Domingo IV de Adviento (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
- DEL MISAL MENSUAL
- BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
- SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
- FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017, Homilía (20.XII.13) y Catequesis (13.XII.13)
- BENEDICTO XVI – Ángelus 2005, 2008 y 2011
- DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
- RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
- PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
- FLUVIUM (www.fluvium.org)
- PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
- BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
- Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
- Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
- Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
- HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
- Fray Josep Ma. MASSANA i MOLA OFM (Barcelona) (www.evangeli.net)
- EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
EL NACIMIENTO DE JESÚS
2 Sam 7, 1-5.8-12.14.16; Rom 16, 25-27; Lc 1, 26-38
Dentro de la tradición abundante que se suscitó en torno del rey David, surgieron numerosos salmos, crónicas de batallas, hazañas heroicas y un sinnúmero de relatos. Los escribas que recogieron estas tradiciones veían con enorme simpatía al hijo de Jesé, campesino común y corriente de Belén. David no provenía de la familia recién entronizada, ni tenía nexos con la poderosa tribu de Efraín. El oráculo del profeta Natán presenta a David, y al nuevo David, es decir a Jesús de Nazaret como el Hijo amado de Dios. Los primeros cristianos releyeron esta profecía con aire satisfecho. Jesús, mesías crucificado era el verdadero hijo fiel y obediente de Dios. El resto de los monarcas del antiguo Israel se había hecho sordo a las órdenes de Dios. La genuina filiación divina de Jesús se haría manifiesta en su existencia orientada totalmente al servicio de su Padre.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. 15 45, 8
Cielos, destilen el rocío; nubes, lluevan la salvación; que la tierra se abra y germine el salvador.
ORACIÓN COLECTA
Te pedimos, Señor, que infundas tu gracia en nuestros corazones, para que, habiendo conocido, por el anuncio del ángel, la encarnación de tu Hijo, lleguemos, por medio de su pasión y de su cruz, a la gloria de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo ...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
El reino de David permanecerá para siempre en presencia del Señor.
Del segundo libro de Samuel: 7, 1-5. 8-12.14.16
Tan pronto como el rey David se instaló en su palacio y el Señor le concedió descansar de todos los enemigos que lo rodeaban, el rey dijo al profeta Natán: “¿Te has dado cuenta de que yo vivo en una mansión de cedro, mientras el arca de Dios sigue alojada en una tienda de campaña?”. Natán le respondió: “Anda y haz todo lo que te dicte el corazón, porque el Señor está contigo”.
Aquella misma noche habló el Señor a Natán y le dijo: “Ve y dile a mi siervo David que el Señor le manda decir esto: ‘¿Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa, para que yo habite en ella? Yo te saqué de los apriscos y de andar tras las ovejas, para que fueras el jefe de mi pueblo, Israel. Yo estaré contigo en todo lo que emprendas, acabaré con tus enemigos y te haré tan famoso como los hombres más famosos de la tierra.
Le asignaré un lugar a mi pueblo, Israel; lo plantaré allí para que habite en su propia tierra. Vivirá tranquilo y sus enemigos ya no lo oprimirán más, como lo han venido haciendo desde los tiempos en que establecí jueces para gobernar a mi pueblo, Israel. Y a ti, David, te haré descansar de todos tus enemigos.
Además, yo, el Señor, te hago saber que te daré una dinastía; y cuando tus días se hayan cumplido y descanses para siempre con tus padres, engrandeceré a tu hijo, sangre de tu sangre, y consolidaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí, y tu trono será estable eternamente’ ”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 88, 2-3. 4-5. 27.29.
R/. Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.
Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor y daré a conocer que su fidelidad es eterna, pues el Señor ha dicho: “Mi amor es para siempre y mi lealtad, más firme que los cielos. R/.
Un juramento hice a David, mi servidor, una alianza pacté con mi elegido: ‘Consolidaré tu dinastía para siempre y afianzaré tu trono eternamente’. R/.
El me podrá decir: ‘Tú eres mi padre, el Dios que me: protege y que me salva’. Yo jamás le retiraré mi amor, ni violaré el juramento que le hice”. R/.
SEGUNDA LECTURA
Se ha revelado el misterio oculto durante siglos.
De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 16, 25-27
Hermanos: A aquel que puede darles fuerzas para cumplir el Evangelio que yo he proclamado, predicando a Cristo, conforme a la revelación del misterio, mantenido en secreto durante siglos, y que ahora, en cumplimiento del designio eterno de Dios, ha quedado manifestado por las Sagradas Escrituras, para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe, al Dios único, infinitamente sabio, démosle gloria, por Jesucristo, para siempre. Amén.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Lc 1. 38
R/. Aleluya, aleluya.
Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho. R/.
EVANGELIO
Concebirás y darás a luz un hijo.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 1, 26-38
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María.
Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo.
El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin”.
María le dijo entonces al ángel: “¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?”. El ángel le contestó: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios”. María contestó: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”. Y el ángel se retiró de su presencia.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Que santifique, Señor, estos dones, colocados en tu altar, el mismo Espíritu que fecundó con su poder el seno de la bienaventurada Virgen María. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN 157, 14
Miren: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien le pondrá el nombre de Emmanuel.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Habiendo recibido esta prenda de redención eterna, te rogamos, Dios todopoderoso, que, cuanto más se acerca el día de la festividad que nos trae la salvación, con tanto mayor fervor nos apresuremos a celebrar dignamente el misterio del nacimiento de tu Hijo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
Tu casa y tu reino permanecerán para siempre (2 S 7, 1-5.8b-12.14a.16)
1ª lectura
Natán es un profeta cortesano del que también se conservan sus intervenciones relacionadas con Salomón y Betsabé, su madre (cfr. 2 S 12, 1-25; 1 R 1, 11-40). Como profeta es portavoz de Dios –dos veces repite la fórmula clásica: «Así dice el Señor» (vv. 5 y 8)–, también cuando tiene que oponerse a los planes del rey (vv. 5-7), y proclama un mensaje que necesariamente afecta a quien lo escucha porque la palabra de Dios es verdadera y siempre se cumple.
La profecía de Natán tiene especial relevancia por fundamentar la sucesión davídica y la doctrina mesiánica que nace con ella. Con la solemnidad de un oráculo se da razón de la monarquía hereditaria de Israel y se concreta la función específica del Templo dentro del pueblo elegido por Dios.
El templo era para los pueblos paganos, egipcios, asirios y babilonios, el centro de su vida y de su religiosidad porque allí guardaban a sus dioses. En Israel, en cambio, la función del Templo iba a ser completamente diferente. Se fundamenta en que el Dios verdadero no puede contenerse en un templo, ni necesita un edificio en el que permanecer (cfr. 1 R 8, 27). Él es un Dios personal, ligado a su pueblo, y, si acepta los lugares de culto antiguos (cfr. Gn 28, 20-22), el tabernáculo del desierto (cfr. Ex 33, 7-11) y más tarde el Templo de Jerusalén (cfr. 1 R 8, 1-66), es sólo como signos de su presencia en medio del pueblo, no como habitáculo imprescindible. En la profecía de Natán se señala que más que el Templo, es la dinastía davídica el signo de la presencia y protección divina constituida desde el principio por querer exclusivo de Dios. De ahí el juego de palabras entre «la casa de Dios» (Templo) y «la casa de David» (dinastía).
La monarquía hereditaria es, por tanto, el centro del oráculo de Natán. Si con la esterilidad de Mical se interrumpe la línea sucesoria de Saúl (cfr. 6, 23), con la promesa profética queda consolidada la descendencia de David. A tenor de la parte central del oráculo (vv. 13-16) todo descendiente de David, figura del Mesías futuro, tendrá las siguientes cualidades:
a) Será un hijo para Dios (v. 14a). No se trata todavía de una filiación natural, sino de la estrecha relación entre Dios y el monarca (cfr. Sal 2, 7; 89, 27-28), de modo que la persona y el gobierno del rey deberán ser símbolo de la presencia e intervención del mismo Dios. La filiación divina del rey es, por tanto, la expresión de la Alianza establecida entre Dios y el descendiente de David. Dios se compromete a comportarse con el rey de Israel como un buen padre con su hijo. Jesús llevará a plenitud estas palabras y esta Alianza puesto que es el «Hijo eterno de Dios» hecho hombre (cfr. Ga 4, 4). Mientras que Él es Hijo por generación natural, todos nosotros somos «hijos en el Hijo»: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios» (S. Ireneo, Adversus haereses 3, 19, 1; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 460).
b) La dinastía davídica permanecerá siempre (vv. 12-13.15-16). El título «hijo de David» no será sólo indicativo de una genealogía, sino de ser beneficiario de esta profecía y de la Alianza davídica (cfr. 1 R 8, 25; Sal 132, 10-18; Jr 17, 24-27; Ez 34, 23-24, etc.). Después del destierro será el título que con más insistencia se aplicará al Mesías, y, finalmente, los escritores del Nuevo Testamento mostrarán con empeño que Jesús es «hijo de David» (cfr. Mt 1, 1; 9, 27; Rm 1, 3). La liturgia de la Iglesia propone este texto en la Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María, ya que él garantiza la descendencia davídica de Jesús (Mt 1, 20) puesto que el Santo Patriarca era «de la casa de David» (Lc 1, 27).
El misterio ahora manifestado (Rm 16, 25-27)
2ª lectura
A diferencia de otras cartas, San Pablo termina la carta a los Romanos con una doxología a Dios omnipotente y sabio por medio de Jesucristo. Un papiro muy antiguo la coloca en 15, 33; otros manuscritos la ubican al final del cap. 14, repitiéndola también como conclusión de la epístola. Estos cambios se debieron a la lectura litúrgica de la carta que prescindía a veces de los caps. 15 y 16, por ser de un carácter más personal.
Alégrate, llena de gracia (Lc 1, 26-38)
Evangelio
El misterio de la Encarnación comporta diversas realidades: que María es virgen, que concibe sin intervención de varón, y que el Niño, verdadero hombre por ser hijo de María, es al mismo tiempo Hijo de Dios en el sentido más fuerte de esta expresión. Estas verdades se expresan no de manera especulativa, sino al hilo de los acontecimientos ocurridos. La narración, por tanto, es de una densidad extraordinaria. Prácticamente cada palabra lleva aneja una profundidad de significado sorprendente. Los Padres y la Tradición de la Iglesia no han dejado de notarlo, y los cristianos revivimos cada día este misterio a la hora del Ángelus.
En primer lugar, deben considerarse las circunstancias. El pasaje anterior se desarrollaba en la majestad del Templo de Jerusalén; éste, en Nazaret, una aldea de Galilea que ni siquiera es mencionada en el Antiguo Testamento. Antes contemplábamos a dos personas justas que querían tener hijos, pero no podían y Dios remediaba esa necesidad (1, 13); ahora estamos ante una virgen que no pide ningún hijo, es más, que pregunta cómo podrá llevarse a cabo lo que el ángel le dice (v. 34). Por eso, las palabras del ángel Gabriel expresan una acción singular, soberana y omnipotente de Dios (cfr. v. 35) que evoca la de la creación (cfr. Gn 1, 2), cuando el Espíritu descendió sobre las aguas para dar vida; y la del desierto, cuando creó al pueblo de Israel y hacía notar su presencia con una nube que cubría el Arca de la Alianza (cfr. Ex 40, 34-36).
La descripción de Nuestra Señora que brota del relato es muy elocuente. Para los hombres, María es «una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David» (v. 27); en cambio, para Dios, es la «llena de gracia» (v. 28), la criatura más singular que hasta ahora ha venido al mundo; y, sin embargo, Ella se tiene a sí misma como la «esclava del Señor» (v. 38). Y esto es así, porque Dios «desde toda la eternidad, la eligió y la señaló como Madre para que su Unigénito Hijo tomase carne y naciese de ella en la plenitud dichosa de los tiempos; y en tal grado la amó por encima de todas las criaturas, que sólo en Ella se complació con señaladísima complacencia» (Pio IX, Ineffabilis Deus).
Dentro de lo asombrosa que resulta la acción de Dios entre los hombres, que quiere confiar la salvación a nuestra libre respuesta, entendemos que para ello elija a una persona tan singular. Al meditar la escena, cada uno podría hacer suya la oración de San Bernardo: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta. (...) También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; enseguida seremos librados si consientes, (...) porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. (...) Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Creador» (S. Bernardo, Laudes Mariae, Sermo 4, 8-9).
El pasaje contiene asimismo una revelación sobre Jesús. En las primeras palabras (vv. 30-33), el ángel afirma que el Niño será el cumplimiento de las promesas. Las fórmulas son muy arcaicas. Frases como «el trono de David, su padre» (v. 32; cfr. Is 9, 6), «reinará sobre la casa de Jacob» (v. 33; cfr. Nm 24, 17) y «su Reino no tendrá fin» (v. 33, cfr. 2 S 7, 16; Dn 7, 14; Mi 4, 7), representan expresiones inmersas en el mundo de ideas y de vocabulario del Antiguo Testamento, conectadas con la promesa divina a Israel-Jacob, con los oráculos acerca del Mesías descendiente de David y con los anuncios proféticos del Reinado de Dios. Para una persona instruida en la religión y la piedad israelita, el significado era inequívoco. Sin embargo, la descripción del Niño, como Santo e Hijo de Dios (v. 35), traspasa todo lo imaginable. Las consecuencias del asentimiento de María (v. 38) han de verse en el conjunto de la historia de la humanidad. «Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente (...) que “el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad fue desatado por la Virgen María mediante su fe”; y comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes”, afirmando aún con mayor frecuencia que “la muerte vino por Eva, la vida por María”» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 56).
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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
La Anunciación
“En este mismo tiempo fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una doncella desposada con un varón llamado José, de la familia de David, y el nombre de la doncella era María” (Lc 1, 26-38).
1. Sin duda los misterios divinos son ocultos, y, como ha dicho el profeta, no es fácil al hombre, cualquiera que sea, llegar a conocer los designios de Dios (Is 40, 13). Por eso el conjunto de acciones y enseñanzas de nuestro Señor y Salvador nos dan a entender que un designio bien pensado ha hecho elegir con preferencia, para Madre del Señor, a la que había sido desposada con un varón. Mas ¿por qué no fue hecha madre antes de sus esponsales? Puede ser para que no se pudiera decir que había concebido adúlteramente. Y con razón ha indicado la Escritura estas dos cosas; ella era esposa y virgen; virgen, para que apareciera limpia de toda relación con un varón; desposada, para sustraerla al estigma infamante de una virginidad perdida, a la que su embarazo pudo haber manifestado su caída. El Señor ha querido mejor permitir que algunos dudasen de su origen que de la pureza de su Madre; sabía él cuán delicado es el honor de una virgen, cuán frágil la fama del pudor; no juzgó conveniente establecer la verdad de su origen a expensas de su Madre. Así fue preservada la virginidad de Santa María, sin detrimento para su pureza, sin violar su reputación; pues conviene que los santos sean tenidos en buen testimonio por aquellos que están fuera (1 Tim 3, 7), ni era conveniente dejar a las vírgenes que viven en una opinión desfavorable el velo de la excusa de ver difamada a la Madre del Señor.
2. Pues ¿qué se podría reprochar a los judíos, a Herodes, si ellos habían perseguido al nacido de un adulterio? Y ¿cómo el mismo había de decir: No he venido a destruir la Ley, sino a cumplirla (Mt 5, 17), si había comenzado por un atentado a la Ley, puesto que el embarazo fuera del matrimonio está condenado por la Ley? Más todavía, la pureza encuentra un testimonio de toda seguridad, un marido que pudiera experimentar la injuria y vengar la afrenta si no reconociese el misterio. Añadamos todavía lo que da más crédito a las palabras de María y le quita toda causa de mentir, pues ella parecería haber querido cubrir su falta por una mentira sí, sin matrimonio, ella hubiera estado embarazada; hubiera tenido motivo de mentir si no fuese esposa; estaba desposada, luego no lo tenía, puesto que la recompensa del matrimonio y el beneficio de las nupcias, es, para las mujeres, la fecundidad.
3. Otra razón que no es despreciable: la virginidad de María había de engañar al príncipe del mundo que, viéndola unida a un esposo, no pudo tener sospecha de su parto. Que hubo intención de engañar al príncipe del mundo nos lo manifiestan las mismas palabras del Señor cuando manda a los apóstoles no hablar de Cristo (Mt 16, 20), prohíbe a los que cura publicar su curación (ibíd. 8, 4), ordena a los demonios no hablar del Hijo de Dios (Lc 4, 35). Que hubo intención, como he dicho, de engañar al príncipe del mundo nos lo declara también el Apóstol al decir: “Predicamos la sabiduría de Dios, encerrada en el misterio, la escondida, la que predestinó Dios antes de los siglos para gloria nuestra; la cual ninguno de los jefes de este mundo conoció, que, si la conocieran, jamás al Señor de la gloria crucificaran” (1 Cor 2, 7-8), es decir, jamás hubieran hecho que yo fuera redimido por la muerte del Señor. Por nosotros lo ha engañado, lo ha engañado para vencerle; ha engañado al diablo cuando le tentaba, cuando le rogaba, cuando le llamaba Hijo de Dios, para que nunca proclamase la propia divinidad. Todavía más engañó al príncipe de este mundo; pues, aunque el diablo dudó alguna vez, como cuando dijo: “Si tú eres el Hijo de Dios, échate abajo” (Mt 4, 6), sin embargo, terminó por conocerle y se retiró de él. Lo conocieron los demonios, que decían: “Sabemos que tú eres Jesús, el Hijo de Dios, ¿por qué has venido antes de tiempo para atormentarnos?” (Mt 8, 29); ellos han reconocido su venida precisamente porque sabían de antemano que El vendría. Pero los príncipes de este mundo no lo han conocido; y ¿qué mejor prueba podemos alegar que el texto del apóstol: Si ellos lo hubieran conocido, jamás al Señor de la gloria crucificaran? Efectivamente, la malicia de los demonios llega a penetrar aun las cosas ocultas, más aquellos a los que absorben las vanidades del mundo jamás pueden conocer las cosas de Dios.
4. Hay una feliz distribución entre los evangelistas. San Mateo nos muestra a José advertido por el ángel para que no abandonase a María; el evangelista Lucas testifica que ellos no estaban unidos (Lc 1, 27). Y María misma lo reconoce así, cuando dijo al ángel: “¿Cómo se hará esto, pues no conozco a varón?” Pero el mismo San Lucas la proclamó virgen, al decir : “Y la Virgen se llamaba María”, y el profeta nos lo enseñó con estas palabras : “He aquí que una virgen concebirá” (Is 7, 14); José también lo ha mostrado, pues, al verla embarazada sin haberla conocido, pensaba dejarla; y el mismo Señor lo ha manifestado desde la cruz, al decir a su Madre : Mujer, he ahí a tu hijo; y luego al discípulo: He ahí a tu madre; y aun los dos, el discípulo y la madre, son testimonios, pues, desde aquella hora la recibió el discípulo en su casa (Io 19, 26ss). Si existía la unión marital, jamás el Señor le hubiera quitado a su esposo, y este varón justo no hubiera soportado que ella se hubiese alejado. ¿Cómo el Señor hubiera preceptuado este divorcio, cuando él mismo pronunció que nadie había de repudiar a su esposa, salvo en el caso de fornicación?
5. En cuanto a San Mateo, bellamente enseña él lo que ha de ser un justo que comprueba la falta de su esposa, para guardarse inocentemente de un homicidio, puro de un adulterio; pues el que se une, a una mujer libertina, un cuerpo forma con ella (1 Cor 6, 16). Luego en toda circunstancia José ha guardado el mérito y la figura del varón justo, para que sea adornado como testigo pues la boca del justo ignora la mentira, y su lengua habla la justicia, su juicio profiere la verdad. No te agites si la Escritura la llama con frecuencia esposa; pues no se quita la virginidad, sino sólo se testimonia los esponsales y se declara la celebración de las nupcias. Nadie abandona a la que no ha tomado por esposa: querer repudiarla es reconocer que la había tomado por esposa.
6. Tampoco te debes agitar por lo que dice el evangelista: “No la conoció hasta que dio a luz a su hijo” (Mt 1, 25); pues o se trata de una locución de la Escritura que se encuentra en otro lugar: Hasta tu vejez, yo soy (Is 46, 4); ¿es que después de su vejez Dios ha cesado de ser? Y en el salmo: “El Señor ha dicho a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies” (Ps 109, 1). ¿Es que después no estará a su derecha? O bien, porque el que busca una causa estima suficiente decir lo que se refiere a la causa y no se preocupa de lo demás; es suficiente para él tratar de la causa y dejar el incidente. Estando ocupado en mostrar que el misterio de la Encarnación estuvo exento de todo comercio carnal, no ha creído un deber llevar más lejos el testimonio de la virginidad de María, para que no pareciera que era más defensor de la Virgen que pregonero del misterio. Ciertamente, cuando nos dijo que José era justo, indicaba suficientemente que no pudo profanar el templo del Espíritu Santo, la Madre del Señor, el seno consagrado por el misterio.
7. Hemos conocido la serie de los hechos, hemos conocido el consejo, conozcamos también el misterio. Con razón se dice que estaba desposada y que era virgen, pues era figura de la Iglesia, que es inmaculada, pero desposada. Nos concibió la Virgen espiritualmente, y nos ha dado a luz la Virgen sin gemido. Tal vez también Santa María ha sido desposada con uno y fecundada por otro, porque las iglesias particulares, fecundadas por el Espíritu y la gracia, están unidas visiblemente a un pontífice mortal.
8. “Y habiendo entrado donde ella estaba, dijo: Dios te salve llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres. Ella, al oír estas palabras, se turbó”. Reconoce a la Virgen en su conducta, reconoce a la Virgen en su modestia, reconoce a la Virgen en sus palabras, reconócela en el misterio. Es propio de las vírgenes turbarse e intimidarse cada vez que un hombre las aborda y temer toda conversación con un hombre. Que las mujeres aprendan a imitar el propósito del pudor: sola en su retiro, para que ningún hombre la viese; sólo el ángel la encontró; sola, sin compañía; sola, sin testigos, para no rebajarse en entretenimientos vulgares, sola es saludada por el ángel. Aprende, virgen, a evitar las palabras menos convenientes. María se ruborizó aun del saludo del ángel. “Y discurría qué podría ser esta salutación”.
9. Por modestia, pues, ella estaba turbada; por prudencia, pues, la había sorprendido esta nueva fórmula de bendición, que no se leía en ninguna parte ni en ninguna parte se encontraba hasta entonces. Sólo a María se reservó este saludo; sola, en efecto, es llamada justamente llena de gracia, pues sola obtuvo la gracia, que ninguna otra había recibido, de ser llenada del Autor de la gracia. María, pues, se ruborizaba, se ruborizaba Isabel. Conozcamos lo que distingue la modestia de la mujer y la de la virgen. Aquélla se ruborizaba de la causa, ésta por la modestia; en la mujer se indica una medida a su pudor; en la virgen se aumenta la gracia del pudor.
10. “Y el ángel del Señor le dijo: No temas, María, pues hallaste gracia a los ojos de Dios. He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, a quien darás por nombre Jesús. Este será grande”.
También el ángel ha dicho igualmente de Juan: Será grande; pero él es grande como puede serlo un hombre; éste es grande como Dios; pues el Señor es grande, digno de toda alabanza, y su grandeza no tiene fin (Ps 144, 3). Con razón se dice que aquél fue grande, pues no existe, entre los nacidos de mujer, profeta más grande que Juan Bautista (Lc 7, 28). Existe, sin embargo, uno más grande que él, pues el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él (ibíd.). Juan es grande, más ante el Señor. Y Juan, tan grande, no ha bebido vino ni sidra; éste come y bebe con los publicanos y pecadores (Mc 2, 16). Aquél tuvo el mérito de la abstinencia, pues no tenía ningún poder por naturaleza; pero Cristo, que por naturaleza tenía poder de perdonar los pecados, ¿por qué había de evitar a los que podía hacer mejores que los abstinentes?
11. Hay también un misterio: no rehúsa ser su convidado, teniendo que darle su sacramento. Uno come y otro ayuna: figura de dos pueblos, de los cuales uno ayuna en aquél y otro es alimentado en éste. Por lo demás, Cristo ha ayunado también, para que no esquives el precepto; comió con los pecadores para mostrarte su gracia y hacerte reconocer su poder.
Juan también es grande, pero su grandeza tiene un principio y un fin, mientras que el Señor es a la vez principio y fin, el primero y el último (Apoc 22, 13). Nada antes del primero y nada después del último.
12. Y que las leyes de la generación humana no nos lleven al error de creer que Él no es primero, porque es Hijo. Sigue las Escrituras para que no puedas errar. El Hijo es llamado primero. Se lee igualmente que el Padre está solo: “Sólo él posee la inmortalidad y habita en una luz inaccesible” (1 Tim 6, 16); como lees también: Yal solo Dios inmortal (1 Tim 1, 17). Mas no hay primero antes que el Padre, ni éste está solo sin el Hijo. Si niegas lo uno pruebas lo otro; retiene lo uno y lo otro y confirmas los dos. No ha dicho: “yo soy anterior, yo soy posterior”, sino: “Yo soy el primero y yo soy el último”. El Hijo es primero y, por consiguiente, coeterno, pues tiene un Padre con el cual es eterno. Me atrevo a decir: el Hijo es primero, pero no está solo, y digo bien y con piedad. ¿Por qué dar oídos a la impiedad, heréticos? Habéis caído en los lazos que habéis tendido. El Hijo es primero y no está solo, porque siempre está con el Padre, y nunca está solo porque jamás está sin el Padre. No soy yo quien esto dice, sino El mismo lo dice: Yo no estoy solo, porque mi Padre está conmigo (Io 16, 32). El Padre está solo porque no hay más que un solo Dios; el Padre está solo porque no hay más que una sola divinidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y ser único es ser solo. El Padre es solo, solo el Unigénito y solo también el Espíritu Santo; pues ni el que es Hijo es igualmente Padre, ni el que es Padre es igualmente Hijo, ni el que es Espíritu Santo es igualmente Hijo. Uno es el Padre, otro es el Hijo y otro es el Espíritu Santo; pues leemos: “Yo rogaré a mi Padre y os dará otro Paráclito” (Io 14, 16). El Padre es solo, porque no hay más que un solo Dios del que todo procede; el Hijo es solo, porque no hay más que un solo Señor por quien todo existe (cf. 1 Cor 8, 6). Ser solo es el hecho de la divinidad; la generación atestigua que hay Padre e Hijo, de suerte que jamás se ve al Hijo sin el Padre o al Padre sin el Hijo. Luego (el Padre) no está solo, porque no es el solo inmortal; Él no es el único que habita en la luz inaccesible, puesto que nadie ha visto jamás a Dios, sino el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre (Io 1, 18), que se sienta a la derecha del Padre. ¡Y algunos se atreven a decir que para El no hay acceso a la luz en que habita el Padre! ¿Acaso la luz es mejor que el Padre? ¿La luz va a ser inaccesible para aquel que no es inaccesible al Padre? Él es la luz verdadera y el autor de la luz eterna, de la cual se ha dicho: Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Io 1, 9). Véase si no es ésta la luz inaccesible que habita el Padre y que habita igualmente el Hijo, pues el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre.
13. Él es verdaderamente grande, pues el poder de Dios se ha extendido largamente, la grandeza de la naturaleza divina se extiende largamente. La Trinidad no tiene límites, ni fronteras, ni medida, ni dimensión. Ningún lugar la contiene, ningún pensamiento la abarca, ningún cálculo la valora, ninguna época la modifica. Sin duda alguna el Señor Jesús ha dado a los hombres grandeza, pues su voz se ha propagado sobre la tierra y sus palabras han llegado hasta los extremos de los espacios terrestres (Ps 18, 5), pero no hasta los límites del universo, no hasta los límites del cielo, no más allá de los cielos, mientras que en el Señor Jesús fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, tanto las visibles como las invisibles. Y Él es antes que todas las cosas, y todas tienen en El su consistencia (Col 1, 16-17). Contempla el cielo, allí está Jesús; considera la tierra, allí está Jesús; sube al cielo por la palabra, baja por la palabra a los infiernos, allí está Jesús. Pues si subes al cielo, allí está Jesús, si bajas a los infiernos, allí está (Ps 138, 8). Hoy, cuando yo hablo, Él está conmigo en este instante, en este momento; y si ahora un cristiano habla en Armenia, Jesús está allí; pues nadie dice que Jesús es Señor sino en el Espíritu Santo (1 Cor 12, 13). Si por el pensamiento penetras en los abismos, allí encontrarás a Jesús obrando; pues está escrito: “No digas en tu corazón, ¿quién subirá al cielo?, esto es, para hacer bajar a Cristo; o ¿quién bajará al abismo?, esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos” (Rom 10, 6-7). ¿Dónde no está El, pues todo lo ha hecho en los cielos, en el infierno y en la tierra? Es verdaderamente grande Aquel cuyo poder llena el mundo, que está en todas partes y estará siempre, pues su reino no tendrá fin.
14. “Dijo María al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” Parecería que aquí María no ha tenido fe a no ser que lo consideres atentamente; no es admisible que fuese escogida una incrédula para engendrar al Hijo unigénito de Dios. ¿Y cómo podría hacerse –aunque fuese salvada la prerrogativa de la madre, a la cual se debía con razón mayor deferencia, pero como prerrogativa mayor, mayor fe debía habérsele reservado–, cómo podría hacerse que Zacarías, que no había creído, fuese condenado al silencio, y María, sin embargo, si no hubiera creído, fuese honrada con la infusión del Espíritu Santo? Pero María no debía rehusar creer ni precipitarse a la ligera: rehusar creer al ángel, precipitarse sobre las cosas divinas. No era fácil conocer el misterio encerrado desde los siglos en Dios (Eph 3, 9 y Col 1, 26), que ni las mismas potestades superiores pudieron conocerlo. Y, sin embargo, no rehusó su fe ni ha sustraído su misión, sino que ha ordenado su querer y ha prometido sus servicios. Pues cuando dice: ¿Cómo se hará esto?, no pone en duda su efecto, sino que pregunta cómo se hará este efecto.
15. ¡Cuánta más mesura en esta respuesta que en las palabras del sacerdote! Esta ha dicho: ¿Cómo se hará esto? Aquél ha respondido: ¿Cómo conoceré esto? Ella trata ya de hacerlo; aquél duda todavía del anuncio. Aquél declara no creer al manifestar que no sabe, y parece que, para creer, busca todavía otra garantía; ella se declara dispuesta a la realización y no duda de que tendrá lugar, pues pregunta cómo podrá realizarse; así está escrito: “¿Cómo se hará esto, pues no he conocido a varón?” La increíble e inaudita generación debía ser antes escuchada para ser creída. Que una Virgen dé a luz es un signo de un misterio divino, no humano. “Toma para ti, dice, este signo: he aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Is 7, 14). María había leído esto y, por lo mismo, creyó en su realización; más cómo se había de realizar, no lo había leído, pues esto no había sido revelado ni siquiera a un profeta tan grande. El anuncio de tal misterio debía de ser pronunciado no por los labios de un hombre, sino por los de un ángel. Hoy se oye por vez primera: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti”, y es oído y es creído.
16. “He aquí, dice, la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Admira la humildad, admira la entrega. Se llama a sí misma la esclava del Señor, la que ha sido escogida para ser su Madre; no la ensoberbece esta promesa inesperada. Más aún, al llamarse esclava, no reivindicó para sí algún privilegio de una gracia tan grande; realizaría lo que le fuese ordenado; pues antes de dar a luz al Dulce y al Humilde convenía que ella diese prueba de humildad. ”He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Observa su obediencia, observa su deseo; he aquí la esclava del Señor: es la disposición para servir; hágase en mí según tu palabra: es el deseo concebido.
17. ¡Cómo María ha estado dispuesta a creer, aun en condiciones anormales! Pues ¿hay cosas más dispares que el Espíritu Santo y un cuerpo? ¿Qué más inaudito que una virgen sea fecundada fuera de la ley, fuera de la costumbre, fuera del pudor, que es lo más estimado en una virgen? En Zacarías no hay una disparidad de condiciones, sino la edad avanzada lo que le impidió creer; pues las condiciones eran normales: la fecundación de una mujer por un hombre es cosa ordinaria, y no debe parecer increíble lo que es conforme a la naturaleza. La edad depende de la naturaleza y no la naturaleza de la edad; sucede a veces que la edad pone obstáculos a la naturaleza, pero no es contra la razón que la causa inferior ceda a la causa superior y que el privilegio de la naturaleza se muestre más fuerte que el uso de una edad inferior. Abrahán y Sara tuvieron un hijo en su vejez, y José es el hijo de la ancianidad (Gen 37, 3). Luego, si Sara fue reprendida por haberse reído, más justa es aún la condenación de aquél que no creyó ni al mensaje ni al procedimiento. María, por el contrario, al decir: “¿Cómo se hará esto, pues no conozco varón?”, no parece que ha dudado del acontecimiento, sino que ha preguntado cómo se realizaría; es claro que ella creía en su realización, pues ha preguntado cómo había de realizarse. Por eso ella mereció escuchar: “Bienaventurada tú que has creído”. Verdaderamente bienaventurada porque es más excelente que el sacerdote. Cuando el sacerdote negó, la virgen corrigió el error. No extraña que el Señor al rescatar el mundo haya comenzado su obra por María; de tal forma, que aquella por la cual se preparaba la salvación de todos fuese también la primera en recibir de su Hijo el fruto de salvación.
18. Hizo bien en inquirir cómo se realizaría el acontecimiento, pues había leído que una virgen daría a luz, pero no había leído cómo sucedería esto. Había leído, como dije antes, “He aquí que una virgen concebirá”. Cómo había de concebir, es en el Evangelio donde el ángel lo dijo por vez primera.
(Obras de San Ambrosio, L.2, 1-18, BAC Madrid 1966 (I), pp. 82-95)
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FRANCISCO – Ángelus 2014 y 2017, Homilía (20.XII.13), Catequesis (18.XII.13)
Ángelus 2014
Responder, como María, con un «sí» personal y sincero
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, cuarto y último domingo de Adviento, la liturgia quiere prepararnos para la Navidad que ya está a la puerta invitándonos a meditar el relato del anuncio del Ángel a María. El arcángel Gabriel revela a la Virgen la voluntad del Señor de que ella se convierta en la madre de su Hijo unigénito: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc1, 31-32). Fijemos la mirada en esta sencilla joven de Nazaret, en el momento en que acoge con docilidad el mensaje divino con su «sì»; captemos dos aspectos esenciales de su actitud, que es para nosotros modelo de cómo prepararnos para la Navidad.
Ante todo, su fe, su actitud de fe, que consiste en escuchar la Palabra de Dios para abandonarse a esta Palabra con plena disponibilidad de mente y de corazón. Al responder al Ángel, María dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (v. 38). En su «heme aquí» lleno de fe, María no sabe por cuales caminos tendrá que arriesgarse, qué dolores tendrá que sufrir, qué riesgos afrontar. Pero es consciente de que es el Señor quien se lo pide y ella se fía totalmente de Él, se abandona a su amor. Esta es la fe de María.
Otro aspecto es la capacidad de la Madre de Cristo de reconocer el tiempo de Dios. María es aquella que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios, «la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos» (Rm16, 25). Hizo posible la encarnación del Verbo gracias precisamente a su «sí» humilde y valiente. María nos enseña a captar el momento favorable en el que Jesús pasa por nuestra vida y pide una respuesta disponible y generosa. Y Jesús pasa. En efecto, el misterio del nacimiento de Jesús en Belén, que tuvo lugar históricamente hace más de dos mil años, se realiza, como acontecimiento espiritual, en el «hoy» de la Liturgia. El Verbo, que encontró una morada en el seno virginal de María, en la celebración de la Navidad viene a llamar nuevamente al corazón de cada cristiano: pasa y llama. Cada uno de nosotros está llamado a responder, como María, con un «sí» personal y sincero, poniéndose plenamente a disposición de Dios y de su misericordia, de su amor. Cuántas veces pasa Jesús por nuestra vida y cuántas veces nos envía un ángel, y cuántas veces no nos damos cuenta, porque estamos muy ocupados, inmersos en nuestros pensamientos, en nuestros asuntos y, concretamente, en estos días, en nuestros preparativos de la Navidad, que no nos damos cuenta de que Él pasa y llama a la puerta de nuestro corazón, pidiendo acogida, pidiendo un «sí», como el de María. Un santo decía: «Temo que el Señor pase». ¿Sabéis por qué temía? Temor de no darse cuenta y dejarlo pasar. Cuando nosotros sentimos en nuestro corazón: «Quisiera ser más bueno, más buena... Estoy arrepentido de esto que hice...». Es precisamente el Señor quien llama. Te hace sentir esto: las ganas de ser mejor, las ganas de estar más cerca de los demás, de Dios. Si tú sientes esto, detente. ¡El Señor está allí! Y vas a rezar, y tal vez a la confesión, a hacer un poco de limpieza...: esto hace bien. Pero recuérdalo bien: si sientes esas ganas de mejorar, es Él quien llama: ¡no lo dejes marchar!
En el misterio de la Navidad, junto a María está la silenciosa presencia de san José, como se representa en cada belén —también en el que podéis admirar aquí en la plaza de San Pedro. El ejemplo de María y de José es para todos nosotros una invitación a acoger con total apertura de espíritu a Jesús, que por amor se hizo nuestro hermano. Él viene a traer al mundo el don de la paz: «En la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc2, 14), como lo anunció el coro de los ángeles a los pastores. El don precioso de la Navidad es la paz, y Cristo es nuestra auténtica paz. Y Cristo llama a nuestro corazón para darnos la paz, la paz del alma. Abramos las puertas a Cristo.
Nos encomendamos a la intercesión de nuestra Madre y de san José, para vivir una Navidad verdaderamente cristiana, libres de toda mundanidad, dispuestos a acoger al Salvador, al Dios-con-nosotros.
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Ángelus 2017
La Virgen es la colaboradora perfecta del proyecto de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo que precede inmediatamente la Navidad, escuchamos el Evangelio de la Anunciación (cf. Lucas 1, 26-38).
En este pasaje evangélico podemos notar un contraste entre las promesas del ángel y la respuesta de María. Tal contraste se manifiesta en la dimensión y en el contenido de las expresiones de los dos protagonistas. El ángel dice a María: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (vv. 30-33). Es una larga revelación, que abre perspectivas inauditas. El niño que nacerá de esta humilde joven de Nazaret será llamado Hijo del Altísimo: no es posible concebir una dignidad más alta que esta. Y después la pregunta de María, con la que Ella pide explicaciones, la revelación del ángel se hace aún más detallada y sorprendente.
Sin embargo, la respuesta de María es una frase breve que no habla de gloria, no habla de privilegio, sino solo de disponibilidad y de servicio: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (v. 38). También el contenido es diferente. María no se exalta frente a la perspectiva de convertirse incluso en la madre del Mesías, sino que permanece modesta y expresa la propia adhesión al proyecto del Señor. María no presume. Es humilde, modesta. Se queda como siempre. Este contraste es significativo. Nos hace entender que María es verdaderamente humilde y no trata de exponerse. Reconoce ser pequeña delante de Dios, y está contenta de ser así. Al mismo tiempo, es consciente de que de su respuesta depende la realización del proyecto de Dios, y que por tanto Ella está llamada a adherirse con todo su ser.
En esta circunstancia, María se presenta con una actitud que corresponde perfectamente a la del Hijo de Dios cuando viene en el mundo: Él quiere convertirse en el Siervo del Señor, ponerse al servicio de la humanidad para cumplir el proyecto del Padre. María dice: «He aquí la esclava del Señor»; y el Hijo de Dios, entrando en el mundo dice: «He aquí que vengo […] a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hebreos 10, 7- 9). La actitud de María refleja plenamente esta declaración del Hijo de Dios, que se convierte también en hijo de María. Así la Virgen se revela colaboradora perfecta del proyecto de Dios, y se revela también discípula de su Hijo, en el Magnificat podrá proclamar que «exaltó a los humildes» (Lucas 1, 52), porque con esta respuesta suya humilde y generosa ha obtenido la alegría altísima, y también una gloria altísima. Mientras admiramos a nuestra Madre por su respuesta a la llamada y a la misión de Dios, le pedimos a Ella que nos ayude a cada uno de nosotros a acoger el proyecto de Dios en nuestra vida, con humildad sincera y generosidad valiente.
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Homilía del 20.XII.13
El misterio no busca publicidad
El misterio de la relación entre Dios y el hombre no busca la publicidad, porque no lo haría verdadero. Requiere más bien el estilo del silencio. Corresponde luego a cada uno de nosotros descubrir, precisamente en el silencio, las características del misterio de Dios en la vida personal. A pocos días de la Navidad, el Papa Francisco propuso una fuerte reflexión sobre el valor del silencio. E invitó a amarlo y buscarlo así como lo hizo María, cuyo testimonio evocó en la misa celebrada el viernes 20 de diciembre, por la mañana, en la capilla de la Casa de Santa Marta.
Una reflexión basada en el pasaje del Evangelio de san Lucas propuesto por la liturgia del día (1, 26-38), que inicia con «esa frase» que «nos dice mucho» dirigida por el ángel a la Virgen: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra», y que remite también al pasaje del libro de Isaías (7, 10-14), proclamado en la primera lectura de la celebración.
«Es la sombra de Dios que en la historia de la salvación custodia siempre el misterio». Es «la sombra de Dios que acompañó al pueblo en el desierto». Toda la historia de la salvación muestra que «el Señor cuidó siempre el misterio. Y cubrió el misterio. No hizo publicidad del misterio». En efecto, «el misterio que hace publicidad de sí mismo no es cristiano, no es misterio de Dios. Es un fingimiento de misterio». Precisamente el pasaje evangélico de hoy lo confirma. Cuando la Virgen recibe del ángel el anuncio del Hijo, «el misterio de su maternidad personal» permanece oculto.
Y ésta es una verdad que se refiere también a todos nosotros. «Esta sombra de Dios en nosotros, en nuestra vida, nos ayuda a descubrir nuestro misterio: nuestro misterio del encuentro con el Señor, nuestro misterio del camino de la vida con el Señor». En efecto, «cada uno de nosotros sabe cómo obra misteriosamente el Señor en su corazón, en su alma. Y cuál es la nube, el poder, cómo es el estilo del Espíritu Santo para cubrir nuestro misterio. Esta nube en nosotros, en nuestra vida, se llama silencio. El silencio es precisamente la nube que cubre el misterio de nuestra relación con el Señor, de nuestra santidad y nuestros pecados».
Es un «misterio que no podemos explicar. Pero cuando no hay silencio en nuestra vida el misterio se pierde, se va». He aquí, entonces, la importancia de «custodiar el misterio con el silencio: es la nube, el poder de Dios para nosotros, la fuerza del Espíritu Santo».
El Papa Francisco propuso una vez más el testimonio de la Virgen que vivió hasta el final «este silencio» en toda su vida. «Pienso cuántas veces calló, cuántas veces no dijo lo que sentía para custodiar el misterio de la relación con su Hijo». Y recordó que «Pablo VI en 1964, en Nazaret, nos decía que tenemos la necesidad de renovar y reforzar, de robustecer el silencio», precisamente porque «el silencio custodia el misterio». El Papa dejó lugar luego «al silencio de la Virgen al pie de la cruz», a lo que pasaba por su mente como hizo también Juan Pablo II.
En realidad, el Evangelio no refiere palabra alguna de la Virgen: María «era silenciosa, pero dentro de su corazón cuántas cosas decía al Señor» en ese momento crucial de la historia. Probablemente María habrá reflexionado en las palabras del ángel que «hemos leído» en el Evangelio respecto a su Hijo: «Aquel día me dijiste que sería grande. Tú me dijiste que le darías el trono de David su padre y que reinaría para siempre. Pero ahora lo veo allí», en la cruz. María «con el silencio cubrió el misterio que no comprendía. Y con el silencio dejó que el misterio pudiera crecer y florecer» llevando a todos una gran «esperanza».
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra»: las palabras del ángel a María nos aseguran que «el Señor cubre su misterio». Porque «el misterio de nuestra relación con Dios, de nuestro camino, de nuestra salvación no se puede poner al aire, hacer con él publicidad. El silencio lo custodia». El Papa Francisco concluyó su homilía con la oración de que «el Señor nos dé a todos la gracia de amar el silencio, buscarlo, tener un corazón protegido por la nube del silencio. Y así el misterio que crece en nosotros dará muchos frutos».
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Catequesis del 18.XII.13
Navidad, fiesta de la confianza y de la esperanza
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este encuentro nuestro tiene lugar en el clima espiritual del Adviento, que se hace más intenso por la Novena de la Santa Navidad, que estamos viviendo en estos días y que nos conduce a las fiestas navideñas. Por ello, hoy desearía reflexionar con vosotros sobre el Nacimiento de Jesús, fiesta de la confianza y de la esperanza, que supera la incertidumbre y el pesimismo. Y la razón de nuestra esperanza es ésta: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Pero pensad bien en esto: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Es generoso este Dios Padre. Él viene a habitar con los hombres, elige la tierra como morada suya para estar junto al hombre y hacerse encontrar allí donde el hombre pasa sus días en la alegría y en el dolor. Por lo tanto, la tierra ya no es sólo un «valle de lágrimas», sino el lugar donde Dios mismo puso su tienda, es el lugar del encuentro de Dios con el hombre, de la solidaridad de Dios con los hombres.
Dios quiso compartir nuestra condición humana hasta el punto de hacerse una cosa sola con nosotros en la persona de Jesús, que es verdadero hombre y verdadero Dios. Pero hay algo aún más sorprendente. La presencia de Dios en medio de la humanidad no se realiza en un mundo ideal, idílico, sino en este mundo real, marcado por muchas cosas buenas y malas, marcado por divisiones, maldad, pobreza, prepotencias y guerras. Él eligió habitar nuestra historia así como es, con todo el peso de sus límites y de sus dramas. Actuando así demostró de modo insuperable su inclinación misericordiosa y llena de amor hacia las creaturas humanas. Él es el Dios-con-nosotros; Jesús es Dios-con-nosotros. ¿Creéis vosotros esto? Hagamos juntos esta profesión: Jesús es Dios-con-nosotros. Jesús es Dios-con-nosotros desde siempre y para siempre con nosotros en los sufrimientos y en los dolores de la historia. El nacimiento de Jesús es la manifestación de que Dios «tomó partido» de una vez para siempre de la parte del hombre, para salvarnos, para levantarnos del polvo de nuestras miserias, de nuestras dificultades, de nuestros pecados.
De aquí viene el gran «regalo» del Niño de Belén: Él nos trae una energía espiritual, una energía que nos ayuda a no hundirnos en nuestras fatigas, en nuestras desesperaciones, en nuestras tristezas, porque es una energía que caldea y transforma el corazón. El nacimiento de Jesús, en efecto, nos trae la buena noticia de que somos amados inmensamente y singularmente por Dios, y este amor no sólo nos lo da a conocer, sino que nos lo dona, nos lo comunica.
De la contemplación gozosa del misterio del Hijo de Dios nacido por nosotros, podemos sacar dos consideraciones.
La primera es que si en Navidad Dios se revela no como uno que está en lo alto y que domina el universo, sino como Aquél que se abaja, desciende sobre la tierra pequeño y pobre, significa que para ser semejantes a Él no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más, abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con los pequeños y pobres con los pobres. Pero es algo feo cuando se ve a un cristiano que no quiere abajarse, que no quiere servir. Un cristiano que se da de importante por todos lados, es feo: ese no es cristiano, ese es pagano. El cristiano sirve, se abaja. Obremos de manera que estos hermanos y hermanas nuestros no se sientan nunca solos.
La segunda consecuencia: si Dios, por medio de Jesús, se implicó con el hombre hasta el punto de hacerse como uno de nosotros, quiere decir que cualquier cosa que hagamos a un hermano o a una hermana la habremos hecho a Él. Nos lo recordó Jesús mismo: quien haya alimentado, acogido, visitado, amado a uno de los más pequeños y de los más pobres entre los hombres, lo habrá hecho al Hijo de Dios.
Encomendémonos a la maternal intercesión de María, Madre de Jesús y nuestra, para que nos ayude en esta Santa Navidad, ya cercana, a reconocer en el rostro de nuestro prójimo, especialmente de las personas más débiles y marginadas, la imagen del Hijo de Dios hecho hombre.
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BENEDICTO XVI - Ángelus 2005, 2008 y 2011
2005
Dejémonos “contagiar” por el silencio de san José
Queridos hermanos y hermanas:
En estos últimos días del Adviento, la liturgia nos invita a contemplar de modo especial a la Virgen María y a san José, que vivieron con intensidad única el tiempo de la espera y de la preparación del nacimiento de Jesús. Hoy deseo dirigir mi mirada a la figura de san José. En la página evangélica de hoy san Lucas presenta a la Virgen María como “desposada con un hombre llamado José, de la casa de David” (Lc 1, 27). Sin embargo, es el evangelista san Mateo quien da mayor relieve al padre putativo de Jesús, subrayando que, a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como “hijo de David”.
Desde luego, la función de san José no puede reducirse a este aspecto legal. Es modelo del hombre “justo” (Mt 1, 19), que en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso, en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar una especie de coloquio espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe.
El amado Papa Juan Pablo II, que era muy devoto de san José, nos ha dejado una admirable meditación dedicada a él en la exhortación apostólica Redemptoris Custos, “Custodio del Redentor”. Entre los muchos aspectos que pone de relieve, pondera en especial el silencio de san José. Su silencio estaba impregnado de contemplación del misterio de Dios, con una actitud de total disponibilidad a la voluntad divina. En otras palabras, el silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos. Un silencio gracias al cual san José, al unísono con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia.
No se exagera si se piensa que, precisamente de su “padre” José, Jesús aprendió, en el plano humano, la fuerte interioridad que es presupuesto de la auténtica justicia, la “justicia superior”, que él un día enseñará a sus discípulos (cf. Mt 5, 20). Dejémonos “contagiar” por el silencio de san José. Nos es muy necesario, en un mundo a menudo demasiado ruidoso, que no favorece el recogimiento y la escucha de la voz de Dios. En este tiempo de preparación para la Navidad cultivemos el recogimiento interior, para acoger y tener siempre a Jesús en nuestra vida.
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2008
El plan divino es salvar a la humanidad y su historia asumiéndolas hasta el fondo
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este cuarto domingo de Adviento nos vuelve a proponer el relato de la Anunciación (Lc 1, 26-38), el misterio al que volvemos cada día al rezar el Ángelus. Esta oración nos hace revivir el momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir su “sí”, comenzó a tomar carne en ella y de ella. La oración “Colecta” de la misa de hoy es la misma que se reza al final del Ángelus: “Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que por el anuncio del ángel hemos conocido la encarnación de tu Hijo, para que lleguemos por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección”.
A pocos días ya de la fiesta de Navidad, se nos invita a dirigir la mirada al misterio inefable que María llevó durante nueve meses en su seno virginal: el misterio de Dios que se hace hombre. Este es el primer eje de la redención. El segundo es la muerte y resurrección de Jesús, y estos dos ejes inseparables manifiestan un único plan divino: salvar a la humanidad y su historia asumiéndolas hasta el fondo al hacerse plenamente cargo de todo el mal que las oprime.
Este misterio de salvación, además de su dimensión histórica, tiene también una dimensión cósmica: Cristo es el sol de gracia que, con su luz, “transfigura y enciende el universo en espera” (Liturgia). La misma colocación de la fiesta de Navidad está vinculada al solsticio de invierno, cuando las jornadas, en el hemisferio boreal, comienzan a alargarse. A este respecto, tal vez no todos saben que la plaza de San Pedro es también una meridiana; en efecto, el gran obelisco arroja su sombra a lo largo de una línea que recorre el empedrado hacia la fuente que está bajo esta ventana, y en estos días la sombra es la más larga del año. Esto nos recuerda la función de la astronomía para marcar los tiempos de la oración. El Ángelus, por ejemplo, se recita por la mañana, a mediodía y por la tarde, y con la meridiana, que en otros tiempos servía precisamente para conocer el “mediodía verdadero”, se regulaban los relojes.
El hecho de que precisamente hoy, 21 de diciembre, a esta misma hora, caiga el solsticio de invierno me brinda la oportunidad de saludar a todos aquellos que van a participar de varias maneras en las iniciativas del año mundial de la astronomía, el 2009, convocado en el cuarto centenario de las primeras observaciones de Galileo Galilei con el telescopio. Entre mis predecesores de venerada memoria ha habido cultivadores de esta ciencia, como Silvestre II, que la enseñó, Gregorio XIII, a quien debemos nuestro calendario, y san Pío X, que sabía construir relojes de sol. Si los cielos, según las bellas palabras del salmista, “narran la gloria de Dios” (Sal 19, 2), también las leyes de la naturaleza, que en el transcurso de los siglos tantos hombres y mujeres de ciencia nos han ayudado a entender cada vez mejor, son un gran estímulo para contemplar con gratitud las obras del Señor.
Volvamos ahora nuestra mirada a María y José, que esperan el nacimiento de Jesús, y aprendamos de ellos el secreto del recogimiento para gustar la alegría de la Navidad. Preparémonos para acoger con fe al Redentor que viene a estar con nosotros, Palabra de amor de Dios para la humanidad de todos los tiempos.
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2011
María no duda del poder de Dios, pero quiere entender mejor su voluntad
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto y último domingo de Adviento la liturgia nos presenta este año el relato del anuncio del ángel a María. Contemplando el estupendo icono de la Virgen santísima, en el momento en que recibe el mensaje divino y da su respuesta, nos ilumina interiormente la luz de verdad que proviene, siempre nueva, de ese misterio. En particular, quiero reflexionar brevemente sobre la importancia de la virginidad de María, es decir, del hecho de que ella concibió a Jesús permaneciendo virgen.
En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la profecía de Isaías. “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel” (Is 7, 14). Esta antigua promesa encontró cumplimiento superabundante en la Encarnación del Hijo de Dios.
De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza a vivir en su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva totalmente de Dios. Es plenamente hombre, hecho de tierra –para usar el símbolo bíblico–, pero viene de lo alto, del cielo. El hecho de que María conciba permaneciendo virgen es, por consiguiente, esencial para el conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que la iniciativa fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido. Como dice el Evangelio: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús se garantizan recíprocamente.
Por eso es tan importante aquella única pregunta que María, “turbada grandemente”, dirige al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34). En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para adecuarse completamente a esa voluntad. María es superada infinitamente por el Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente el lugar que le ha sido asignado en su centro. Su corazón y su mente son plenamente humildes, y, precisamente por su singular humildad, Dios espera el “sí” de esa joven para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El “sí” de María implica a la vez la maternidad y la virginidad, y desea que todo en ella sea para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia.
Queridos amigos, la virginidad de María es única e irrepetible; pero su significado espiritual atañe a todo cristiano. En definitiva, está vinculado a la fe: de hecho, quien confía profundamente en el amor de Dios, acoge en sí a Jesús, su vida divina, por la acción del Espíritu Santo. ¡Este es el misterio de la Navidad! A todos os deseo que lo viváis con íntima alegría.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
96. Con el IV domingo de Adviento, la Navidad está ya muy próxima. La atmósfera de la Liturgia, desde los reclamos corales a la conversión, se traslada a los acontecimientos que circundan el Nacimiento de Jesús. Un cambio de dirección evidenciado en el Prefacio II del tiempo de Adviento. «La Virgen concebirá» es el título de la primera lectura del año A. Cierto es que todas las lecturas, de los profetas a los Apóstoles y a los Evangelios, giran en torno al misterio anunciado a María por el arcángel Gabriel. (Lo que se dice aquí a propósito de los Evangelios de los domingos y de los textos del Antiguo Testamento puede ser aplicado también al Leccionario ferial del 17 al 23 de diciembre).
97. En el Evangelio del año B se lee la narración de la Anunciación de Lucas; a la que sigue, en el mismo evangelio, la Visitación, que se lee en el año C. Estos acontecimientos ocupan un lugar destacado en la devoción de muchos católicos. La primera parte de la oración, el Ave María, considerada entre las más hermosas, se compone de las palabras dirigidas a María por el Arcángel Gabriel y por Isabel. La Anunciación es el primer misterio gozoso del Rosario; la Visitación, el segundo. La oración del Ángelus es una meditación ampliada de la Anunciación, recitada por muchos fieles cada día (por la mañana, al mediodía y por la noche). El encuentro entre el arcángel Gabriel y María, sobre la que desciende el Espíritu Santo, está representado en múltiples obras del arte cristiano. En el IV domingo de Adviento, el homileta tendría que trabajar sobre esta sólida base de la devoción cristiana y, así, conducir a los fieles hacia una comprensión más profunda de estos admirables acontecimientos.
98. «El Ángel del Señor anunció a María. Y concibió por obra del Espíritu Santo». El poder y la fuerza de aquella hora nunca han disminuido. Ahora se siente de nuevo mientras de ella se impregna la asamblea en la que se proclama el Evangelio. Forja la hora peculiar de la celebración comunitaria. Estamos absortos en su Misterio. En cierto modo estamos presentes en la escena. Vemos al ángel que se presenta delante de la Virgen María en Nazaret de Galilea (también la Iglesia está contemplando la escena, siguiendo con estupor el drama de su encuentro, su intercambio de palabras). Mensaje divino, respuesta humana. Pero, mientras observamos, tomamos conciencia de que en esta visión no estamos aceptados sólo como simples espectadores. Cuanto ha sido ofrecido a María (acoger al Hijo de Dios en su seno) nos es ofrecido, en cierto modo, a cada una de las asambleas de fieles y a cada uno de los creyentes en la Liturgia del domingo IV de Adviento. En Navidad, ya dentro de pocos días, se nos va a entregar. Justo como ha dicho Jesús: «El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23).
99. La primera lectura del Año B, del segundo Libro de Samuel, nos invita a dar un paso atrás respecto a esta escena, incluso manteniendo la mirada fija en ella. La lectura nos ofrece una visión más amplia, la historia de la dinastía de David. La intención es la de ayudarnos a mirar con atención en los siglos que han transcurrido en esta historia hasta que surge, finalmente, el ángel delante de María. Es útil, por tanto, para el homileta ayudar a las personas a observar todo el escenario del acontecimiento. El generoso David está inspirado por un pensamiento noble, es decir, construir una casa para el Señor. ¿Por qué, se pregunta David, ahora que se ha establecido en su casa y ha obtenido una tregua en torno a sus enemigos gracias a la intervención del Señor, por qué Él tendría que continuar viviendo en el arca debajo de una tienda? ¿Por qué no una casa, un templo, para el Señor? Pero el Señor da a David una respuesta del todo inesperada. A la generosa oferta de David, el Señor responde con su generosidad divina superando enteramente lo que David ofrecía o nunca habría podido imaginar. Revocando la oferta de David, el Señor dice: «Tu no construirás una casa para mí», «el Señor te anuncia que te va a edificar una casa» (cf. 2 Sam 7, 11), refiriéndose así a la dinastía de David que «dure tanto como el sol, como la luna, de edad en edad» (Sal 72, 5).
100. Volviendo a la escena central de esta narración, vemos cómo la promesa hecha a David se ha cumplido de manera definitiva y, una vez más, de manera inesperada. María está «desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David» (Lc 1, 27). El Ángel anuncia a María que dará a luz un Hijo, diciendo: «El Señor Dios le dará el trono de David su padre» (Lc 1, 32). María misma es, de este modo, la casa que el Señor construye para el auténtico Hijo de David. Incluso, el deseo de David de construir una casa para el Señor se cumple de modo misterioso: con las palabras «hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1, 38), la Hija de Sión, por medio de su consentimiento de fe, en un instante construye un templo digno para el Hijo del Dios Altísimo.
101. El misterio de la Concepción Virginal de María es también el tema del Evangelio del Año A pero, en este caso, la narración se desarrolla desde el punto de vista de José, como nos narra Mateo. La primera lectura es un breve pasaje de Isaías en el que el profeta pronuncia la conocida frase: «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Esta lectura puede ofrecer al homileta la ocasión para explicar cómo la Iglesia ve, justamente, el cumplimiento de los textos del Antiguo Testamento en los acontecimientos de la vida de Jesús. En el pasaje de Mateo, la asamblea escucha los detalles referidos, que circundan el Nacimiento de Jesús, concluyendo con la frase: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta». Un profeta habla en la historia, en circunstancias concretas. En el 734 a.C., el rey Acaz tenía que hacer frente a un enemigo poderoso; el profeta Isaías le exhortó a tener fe en el poder que Dios tenía para liberar Jerusalén, y ofreció al rey un signo enviado por el Señor. Cuando el rey, con hipocresía, lo rechazó, el contrariado Isaías le anunció que le sería dado, de todas formas, un signo, el signo de una Virgen, cuyo Hijo sería llamado Emmanuel. Pero ahora, por medio del Espíritu Santo, que ha hablado por el profeta, cuanto tenía sentido en aquellas precisas circunstancias históricas se amplía para conformarse en una circunstancia histórica mucho mayor: la Venida del Hijo de Dios que se hace carne. Todas las profecías y toda la historia, en definitiva, hablan de esto.
102. El homileta, una vez presentado este argumento, puede considerar la narración bien construida de Mateo. El evangelista se preocupa de mantener en equilibrio dos verdades sobre Jesús: que es el Hijo de David y que es el Hijo de Dios. Ambas son verdades esenciales para comprender quién es Jesús. Tanto María como José interpretan un papel preciso en el cumplimiento de este entrelazarse armónico del misterio.
103. Como hemos visto en la Anunciación en el contexto de la Historia de Israel, también la genealogía que precede a este Evangelio ofrece una clave importante para su interpretación. (La genealogía se lee el 17 de diciembre y en la Misa de la Vigilia de Navidad). El Evangelio de Mateo inicia solemnemente con estas palabras: «Genealogía de Jesucristo, Hijo de David, Hijo de Abrahán». Continúa la narración tradicional de todas las generaciones: Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, y así en adelante, pasando por David y sus descendientes, hasta José, donde el relato sufre un imprevisto y marcado cambio: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo». Resulta singular y extraordinario cómo el texto no prosigue diciendo: «José engendró a Jesús», sino que especifica cómo José es el esposo de María, de la cual nació Jesús. Es precisamente en este punto sobre el que recae el peso del IV domingo de Adviento, como viene indicado en el primer versículo: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera». Es decir, en circunstancias notablemente diferentes a todos los nacimientos precedentes, exigiendo, por tanto, esta narración peculiar.
104. La primera información se refiere al hecho que María, antes de ir a vivir con José, estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Es claro, por tanto, para los que escuchan y leen el pasaje que el niño no es de José sino que es el mismo Hijo de Dios. En la narración, además, esto no está todavía claro para José. El homileta podrá constatar el drama que soporta José. ¿Sospecha la infidelidad de María y por eso decide «repudiarla en secreto»? O quizá ¿tiene alguna intuición de la obra divina, que le lleva a temer de recibir a María como su esposa? Es desconcertante también el silencio de María. Ella, claramente, mantiene el secreto que existe entre ella y Dios, y será Dios quien clarificará la situación. Ninguna palabra humana sería suficiente para explicar un misterio tan grande. Mientras José consideraba estas cosas, un Ángel le revela en sueños que María ha concebido por obra del Espíritu Santo y que no debe temer. La Liturgia del Adviento invita a los fieles a no temer y a acoger, como José, el misterio divino que se está desarrollando en su vida.
105. Un Ángel confirma en sueños a José que María ha concebido por obra del Espíritu Santo. Así, de nuevo, todo se explica: Jesús es el Hijo de Dios. Pero José tendrá que cumplir dos gestos, dos actos que legitimarán el Nacimiento de Jesús a los ojos de la cultura y de la fe judías. El Ángel se dirige a él de modo explícito con estas palabras: «José, Hijo de David», y le ordena llevar a María a su casa, permitiendo que el misterio de ella le trasforme. Después, él tendrá que dar nombre al niño. Estos dos gestos hacen de Jesús «el Hijo de David». La narración de Mateo habría podido continuar con estas palabras: «Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor», mientras que, por el contrario, la narración viene interrumpida por la profecía de Isaías: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta», para citar después el versículo profético que hemos escuchado en la primera lectura. Lo que Isaías dijo a Acaz es poca cosa al respecto. Ahora la palabra «Virgen» se toma al pie de la letra, y Ella concibe por obra del Espíritu Santo. Y qué decir del nombre que tendrán que dar al niño ¿Emmanuel? Mateo, a diferencia de Isaías, explica su significado: «Dios-con-nosotros». También estas palabras, como indican las circunstancias, están tomadas al pie de la letra. José, el Hijo de David, lo llamará Jesús; pero el misterio más profundo de su nombre es «Dios-con-nosotros».
106. En la segunda lectura de este mismo domingo, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, escuchamos un lenguaje teológico más antiguo y primitivo que el de Mateo pero que ya nos revela la importancia del equilibrio armónico en los títulos que expresan el Misterio de Jesús. San Pablo habla del «Evangelio que se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano de la estirpe de David; constituido, Hijo de David, con pleno poder por su Resurrección de la muerte». San Pablo ve ratificado el título de «Hijo de Dios» en la Resurrección de Jesús. San Mateo, como hemos visto con anterioridad, cuando explica el nombre del Emmanuel con el significado de «Dios-con-nosotros», expresa tal comprensión del Señor resucitado, haciendo referencia al principio de su existencia humana.
107. A pesar de ello, es Pablo quien muestra directamente el modo de relacionar lo que escuchamos en estos textos. Después de haber llamado con solemnidad a aquel que es el centro de su Evangelio «Hijo de David e Hijo de Dios», Pablo designa a los gentiles como los que están llamados «por Cristo Jesús». Además, los define como «a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo». El homileta debe mostrar cómo este lenguaje se aplica también a nosotros. Los cristianos escuchan la maravillosa historia del Nacimiento de Jesucristo que cumple de modo admirable lo que había sido prometido por medio de los profetas, pero después escuchan también una palabra sobre ellos: estamos llamados a pertenecer a Jesucristo, estamos llamados por Dios y estamos llamados a ser santos.
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La Anunciación
“... CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPIRITU SANTO, NACIO DE SANTA MARIA VIRGEN”
I. CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPIRITU
SANTO ...
484. La anunciación a María inaugura la plenitud de “los tiempos” (Gal 4, 4), es decir el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).
485. La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo (cf. Jn 16, 14-15). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es “el Señor que da la vida”, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.
486. El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es “Cristo”, es decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2, 8-20), a los magos (cf. Mt 2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10, 38).
II. ... NACIDO DE LA VIRGEN MARIA
487. Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.
La predestinación de María
488. “Dios envió a su Hijo” (Ga 4, 4), pero para “formarle un cuerpo” (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 26-27):
El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (LG 56; cf. 61).
489. A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del Maligno (cf. Gn 3, 15) y la de ser la Madre de todos los vivientes (cf. Gn 3, 20). En virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada (cf. Gn 18, 10-14; 21, 1-2). Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido por impotente y débil (cf. 1 Co 1, 27) para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel (cf. 1 S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres. María “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación” (LG 55).
La Inmaculada Concepción
490. Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como “llena de gracia” (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios
491. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María “llena de gracia” por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX:
... la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (DS 2803).
492. Esta “resplandeciente santidad del todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante de su concepción” (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (LG 53). El Padre la ha “bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo” (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. El la ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor (cf. Ef 1, 4).
493. Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios “la Toda Santa” (“Panagia”), la celebran como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura” (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.
“Hágase en mí según tu palabra ...”
494. Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 28-37), María respondió por “la obediencia de la fe” (Rm 1, 5), segura de que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38). Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y , aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cf. LG 56):
Ella, en efecto, como dice S. Ireneo, “por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano”. Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar “el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe”. Comparándola con Eva, llaman a María `Madre de los vivientes’ y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva, la vida por María”. (LG. 56).
Jesús es el Hijo de David
439. Numerosos judíos e incluso ciertos paganos que compartían su esperanza reconocieron en Jesús los rasgos fundamentales del mesiánico “hijo de David” prometido por Dios a Israel (cf. Mt 2, 2; 9, 27; 12, 23; 15, 22; 20, 30; 21, 9. 15). Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cf. Jn 4, 25-26;11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana (cf. Mt 22, 41-46), esencialmente política (cf. Jn 6, 15; Lc 24, 21).
La virginidad de María
496. Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra:
Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): “Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (cf. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen, ...Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato ... padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente” (Smyrn. 1-2).
La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
559. ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su Padre” (Lc 1, 32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (“Hosanna” quiere decir “¡sálvanos!”, “Danos la salvación!”). Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el “Sanctus” de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.
Jesús escucha la oración
2616. La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!” Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: “Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: “Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis” (“Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros”, Sal 85, 1; cf IGLH 7).
“La obediencia de la fe”
143. Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La Sagrada Escritura llama “obediencia de la fe” a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rom 1, 5; 16, 26).
Artículo 1. CREO
I. LA OBEDIENCIA DE LA FE
144. Obedecer (“ob-audire”) en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.
Abraham, “el padre de todos los creyentes”
145. La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: “Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23, 4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11, 17).
146. Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1). “Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia” (Rom 4, 3; cf. Gn 15, 6). Gracias a esta “fe poderosa” (Rom 4, 20), Abraham vino a ser “el padre de todos los creyentes” (Rom 4, 11.18; cf. Gn 15, 15).
147. El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar de los antiguos, por la cual “fueron alabados” (Hb 11, 2.39). Sin embargo, “Dios tenía ya dispuesto algo mejor”: la gracia de creer en su Hijo Jesús, “el que inicia y consuma la fe” (Hb 11, 40; 12, 2).
María: “Dichosa la que ha creído”
148. La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que “nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37; cf. Gn 18, 14) y dando su asentimiento: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Isabel la saludó: “¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1, 45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1, 48).
149. Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2, 35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento” de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.
“Hágase en mí según tu palabra ...”
494. Al anuncio de que ella dará a luz al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 28-37), María respondió por “la obediencia de la fe” (Rm 1, 5), segura de que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38). Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y , aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (cf. LG 56):
Ella, en efecto, como dice S. Ireneo, “por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano”. Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar “el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe”. Comparándola con Eva, llaman a María `Madre de los vivientes’ y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva, la vida por María”. (LG. 56).
La fe
2087. Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. S. Pablo habla de la “obediencia de la fe” (Rm 1, 5; 16, 26) como de la primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1, 18-32). Nuestro deber para con Dios es creer en él y dar testimonio de él.
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
Aquí está la esclava del Señor
En la liturgia del Adviento hay como una progresión. En la primera semana, la figura dominante era Isaías, el profeta que anunció desde tiempos lejanos la venida del Mesías; en la segunda y en la tercera semana es Juan el Bautista, el precursor, que señala al Mesías ya presente; en la cuarta semana, la figura central, la guía espiritual, es María, la Madre que da a luz al Mesías.
El fragmento evangélico comienza con unas sencillas palabras: «En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret». Sin embargo, como de costumbre, nosotros debemos centrarnos en un punto y este punto son las palabras, que pronuncia María al final de todo: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en tú según tu palabra».
Con estas palabras María ha consumado su acto de fe. Ha creído, ha aceptado a Dios en su vida, se ha entregado a Dios. Con aquella su respuesta al ángel es como si María hubiese dicho: «Heme aquí, soy como una pequeña mesa encerada: que Dios escriba sobre mí todo lo que quiera». En la antigüedad se escribía sobre pequeñas mesas enceradas; nosotros hoy diríamos: «Soy un folio en blanco: que Dios escriba sobre mí todo lo que él quiera».
Se podría hasta pensar que la de María fue una fe fácil. Llegar a ser madre del Mesías: ¿no era éste el sueño de toda joven hebrea? Pero, nos equivocamos con mucho. Aquél ha sido el acto de fe más difícil de la historia. ¿A quién puede explicarle María lo que a ella le ha sucedido? ¿Quién le va a creer cuando diga que el niño, que lleva en su seno, es «obra del Espíritu Santo»? Esto no ha acaecido nunca antes de ella y no sucederá nunca después de ella. El filósofo Kierkegaard decía que creer es como «perderse por una calle en la que todos los rótulos dicen: ¡Atrás, atrás!; es como llegar a encontrarse con el abierto mar, allí donde hay setenta estadios de profundidad por debajo de ti; es realizar un acto tal que por ello mismo uno se encuentra completamente arrojado en brazos del Absoluto». En verdad, así ha estado para con María. Ella se ha venido a encontrar en una total soledad sin nadie con quien hablar más que con Dios.
María conocía bien lo que estaba escrito en la ley mosaica. Una muchacha, que el día de bodas no fuese encontrada en estado de virginidad, debía ser llevada inmediatamente a la puerta de la casa paterna y ser lapidada (cfr. Deuteronomio 22, 20 s.). María sí que ha conocido el «¡riesgo de la fe!» Carla Carretto, que pasó distintos años en el desierto, narra este suceso. Entre un grupo de Tuareg, que estaban de paso, había conocido yo un día a una muchacha «casada» con un joven; pero que según la costumbre no vivía aún con él como su mujer. Entonces, se acordó de María cuando estaba ella también desposada con José, pero aún no había ido a vivir con él. Después de un tiempo, encontró de nuevo a la gente de aquella tribu y preguntó qué había sido de la muchacha. Notó un silencio embarazoso; después, alguien se le acercó aparte e hizo un gesto significativo: se pasó la mano por debajo la mandíbula. ¡Degollada! El día de la boda se descubrió que no era virgen. De golpe, escribe Carretto, entendí a María: las miradas despiadadas de la gente de Nazaret y los guiñas; entendí su soledad y aquella misma tarde la escogí para siempre como mi maestra de fe y compañera de mi vida.
La fe de María no ha consistido en el hecho de que haya dado su asentimiento a un cierto número de verdades, como cuando nosotros recitamos nuestro Credo. Ha consistido en el hecho de que se ha fiado de Dios, se ha encomendado completamente a él. Ha admitido a Dios en su vida. Ha dicho su «fiat» a ojos cerrados. Ha creído que «no hay nada imposible para Dios».
Verdaderamente María nunca ha dicho «fiat». Fiat es una palabra latina y María no hablaba latín y ni siquiera griego. ¿Qué habrá dicho en aquel momento?, ¿qué palabra habrá salido de sus labios? Se trata de una palabra que todos, sin quizás estar al tanto de ello, conocemos y repetimos frecuentemente. Ha dicho «amén». Amén era la palabra con la que un hebreo expresaba su consentimiento a Dios. Junto con Abba, Maranatha, ésta es una de las pocas palabras que los cristianos no se han atrevido a traducir, sino que las han conservado en la lengua en que María y Jesús las habían pronunciado. Con esta breve palabra se dicen muchas cosas: «Si así te place, Señor, así lo quiero también yo». Es como el «sí» alegre y total que pronuncia la esposa al esposo el día de las bodas.
María no ha dado su asentimiento con una triste resignación, como quien dice dentro de sí: «Si no se puede hacer de otra manera, pues bien, que se haga la voluntad de Dios». El verbo puesto en boca de la Virgen por el evangelista (genoito) está en optativo, un modo que se usa en griego para expresar alegría, deseo, impaciencia de que algo suceda. Que haya sido el momento más feliz de la vida de María, lo deducimos también por el hecho de que María, inmediatamente después, entona el Magnificat: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador». Se alegra, esto es, se alboroza, explota de felicidad. La fe hace felices, ¡creer está dotado de hermosura! Es el momento en que la criatura realiza la finalidad por la que ha sido creada libre e inteligente.
Pero, precisamente, esto es lo que el hombre de hoy encuentra difícil y que les mantiene a muchos en la incredulidad. Decirle amén a alguien, que fuese hasta Dios, se cree que sea como lesivo para la propia libertad e independencia. Disentir, no consentir, parece ser la palabra de orden o mandato; en todos los ámbitos: político, cultural, social, familiar.
Pero ¿cuál es la alternativa? El pensamiento moderno, que parte de estas premisas, ha llegado después, por su cuenta, a la conclusión de que decir amén en la vida exigida es inevitable. Y, si no se le dice a Dios, es necesario decirlo a cualquier otro: a la fatalidad, al destino. El hombre no tiene otro medio para forjar la auténtica propia existencia que aceptar su destino, que está fijado para siempre por la historia y por la sociedad a la que uno pertenece. Existencia auténtica es «vivir para la muerte» (Heidegger). La famosa libertad, que se buscaba, se reduce a hacer de la necesidad una virtud, a una inevitable resignación. «El amor del destino: que esto sea de ahora en adelante mi amor», ha escrito uno de estos filósofos, Nietzsche.
Pero, dejemos aparte a los demás, los no creyentes, y más bien respetemos su libertad de conciencia. La fe es el secreto para hacer o vivir una verdadera Navidad y expliquemos en qué sentido. San Agustín ha dicho que «María ha concebido por la fe y ha parido por la fe»; «concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo». Nosotros no podemos imitar a María en el concebir y dar a luz físicamente a Jesús; podemos y debemos, por el contrario, imitarla en concebirlo y darlo a la luz espiritualmente, mediante la fe. Creer es «concebir» y dar carne a la palabra. Nos lo asegura Jesús mismo diciéndonos que quien acoge su palabra llega a ser para él «hermano, hermana y madre» (cfr. Marcos 3, 33).
Veamos, por lo tanto, cómo actuar para concebir y dar a luz a Cristo. Concibe Cristo a la persona, que toma la decisión de cambiar de conducta, de dar un cambio a su vida. Jesús da a luz a la persona que, después de haber tomado aquella resolución, la traduce en acto con algún cambio concreto y visible en su vida y en sus costumbres. Por ejemplo, si blasfema, ya no blasfema más; si tenía una relación ilícita, la rompe; si cultivaba el rencor, hace la paz; si no se acercaba nunca a los sacramentos, vuelve; si era impaciente en casa, busca mostrarse más comprensivo; etc.
Al sentarse a la mesa en la última cena, Jesús dijo: «He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros» (Lucas 2, 15). Ahora, quizás, dice lo mismo respecto a la Navidad: «He deseado ardientemente celebrar esta Navidad con vosotros». Esta Navidad que tiene por pesebre y cuna el corazón y que no se celebra fuera sino dentro.
La conclusión práctica de esta nuestra reflexión es decir también nosotros un hermoso amén, sí, en la situación en que nos encontramos en este momento. Si queremos estar aún más cercanos a María, usemos sus mismas palabras y digamos: «He aquí la esclava (o el esclavo) del Señor: hágase en mí según tu palabra».
¿Qué regalo le llevaremos este año al Niño que nace? Sería extraño que hiciéramos regalos a todos, excepto al agasajado. Una oración de la liturgia ortodoxa nos sugiere una idea maravillosa: «¿Qué te podemos ofrecer, oh Cristo, a cambio de haberte hecho hombre por nosotros?» Toda criatura te ofrece el testimonio de su gratitud: los ángeles su canto, los cielos la estrella, los Magos los dones, los pastores la adoración, la tierra una cueva o gruta, el desierto el pesebre. Pero ¡nosotros, nosotros te ofrecemos a una Madre Virgen!»
¡Nosotros, esto es, la humanidad entera te ofrecemos a María!
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Dispuestos a recibir a Jesús
No hay nada imposible para Dios. Esas son palabras sabias y verdaderas de la boca del ángel del Señor, anunciando el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, que fue engendrado por obra del Espíritu Santo en el vientre virgen de la mujer que, para ser madre de Él, Dios había creado.
Ella dijo “sí”, y la Palabra del Señor se hizo en ella. El Señor ha obrado en ella maravillas. Es obra del Señor. Pero Él, aun siendo todopoderoso, cumpliendo su promesa de respetar la libertad que Él mismo les dio a los hombres para decidir por su propia voluntad, se dignó enviar a su ángel como mensajero, para preguntar a su humilde esclava si aceptaba su divina voluntad. Y dijo “sí, hágase en mí según tu palabra”.
Y desde ese momento, todas sus palabras, obras, oraciones, súplicas, acciones de gracias, y su vida entera, fueron, para el cielo y la tierra, dichos y hechos en la persona de la Madre de Dios.
Ese es el poder que, a cambio de su “sí”, Él le dio. Y por ese Niño, fruto bendito de su vientre, les dio el poder a los hombres de ser y obrar, pedir, suplicar y orar como verdaderos hijos de Dios.
Ese es un misterio, en el que cada hombre bautizado debe meditar, y como hijos la voluntad de Dios aceptar, para que se haga en cada uno según su palabra, y tengan la disposición de recibir a Jesús como lo recibió ella: primero en su corazón.
Recíbelo tú, escuchando, no de boca del ángel del Señor, sino con palabras del mismo Cristo, de boca de sus sacerdotes, –quienes han dicho “sí” al ser ordenados, y desde entonces hablan, obran, actúan en su persona, en la persona de Cristo–, “este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, y dile “sí, ven Señor a mí, y hágase en mí según tu Palabra”.
Ese es el fiat de los hombres cuando viven como dignos hijos de Dios, y conservan el corazón bien dispuesto para recibirlo.
Esa es la fe que en ti, el Señor y sus ángeles quieren ver”.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Aprendiendo a querer
Dios mío, mientras aguardamos –ya impacientes– la inminente venida de Jesucristo, quisiera escucharte yo también, con mi oído interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy razonadas –eso sí–, pero no las tuyas. Necesito librarme de ese monólogo, casi permanente, aunque pierda la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga.
María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servir a su Señor. Vive todos los días de la ilusión por complacerle en cada detalle, poniendo todo su ser en amarle. Se siente contemplada por su Creador y a la vez segura, sabiendo que Él conoce hasta el más delicado movimiento de su espíritu, mientras ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras el amor que le tiene.
María se turbó, dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte del Altísimo, que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella; por eso se dirige a María, pero no por su nombre. En María, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Ángel: Llena de Gracia. Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más ha amado. Y María correspondió siempre, del todo y libremente, con su amor al amor divino.
A partir de la disposición de María el Ángel le transmite su mensaje. Como afirma el Papa, Dios “busca al hombre movido por su corazón de Padre”: no debemos temer a Dios. Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer, le dice el Ángel. Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre.
¿Tenemos miedo a Dios? De Él sólo podemos esperar bondades, aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño, comprensión, consuelo, ayuda...
No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales; su sí a Dios vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido.
Señor, que vea; te pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste. Que Te vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida entera... Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo y que todo es ocasión de amarte. Ayúdame a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios, te pido con el Salmista. Enséñame a confiar en tu Bondad omnipotente.
No temas, María –le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe también una prueba de otra acción poderosa de Dios: la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible, concluye el arcángel.
Cuando nos habituamos a contemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos como un Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro: queriéndonos. Porque nos comprende y nos sonríe con el cariño afectuoso de siempre. También cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, tratamos rebajar la exigencia, “escurrir el bulto”. Es que no es obligatorio, pensamos. Y le escuchamos en el fondo del alma: ¿Me quieres? Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida: “que obras son amores...”
Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde. El “sí” de María, el día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento. Nuestros “sí” a Dios de todos los días se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Eran en María enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de los enamorados aunque solo se miren. Madre mía enséñame a querer.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
El Verbo se hizo carne
El nacimiento de un niño no es nunca un comienzo absoluto; es más la continuación, o mejor, la conclusión de un evento. Antes de su “venida a la luz”, está su “venida al ser” que se realiza en el instante íntimo y sagrado de su concepción. Así sucede también con el nacimiento de Cristo: éste no es sino la manifestación de un misterio mucho más grande que se cumplió antes en el seno de María: el misterio de la Encarnación del Verbo. Un misterio tan grande que implica a la Trinidad entera: el Padre por medio de su poder que es el Espíritu Santo engendra nuevamente a su Hijo en el tiempo y en la carne.
A la luz de esta verdad, el Adviento adquiere de pronto un nuevo significado: es espera de que se revele el misterio escondido desde siglos eternos en Dios (2da lectura) y desde nueve meses también escondido en María. La liturgia quiere introducirnos hoy en esta nueva dimensión del Adviento. Por eso, en el pasaje evangélico Juan Bautista cede el puesto a María, la profecía a la realidad.
El misterio de la Encarnación nos es presentado en la página de Lucas que narra la Anunciación. Al principio, ésta resuena como una simple propuesta por parte de Dios: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y extenderá su sombra el poder del Altísimo. Aquel que nacerá será por tanto santo y será llamado Hijo de Dios. La propuesta de Dios se somete al “sí” de la creatura, pero se sabe ya que aquel “sí”, aun permaneciendo libre, será dado, tanto que Dios ya adelantó su señal: Isabel que era estéril está en el sexto mes de su embarazo. Al evangelio de la Anunciación en Lucas le falta, extrañamente, la conclusión. La Anunciación, de hecho, no termina con el “sí” de María (Hágase en mí según tu palabra) y tampoco con la “partida del ángel”, sino con la venida del Verbo. La conclusión debemos buscarla en el evangelio de Juan cuando dice: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). La perfecta continuidad entre el tercero y el cuarto evangelio, en este punto, es expresada en la oración del Angelus: El ángel del Señor anunció a María...; He aquí la servidora del Señor...; y el Verbo se hizo carne.
¿Dónde encontrar, en el Antiguo Testamento, una lectura que anunciara este misterio? En ninguna parte. Este constituye, de hecho, una novedad absoluta, lo totalmente inesperado respecto de toda profecía. Cuando los profetas hablaban de una venida de Dios entre los hombres, pensaron en una condescendencia, en una venida “en gracia” o “en gloria” como aquélla del éxodo o sobre el Sinaí. Jamás en una venida en carne y hueso, es decir, en “persona”. A este silencio del Antiguo Testamento la liturgia trató de poner remedio haciéndonos escuchar, en la primera lectura, la profecía de Natán. Dios rechaza el proyecto de edificarle una casa terrena y anuncia el proyecto de edificarle una casa eterna a David. Quizás la profecía está precisamente en la primera parte, es decir, en el rechazo de Dios de dejarse encerrar en un arca y en un templo de piedras, dejando así entrever una casa bien distinta que él mismo se habría construido en la descendencia de David. La tradición cristiana vio en María la nueva arca de Dios y en la carne del Verbo el nuevo templo de Dios entre los hombres (Jn 2, 19, 21: Destruid este templo..., él hablaba de su cuerpo). Con la Encarnación del Verbo, Dios se construyó realmente una tienda en medio de nosotros (cfr. Jn.1, 14).
De la Encarnación se puede hablar en clave teológica y en clave moral o espiritual. Al pueblo cristiano se le habló hasta ahora sólo en clave moral o edificante; es decir, se le habló de los efectos de la Encarnación, pero jamás de la unión hipostática que es el corazón de este misterio. Ésta se mantuvo como asunto exclusivo de los teólogos. Se creyó imposible llevar este misterio al nivel de la comprensión del pueblo. Pero es un monopolio que hay que romper comenzando por suscitar en el pueblo cristiano el deseo de conocer estas cosas y de sentírselas explicar en términos adecuados, en el ámbito de los grupos bíblicos, de las escuelas de la fe y en otras ocasiones parecidas que se van creando en la Iglesia. Es necesario que dejemos de dar escorpiones al que pide pan, de dar cosas aguadas y moralizadoras (“la leche”) al que pide “alimento sólido” (cfr. 1 Cor 3, 2). El deseo ardiente de algunos cristianos de comprender la profundidad de la propia fe se revela a menudo como un factor de comprensión mejor que años y años de preparación teológica, hechos escolásticamente y sin pasión.
Unión hipostática o personal, significa simplemente esto: en la Encarnación se realizó entre Dios y el hombre una unión tan íntima y profunda que constituye de dos un solo ser, o –como lo ha definido el Concilio de Calcedonia– “una sola persona”: Jesucristo. Aquél que antes hablaba a los hombres por medio de los profetas –es decir, desde lejos o por lo menos, desde fuera de la humanidad– ahora nos habla en el Hijo, es decir, desde dentro de la humanidad (cfr. Hebr 1, 1, ssq.). Desde dentro de la humanidad, pero también desde dentro de la Trinidad, porque el hijo nacido de María no es otro que el Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad.
Dios se “anidó” en el seno de la humanidad para engendrar una nueva vida. Como es imposible separar las aguas de los ríos que han de confluir en uno, así (aun infinitamente más) es imposible separar en Cristo humanidad y divinidad. De ahí resulta que está realizándose ahora en el mundo un diálogo estable entre Dios y el hombre. Un diálogo cercano e íntimo porque el “yo” y el “tú” son aquí la misma persona. No ya: Así dice Dios, sino Yo les digo, y es cosa maravillosa que todos puedan entrar en este diálogo; todos pueden hacer lo propio en la oración; todos podemos volvernos a Dios como hijos en el Hijo. Nosotros, en otras palabras, podemos decir a Dios: Abbá, porque ha habido Encarnación.
La Encarnación funda también todo el empeño moral del cristiano. Un empeño que se define, de costumbre, como imitación de Cristo. Llegado a ser hombre, Cristo puede decir ahora al hombre: Aprendan de mí; vengan en pos de mí. A la moral basada en la ley sigue la moral basada en el seguimiento de Cristo.
Pero quizás antes que la imitación de Cristo por parte del hombre, hay que recordar con fuerza que hubo una imitación del hombre por parte de Cristo. He aquí cómo la expresa poéticamente Péguy:
“Se habla siempre, dice Dios, de la imitación de Jesucristo que es la imitación, la fiel imitación de mi hijo por parte de los hombres... Pero no se debería olvidar que mi hijo había comenzado con aquella singular imitación del hombre. Singularmente fiel. La cual ha sido llevada hasta la identidad perfecta cuando tan fielmente, tan perfectamente, revistió la suerte mortal. Cuando tan fielmente, tan perfectamente, él imitó el nacer, ‘el sufrir, el vivir, el morir” (Le mystere des Saints Innocents).
Toda nuestra posibilidad y toda nuestra esperanza se fundan ahora sobre esta imitación divina del hombre; nosotros podemos imitar a Cristo y hacer con él un “solo espíritu” (1 Cor. 6, 17) porque él, primero, se dignó hacer con nosotros “un solo cuerpo”, cuando se hizo carne y habitó entre nosotros. Dios y el hombre –dice un Padre de la Iglesia– se sirven mutuamente de modelo: Dios se hace semejante al hombre, por amor del hombre y así el hombre puede hacerse semejante a Dios (san Máximo Confesor, en PG 91, 1113).
A la luz de la Encarnación, el empeño moral del cristiano adquiere el aspecto de un empeño para el hombre y para el mundo. El Verbo se hizo carne significa también que Dios se hundió en toda la realidad humana y terrena, que se comprometió con ella. De modo real, no docetista; no gustándola, por así decirlo, con la punta del dedo, sin pasar a través de todo su opaco espesor de miseria y de dolor. Dios ha hecho así nuevamente suyo este mundo salido de sus manos. Ha hecho suya la vida, el sufrimiento, el dolor, el sudor de la frente y el alimento; hizo suyo no sólo aquello que era suyo, sino también aquello que era del hombre y del pecado del hombre. Nada puede ser ahora extraño y demasiado material para el cristiano, menos que menos su cuerpo. Todas las cosas son puras a los puros (Tit 1, 15): todo es puro para quien es puro de corazón; sólo aquello que sale del corazón malvado mancha al hombre.
Jesús en su vida ha sido coherente con su Encarnación: era libre frente a las cosas (es decir, pobre y desapegado), pero interesado y sensible a las cosas. Sabe admirar y gozar de ellas, sin querer tomarlas para sí; sus parábolas son un testimonio vivo de su manera libre y limpia de mirar las flores, los pájaros, la mujer, el comer, el beber, el dormir.
Decía: sensible a las cosas; debo agregar: sensible sobre todo a una cosa, a saber, al sufrimiento que es la nota más doliente de este mundo: Anunciar el Reino de Dios y curar a los enfermos (Lc 9, 2), constituyen para Cristo dos preocupaciones inseparables. ¿Los pobres? Hoy se habla mucho de ellos; pero ¿será verdad que “nos importan los pobres” más de lo que le importaban a Judas? (cfr. Jn.12, 6). Mirando alrededor, la realidad social del mundo, debemos confesar que no. Un país como el nuestro, que desde años habla de la crisis económica, en Navidad continúa haciendo gastos desorbitantes, muchos de los cuales de puro lujo y por tanto inútiles, cuando no directamente dañinos a la salud, mientras que se sabe que tantos hermanos nuestros no tienen suficientes calorías para mantenerse en pie. El cristiano no debería ver un niño desnutrido y descalzo sin pensar inmediatamente en Cristo Jesús. Él está presente en el niño, más aún, se ha identificado con él (con “los más pequeños entre sus hermanos” como los llama en el evangelio). Nuestra fe en la Encarnación debe traducirse sobre todo en la sensibilidad y empeño por los sufrientes, por los pobres. Aquello que quisiéramos hacer a él para tomar su carne, lo debemos hacer a los hermanos que son su carne expuesta y sufriente.
Recordar su palabra: Lo han hecho conmigo... No lo han hecho conmigo (Mt. 25, 40). No debemos venerar la cabeza del Señor que ha resucitado y está en el cielo y pisotear, sin darnos cuenta, sus pies desnudos que están todavía sobre esta tierra; porque los pies desnudos de un niño del tercer mundo son los pies desnudos de Jesús.
Es ésta la “moral de la Navidad”. Que el Señor nos fortifique y que nos haga decidirnos a traducirla en la realidad de vida.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en el seminario menor (20-XII-1981)
– La libertad ante la vocación divina
“He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38).
Estas palabras de María ocupan el centro de la celebración litúrgica de hoy, IV domingo de Adviento.
Estamos ya muy próximos a la solemnidad de la Navidad, y nuestros corazones se inflaman cada vez más en deseos de amor por Aquél que debe venir. En los domingos, las lecturas de la liturgia nos han presentado la figura austera de Juan Bautista, ejemplo luminoso de espera en la humildad y en la clarividencia.
En cambio, hoy tenemos ante los ojos la figura de María, tal como nos la describe el Evangelista Lucas en la clásica escena de la Anunciación. Pensemos en todos los artistas que han reproducido e interpretado ese momento sublime: ¡Cuántos modos diversos de reproducir la experiencia singular y el carácter decisivo de esa hora! Y, sin embargo, todos concuerdan en subrayar la personalidad de María ante el ángel, su profunda actitud de escucha y su respuesta de total disponibilidad: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Ése fue el momento de la vocación de María. Y de ese momento dependió la posibilidad misma de la Navidad. Sin el sí de María, Jesús no hubiera nacido.
– El seminario
Queridos hermanos y hermanas, mis queridos muchachos: ¡Qué lección ésta para todos! Vosotros aquí presentes, sois seminaristas o amigos del seminario, y sois también padres y familiares de estos muchachos. Pues bien, el Evangelio de hoy está realmente adaptado a nuestro encuentro, para hacernos reflexionar sobre el gran tema de la vocación.
Efectivamente, sin el Sí de tantas almas generosas no sería posible continuar haciendo nacer a Jesús en el corazón de los hombres, es decir, llevarles a la fe que salva. Pero precisamente es necesario esto: que el “He aquí” de María se repita siempre de nuevo, y como que reviva en vuestra entrega y en la de muchos como vosotros, para que nunca falte al mundo la posibilidad y la alegría de encontrar a Jesús, de adorarlo y dejarse guiar por su luz, como ya les sucedió a los pobres pastores de Belén y a los Magos que llegaron de lejos. Efectivamente, ésta es la vocación: una propuesta, una invitación, más aún, un afán de llevar al Salvador al mundo de hoy, que tanta necesidad tiene de Él. Una repulsa significaría no sólo rechazar la palabra del Señor, sino también abandonar muchos hermanos nuestros en el error, en el sinsentido, o en la frustración de sus aspiraciones más secretas y más nobles, a las que no saben y no pueden dar respuesta por sí solos.
Demos gracias hoy a María por haber acogido la llamada divina, puesto que su pronta adhesión ha estado en el origen de nuestra salvación. Del mismo modo, muchos podrán también agradeceros y bendeciros a vosotros, porque al aceptar la llamada del Señor, les llevaréis el Evangelio de la gracia (cfr. Hch 20, 24), convirtiéndoos, como escribe San Pablo, en “colaboradores de su alegría” (cfr. 2 Cor 1, 24).
– Familia
Pero para hacer madurar una vocación es necesaria la aportación familiar. La familia es el “primero y mejor semillero de vocaciones a la vida consagrada al reino de Dios” (Familiaris consortio, 53); efectivamente, “el servicio llevado a cabo por los cónyuges y padres cristianos en favor del Evangelio es esencialmente un servicio eclesial, es decir, que se realiza en el contexto de la Iglesia entera en cuanto comunidad evangelizada y evangelizadora” (ib.).
Queridos padres aquí presentes: Os exhorto a continuar siendo cada vez más estos hombres y estas mujeres que sienten a fondo los problemas de la vida de la Iglesia, que se hacen cargo de ellos y saben transmitir también a los hijos esta sensibilidad, con la oración, con la lectura de la Palabra de Dios, el ejemplo vivo. Normalmente una vocación nace y madura en un ambiente familiar sano, responsable, cristiano. Precisamente ahí hunde sus raíces y de allí saca la posibilidad de crecer y convertirse en un árbol robusto y cargado de frutos sabrosos.
Por esto, también vosotros, queridos familiares, participáis de la vocación de estos muchachos. También vosotros, en cierto sentido, podéis y debéis responder al Señor: “He aquí, hágase en mí según tu palabra”, permitiéndole, y, más aún, entregándole el fruto de vuestro amor recíproco. Y estad seguros que vale la pena comprometerse hasta este punto por el Señor y por la Iglesia.
El ángel dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). Pues bien, yo os encomiendo de corazón a esta “fuerza” divina y os confío a ella, porque “para Dios nada hay imposible” (Ib.1, 37); al contrario, con su gracia se pueden realizar “cosas grandes”, como cantó la Virgen misma en el Magnificat (cfr. ib.1, 49).
La Navidad que llega sea rica de luz y de fuerza para todos vosotros: a fin de que podáis descubrir bien el camino que estáis llamados a recorrer en esta vida terrena, podáis emprenderlo con generosa determinación, y podáis sostenerlo con perseverancia y entusiasmo incesante. ¡Amén!
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
María ocupa un lugar muy destacado en el Aviento. Se puede decir que con Ella comenzó la presencia de Dios entre los hombres. Ella lo introdujo en este mundo al secundar el proyecto redentor divino. Cuando el ángel le expone el plan de Dios y Ella lo acepta, tiene lugar uno de los momentos estelares de la Historia. Entonces hubo verdadero Adviento.
La iniciativa es divina, pero se llevará a efecto con la libre cooperación de esta joven hebrea llamada María. ¿Por qué nació Jesucristo de una virgen? No se trata de una minusvaloración del matrimonio, ni de asegurar la filiación divina de Cristo. Se trata de que quede patente, como recuerda S. Pablo en la 2ª Lectura de hoy, que la salvación del mundo es obra exclusiva de “Cristo Jesús, revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en los escritos proféticos”.
Recordemos brevemente esos escritos del AT que preparan el misterio de María. El inicio lo encontramos en Sara que era estéril y por el poder de Dios concibe en su ancianidad a Isaac, convirtiéndose así en madre del pueblo elegido. Continúa con Ana, la madre de Samuel, que también da a luz siendo estéril. Otro tanto sucede con la madre de Sansón, y con Isabel la madre del Bautista. En todos estos casos, el significado de lo acontecido es el mismo: la salvación no procede del hombre y de su poder sino de Dios. La salvación de Dios se produce allí donde humanamente no cabe esperar nada: el hijo de la promesa nace del seno de una mujer anciana y sin fuerzas y continúa hasta el nacimiento del Salvador del seno virginal de María. Desde la lógica de Dios revelada en la S. Escritura, esto no expresa otra cosa que el carácter gratuito de la salvación ofrecida por Dios a la Humanidad.
Este misterio de la gracia de Dios que se realizó en María nos recuerda la importancia de nuestra colaboración con el proyecto divino de salvación. María se nos muestra como la esclava del Señor, la que no tiene planes personales al margen de los de Dios, la que se pone a su entera disposición: “Hágase en mí según tu palabra”. De que tú y yo nos portemos como Dios quiere, no lo olvides, dependen muchas cosas grandes (San Josemaría Escrivá).
¿Cómo vamos de obediencia a los mandatos de Dios? ¿Nos damos cuenta de que si asumimos los criterios que Jesucristo propone nos alineamos con los grandes proyectos que Él tiene sobre la Humanidad y trabajamos también por la edificación de una sociedad más justa y pacífica? María declaró en ese jubiloso cántico que entonó en casa de su prima Isabel: que Dios derriba de su pedestal a los soberbios y encumbra a los humildes. Ella misma es una prueba de esta glorificación reservada a quienes secundan los planes de Dios: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Así ha sido durante siglos anteriores a nosotros, así es hoy y así será hasta que se cumpla la última hora de la Historia. Ella pasó de ser una aldeanita de un oscuro rincón a convertirse en la mujer más querida y admirada de la tierra.
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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
“Salve, María, Madre de Dios, por quien vino al mundo el autor de la creación y restaurador de las criaturas”
2 S 7, 1-5.8b-11.16: “El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor”
Sal 88, 2-3.4-5.27 y 29: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”
Rm 16, 25-27: “El misterio mantenido en secreto durante siglos ahora se ha manifestado”
Lc 1, 26-38: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo”
Natán, decidido partidario de su rey, a pesar de haber ejercido como profeta con dureza ante él, sale al paso de las inquietudes de su señor, prometiéndole un reino que durará por siempre. El profeta no es consciente en aquel instante del alcance de sus palabras. La luz del Nuevo Testamento ilumina tal oscuridad. El Reino permanecerá porque el Mesías heredará el “trono de David, su padre”.
Las diversas citas bíblicas, tan hábilmente recogidas y ordenadas por san Lucas, nos muestra un mosaico de acciones salvadoras de Dios, que dan paso a lo más importante: mostrar que lo que acontece en María, la Encarnación del Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, sólo puede venir de Dios.
El hombre de hoy, dominador de casi todo, no se siente sin embargo autor de su propia salvación. No puede serlo y trata de encontrar la salvación en ideologías, sistemas, métodos, etc.; cualquier cosa con tal de no reconocer que la salvación viene de fuera, viene de Dios. Aquellos que reconocen la dimensión trascendente del hombre, ya han empezado de alguna manera a creer que la salvación tiene su fuente en Dios.
– La Anunciación, comienzo de la plenitud de los tiempos:
“La anunciación a María inaugura la plenitud de «los tiempos», es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará «corporalmente toda la plenitud de la divinidad». La respuesta divina a su «¿cómo será esto, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1, 35)” (484).
– El Espíritu Santo, enviado para santificar el seno de María:
“La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina” (485).
– La aceptación de María, motivo de alabanza para la Iglesia:
“A partir de esta cooperación de María a la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios” (2675).
– “¡Salve María!, ¡Salve María!, criatura la más preciosa de la creación, salve, María, purísima paloma; salve, María, antorcha inextinguible; salve, porque de ti nació el Sol de justicia. Salve, María, morada de la inmensidad, que encerraste en tu seno al Dios inmenso, al Verbo unigénito, produciendo sin arado y sin semilla la espiga inmarcesible...” (San Cirilo de Alejandría, Disc. en Conc. de Efeso).
Se ha cumplido en María cuanto se había dicho de parte de Dios, y por eso crece cada día nuestra esperanza.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
LA VOCACIÓN DE MARÍA. NUESTRA VOCACIÓN
La Virgen, elegida desde la eternidad.
I. Estamos ya muy próximos a la Navidad. Ahora va a cumplirse la profecía de Isaías: Una Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y se llamará Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”.
El pueblo hebreo estaba familiarizado con las profecías que señalaban a la descendencia de Jacob, a través de David, como portadora de las promesas mesiánicas. Pero no podía imaginar tanto: el Mesías iba a ser el mismo Dios hecho hombre.
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer. Y esta mujer, elegida y predestinada desde toda la eternidad para ser la Madre del Salvador, había consagrado a Dios su virginidad, renunciando al honor de contar entre su descendencia directa al Mesías. Desde la eternidad fui yo predestinada -dice el libro de los Proverbios, prefigurando ya a Nuestra Señora-, desde los orígenes, antes que la tierra fuese.
Son muchos los frutos que podemos obtener en estos días con el trato y amor a la Virgen. Ella misma nos dice: Como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos. Yo soy la madre del amor, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza.
Venid a mí cuantos deseáis y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel.
María aparece como la Madre virginal del Mesías, que dará todo su amor a Jesús, con un corazón indiviso, como prototipo de la entrega que el Señor pedirá a muchos.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió al Arcángel Gabriel a Nazaret, donde vivía la Virgen. La piedad popular presenta a María recogida en oración mientras escucha, atentísima, el designio de Dios sobre Ella, su vocación: Dios te salve, llena de gracia, le dice el Ángel..., como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy.
Y la Virgen da su pleno asentimiento a la voluntad divina: Hágase en mí según tu palabra. Desde ese momento acepta y comienza a realizar su vocación; consiste esta vocación en ser Madre de Dios y Madre de los hombres.
El centro de la humanidad, sin saberlo, se encuentra en la pequeña ciudad de Nazaret. Allí está la mujer más amada de Dios, Aquélla que es también la más amada del mundo, la más invocada de todos los tiempos. En la intimidad de nuestro corazón, ahora, en nuestra oración personal, le decimos: ¡Madre! ¡Bendita eres entre todas las mujeres!
En función de su Maternidad, fue rodeada de todas las gracias y privilegios que la hicieron digna morada del Altísimo. Dios escogió a su Madre y puso en Ella todo su Amor y su Poder. No permitió que la rozara el pecado: ni el original, ni el personal. Fue concebida Inmaculada, sin mancha alguna. Y le concedió tantas gracias “que por debajo de Dios no se pudiera concebir mayor, y que nadie, fuera de Dios, pudiera alcanzar a comprender”. Su dignidad es casi infinita.
Todos los privilegios y todas las gracias le fueron dadas para llevar a cabo su vocación. Como en toda persona, la vocación fue el momento central de su vida: Ella nació para ser Madre de Dios, escogida por la Trinidad Beatísima desde la eternidad
También es Madre nuestra, y en estos días se lo queremos recordar muchas veces. Con una oración antigua, que hacemos nuestra, le podemos decir nosotros: Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas de mí.
Nuestra vocación. Correspondencia.
II. La vocación es también en cada uno de nosotros el punto central de nuestra vida. El eje sobre el que se organiza todo lo demás. Todo o casi todo depende de conocer y cumplir aquello que Dios nos pide.
Seguir y amar la propia vocación es lo más importante y lo más alegre de la vida. Pero a pesar de que la vocación es la llave que abre las puertas de la felicidad verdadera, hay quienes no quieren conocerla; prefieren hacer su propia voluntad en vez de la Voluntad de Dios, quedarse en una ignorancia culpable en vez de buscar con toda sinceridad el camino en que serán felices, alcanzarán con seguridad el cielo y harán felices a otros muchos.
El Señor hace llamamientos particulares: también hoy. Nos necesita. Además, a todos nos llama con una vocación santa: una invitación a seguirle en una vida nueva cuyo secreto Él posee: si alguno quiere venir en pos de mí.... Todos hemos recibido por el Bautismo una vocación para buscar a Dios en plenitud de amor. “Porque no es la vida corriente y ordinaria, la que vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se santifique la inmensa mayoría de sus hijos.
Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina.
Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad.
La llamada del Señor a una mayor entrega nos urge, entre otras razones, porque la mies es mucha y los operarios pocos. Y hay mieses que se pierden cada día porque no hay quien las recoja.
Hágase en mí según tu palabra, dice la Virgen. Y la contemplamos radiante de alegría. Nosotros, mientras hacemos nuestra oración, nos podemos preguntar: ¿Busco a Dios en mi trabajo o en mi estudio, en mi familia, en la calle... en todo? ¿Soy audaz en el apostolado? ¿Quiere el Señor algo más de mí?
Imitar a la Virgen en su espíritu de servicio a los demás.
III. Ante la Voluntad de Dios, la Virgen tiene una sola respuesta: amarla. Al proclamarse la esclava del Señor, acepta sus designios sin limitación alguna. En la antigüedad, cuando está plenamente vigente la esclavitud, se valora en toda su fuerza y profundidad esta expresión de María. El esclavo, se puede decir, no tenía voluntad propia, ni otro querer fuera del de su amo. La Virgen acepta con suma alegría no tener otro querer que el de su Amo y Señor. Se entrega al Señor sin limitación alguna, sin poner condiciones.
Imitando a la Virgen, no queramos tener otra voluntad y otros planes sino los de Dios. Y esto en cosas trascendentales para nosotros (en nuestra propia vocación) y en las pequeñas cosas ordinarias de nuestro trabajo, familia, relaciones sociales.
Uno de los misterios del Adviento es el que contemplamos como segundo misterio de gozo del Santo Rosario: la Visitación. Pero vamos a fijarnos en un aspecto concreto del servicio a los demás que lleva consigo la vocación: el orden de la caridad.
Esta delicada visita de nuestra Madre a su prima Santa Isabel es también una manifestación del orden de la caridad. Amor a todos, porque todos son o pueden ser hijos de Dios, hermanos nuestros. Pero amor, en primer término, a los que están más cerca, a aquellos con quienes nos unen especiales lazos: nuestra familia. Ese orden ha de manifestarse también con obras, no sólo con el afecto. Pensemos ahora en el trato con nuestra familia, en las mil oportunidades que nos brinda de ejercitar, de un modo natural, la caridad, el espíritu de servicio.
Queremos vivir estos días de Adviento con el mismo espíritu de servicio con que los vivió nuestra Madre. Apoyados en la entrega humilde de María, vamos a pedirle como buenos hijos que nos ayude para que, cuando el Señor venga, encuentre nuestro corazón dispuesto y sin reservas, dócil a sus mandatos, a sus consejos, a sus sugerencias.
Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes de cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia.
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Fray Josep Ma. MASSANA i MOLA OFM (Barcelona) (www.evangeli.net)
«Vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús»
Hoy, el Evangelio tiene el tono de un cuento popular. Las rondallas empiezan así: «Había una vez...», se presentan los personajes, la época, el lugar y el tema. Ésta llegará al punto álgido con el nudo de la narración; finalmente, hay el desenlace.
San Lucas, de modo semejante, nos cuenta, con tono popular y asequible, la historia más grande. Presenta, no una narración creada por la imaginación, sino una realidad tejida por el mismo Dios con colaboración humana. El punto álgido es: «Vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31).
Este mensaje nos dice que la Navidad está ya cercana. María nos abrirá la puerta con su colaboración en la obra de Dios. La humilde doncella de Nazaret escucha sorprendida el anuncio del Ángel. Precisamente rogaba que Dios enviara pronto al Ungido, para salvar el mundo. Poco se imaginaba, en su modesto entendimiento, que Dios la escogía justamente a Ella para realizar sus planes.
María vive unos momentos tensos, dramáticos, en su corazón: era y quería permanecer virgen; Dios ahora le propone una maternidad. María no lo entiende: «¿Cómo se hará eso?» (Lc 1, 34), pregunta. El Ángel le dice que virginidad y maternidad no se contradicen, sino que, por la fuerza del Espíritu Santo, se integran perfectamente. No es que Ella ahora lo entienda mejor. Pero ya le es suficiente, pues el prodigio será obra de Dios: «A Dios nada le es imposible» (Lc 1, 38). Por eso responde: «Que se cumplan en mí tus palabras» (Lc 1, 38). ¡Que se cumplan! ¡Que se haga! Fiat! Sí. Total aceptación de la Voluntad de Dios, medio a tientas, pero sin condiciones.
En aquel mismo instante, «la Palabra se hizo Carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Aquel cuento popular deviene a un mismo tiempo la realidad más divina y más humana. Pablo VI escribió el año 1974: «En María vemos la respuesta que Dios da al misterio del hombre; y la pregunta que el hombre hace sobre Dios y la propia vida».
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Mantener el sí todos los días
«Sí».
Esa es la única respuesta que espera de ti tu Señor, sacerdote, cuando te dice: “ven y sígueme”.
Esa es la respuesta que tú le has dado, cuando Él te ha llamado y te ha preguntado si estás dispuesto a renunciar a todo, incluso a ti mismo, para tomar tu cruz y seguirlo, para ser en el mundo el mismo Cristo, que actúa en persona, para conquistar el mundo para Él.
Y tú has dicho “sí, hágase en mí según tu Palabra”.
Y tu Señor ha tomado tu “sí”, y lo ha transformado en un “ahora y para siempre”, haciéndote sacerdote configurado con Cristo para la eternidad.
Tú dijiste “sí”, sacerdote, y tu Señor se ha tomado en serio tu palabra.
Y tú, sacerdote, ¿te tomas en serio la Palabra de tu Señor?
¿Has dicho “sí” por tu propia y completa voluntad, entregando en ese “sí” tu vida?
¿Mantienes, sacerdote, ese “sí” todos los días?
¿Es completo tu “sí”, o le pones condiciones?
¿Reflejas con tu ejemplo de vida ese “sí” completo?
¿Manifiestas con tus obras tu fe, reafirmando en ese “sí” tu total entrega al servicio de Dios a través del servicio a la Santa Iglesia?
¿Es tu “sí” total, sacerdote?
Analiza tus actos y tu conciencia, y descubre tu realidad, y date cuenta, sacerdote, que sin un “sí” completo no puedes vivir en la verdad. Entonces, no eres libre.
Busca, sacerdote, tu propia libertad, abandonando tu voluntad en la voluntad de aquel que te pide que seas frío o que seas caliente, pero que no seas tibio.
“Sí”. Esa es la única respuesta a las preguntas de tu Señor. Esa es la correspondencia a su amor.
“No”, es el rechazo a la voluntad de tu Señor.
A veces sí y a veces no, es el desconcierto de tu voluntad, aprisionada por el pecado y encadenada al mundo, que desprecia la gracia de la gratuidad infinita de Dios.
Permanecer abierto a la vida a través de la misericordia de tu Señor. Eso es lo que Él te pide.
Pero, para decirle “sí”, también necesitas su gracia.
Acércate, sacerdote, a tu Señor, con un corazón contrito y humillado que Él no desprecia.
Pídele perdón, dale las gracias, y dile “ayúdame más”, para que perseveres en la humildad, en el “sí”, y en la entrega que de ti espera.
Pídele la gracia, sacerdote, para que puedas decir “sí”, por tu propia y completa voluntad, “aquí estoy Señor, hágase en mí según tu Palabra”.
Acepta, sacerdote, la voluntad de tu Señor y el plan que tiene para ti, en tu misión para salvar con Él a las almas.
Obedece a esa voluntad, aunque no quieras, aunque no te guste, aunque tengas miedo, aunque te preocupes, aunque no entiendas, aunque sea absurdo.
Escúchalo y agradece que te llama a ti, y que se complace en ti cuando le dices “sí”.
Entrega, sacerdote, el timón de tu vida a tu Señor, y deja que Él sea tu Guía, tu Maestro y tu Pastor.
No juzgues sus designios ni contradigas sus deseos. Antes bien, obedece como un siervo prudente y fiel, porque eso es lo que tu amo merece.
Él, que es tres veces santo, es digno de confianza, es digno de tu amor, es digno de merecer tu abandono, tu confianza y tu obediencia, y tiene derecho de actuar en ti porque un día tú dijiste “sí”. Y ya no eres tú, sino Él quien vive en ti, y en ese “sí” te has embarcado con Él en una maravillosa aventura, diferente cada día, emocionante y a veces desconcertante, bella, a veces difícil, a veces cansada, a veces incomprensible, pero siempre en la esperanza de que esta maravillosa aventura la vives con Cristo, y no tiene fin, porque continúa en el paraíso.
Dile “sí”, sacerdote, a la vida, y vive en Cristo, porque Él es la Vida.
Dile “sí”, sacerdote, al amor, y ama con Cristo, porque Él es el Amor.
Dile “sí”, sacerdote, a la verdad, y consigue la libertad en Cristo, porque Él es la Verdad.
Dile “sí”, sacerdote, al camino que te lleva al paraíso, y camina con Cristo, porque Él es el Camino.
Pídele, sacerdote, a tu Señor, la gracia de la perseverancia en el “sí” todos los días de tu vida, y ábrele tu corazón, para que recibas la gracia y la misericordia de Dios todos los días de tu vida, para que escuches y hagas siempre lo que Él te diga.
Tú no eres digno de tu Señor, sacerdote, pero una sola palabra tuya bastará para sanarte: fiat!
(Espada de Dos Filos I, n. 21)
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