, incluso en el seno de la madre, para que él fuera su indómito heraldo y anunciador. Así hizo también con nosotros. Nos eligió, nos redimió y santificó en el umbral de la vida con el bautismo, para que fuéramos precursores y testigos en el mundo. Por lo tanto, todos debemos ser precursores, gente que allana el camino y despierta una espera.

Juan Bautista, el precursor por excelencia, nos ayudará a entender de qué modo también nosotros podemos ser precursores de Jesús. El Evangelio que hemos leído comenzaba así: En aquel tiempo, se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: ¡Conviértanse porque el reino de los Cielos está cerca! He aquí lo que también nosotros debemos decir al mundo: el Reino de los Cielos está cerca; aún más, debemos señalar con fuerza, como señaló el mismo Jesús venido después de Juan: El Reino de los Cielos ya está entre ustedes; está en acto, está en camino en el mundo. Lo más importante ya no es esperarlo y prepararse, sino entrar en él, incluso a costa de renuncias y sacrificios: Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos (es decir, los audaces, como parece que debe entenderse) intentan arrebatarlo (Mt 11,12).

Al anunciar la misión de Juan en el momento de su nacimiento, el padre, Zacarías, cantó en el Benedictus: Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos, para hacer conocer a su Pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados, gracias a la misericordiosa ternura de nuestro Dios (Lc 1,76). A quien le preguntaba “¿Tú quién eres?”, Juan respondía “Soy la voz de uno que grita”. La vida de Juan fue toda voz para gritar a sus contemporáneos esta maravillosa noticia de la salvación mediante el perdón de los pecados: “He aquí al Cordero de Dios, he aquí a quien quita los pecados del mundo”. Se apasionaba al presentar a Jesús, al hacerla desear, al provocar la espera y la necesidad de él: “Después de mí viene uno que es más grande que yo; yo los bauticé con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo”. El heraldo y “amigo del esposo” vive dedicado a él, y cuando el esposo realiza su entrada, se hace a un costado, desaparece a fin de que todos lo escuchen: “Él debe crecer, yo, disminuir”. La voz calla después de haber transportado la Palabra; el amigo del esposo se hace a un costado ante la aparición del esposo: “No soy digno de desatarle los lazos de las sandalias”.

Agustín explicó bien la tarea de la voz: es un medio, sirve para transmitir la palabra y, con la palabra, la idea que se ha formado dentro de mí. Cuando esta palabra ha entrado en el corazón del otro, se ha comunicado al otro, la voz calla, cae. Así ocurre con el precursor: cuando la Palabra, es decir, Cristo, hace su aparición, se hace a un costado. Su presencia se convertiría en un estorbo. El precursor debe saber retirarse a tiempo; no debe permitir que se apeguen a él, que permanezcan con él, sabiendo que no es el salvador de nadie.

Una tarea maravillosa para los discípulos de Cristo: ¡dar al mundo el conocimiento, o mejor aún, la certeza de la salvación! Decir a los hombres: “Entre ustedes hay alguien a quien no conocen”: alguien que los busca, que los puede hacer felices, ¡el único que tiene palabras de vida eterna y que nunca decepciona!

¿Acaso deberíamos todos comenzar a actuar como predicadores, a gritar como Juan el Bautista: “Conviértanse”? Sí, todos predicadores, pero no todos necesariamente con las palabras. Antes de ponerse a predicar a los otros la conversión y la penitencia, Juan realizó y vivió este estado de conversión. Antes de comenzar “a gritar” en el desierto, “vivió” en silencio en el desierto; preparó las vías del Señor en sí mismo y le allanó el camino hacia su corazón antes de exhortar a los otros a hacer lo mismo: Y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel (Lc 1,80). Exactamente como hizo Jesús en Nazaret. También nosotros, antes de ponernos en “estado de confesión”, debemos ponernos en “estado de conversión”. En fin, debemos convertirnos antes de hablar a los demás de la necesidad de la conversión.

El momento más hermoso de la vida del precursor fue cuando se encontró con el Maestro, cuando lo vio avanzar hacia él y exclamó: “He aquí al Cordero de Dios, he aquí a quien quita el pecado del mundo, he aquí a aquel de quien les hablaba”. También para nosotros está a punto de realizarse este encuentro. En la Comunión, lo recibiremos con las mismas palabras de Juan el Bautista: “He aquí al Cordero de Dios...”. Él nos llena el corazón de alegría y de coraje para poder ser sus precursores en el mundo.

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de Sta. Francisca Javiera Cabrini (4-XII-1983)

− La figura de San Juan Bautista

Este II domingo de Adviento gira en totalmente en torno a la venida de Cristo y a la preparación necesaria para este maravilloso acontecimiento.

En este centro de la liturgia está la persona de Juan Bautista. El Evangelista Mateo lo describe como hombre de oración intensa, de penitencia austera, de fe profunda: efectivamente, es el último de los Profetas del Antiguo Testamento, que da paso al Nuevo, señalando en Jesús al Mesías esperado por el pueblo judío. En las riberas del río Jordán, Juan Bautista confiere el bautismo de penitencia: “Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban los pecados y él los bautizaba” (Mt 3,5-6). Este bautismo no es simple rito de adhesión, sino que indica y exige el arrepentimiento de los propios pecados y el sincero sentido de espera del Mesías.

Y Juan enseña. Predica la conversión: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”.

Juan enseña. Y, conforme al anuncio de Isaías, “allana los senderos” para el Señor (cfr. Mt 3,1-3).

Estas palabras resuenan hoy para nosotros.

¿Quién es el Señor que debe venir? Por sus mismas palabras podemos calificar la persona, la misión y la autoridad del Mesías.

Juan Bautista enmarca ante todo claramente “su persona”. “Él –dice del Bautista– puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias” (Mt 3,11). Con estas expresiones, típicamente orientales, reconoce la distancia infinita que hay entre él y Aquel que debe venir, y subraya también su misión de preparar inmediatamente el gran acontecimiento.

− Sensibles al Espíritu Santo

Luego, señala la misión del Mesías: “Os bautizará con el Espíritu Santo y fuego” (Ib.3, 12). Es la primera vez, después del anuncio del ángel a María, que aparece la impresionante palabra “Espíritu Santo”, que luego formará parte de la fundamental enseñanza trinitaria de Jesús. Juan Bautista, divinamente iluminado, anuncia que Jesús, el Mesías, continuará confiriendo el bautismo, pero este rito dará la “gracia” de Dios, el Espíritu Santo, entendido místicamente como un “fuego” místico, que borra (quema) el pecado e inserta en la misma vida divina (enciende de amor).

− La divinidad del Mesías

Finalmente, el Bautista esclarece la autoridad del Mesías: “Tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga” (Ib. 3,12). Según la palabra de la enseñanza de Juan, el que vendrá es el “juez de las conciencias”; en otras palabras, es el que determina lo que está bien y lo que está mal (el grano y la paja), la verdad y el error; es el que determina cuales son los árboles que dan frutos buenos y cuales los que, en cambio, dan frutos malos y deben ser talados y quemados. Con estas afirmaciones Juan Bautista anuncia la “divinidad” del Mesías, porque sólo Dios puede ser el árbitro supremo del bien, señalar con absoluta certeza el camino positivo de la conducta moral, juzgar las conciencias, premiar o condenar.

De ahí la necesidad de preparar la venida del Mesías. La Navidad es ciertamente un día de gran alegría y de sereno júbilo, incluso externo; pero, ante todo, es un acontecimiento sobrenatural y determinante, para el que se necesita seria preparación moral: “Preparad el camino del Señor; allanad su senderos”. En las palabras de Juan está toda la heredad profunda de la Antigua Alianza.

Pero al mismo tiempo, se abre con ellas la Nueva Alianza: en aquel que debe venir “toda carne verá la salvación de Dios” (Lc 3,6).

Aquel que viene –Cristo–, es enviado a fin de acogeros para gloria de Dios” (Rom 15,7).

Viene a demostrar la “fidelidad de Dios; cumpliendo las promesas hechas a los Patriarcas...” (Rom 15,8).

Viene para revelar que el Señor “el Dios de toda paciencia y consuelo” (Rom 15,5).

Viene a fin de “acogeros para gloria de Dios” (Rom 15,7).

Y el que viene, pues, debe hacer que vosotros “os acojáis mutuamente” (Rom 15,7). En efecto, Él señala la verdadera y auténtica conducta moral, que consiste en dar gloria a Dios Padre, a su ejemplo y con sus mismos sentimientos, y en amar al prójimo. San Pablo, al escribir a los Romanos, tenía en la mente tanto a los convertidos del judaísmo como a los del paganismo; pero hablaba para todos del compromiso de la “acogida”: el Verbo de Dios, que viene, debe hacer que tengáis “los unos con los otros los mismos sentimientos a ejemplo de Cristo Jesús” (cf. Rom 15,5); “para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre” (Ib. 15,6).

Así, pues, el “preparar los senderos”, que predica Juan Bautista, se convierte, a la luz de la enseñanza de San Pablo en la Carta a los Romanos, en acoger todo el programa mesiánico del Evangelio: el programa de la adoración a Dios –¡la gloria!– mediante el amor al hombre, el amor recíproco.

En este espíritu la Iglesia anuncia el Adviento como la dimensión continua de la existencia del hombre hacia Dios: hacia ese Dios, “que es, que era, que viene” (Ap 1,4).

Esta dimensión esencial de la existencia cristiana del hombre corresponde a la “preparación” enseñada por la liturgia de hoy. El hombre debe remontarse siempre al corazón, a la conciencia, para estar en la perspectiva de la “Venida”.

Para realizar esta exigencia, el cristiano debe ser también sensible a la acción del Espíritu Santo; Él que viene, viene en el Espíritu Santo, como anunció Isaías: “Sobre Él se posará el espíritu del Señor: espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y valor, espíritu de piedad y temor de Dios” (Is 11,2). Con el Mesías y con la presencia del Espíritu Santo entra en la historia del hombre la justicia y la paz, como dones del reino de Dios: así se abre la perspectiva de la reconciliación “cósmica” en toda la creación –en el hombre y en el mundo– que se había perdido a causa del pecado.

“Ven, Señor, rey de justicia y de paz”: hemos pedido juntos en el Salmo responsorial.

Doy gracias a Jesucristo, el Verbo Eterno, porque me ha permitido anunciar el mensaje litúrgico del II domingo de Adviento en vuestra parroquia: “Preparad el camino del Señor”. Este mensaje es actual siempre y para todos. Efectivamente, todos vivimos en la dimensión del adviento de Dios. Nuestra vida es una continua “preparación”.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento de tal magnitud que Dios quiso prepararla con siglos de anticipación. El Bautista, el último de los profetas, que ya desde el seno de su madre lo reconoció con alegría, anuncia la inminente llegada del Señor con enérgico acento; reclamando un cambio de conducta que se traduzca en obras buenas, dignas de Dios.

Frente al tono exigente del Precursor, algunos fariseos que pensaban que eran hijos de Abrahán, tranquilizando así sus conciencias, les recordó que Dios puede sacar de las piedras gente grata a Dios. También hoy nos encontramos con personas que creen ver una contradicción entre las enseñanzas de Jesús y el “rigorismo” de la doctrina actual de la Iglesia.

Nada ultrajaba tanto la misericordia y el amor del Hijo de Dios –dicen– como las cargas pesadas que ponían y ponen hoy sobre los hombros de los demás los representantes de la Iglesia, mientras ellos no ponen ni un dedo por aliviarlas. Nuestro Dios es amor, misericordia y compasión, no un capataz duro y sin entrañas. No, dice la Iglesia a la contracepción, incluso a las parejas pobres que se esfuerzan por dar a sus hijos una vida decente y por expresar su amor conyugal; no al matrimonio de los divorciados, incluso para las mujeres abandonadas por sus maridos; no a la fecundación in vitro, incluso dentro del matrimonio cuando por una enfermedad de la mujer no puede concebir... En dos palabras: el sencillo y humano mensaje de Jesús ha sido suplantado por la “inhumana” doctrina de la Iglesia.

Nos engañaríamos si creyéramos que Jesús se movía en un plano distinto al que la Iglesia nos propone. Bastaría recordar su trayectoria llena de renuncias que concluyen con la entrega de su vida en una muerte atroz y humillante en la Cruz para comprender la afirmación del Bautista: “Yo no soy digno ni de llevar sus sandalias”. No le llego ni al tobillo, diría hoy.

Está en un error quien piensa que el cristianismo le protege del sacrificio que la vida cristiana exige. No busquemos nunca a Cristo sin la Cruz, si no queremos tropezarnos con esas cruces sin Cristo que no libran de la fatiga humana y que carecen de valor redentor. Quien escucha y hace caso a la Iglesia, está en la verdad. “El que a vosotros oye a Mí me oye”, dirá Jesús refiriéndose el magisterio de Pedro y los Obispos en comunión con él.

No hay amor allí donde no hay sacrificio por la causa de Jesucristo. Para llevar a cabo esta tarea que excede nuestras fuerzas, el Bautista entonces y la Iglesia hoy, nos recuerdan que el Bautismo en Espíritu Santo y fuego nos convertirá en trigo para su granero, esto es, gente grata a Dios que un día se sentará en su mesa en el reino de los cielos.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

El que viene a cambiar todo, nos llama a convertirnos a Él.

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 11,1-10: Con equidad dar sentencia al pobre

Sal 71,2.7-8.12-13.17: Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente

Rm 15,4-9: Cristo salvó a todos los hombres

Mt 3,1-12: Haced penitencia, porque se acerca el Reino de Dios

II. APUNTE BIBLICO-LITÚRGICO

La situación del pueblo de Israel no condiciona para nada los proyectos de salvación de Dios. Por encima de todo brotar un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz.

Las imágenes pastoriles son la prueba de que hasta del realismo más contundente Dios hace nacer la utopía.

¿Y qué son todas esas promesas comparadas con la fidelidad de Dios en Cristo que se hizo servidor de los judíos precisamente para probarla?

Dos reproches de Juan a los fariseos: que son inaccesibles al juicio de Dios y que viven de la seguridad que les proporciona el ser hijos de Abraham. El juicio va a llegar ya, y lo que desde ahora cuenta es la actitud de conversión ante el Reino que nos está dando alcance.

III. SITUACIÓN HUMANA

La decepción ante lo que tenía que cambiar y sigue igual es propia de quienes hacen poco por la novedad. La novedad en sí misma no es nada. La novedad es siempre obra de hombres nuevos. El Hombre-Nuevo por excelencia, Jesucristo, es el primer renovador.

Los que sueñen con un mundo renovado con la sola fuerza de la propia inmanencia del hombre, tienen aquí una gran oportunidad de reconocer su error.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe

– Dios entrega a cada cristiano las funciones que es capaz de ejercer: Dios no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social (1884; cf 1885. 1888).

– El sacramento de la Penitencia como anticipo del Juicio Final: 1470.

– Preparativos de la venida de Cristo al mundo: Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda venida. Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30) (524; cf 522. 523).

La respuesta

– El Reino de Dios está cerca; convertíos: Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15) (1427; cf 1428).

El testimonio cristiano

– La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo... cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo (LG 48) (1042).

– No hay cosa a Dios más contraria que el corazón que bien se parece porque no tiene vaso en que Dios eche las riquezas de su misericordia, y Quédase en su propia bajeza y sequedad por no quererse abajar, para que corran en él las aguas de la gracia de Dios (San Juan de Ávila, Epist. 85).

La conversión cristiana tiene como punto de partida al Señor que viene y como punto de llegada al Señor que resucitará.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

El Precursor: preparad el camino del Señor.

– La vocación del Bautista. Su figura en el Adviento.

I. Pueblo de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón.

Mira al Señor que viene... Iba a llegar el Salvador y nadie advertía nada. El mundo seguía como de costumbre, en la indiferencia más completa. Sólo María sabe; y José, que ha sido advertido por el ángel. El mundo está en la oscuridad: Cristo está aún en el seno de María. Y los judíos seguían disertando sobre el Mesías, sin sospechar que lo tenían tan cerca. Pocos esperaban la consolación de Israel: Simeón, Ana... Estamos en Adviento, en la espera.

Y en este tiempo litúrgico la Iglesia propone a nuestra meditación la figura de Juan el Bautista. Este es aquel de quien habló el profeta Isaías diciendo: Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas.

La llegada del Mesías fue precedida de profetas que anunciaban de lejos su llegada, como heraldos que anuncian la llegada de un gran rey. “Juan aparece como la línea divisoria entre ambos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. El Señor mismo enseña de algún modo lo que es Juan, cuando dice: La ley y los Profetas hasta Juan Bautista. Es personificación de la antigüedad y anuncio de los tiempos nuevos. Como representante de la antigüedad, nace de padres ancianos; como quien anuncia los tiempos nuevos, se muestra ya profeta en el seno de su madre. Aún no había nacido cuando, a la llegada de Santa María, salta de gozo dentro de su madre. Juan se llamó el profeta del Altísimo, porque su misión fue ir delante del Señor para preparar sus caminos, enseñando la ciencia de salvación a su pueblo”.

Toda la esencia de la vida de Juan estuvo determinada por esta misión, desde el mismo seno materno. Esta será su vocación; tendrá como fin preparar a Jesús un pueblo capaz de recibir el reino de Dios y, por otra parte, dar testimonio público de Él. Juan no hará su labor buscando una realización personal, sino para preparar al Señor un pueblo perfecto. No lo hará por gusto, sino porque para eso fue concebido. Así es todo apostolado: olvido de uno mismo y preocupación sincera por los demás.

Juan realizará acabadamente su cometido, hasta dar la vida en el cumplimiento de su vocación. Muchos conocieron a Jesús gracias a la labor apostólica del Bautista. Los primeros discípulos siguieron a Jesús por indicación expresa suya, y otros muchos estuvieron preparados interiormente gracias a su predicación.

La vocación abraza la vida entera y todo se pone en función de la misión divina. De la respuesta que Juan dé más tarde, hace depender el Señor la conversión de muchos de los hijos de Israel.

Cada hombre, en su sitio y en sus propias circunstancias, tiene una vocación dada por Dios; de su cumplimiento dependen otras muchas cosas queridas por la voluntad divina: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes. ¿Acercamos al Señor a quienes nos rodean? ¿Somos ejemplares en la realización de nuestro trabajo, en la familia, en nuestras relaciones sociales? ¿Hablamos del Señor a nuestros compañeros de trabajo o de estudio?

– Humildad de Juan. Necesidad de esta virtud para el apostolado.

II. Plenamente consciente de la misión que le ha sido encomendada, Juan sabe que ante Cristo no es ni siguiera digno de llevarle las sandalias, lo que solía hacer el último de los criados con su señor; para ese menester cualquiera servía. El Bautista no tiene reparo en proclamar que él carece de importancia ante Jesús. Ni siquiera se define a sí mismo según su ascendencia sacerdotal. No dice: “Yo soy Juan, hijo de Zacarías, de la tribu sacerdotal de...”. Por el contrario, cuando le preguntan: ¿Quién eres tú?, Juan dice: Yo soy la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos del Señor, allanad sus sendas. Él no es más que eso: la voz. La voz que anuncia a Jesús. Esa es su misión, su vida, su personalidad. Todo su ser viene definido por Jesús; como tendría que ocurrir en nuestra vida, en la vida de cualquier cristiano. Lo importante de nuestra vida es Jesús.

A medida que Cristo se va manifestando, Juan busca quedar en segundo plano, ir desapareciendo. Sus mejores discípulos serán los que sigan, por indicación suya, al Maestro en el comienzo de su vida pública. Este es el Cordero de Dios, dirá a Juan y a Andrés, indicando a Jesús que pasaba. Con gran delicadeza se desprenderá de quienes le siguen para que se vayan con Cristo. Juan “perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón”; por eso mereció también aquella formidable alabanza del Señor: En verdad os digo que no ha salido de entre los hijos de mujer nadie mayor que Juan.

El Precursor señala también ahora el sendero que hemos de seguir. En el apostolado personal –cuando vamos preparando a otros para que encuentren a Cristo–, debemos procurar no ser el centro. Lo importante es que Cristo sea anunciado, conocido y amado: Sólo Él tiene palabras de vida eterna, sólo en Él se encuentra la salvación. La actitud de Juan es una enérgica advertencia contra el desordenado amor propio, que siempre nos empuja a ponernos indebidamente en primer plano. Un afán de singularidad no dejaría sitio a Jesús.

El Señor nos pide también que vivamos sin alardes, sin afanes de protagonismo, que llevemos una vida sencilla, corriente, procurando hacer el bien a todos y cumpliendo nuestras obligaciones con honradez. Sin humildad no podríamos acercar a nuestros amigos al Señor. Y entonces nuestra vida quedaría vacía.

– Nosotros somos testigos y precursores. Apostolado con quienes tratamos habitualmente.

III. Nosotros, sin embargo, no somos sólo precursores; somos también testigos de Cristo. Hemos recibido con la gracia bautismal y la Confirmación el honroso deber de confesar, con las obras y de palabra, la fe en Cristo. Para cumplir esta misión recibimos frecuentemente, y aun a diario, el alimento divino del Cuerpo de Jesús; los sacerdotes nos prodigan la gracia sacramental y nos instruyen con la enseñanza de la Palabra divina.

Todo lo que poseemos es tan superior a lo que Juan tenía, que Jesús mismo pudo decir que el más pequeño en el reino de Dios es mayor que Juan. Sin embargo, ¡qué diferencia! Jesús está a punto de llegar, y Juan vive fundamentalmente para ser el Precursor. Nosotros somos testigos; pero, ¿qué clase de testigos somos? ¿Cómo es nuestro testimonio cristiano entre nuestros colegas, en la familia? ¿Tiene suficiente fuerza para persuadir a los que no creen todavía en Él, a quienes no le aman, a los que tienen una idea falsa acerca de Jesús? ¿Es nuestra vida una prueba, al menos una presunción, a favor de la verdad del cristianismo? Son preguntas que podrían servirnos para vivir este Adviento, en el que no puede faltar un sentido apostólico.

Mira al Señor que viene... Juan sabe que Dios prepara algo muy grande, de lo cual él debe ser instrumento, y se coloca en la dirección que le señala el Espíritu Santo. Nosotros sabemos mucho más acerca de lo que Dios tenía preparado para la humanidad. Nosotros conocemos a Cristo y a su Iglesia, tenemos los sacramentos, la doctrina salvadora perfectamente señalada... Sabemos que el mundo necesita que Cristo reine, sabemos que la felicidad y la salvación de los hombres dependen de Él. Tenemos al mismo Cristo, al mismo que conoció y anunció el Bautista.

Somos testigos y precursores. Hemos de dar testimonio, y, al mismo tiempo, señalar a otros el camino. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama.

Quizá el mundo ahora, en muchos casos, tampoco espera nada. O espera en otra dirección, de donde no vendrá nadie. Muchos se hallan volcados hacia los bienes materiales como si fueran su fin último; pero con ellos no llenarán su corazón jamás. Hemos de señalarles el camino. A todos. “Conocéis –nos dice San Agustín– lo que cada uno de vosotros tiene que hacer en su casa, con el amigo, el vecino, con su dependiente, con el superior, con el inferior. Conocéis también de qué modo da Dios ocasión, de qué manera abre la puerta con su palabra. No queráis, pues, vivir tranquilos hasta ganarlos para Cristo, porque vosotros habéis sido ganados por Cristo”.

Nuestra familia, los amigos, los compañeros de trabajo, aquellas personas a quienes vemos con frecuencia, deben ser los primeros en beneficiarse de nuestro amor al Señor. Con el ejemplo y con la oración debemos llegar incluso hasta aquellos con quienes no tenemos ocasión de hablar.

Nuestra gran alegría será haber acercado a Jesús, como hizo el Bautista, a muchos que estaban lejos o indiferentes. Sin perder de vista que es la gracia de Dios y no nuestras fuerzas humanas la que consigue mover las almas hacia Jesús. Y como nadie da lo que no tiene, se hace más urgente un esfuerzo por crecer en la vida interior, de forma que el amor de Dios sobreabundante pueda contagiar a todos los que pasan por nuestro lado.

La Reina de los Apóstoles aumentará nuestra ilusión y esfuerzo por acercar almas a su Hijo, con la seguridad de que ningún esfuerzo es vano ante Él.

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Pbro. Walter Hugo PERELLÓ (Rafaela, Argentina) (www.evangeli.net)

Dad fruto digno de conversión

Hoy, el Evangelio de san Mateo nos presenta a Juan el Bautista invitándonos a la conversión: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos» (Mt 3,2).

A él acudían muchas personas buscando bautizarse y «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Pero dentro de tanta gente, Juan pone la mirada en algunos en particular, los fariseos y saduceos, tan necesitados de conversión como obstinados en negar tal necesidad. A ellos se dirigen las palabras del Bautista: «Dad fruto digno de conversión» (Mt 3,8).

Habiendo ya comenzado el tiempo de Adviento, tiempo de gozosa espera, nos encontramos con la exhortación de Juan, que nos hace comprender que esta espera no se identifica con el “quietismo”, ni se arriesga a pensar que ya estamos salvados por ser cristianos. Esta espera es la búsqueda dinámica de la misericordia de Dios, es conversión de corazón, es búsqueda de la presencia del Señor que vino, viene y vendrá.

El tiempo de Adviento, en definitiva, es «conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano» (San Juan Pablo II).

Aprovechemos, hermanos, este tiempo oportuno que nos regala el Señor para renovar nuestra opción por Jesucristo, quitando de nuestro corazón y de nuestra vida todo lo que no nos permita recibirlo adecuadamente. La voz del Bautista sigue resonando en el desierto de nuestros días: «Preparad el camino al Señor, enderezad sus sendas» (Mt 3,3).

Así como Juan fue para su tiempo esa “voz que clama en el desierto”, así también los cristianos somos invitados por el Señor a ser voces que clamen a los hombres el anhelo de la vigilante espera: «Preparemos los caminos, ya se acerca el Salvador y salgamos, peregrinos, al encuentro del Señor. Ven, Señor, a libertarnos, ven tu pueblo a redimir; purifica nuestras vidas y no tardes en venir» (Himno de Adviento de la Liturgia de las Horas).

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA EL SACERDOTE – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Señales claras

«Vengan benditos de mi Padre, vengan, porque tuve hambre y me dieron de comer, porque tuve sed y me dieron de beber, porque estaba desnudo y me vistieron... porque lo que hicieron con uno de estos, conmigo lo hicieron» (Mt 25, 34-40).

Eso dice Jesús.

Habla de sus sacerdotes.

Y luego dice: pero estos, en los que yo me complazco, ¿por qué no creen? ¿Qué tengo que hacer para que crean en mí? ¿Qué más? ¿Qué les hace falta? Les he dado todo.

Las señales son muy claras: el Hijo del hombre vino a morir al mundo para salvar a los hombres destruyendo la muerte para darles vida, y vida en abundancia.

¿Por qué no creen? Han visto al Hijo del hombre con sus propios ojos y no han creído en Él.

Dios mismo se ha hecho hombre, ha venido a buscar lo que se había perdido y ha de venir de nuevo para llevarse lo que le pertenece.

Pero lo que le pertenece es solamente lo que permanece en Él, porque lo que no permanece en Él es desechado fuera, es arrojado al fuego, porque el que no está conmigo, está contra mí.

Eso dice Jesús, y le duele.

La salvación se trata de amor.

El que se salva es el que ama a Dios, porque no puedes amar algo en lo que no crees.

Pero el sacerdote ama, porque esa es su vocación.

El sacerdote está hecho para el amor, para amar, para enseñar a amar, pero tiene que aprender, porque no sabe cómo hacerlo.

Tiene miedo.

No se da cuenta que su vocación es amar a Dios por sobre todas las cosas.

El que ama a Dios por sobre todas las cosas no se equivoca, porque no tiene apegos al mundo, no tiene vicios, porque no es esclavo del mundo.

Porque el que ama a Dios por sobre todas las cosas es libre, y la libertad te da alegría y esa alegría se nota, esa alegría contagia, es la alegría de la fe, de saberse hijo de Dios, de saber que el día que Cristo venga, vendrá por mí, y vendrá por ti, porque hemos creído y porque hemos hecho lo que teníamos que hacer.

¿Cómo hacer, para que un mundo por el que el mismo Dios entregó su vida para hacerlos parte, crea?

No quiere creer, prefiere vivir en la mentira y prefiere quedarse afuera cuando se cierre la puerta, porque elije no creer.

Es tan fácil creer en Dios: basta respirar, basta sentirse vivo, para darse cuenta que hay un Dios que nos ha creado, que nos mantiene vivos, porque nos mantiene unidos a Él porque solos no podemos nada.

Basta ver un niño en el vientre de su madre para darse cuenta que nadie, no hay ciencia humana, no hay poder humano, no hay inteligencia humana, no hay capacidad humana, que pueda crear una vida desde la nada, para convertirla en un todo cuando se une a Dios.

Basta ver las aves del cielo y los lirios del campo, y darse cuenta que no les falta nada, y viven y respiran, y las aves cantan, vuelan y engendran vida, es así como Dios se manifiesta, manifestando vida.

¿Por qué no creen que Jesús ha venido a darnos esa vida que sí se ve con ojos humanos? La vida se ve y la vida es Cristo, es ahí a donde los sacerdotes tienen que abrir sus conciencias, abrir la conciencia a la vida y darse cuenta que todo lo que te aleja de la vida te acerca a la muerte, lo que te aleja de la verdad te acerca a la mentira, lo que te aleja de la luz te acerca a la obscuridad.

Es un tonto el que no quiere darse cuenta.

Cristo llama, es un llamado que no puede no ser escuchado.

Pero no hay más sordo que el que no quiere oír, y no hay más ciego que el que no quiere ver.

Jesús va a venir, es más, ya está a la puerta y llama.

Las señales son claras, las señales son un niño en un pesebre que crece y que invita a descubrir la vida a través del bautismo, no con agua sino con el Espíritu Santo, que te invita a caminar con Él para hacer sus obras, para ver milagros.

Que te invita a mantenerte unido a Él, porque tú has sido llamado, has sido elegido, porque has sido creado para ser como Él, por Él, con Él, y en Él, configurado para hacer sus obras y aún mayores: las obras del Padre, para llevar a todas las almas a entrar por la puerta de la verdad para que todas las almas se salven.

Ese eres tú, sacerdote.

Sólo tú tienes el poder de salvar almas; nadie más, solo tú; solo tú tienes el poder de amar con verdadera libertad, porque tú representas el amor de Dios, ese amor del Padre que amó tanto al mundo que le dio a su único hijo para salvarlo.

Sin ti sacerdote no hay puerta, no hay salvación, no hay Cristo -porque no hay Eucaristía-, no hay perdón, no hay bautismo, no hay sacerdote, no hay unción, no hay gracia, no hay cielo, no hay gloria.

Sin ti, sacerdote, el mundo está perdido.

Porque es por ti que Jesús vino a buscarlo, es por ti que Él decide encontrarlo a través de ti, pero si tú no crees, tú mismo cierras la puerta para las almas y para ti.

El sacerdote está llamado a creer en el amor.

Esa es su vocación: reunir a todos los hombres en ese amor haciendo todo por amor de Dios.

El sacerdote es el camino, y debe saberse camino, para que los demás anden por ese camino.

El sacerdote es verdad y debe saberse verdad para convencer a la gente que ese es el camino.

El sacerdote es la vida y debe saberse vida para conducir por el camino de la verdad a la vida que es Cristo, en unidad al Padre y al Espíritu Santo, de la mano de Santa María que es Madre, y es ella la que les enseña a cumplir con su vocación, ella es maestra de amor, maestra de misericordia, maestra de perdón.

El que no cree que Jesús está vivo, que es Eucaristía, que es presencia viva, que crea entonces que Jesús es hombre y es Dios y como hombre ha nacido de una mujer.

Crean en la Madre y ella los hará creer en el Hijo.

Ella los llevará al amor.

Eso es fácil de creer, crean en la Madre.

(Espada de Dos Filos I, n. 8)

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