Domingo 3 de Adviento (Ciclo C)


Domingo III de Adviento –Gaudete– (ciclo C)

(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)

  • DEL MISAL MENSUAL
  • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
  • SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)
  • FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía en Santa Marta, 7 de febrero de 2014
  • BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012
  • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
  • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
  • PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
  • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
  • Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
  • Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
  • Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
  • Cardenal Jorge MEJÍA, Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (Vaticano) (www.evangeli.net)
  • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

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Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical.

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DEL MISAL MENSUAL

TODOS VERÁN LA SALVACIÓN DE DIOS

Bar 5, 1-9; Flp 1, 4-6. 8-11; Lc 3, 1-6

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DEL MISAL MENSUAL

¿QUÉ TENEMOS QUE HACER?

Sof 3, 14-18; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18

Salvación y compromiso personal. Regalo del amor de Dios y responsabilidad humana. Son las dos vertientes que podemos apreciar en estas dos lecturas. Sofonías vivió a mediados del siglo VI a. C tratando de consolidar el intento de reforma religiosa iniciado por el rey Josías. Alcanzó a advertir que sobrevendría una catástrofe sobre Jerusalén y los amonestó a convenirse. Su libro, del que ahora escuchamos el cierre, termina con un mensaje de esperanza, donde presenta a Dios como un soldado victorioso que salva a los judíos de la opresión asiria. Ese mensaje tiene que completarse con el que nos ofrece Juan Bautista. Ciertamente el reinado de Dios se aproxima, pero no hay cabida para cruzarse de brazos. Es tiempo de desandar las rutas de la injusticia y caminar por las sendas de la compasión, la solidaridad y la justicia.

ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Flp 4, 4. 5

Estén siempre alegres en el Señor, les repito, estén alegres. El Señor está cerca.

ORACIÓN COLECTA

Dios nuestro, que contemplas a tu pueblo esperando fervorosamente la fiesta del nacimiento de tu Hijo, concédenos poder alcanzar la dicha que nos trae la salvación y celebrarla siempre, con la solemnidad de nuestras ofrendas y con vivísima alegría. Por nuestro Señor Jesucristo...

LITURGIA DE LA PALABRA

PRIMERA LECTURA

El Señor se alegrará en ti.

Del libro profeta Sofonías: 3, 14-18

Canta, hija de Sión, da gritos de júbilo, Israel, gózate y regocíjate de todo corazón, Jerusalén.

El Señor ha levantado su sentencia contra ti, ha expulsado a todos tus enemigos. El Señor será el rey de Israel en medio de ti y ya no temerás ningún mal.

Aquel día dirán a Jerusalén: “No temas, Sión, que no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, tu poderoso salvador, está en medio de ti. Él se goza y se complace en ti; él te ama y se llenará de júbilo por tu causa, como en los días de fiesta”.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL

Isaías 12, 2-3. 4bcd. 5-6

R/. El Señor es mi Dios y salvador.

El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza y ha sido mi salvación. Sacarán agua con gozo de la fuente de salvación. R/.

Den gracias al Señor, invoquen su nombre, cuenten a los pueblos sus hazañas, proclamen que su nombre es sublime. R/.

Alaben al Señor por sus proezas, anúncienlas a toda la tierra. Griten jubilosos, habitantes de Sión, porque el Dios de Israel ha sido grande con ustedes. R/.

SEGUNDA LECTURA

El Señor está cerca.

De la carta del apóstol san Pablo a los filipenses: 4, 4-7

Hermanos míos: Alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡alégrense! Que la benevolencia de ustedes sea conocida por todos. El Señor está cerca. No se inquieten por nada; más bien presenten en toda ocasión sus peticiones a Dios en la oración y la súplica, llenos de gratitud. Y que la paz de Dios, que sobrepasa toda inteligencia, custodie sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús.

Palabra de Dios.

ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Is 61, 1 (cit. en Lc 4, 18)

R/. Aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres. R/.

EVANGELIO

¿Qué debemos hacer?

+ Del santo Evangelio según san Lucas: 3, 10-18

En aquel tiempo, la gente le preguntaba a Juan el Bautista: “¿Qué debemos hacer?”. Él contestó: “Quien tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tenga comida, que haga lo mismo”.

También acudían a él los publicanos para que los bautizara, y le preguntaban: “Maestro, ¿qué tenemos que hacer nosotros?”. Él les decía: “No cobren más de lo establecido”. Unos soldados le preguntaron: “Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?”. Él les dijo: “No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario”.

Como el pueblo estaba en expectación y todos pensaban que quizá Juan era el Mesías, Juan los sacó de dudas, diciéndoles: “Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Él tiene el bieldo en la mano para separar el trigo de la paja; guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”.

Con éstas y otras muchas exhortaciones anunciaba al pueblo la buena nueva.

Palabra del Señor.

ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Que este sacrificio, Señor, que te ofrecemos con devoción, nunca deje de realizarse, para que cumpla el designio que encierra tan santo misterio y obre eficazmente en nosotros tu salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Is 35, 4

Digan a los cobardes: “¡Animo, no teman!; miren a su Dios: viene en persona a salvarlos”.

ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

Imploramos, Señor, tu misericordia, para que estos divinos auxilios nos preparen, purificados de nuestros pecados, para celebrar las fiestas venideras. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

Canta de gozo, hija de Sión (So 3,14-18a)

1ª lectura

Ahora la promesa de salvación se transforma en un canto de júbilo. El Señor, Salvador, viviendo en medio de su pueblo (v. 17), hace que todo sea alegría (v. 14) y no haya lugar para el temor (v. 16).

El lector cristiano, al leer estos versículos no puede dejar de pensar en la escena de la anunciación a Santa María. También a María, la Virgen humilde (Lc 1,48), se le invita a alegrarse (Lc 1,28) y a no tener miedo (Lc 1,30), porque el Señor está con Ella (Lc 1,28). Y es que, realmente, con la Encarnación del Verbo, el Señor pasó a habitar en medio de su pueblo, y la salvación prometida se vio realizada.

Alegraos, el Señor está cerca (Flp 4,4-7)

2ª lectura

Son admirables estas palabras de San Pablo, si se tiene en cuenta que cuando escribe la epístola está encadenado y en la cárcel. Para la verdadera alegría no es obstáculo que las circunstancias en que se desarrolla la existencia de una persona sean difíciles o dolorosas. «Ésta es la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios –dice San Cipriano–: ellos en la adversidad se quejan y murmuran; a nosotros las cosas adversas no nos apartan de la virtud ni de la verdadera fe. Por el contrario, éstas se afianzan en el dolor» (De mortalitate 13).

«El Señor está cerca» (v. 5). El Apóstol recuerda la proximidad del Señor para fomentar la alegría y animar a la mutua comprensión. Estas palabras les traerían sin duda el recuerdo de la exclamación Marana tha («Señor, ven») que repetían con frecuencia en las celebraciones litúrgicas (cfr 1 Co 16,21-24). Frente al ambiente adverso que pudieran encontrar, los primeros cristianos ponían su esperanza en la venida del Salvador, Jesucristo. Nosotros, como ellos, tenemos la certeza de que, mientras aguardamos su venida gloriosa, el Señor también está siempre cerca con su providencia. No hay, por tanto, motivos de inquietud. Sólo espera que le hablemos de nuestra situación con confianza, en oración, con la sencillez de un hijo. La oración se convierte así en un medio eficaz para no perder la paz, pues, como enseña San Bernardo, «regula los afectos, dirige los actos, corrige las faltas, compone las costumbres, hermosea y ordena la vida; confiere, en fin, tanto la ciencia de las cosas divinas como de las humanas (...). Ella ordena lo que debe hacerse y reflexiona sobre lo hecho, de suerte que nada se encuentre en el corazón desarreglado o falto de corrección» (De consideratione 1,7).

Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego (Lc 3,10-18)

Evangelio

Ante la venida inminente del Señor, los hombres deben disponerse interiormente, hacer penitencia de sus pecados, rectificar su vida para recibir la gracia que trae el Mesías. Porque la salvación no viene por el linaje, por ser hijos de Abrahán (v. 8), sino por la conversión que se manifiesta en obras concretas, particulares para cada uno (vv. 10-14). San Lucas (cfr v. 18) nos dice que sólo ha recogido algunas de las exhortaciones con las que evangelizaba el Bautista. De todas formas, el resumen que presenta es muy semejante al de otros documentos de la época. Flavio Josefo recuerda que Juan «era un hombre bueno y pedía a los judíos el ejercicio de la virtud, a la vez que la justicia de los unos con los otros y la piedad con Dios, y de esta forma presentarse al Bautismo» (Antiquitates iudaicae 18,5,2).

La enseñanza del Bautista versa también sobre el Mesías (vv. 15-17). Juan recuerda que él no es el Mesías, pero que éste está al llegar y que vendrá con el poder de juez supremo, propio de Dios, y con una dignidad que no tiene parangón humano: «Aprended del mismo Juan un ejemplo de humildad. Le tienen por Mesías y niega serlo; no se le ocurre emplear el error ajeno en beneficio propio. (...) Comprendió dónde tenía su salvación; comprendió que no era más que una antorcha, y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar» (S. Agustín, Sermones 293,3).

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.org)

El mensaje de San Juan Bautista

77. El santo Bautista da aún la respuesta que conviene a cada profesión humana, la única para todos: a los publicanos, por ejemplo, que no exijan más que la tasa; a los soldados, de no hacer agravios, de no buscar botines, recordándoles que la paga del ejército ha sido instituida para que no busquen el sustento necesario en el saqueo y en la injusticia. Mas estos preceptos y los otros son propios de cada función; la misericordia es común a todos, luego también el precepto de hacerla: ella es necesaria a toda misión y a toda edad, y todos deben ejercerla. No están excluidos de este deber el publicano ni el soldado, ni el agricultor ni el ciudadano, ni el rico ni el pobre: todos han sido amonestados de dar al que no tiene... Pues la misericordia es la plenitud de las virtudes; así a todos ha sido propuesta como norma de virtud perfecta: no ser avaro de sus vestidos ni de sus alimentos. Sin embargo, la misericordia misma guarda una medida según las posibilidades de la condición humana, de tal modo que cada uno no se desprenda enteramente de todo, sino que lo que tiene lo divida con el pobre.

78. Estando el pueblo en expectación y discurriendo todos en sus corazones acerca de Juan, si por ventura no sería él el Mesías, respondió a todos Juan diciendo: Yo os bautizo en agua y en penitencia. Juan veía, pues, el secreto de los corazones; pero veamos de quién procede esta gracia. ¿Cómo se descubre a los profetas el secreto de los corazones? Nos lo ha mostrado San Pablo en estos términos: Los secretos de su corazón se hacen patentes, y así, cayendo sobre su rostro, adorará a Dios, proclamando que verdaderamente está Dios entre vosotros (1 Co 14, 25). Es, pues, el don de Dios el que revela, no el poder del hombre, que está ayudado por una gracia divina más que por la facultad natural.

¿Para qué aprovecha este pensamiento de los judíos sino para probar que, según las Escrituras, el Mesías ha venido? Había uno que era esperado, y ciertamente el que era esperado vino, no el que no era esperado. ¿Hay locura más grande que reconocer a uno en otro y no creer al que es en sí? Pensaban que vendría de una mujer y no creen en el que ha venido de una virgen. ¿Y había un nacimiento, según la carne, más digno de Dios que el suyo el Hijo inmaculado de Dios guardando, aun al tomar cuerpo, la pureza de un nacimiento inmaculado? Y ciertamente el signo del advenimiento divino había sido constituido en el parto de una virgen, no de una mujer (Is 7, 14).

79. Yo os bautizo en agua. Se apresura a demostrar (el Bautista) que él no es el Mesías, puesto que realiza un ministerio visible. Pues el hombre, subsistiendo en dos naturalezas, esto es, el alma y el cuerpo, la parte visible está consagrada por elementos visibles, la invisible por un misterio invisible: el agua limpia el cuerpo, el Espíritu purifica las faltas del alma. Nosotros realizamos uno e invocamos el otro, aunque, sobre la misma fuente, la divinidad ha soplado su santificación; pues el agua no es toda la ablución, más estas cosas no se pueden separar; por esto uno fue el bautismo de penitencia y otro el bautismo de gracia, éste lleva consigo los dos elementos, aquél sólo uno... Pues perteneciendo las faltas en común al cuerpo y al alma, la purificación habla de ser también común. San Juan ha respondido, pues, rectamente: mostrando que él había comprendido lo que pensaban en su corazón, y, como si no lo hubiera comprendido, esquivando toda envidia de grandeza, ha mostrado, no por su palabra sino por sus obras, que él no era el Mesías. La obra del hombre es hacer penitencia por sus faltas, la misión de Dios dar la gracia del misterio.

80. Mas he aquí que viene uno más fuerte que yo. No ha formulado esta comparación para decir que el Mesías es más fuerte que él –pues entre el Hijo de Dios y un hombre no puede haber término de comparación–, sino porque hay muchos fuertes... El diablo es también fuerte, pues nadie puede, entrando en la casa del fuerte, saquear su ajuar si primero no atare al fuerte (Mc 3, 27). Hay, pues, muchos fuertes, pero el más fuerte es sólo Cristo. Para guardarse de compararse a él ha añadido: No soy digno de llevar su calzado (Mt 3, 11), mostrando que la gracia de predicar el Evangelio ha sido dada a los apóstoles, que están calzados para el Evangelio (E 6, 15).

81. Parece, sin embargo, que habla así porque Juan personifica a veces al pueblo judío. A este se refiere cuando dice: Conviene que El crezca y que yo disminuya (Jn 3, 30): es menester, en efecto, que el pueblo de los judíos disminuya y que crezca en Cristo el pueblo cristiano. Por lo demás, Moisés también personificó al pueblo; pero él no llevaba el calzado del Señor, sino de sus pies. Aquéllos están calzados con un calzado tal vez no de sus pies; más a éste se le manda que deje su calzado (Ex 3, 5), a fin de que los pasos de su corazón y de su alma, libres de las trabas y de los lazos del cuerpo, marchen por el camino del espíritu. En cuanto a los apóstoles, ellos se han despojado del calzado del cuerpo cuando fueron enviados sin calzado, sin bastón, sin alforjas y sin cinto (Mt 10, 9ss), mas ellos no llevaron inmediatamente el calzado del Señor. Tal vez, después de la resurrección, comenzaron ellos a llevarlo; pues antes habían sido advertidos de no decir a nadie las acciones del Maestro (Lc 8, 56), y más tarde se les dice: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio (Mc 16, 15), a fin de que avanzando los pasos de la predicación evangélica, ellos llevasen por todo el mundo la serie de los hechos del Señor. Luego el calzado nupcial es la predicación del Evangelio. Pero de esto hablaremos en otro lugar más oportunamente.

82. Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. En su mano tiene su bieldo para limpiar su era y allegar el trigo en sus graneros; más la paja la quemará con fuego inextinguible.

Tiene en su mano el bieldo. Este emblema del bieldo significa que el Señor tiene el derecho de discriminar los méritos, pues cuando los granos de trigo son aventados en el aire, el que está lleno es separado del vacío, el fructuoso del seco, por una suerte de control que hace el soplo del aire. Esta comparación muestra que el Señor, el día del juicio, hará la separación entre los méritos y los frutos de la sólida virtud y la ligereza estéril de la vana jactancia y de las acciones vacías, para colocar a los hombres de un mérito perfecto en la mansión de los cielos. Pues para estar el fruto en su punto es menester tener el mérito de ser conforme a Aquel que, cual grano de trigo, ha sido enterrado para llevar en nosotros frutos abundantes, el cual desprecia la paja y no estima las obras estériles. Y, por lo mismo, ante El arderá el fuego (Sal 96, 3) de una naturaleza no dañosa, puesto que consumirá los malos productos de la iniquidad y hará resplandecer el brillo de la bondad.

Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.2, 77-82, BAC Madrid 1966, pág. 131-35.

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FRANCISCO – Ángelus 2015 y 2018 - Homilía en Santa Marta, 7 de febrero de 2014

Ángelus 2015

Es necesario tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de contentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.

De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está –se puede decir– ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.

Esta pregunta –¿qué tenemos que hacer?– la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.

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Ángelus 2018

Ningún miedo podrá quitarnos la serenidad que viene de Dios

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita a la alegría. Escuchad bien: a la alegría. El profeta Sofonías le dirige a la pequeña porción del pueblo de Israel estas palabras: «Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel» (3, 14). Gritar de gozo, exultar, alegrarse: es esta la invitación de este domingo. Los habitantes de la ciudad santa están llamados a gozar porque el Señor ha revocado su condena (cf. v. 15). Dios ha perdonado, no ha querido castigar. Por consiguiente, para el pueblo ya no hay motivo de tristeza, ya no hay motivo para desalentarse, sino que todo lleva a un agradecimiento gozoso hacia Dios, que quiere siempre rescatar y salvar a los que ama. Y el amor del Señor hacia su pueblo es incesante, comparable a la ternura del padre hacia los hijos, del esposo hacia la esposa, como dice también Sofonías: «Él exulta de gozo por ti te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo» (v. 17). Este es –así se llama– el domingo de gozo: el tercer domingo de Adviento, antes de Navidad.

Este llamamiento del profeta es particularmente apropiado mientras nos preparamos para la Navidad porque se aplica a Jesús, el Emanuel, el Dios-con-nosotros: su presencia es la fuente de la alegría. De hecho, Sofonías proclama: «Rey de Israel, está en medio de ti»; y poco después repite: «El Señor, tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!» (vv. 15.17). Este mensaje encuentra su pleno significado en el momento de la anunciación a María, narrada por el evangelista Lucas. Las palabras que le dirige el ángel Gabriel a la Virgen son como un eco de las del profeta. Y ¿qué dice el arcángel Gabriel? «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lucas 1, 28). «Alégrate», dice a la Virgen. En una aldea perdida de Galilea, en el corazón de una joven mujer desconocida para el mundo, Dios enciende la chispa de la felicidad para todo el mundo.

Y hoy el mismo anuncio va dirigido a la Iglesia, llamada a acoger el Evangelio para que se convierta en carne, vida concreta. Dice a la Iglesia, a todos nosotros: «Alégrate, pequeña comunidad cristiana, pobre y humilde aunque hermosa a mis ojos porque deseas ardientemente mi Reino, tienes sed de justicia, tejes con paciencia tramas de paz, no sigues a los poderosos de turno, sino que permaneces fielmente al lado de los pobres. Y así no tienes miedo de nada, sino que tu corazón está en el gozo».

Si nosotros vivimos así, en la presencia del Señor, nuestro corazón siempre estará en la alegría. La alegría «de alto nivel», cuando está, es plena, y la alegría humilde de todos los días, es decir, la paz. La paz es la alegría más pequeña, pero es alegría. También san Pablo hoy nos exhorta a no angustiarnos, a no desesperarnos por nada, sino a presentarle a Dios, en toda circunstancia, nuestras peticiones, nuestras necesidades, nuestras preocupaciones, «mediante la oración y la súplica» (Filipenses 4, 6).

Ser conscientes que en medio de las dificultades podemos siempre dirigirnos al Señor, y que Él no rechaza jamás nuestras invocaciones, es un gran motivo de alegría. Ninguna preocupación, ningún miedo podrá jamás quitarnos la serenidad que viene no de las cosas humanas, de las consolaciones humanas, no, la serenidad que viene de Dios, del saber que Dios guía amorosamente nuestra vida, y lo hace siempre. También en medio de los problemas y de los sufrimientos, esta certeza alimenta la esperanza y el valor. Pero para acoger la invitación del Señor a la alegría, es necesario ser personas dispuestas a cuestionarnos. ¿Qué significa esto? Precisamente como aquellos que, después de haber escuchado la predicación de Juan Bautista, le preguntan: tú predicas así, y nosotros, «¿qué debemos hacer?» (Lucas 3, 10. Yo ¿qué debo hacer? Esta pregunta es el primer paso para la conversión que estamos invitados a realizar en este tiempo de Adviento. Cada uno de nosotros se pregunte: ¿qué debo hacer? Una cosa pequeña, pero «¿qué debo hacer?».

Y la Virgen María, quien es nuestra madre, nos ayude a abrir nuestro corazón a Dios al Dios-que-viene, para que Él inunde de alegría toda nuestra vida.

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Homilía del 7.II.14

“Ya viene otro más poderoso que yo”

A Jesús se le debe anunciar y testimoniar con fuerza y claridad, sin medias tintas, volviendo siempre a la fuente del “primer encuentro” con Él y sabiendo vivir también la experiencia de la “oscuridad del alma”. La “imagen del discípulo” trazada por el Papa Francisco corresponde a los elementos esenciales de Juan el Bautista. Y precisamente en la figura del precursor el Pontífice centró la meditación en la misa celebrada el viernes 7 de febrero en la capilla de la Casa Santa Marta.

Partiendo del relato de su predicación y su muerte, narrado por el Evangelio de Marcos (Mc 6, 14-29), el Papa dijo que Juan era “un hombre que tuvo un breve tiempo de vida, un breve tiempo para anunciar la Palabra de Dios”. Él era “el hombre que Dios envió a preparar el camino a su Hijo”.

Pero “Juan acabó mal”, decapitado por orden de Herodes. Se convirtió en “el precio de un espectáculo para la corte en un banquete”. Y, comentó el Papa, “cuando existe la corte es posible hacer de todo: la corrupción, los vicios, los crímenes. Las cortes favorecen estas cosas”.

El Pontífice trazó el perfil de Juan el Bautista indicando tres características fundamentales. “¿Qué hizo Juan? Ante todo –explicó– anunció al Señor. Anunció que estaba cerca el Salvador, el Señor; que estaba cerca el reino de Dios”. Un anuncio que él “había realizado con fuerza: bautizaba y exhortaba a todos a convertirse”. Juan “era un hombre fuerte y anunciaba a Jesucristo: fue el profeta más cercano a Jesucristo. Tan cercano que precisamente él lo indicó” a los demás. Y, en efecto, cuando vio a Jesús, exclamó: “¡Es aquél!”.

La segunda característica de su testimonio, explicó el Papa, “es que no se adueñó de su autoridad moral” aunque se le había ofrecido “en una bandeja la posibilidad de decir: yo soy el mesías”. Juan, en efecto, “tenía mucha autoridad moral, mucha. Toda la gente iba a él. El Evangelio dice que los escribas” se acercaban para preguntarle; “¿Qué debemos hacer?”. Lo mismo hacía el pueblo y los soldados. “¡Convertíos!” era la respuesta de Juan, y “no estaféis”

También “los fariseos y los doctores” miran la “fuerza” de Juan, reconociendo en él a “un hombre recto. Por ello fueron a preguntarle: ¿pero eres tú el mesías?”. Para Juan fue “el momento de la tentación y de la vanidad”. Hubiese podido responder: “No puedo hablar de esto...”, terminando por “dejar la pregunta en el aire. O podía decir: no lo sé... con falsa humildad”. En cambio, Juan “fue claro” y afirmó: “No, yo no soy. Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no soy digno de agacharme para desatarle la correa de sus sandalias”.

Así no cayó en la tentación de robar “el título, no se adueñó del oficio”. Dijo claramente: “Yo soy una voz, sólo eso. La palabra viene después. Yo soy una voz”. Y “ésta –resumió el Papa– es la segunda cosa que hizo Juan: no robar la dignidad”. Fue un “hombre de verdad”.

“La tercera cosa que hizo Juan –continuó el Pontífice– fue imitar a Cristo, imitar a Jesús. En tal medida que, en aquellos tiempos, los fariseos y los doctores creían que él era el mesías”. Incluso “Herodes, que lo había asesinado, creía que Jesús fuese Juan”. Precisamente esto muestra hasta qué punto el Bautista “siguió el camino de Jesús, sobre todo en el camino del abajamiento”.

En efecto “Juan se humilló, se abajó hasta el final, hasta la muerte”. Y fue al encuentro del “mismo estilo vergonzoso de muerte” del Señor: “Jesús como un malhechor, como un ladrón, como un criminal, en la cruz”, y Juan víctima de “un hombre débil y lujurioso” que se dejó llevar “por el odio de una adúltera, por el capricho de una bailarina”. Son dos “muertes humillantes”.

Como Jesús, dijo de nuevo el Papa, “también Juan tuvo su huerto de los olivos, su angustia en la cárcel cuando creía haberse equivocado”. Por ello “manda a sus discípulos a preguntar a Jesús: dime, ¿eres tú o me equivoqué y existe otro?”. Es la experiencia de la “oscuridad del alma”, de la “oscuridad que purifica”. Y “Jesús respondió a Juan como el Padre respondió a Jesús: consolándole”.

Precisamente hablando de la “oscuridad del hombre de Dios, de la mujer de Dios”, el Papa Francisco recordó el testimonio “de la beata Teresa de Calcuta. La mujer a la que todo el mundo alababa, el premio Nobel. Pero ella sabía que en un momento de su vida, largo, existió sólo la oscuridad dentro”. También “Juan pasó por esta oscuridad”, pero fue “anunciador de Jesucristo; no se adueñó de la profecía”, convirtiéndose en “imitador de Jesucristo”.

En Juan está, por lo tanto, “la imagen” y “la vocación de un discípulo”. La “fuente de esta actitud de discípulo” ya se reconoce en el episodio evangélico de la visita de María a Isabel, cuando “Juan saltó de alegría en el seno” de su madre. Jesús y Juan, en efecto, “eran primos” y “tal vez se encontraron después”. Pero ese primer “encuentro llenó de alegría, de mucha alegría el corazón de Juan. Y lo transformó en discípulo”, en el “hombre que anuncia a Jesucristo, que no se pone en el lugar de Jesucristo y que sigue el camino de Jesucristo”.

En conclusión, el Papa Francisco sugirió un examen de conciencia “acerca de nuestro discipulado” a través de algunas preguntas: “¿Anunciamos a Jesucristo? ¿Progresamos o no progresamos en nuestra condición de cristianos como si fuese un privilegio?”. Al respecto es importante mirar el ejemplo de Juan que “no se adueñó de la profecía”.

Y luego un interrogante: “¿Vamos por el camino de Jesucristo, el camino de la humillación, de la humildad, del abajamiento para el servicio?”.

Según el Pontífice, si nos damos cuenta de no estar “firmes en esto”, es bueno “preguntarnos: ¿cuándo tuvo lugar mi encuentro con Jesucristo, ese encuentro que me llenó de alegría?”. Es un modo para volver espiritualmente a ese primer encuentro con el Señor, “volver a la primera Galilea del encuentro: todos nosotros hemos tenido una”. El secreto, dijo el Papa, es precisamente “volver allí: reencontrarnos con el Señor y seguir adelante por esta senda tan hermosa, en la que Él debe crecer y nosotros disminuir”.

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BENEDICTO XVI – Ángelus 2006, 2009 y 2012

2006

La alegría es un anuncio destinado también a los que sufren de cuerpo y espíritu

Queridos hermanos y hermanas: 

En este tercer domingo de Adviento la liturgia nos invita a la alegría del espíritu. Lo hace con la célebre antífona que recoge una exhortación del apóstol san Pablo: “Gaudete in Domino”, “Alegraos siempre en el Señor (...). El Señor está cerca” (cf. Flp 4, 4-5). También la primera lectura bíblica de la misa es una invitación a la alegría. El profeta Sofonías, al final del siglo VII antes de Cristo, se dirige a la ciudad de Jerusalén y a su población con estas palabras: “Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén. (...) El Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador” (So 3, 14. 17). A Dios mismo lo representa el profeta con sentimientos análogos: “Él se goza y se complace en ti, te renovará con su amor, exultará sobre ti con júbilo, como en los días de fiesta” (So 3, 17-18). Esta promesa se realizó plenamente en el misterio de la Navidad, que celebraremos dentro de una semana y que es necesario renovar en el “hoy” de nuestra vida y de la historia.

La alegría que la liturgia suscita en el corazón de los cristianos no está reservada sólo a nosotros: es un anuncio profético destinado a toda la humanidad y de modo particular a los más pobres, en este caso a los más pobres en alegría. Pensemos en nuestros hermanos y hermanas que, especialmente en Oriente Próximo, en algunas zonas de África y en otras partes del mundo viven el drama de la guerra: ¿qué alegría pueden vivir? ¿Cómo será su Navidad?

Pensemos en los numerosos enfermos y en las personas solas que, además de experimentar sufrimientos físicos, sufren también en el espíritu, porque a menudo se sienten abandonados: ¿cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto en su sufrimiento? Pero pensemos también en quienes han perdido el sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y la buscan en vano donde es imposible encontrarla: en la carrera exasperada hacia la autoafirmación y el éxito, en las falsas diversiones, en el consumismo, en los momentos de embriaguez, en los paraísos artificiales de la droga y de cualquier otra forma de alienación.

No podemos menos de confrontar la liturgia de hoy y su “Alegraos” con estas realidades dramáticas. Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los “heridos de la vida y huérfanos de alegría”. La invitación a la alegría no es un mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior. 

Para transformar el mundo Dios eligió a una humilde joven de una aldea de Galilea, María de Nazaret, y le dirigió este saludo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad. Dios las repite a la Iglesia, a cada uno de nosotros: “Alegraos, el Señor está cerca”.

Con la ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía, para que el mundo acoja a Cristo, que es el manantial de la verdadera alegría.

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2009

En el Belén [Nacimiento] está el secreto de la verdadera alegría

Queridos hermanos y hermanas:

Estamos ya en el tercer domingo de Adviento. Hoy en la liturgia resuena la invitación del apóstol san Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. (...) El Señor está cerca” (Flp 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta de la del mundo. En este domingo, según una bella tradición, los niños de Roma vienen a que el Papa bendiga las estatuillas del Niño Jesús, que pondrán en sus belenes. Y, de hecho, veo aquí en la plaza de San Pedro a numerosos niños y muchachos, junto a sus padres, profesores y catequistas. Queridos hermanos, os saludo a todos con gran afecto y os doy las gracias por haber venido. Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre de montar el belén. Pero no basta repetir un gesto tradicional, aunque sea importante. Hay que tratar de vivir en la realidad de cada día lo que el belén representa, es decir, el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner mejor en práctica el mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo niño pequeño.

La bendición de los “Bambinelli” –como se dice en Roma– nos recuerda que el belén es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros. Contemplemos el belén: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo, están llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan y sobre todo están seguros de que en su historia está la obra Dios, que se ha hecho presente en el niño Jesús. ¿Y los pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? Ciertamente el recién nacido no cambiará su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a reconocer en el “niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, el “signo” del cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres “a quienes él ama” (Lc 2, 12.14), ¡también para ellos!

En eso, queridos amigos, consiste la verdadera alegría: es sentir que un gran misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la verdadera alegría.

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2012

Los diálogos del Bautista con la gente que acude a él

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de este domingo de Adviento muestra nuevamente la figura de Juan Bautista, y lo presentan mientras habla a la gente que acude a él, al río Jordán, para hacerse bautizar. Dado que Juan, con palabras penetrantes, exhorta a todos a prepararse a la venida del Mesías, algunos le preguntan: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Estos diálogos son muy interesantes y se revelan de gran actualidad.

La primera respuesta se dirige a la multitud en general. El Bautista dice: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Aquí podemos ver un criterio de justicia, animado por la caridad. La justicia pide superar el desequilibrio entre quien tiene lo superfluo y quien carece de lo necesario; la caridad impulsa a estar atento al prójimo y salir al encuentro de su necesidad, en lugar de hallar justificaciones para defender los propios intereses. Justicia y caridad no se oponen, sino que ambas son necesarias y se completan recíprocamente. «El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa», porque «siempre se darán situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo» (Enc. Deus caritas est, 28).

Vemos luego la segunda respuesta, que se dirige a algunos «publicanos», o sea, recaudadores de impuestos para los romanos. Ya por esto los publicanos eran despreciados, también porque a menudo se aprovechaban de su posición para robar. A ellos el Bautista no dice que cambien de oficio, sino que no exijan más de lo establecido (cf. v. 13). El profeta, en nombre de Dios, no pide gestos excepcionales, sino ante todo el cumplimiento honesto del propio deber. El primer paso hacia la vida eterna es siempre la observancia de los mandamientos; en este caso el séptimo: «No robar» (cf. Ex 20, 15).

La tercera respuesta se refiere a los soldados, otra categoría dotada de cierto poder, por lo tanto tentada de abusar de él. A los soldados Juan dice: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga» (v. 14). También aquí la conversión comienza por la honestidad y el respeto a los demás: una indicación que vale para todos, especialmente para quien tiene mayores responsabilidades.

Considerando en su conjunto estos diálogos, impresiona la gran concreción de las palabras de Juan: puesto que Dios nos juzgará según nuestras obras, es ahí, justamente en el comportamiento, donde hay que demostrar que se sigue su voluntad. Y precisamente por esto las indicaciones del Bautista son siempre actuales: también en nuestro mundo tan complejo las cosas irían mucho mejor si cada uno observara estas reglas de conducta. Roguemos pues al Señor, por intercesión de María Santísima, para que nos ayude a prepararnos a la Navidad llevando buenos frutos de conversión (cf. Lc 3, 8).

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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos

II y III domingo de Adviento

87. En los tres ciclos, los textos evangélicos del II y III domingo de Adviento, están dominados por la figura de san Juan Bautista. No sólo, el Bautista es, también con frecuencia, el protagonista de los pasajes evangélicos del Leccionario ferial en las semanas que siguen a estos domingos. Además, todos los pasajes evangélicos de los días 19, 21, 23 y 24 de diciembre atienden a los acontecimientos que circundan el nacimiento de Juan. Por último, la celebración del Bautismo de Jesús por mano de Juan cierra todo el ciclo de la Navidad. Todo lo que aquí se dice tiene como finalidad ayudar al homileta en todas las ocasiones en las que el texto bíblico evidencia la figura de Juan Bautista.

88. Orígenes, teólogo maestro del siglo III, ha constatado un esquema que expresa un gran misterio: independientemente del tiempo de su Venida, Jesús ha sido precedido, en aquella Venida, por Juan Bautista (Homilía sobre Lucas, IV, 6). De suyo, ha sucedido que desde el seno materno, Juan saltó para anunciar la presencia del Señor. En el desierto, junto al Jordán, la predicación de Juan anunció a Aquél que tenía que venir después de él. Cuando lo bautizó en el Jordán, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma visible y una voz desde el cielo lo proclamaba el Hijo amado del Padre. La muerte de Juan fue interpretada por Jesús como la señal para dirigirse resolutivamente hacia Jerusalén, donde sabía que le esperaba la muerte. Juan es el último y el más grande de todos los profetas; tras él, llega y actúa para nuestra salvación Aquél que fue preanunciado por todos los profetas.

89. El Verbo divino, que en un tiempo se hizo carne en Palestina, llega a todas las generaciones de creyentes cristianos. Juan precedió la venida de Jesús en la historia y también precede su venida entre nosotros. En la comunión de los santos, Juan está presente en nuestras asambleas de estos días, nos anuncia al que está por venir y nos exhorta al arrepentimiento. Por esto, todos los días en Laudes, la Iglesia recita el Cántico que Zacarías, el padre de Juan, entonó en su nacimiento: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados» (Lc 1,76-77).

90. El homileta debería asegurarse que el pueblo cristiano, como componente de la preparación a la doble venida del Señor, escuche las invitaciones constantes de Juan al arrepentimiento, manifestadas de modo particular en los Evangelios del II y III domingo de Adviento. Pero no oímos la voz de Juan sólo en los pasajes del Evangelio; las voces de todos los profetas de Israel se concentran en la suya. «Él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo» (Mt 11,14). Se podría también decir, al respecto de todas las primeras lecturas en los ciclos de estos domingos, que él es Isaías, Baruc y Sofonías. Todos los oráculos proféticos proclamados en la asamblea litúrgica de este tiempo son para la Iglesia un eco de la voz de Juan que prepara, aquí y ahora, el camino al Señor. Estamos preparados para la Venida del Hijo del Hombre en la gloria y majestad del último día.

Estamos preparados para la Fiesta de la Navidad de este año.

94. El Leccionario del tiempo de Adviento es, de hecho, un conjunto de textos del Antiguo Testamento que convencen y que, de modo misterioso, encuentran su cumplimiento en la Venida del Hijo de Dios en la carne. Como siempre, el homileta puede recurrir a la poesía de los profetas para describir a los cristianos aquellos misterios en los que ellos mismos son introducidos a través de las Celebraciones Litúrgicas. Cristo viene continuamente y las dimensiones de su venida son múltiples. Ha venido. Volverá de nuevo en gloria. Viene en Navidad. Viene ya ahora, en cada Eucaristía celebrada a lo largo del Adviento. A todas estas dimensiones se les puede aplicar la fuerza poética de los profetas: «Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is 35,4; III domingo A). «No temas Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva» (Sof 3,16-17; III domingo C). «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen» (Is 40,1-2; II domingo B).

95. No sorprende, entonces, que el espíritu de espera ansiosa crezca durante las semanas de Adviento; que en el III domingo, los celebrantes se endosan vestiduras de un gozoso rosa claro, y que este domingo toma el nombre de los primeros versos de la antífona de entrada que, desde hace siglos, se canta en este día, con las palabras extraídas de la carta de san Pablo a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca».

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El gozo

30. “Se alegre el corazón de los que buscan a Dios” (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, “un corazón recto”, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1,1,1).

La fe, comienzo de la vida eterna

163. La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12), “tal cual es” (1 Jn 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:

Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; cf. S. Tomás de A., s.th. 2-2,4,1).

Dios mantiene y conduce la creación

301. Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza:

Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida (Sb 11, 24 26).

736. Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22-23). “El Espíritu es nuestra Vida”: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más “obramos también según el Espíritu” (Ga 5, 25):

Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).

1829. La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep. Jo. 10,4).

1832. Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Gál 5,22-23, vulg.).

2015. El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8).

2362. “Los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud” (GS 49,2). La sexualidad es fuente de alegría y de placer:

El Creador...estableció que en esta función (de generación) los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto, los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. Aceptan lo que el Creador les ha destinado. Sin embargo, los esposos deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación (Pío XII, discurso 29 Octubre 1951).

Juan prepara el camino al Mesías

523. San Juan Bautista es el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino (cf. Mt 3, 3). “Profeta del Altísimo” (Lc 1, 76), sobrepasa a todos los profetas (cf. Lc 7, 26), de los que es el último (cf.Mt 11, 13), e inaugura el Evangelio (cf. Hch 1, 22;Lc 16,16); desde el seno de su madre ( cf. Lc 1,41) saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser “el amigo del esposo” (Jn 3, 29) a quien señala como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29).

524. Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf. Ap 22, 17). Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: “Es preciso que El crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).

III. LOS MISTERIOS DE LA VIDA PÚBLICA DE JESUS

El Bautismo de Jesús

535. El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por él. “Entonces aparece Jesús”. El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que él es “mi Hijo amado” (Mt 3, 13-17). Es la manifestación (“Epifanía”) de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.

Jesús, el Salvador

Artículo 2. “Y EN JESUCRISTO, SU UNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR”

I. JESUS

430. Jesús quiere decir en hebreo: “Dios salva”. En el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”(Mc 2, 7), es él quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

431. En la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de “la casa de servidumbre” (Dt 5, 6) haciéndole salir de Egipto. Él lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo él es quien puede absolverlo (cf. Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar la salvación más que en la invocación del Nombre de Dios Redentor (cf. Sal 79, 9).

432. El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7) hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3, 18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10, 6-13) de tal forma que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12; cf. Hch 9, 14; St 2, 7).

433. El Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16, 15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22; Lv 16, 2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando San Pablo dice de Jesús que “Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rm 3, 25) significa que en su humanidad “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Co 5, 19).

434. La Resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador (cf. Jn 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del “Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf. Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, él se lo concede (Jn 15, 16).

435. El Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula “Per Dominum Nostrum Jesum Christum...” (“Por Nuestro Señor Jesucristo...”). El “Avemaría” culmina en “y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. La oración del corazón, en uso en oriente, llamada “oración a Jesús” dice: “Jesucristo, Hijo de Dios, Señor ten piedad de mí, pecador”. Numerosos cristianos mueren, como Santa Juana de Arco, teniendo en sus labios una única palabra: “Jesús”.

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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)

Alegrarse siempre

El tercer domingo de Adviento está todo él replet del tema de la alegría. Se llama tradicionalmente Domingo «gaudete», esto es, el domingo «alegraos», por las palabras de san Pablo en la segunda lectura:

«Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres».

Dios ha querido que la historia humana, tan cargada de llanto y de sufrimiento, estuviese acompañada por un anuncio de felicidad, como por un hilo verde que la atraviesa de una parte a otra. Se trata de un pueblo que, en medio de todos los otros pueblos, es el portador de una promesa de luz y de alegría.

Antes de Jesús, este pueblo era Israel. En la primera lectura, escuchamos las palabras con que el profeta Sofonías recuerda su misión al pueblo elegido e intenta de nuevo despertar en él la esperanza y la valentía:

«Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén».

Regocíjate, grita de júbilo, alégrate, goza. En el salmo responsorial este extraordinario vocabulario de alegría se enriquece todavía más con otros términos:

«Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación... Gritad jubilosas habitantes de Sión» (lsaías 12, 2-3. 6)

Después de la venida de Jesús, este pueblo, que es signo de alegría entre las naciones, es asimismo la comunidad cristiana. La primera palabra, que dice el ángel a María, la nueva «hija de Sión», es: «Alégrate, llena de gracia» (Lucas 1,28). Y san Pablo, según hemos escuchado, extiende a todos los cristianos esta invitación, diciéndoles: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres».

Detengámonos hoy en esta palabra (el fragmento evangélico continúa el mensaje de Juan el Bautista, que hemos comentado el domingo anterior). Leopardi, en la poesía Il sabato del villaggio, ha expresado esta idea: en la vida presente, la única alegría posible y auténtica es la alegría de la espera, la alegría del sábado. Éste es un «día lleno de ilusión y de alegría»: lleno de alegría precisamente porque está lleno de ilusión, esto es, de esperanza. La espera de la fiesta es hasta mejor que la misma fiesta. La posesión del bien no hace más que engendrar desilusión y aburrimiento, porque todo bien creado se revela inferior a su expectativa; sólo la espera es generadora de viva alegría. Pero, precisamente, así es la alegría cristiana en este mundo: alegría del sábado, que anuncia el Domingo sin ocaso, que es la vida eterna; alegría de Adviento, en el sentido litúrgico del término.

San Pablo dice que los cristianos deben estar «con la alegría de la esperanza» (Romanos 12, 12), lo que no significa sólo que deben «esperar estar alegres» (se entiende, después de la muerte), sino que deben estar o «ser alegres por esperar», alegres ya ahora, por el simple hecho de esperar.

Pero, ¿basta en verdad la esperanza para tener la experiencia de la alegría? ¡No! Es necesaria también otra virtud teologal: la caridad, esto es, el ser amados y amar. Cada ser, dice san Agustín, tiende como por una fuerza invisible de gravedad, que es el amor, hacia «su lugar», esto es, hacia aquel punto en donde sabe que encontrará el propio reposo y la propia felicidad. La alegría nace precisamente del tender hacia aquel lugar, que para nosotros, criaturas racionales, es Dios. Por esto nosotros no tenemos paz hasta que reposamos en él: «Tú nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (san Agustín, Confesiones I,1 y XIII, 9).

El amor, en todas sus genuinas expresiones, es por esto el verdadero generador de alegría. Sólo quien es amado y ama sabe, en verdad, qué es la alegría. He ahí por qué la Escritura dice que la alegría es fruto del Espíritu Santo (Gálatas 5,22) Y que el reino de Dios es «gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14, 17). El Espíritu Santo es el amor personificado y donde alcanza hace nacer el amor. En el himno a la alegría de Beethoven se habla de un ala que «hermana todo lo que toca». Pero, ¡un poder semejante, lo posee sólo... el ala de la paloma, que es el Espíritu Santo!

Llegados a este punto, yo quisiera, sin embargo, dirigir un pensamiento a aquellos para los cuales «alegría» es una palabra desconocida, lejana a años luz de ellos, y ciertamente no por culpa de ellos. Hablo de tantos que sufren de depresión, de agotamiento o de otros males semejantes, siempre cada vez más frecuentes en nuestra sociedad. En la primera lectura hay una palabra que parece escrita para ellos:

«¡No temas, ... no desfallezcan tus manos!»

No rendirse a la tristeza y al desconsuelo. ¡Reaccionar! El mejor remedio, el antidepresivo más eficaz y menos peligroso para la salud, es precisamente en estos casos la esperanza, de la que hemos hablado. Mirar hacia adelante. Creer que el túnel oscuro tendrá un fin. Quien está aprendiendo a andar en bicicleta sabe bien que, si no quiere caerse, debe mirar lejos y no a tierra o a la rueda delantera.

Recuerdo la inscripción, que leí un día paseando entre las tumbas del cementerio de guerra inglés a las puertas de Milán: «A la guerra seguirá la paz y la noche desembocará en el día» («Peace shall follow baffle and night shall end in day»). Me parece el augurio y la esperanza más bella que se pueda proporcionar a quien se encuentra en esta situación: que la noche desemboque pronto, también para ellos, en el día. Sin esperar, se entiende, la resurrección después de la muerte, ¡aunque la alegría plena se tendrá sólo entonces!

Volvamos, ahora, a las palabras de san Pablo para descubriros también alguna indicación práctica. En efecto, el Apóstol no se limita a dar el mandamiento de alegrarse, sino que indica también cómo debe comportarse una comunidad de salvados que quiere testimoniar la alegría y hacerla creíble a los demás. Dice:

«Que vuestra mesura la conozca todo el mundo».

La palabra griega, que traducimos como cortesía o «mesura», significa todo un conjunto de planteamientos, que van desde la clemencia a la capacidad de saber ceder y de mostrarse amable, tolerante y acogedor. Podríamos nosotros traducirla como «gentileza». Es necesario descubrir, ante todo, el valor humano de esta virtud. La gentileza es una virtud con cierto riesgo o hasta casi en extinción en la sociedad en que vivimos. La violencia gratuita en los film y en la televisión, el lenguaje voluntariamente vulgar, la competición para quienes empuja más allá de los límites de lo tolerable en hechos de brutalidad y de sexo explícito en público nos están volviendo como acostumbrados a toda expresión de lo sucio y de lo vulgar.

La gentileza es un bálsamo en las relaciones humanas. Yo estoy convencido que se viviría mucho mejor en familia si tuviésemos un poco más de gentileza en los gestos, en las palabras y, ante todo, en los sentimientos del corazón. Nada apaga la alegría de estar juntos cuanto el roce del trato. «La respuesta amable, dice la Escritura, aplaca la ira, la palabra hiriente enciende la cólera... La lengua sana es árbol de vida» (Proverbios 15,1.4). «Las palabras amables multiplican los amigos, la lengua afable multiplica los saludos» (Sirácida 6,5). Una persona gentil deja una estela de simpatía y de admiración por donde pasa. «¡Qué gentil es!», es la primera frase que viene a pronunciarse apenas se ha alejado.

Junto a este valor humano, debemos descubrir el valor evangélico de la gentileza, que no es sólo cuestión de educación y de buenas maneras. En la Biblia, los términos «humilde» y «manso» no tienen el sentido pasivo de «sumiso» o de «remiso» sino el activo de la persona que actúa con respeto, cortesía y clemencia hacia los demás. Es, por lo tanto, el elogio de la gentileza lo que Jesús hace cuando dice: «Dichosos los mansos» (Mateo 5,4) o cuando manifiesta: «Aprended de mí que soy manso y humilde corazón» (Mateo 11,29) (En la traducción inglesa de esta frase se usa precisamente la palabra gentle, gentil).

Pablo incluye la gentileza o afabilidad entre los frutos del Espíritu cuando nos dice que son frutos del Espíritu: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí» (Gálatas 5, 22-23). Para santo Tomás de Aquino la gentileza es una cualidad de la caridad (II-II, q. 27ss.). Ella no excluye la cólera justa sino que sabe sin embargo moderarla de modo que no impida juzgar las cosas con serenidad y justicia. Es el signo más claro que reconocemos en quien se encuentra ante una persona humana con su sensibilidad y dignidad frente a la que no nos sentimos superiores.

La gentileza es indispensable sobre todo para quien quiere ayudar a los demás a descubrir a Cristo. El apóstol Pedro recomendaba a los primeros cristianos a estar «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza»; pero, añadía de inmediato: «pero hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pedro 3, 15 s.), que es como decir con gentileza. Estos son a la vista de todos los modos simples de manifestar también hoy la alegría.

Si la alegría cristiana es comunitaria, no solitaria, entonces está claro que nadie, estando solo, puede ser feliz. El mandamiento «alegraos» significa igualmente: derramad alegría. No se debe esperar a estar perfectamente sanos y de buen humor para hacerle una sonrisa a cualquiera. Es necesario saber retener para sí cualquier disgusto y compartir con los demás las cosas positivas y la alegría; no lo contrario, esto es, retener para sí la alegría y compartir con los demás sólo las cruces y las penas. Hay personas que a la acostumbrada pregunta: «¿Cómo estás?, ¿cómo va?» responden siempre: «Muy bien. Gracias», y otras que siempre responden: «Mal». En el primer caso, los rostros se ensanchan con una sonrisa; en el segundo, comúnmente se cierran a la defensiva.

El profeta Isaías relata que en su tiempo los pueblos vecinos desafiaban a los hijos de Israel diciéndoles que «veamos vuestra alegría» (Isaías 66, 5). El mundo no creyente o que está en busca de la fe les dice a los cristianos la misma cosa: ¡haced que «veamos vuestra alegría»! Si lo conseguimos, busquemos, por lo tanto, hacer percibir al mundo, desde quien vive junto a nosotros, un poco de nuestra alegría.

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PREGONES (La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes)

María, causa de nuestra alegría

Alégrense todos los hijos de Dios, porque siendo esclavos, Él nos ha hecho hijos y herederos del Reino de los cielos.

Alégrense, porque el Hijo de Dios, que ha bajado del cielo para engendrarse en el vientre de la Virgen María, ha nacido en medio del mundo para revelarse, para darse a conocer, para que, quien lo conozca a Él, conozca al Padre que está en el cielo.

Alégrense, porque el Cordero de Dios, ha dado la vida por todos los hombres para salvarlos, ha resucitado y ha subido al cielo, y volverá de nuevo con todo su poder para llevar a ocupar la morada, que Él mismo ha preparado en su Paraíso, a todo el que crea en Él.

Alégrense cielos y tierra, porque nos gobierna el Rey, Hijo de Dios Todopoderoso, justo y misericordioso, que nos ha conferido la dignidad de hijos, a través del bautismo de fuego con el que Él nos ha bautizado en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Reconócete tú pecador, indigno heredero de los tesoros del cielo, que Nuestro Señor Jesucristo para ti ha merecido con su sacrificio en la Cruz, y alégrate acudiendo a la Santísima Virgen María, que es causa de tu alegría, porque siempre te lleva a Jesús.

Si estás perdido en medio de la obscuridad, navegando sin saber a dónde vas, ella es como el faro que alumbra en medio de la noche y, a pesar de los fuertes vientos y de la tempestad, te conduce hacia puerto seguro.

Pide su intercesión para que seas testigo de la misericordia de Cristo, y no impidas la acción del Espíritu Santo sobre ti.

Déjate iluminar con su luz para que otros, a través de ti, conozcan a Jesús, y lo reciban a través de su Palabra y de la Eucaristía, en cuerpo, en sangre, en presencia viva, para que sean con Él uno, y lleven con alegría el mensaje del Señor a todo el mundo: “Rectifiquen sus caminos, conviertan sus corazones”.

Y alégrate de participar de la gloria anticipada de Dios en cada misa, en cada Eucaristía.

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FLUVIUM (www.fluvium.org)

La voluntad de Dios francamente

Otra vez consideramos las palabras del Bautista. Juan, por su franqueza y amor a la verdad, es incontestable: sus palabras no admiten réplica. La gente le pregunta confiada sobre cómo proceder porque es profeta –enviado por Dios al pueblo para conducir a los hombres hasta Él– y también porque habían descubierto en él, en sus palabras y en su conducta, abundantes motivos de confianza. Posiblemente fuera la sobriedad de su vida y el declarar siempre la verdad delante de cualquiera –aunque pudiera padecer por esa verdad–, lo que le hacía atractivo: las muchedumbres que acudían para que los bautizara.

La escena del Precursor, recordando la Ley de Dios a la gente, ante la inminente aparición del Mesías, y predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados, reclama también hoy de nosotros, ya cristianos, un examen tal vez más detenido que otras veces. Se tratará primeramente de reconocer –como animaba Juan a los publicanos, a los soldados...– si nos comportamos mal en algo de nuestro oficio o tal vez de nuestras relaciones familiares o de convivencia. Es fácil que, por nuestra debilidad o incluso por maldad, vengamos consintiendo en modos imperfectos de actuar: por pereza, por precipitación, por egoísmo, por sensualidad, por orgullo... Y, antes de nada, habremos de arrepentirnos de lo que viene siendo una mala conducta.

Así como la franqueza de Juan el Bautista, ejemplificando los posibles pecados, reclamaba la sinceridad de la gente para reconocerlos, también nosotros debemos ser veraces con nosotros mismos, hasta admitir el mal comportamiento: el descuido frecuente, la falta habitual, o quizá el pecado que, si menos frecuente, fue real en “aquella” ocasión. Pidamos al Señor luz para contemplarnos como somos y valentía para reconocernos los defectos, pues sin duda los tenemos. No seremos peores por vernos de verdad, al contrario, si nos sabemos imperfectos, y no en general..., como todo hombre..., sino con defectos concretos de los que somos culpables; al menos, no seremos ignorantes e ingenuamente inocentes.

Luego, claro, es necesario tomar medidas para cambiar, poniendo de nuestra parte esfuerzo. Pero lo haremos con la ayuda de Dios, que nos quiere mejores y, siendo sus hijos, no nos deja de su mano en el empeño por no ofenderle. Empeño que en el cristiano, siendo en todo caso por amar a Dios, no es un esfuerzo titánico o desesperado y sin paz, sino un deseo humilde y constante de hijo, que quiere cumplir la voluntad de su Padre Dios, con la luz y la fuerza que Él le presta.

Pero no espera Dios de sus hijos los hombres que no le ofendan. Si nos hubiera creado para no ofenderle bastaría con que hubiéramos sido animales o plantas, por no mencionar otros elementos de la naturaleza que no pueden amar. Esto espera Dios de sus hijos los hombres y –en este mundo– sólo de ellos: amor. Dame, hijo mío, tu corazón, nos dice. La pregunta que nos hacemos, porque también nos la hace el Señor, es si le estamos queriendo. Pregunta ciertamente difícil de contestar, al menos difícil de contestar con precisión. Fácilmente podríamos decir: sí, por supuesto, yo amo a Dios. Pero enseguida reconocemos que hay medidas en el amor y que tal vez el nuestro por Dios no sea el que merece de nosotros.

Quizá recordemos aquel punto de Camino, de san Josemaría Escrivá, que anima a preguntarse por la medida del amor:

Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?

—¿No? —Entonces no quieres.

Pidamos a Dios, poniendo por intercesora nuestra a su Madre que lo es también de cada uno, que aguardemos la llegada del Señor queriéndole, deseándole con todas las fuerzas. No llegaremos a amarle como se merece, ni a corresponder justamente a sus gracias; podemos, sin embargo, llenarnos de afán de purificación para que nada en nuestra vida le desagrade, para que en todo sea –cada pensamiento, cada acción– un modo de quererle y, en este tiempo de Adviento, un modo de disponernos mejor para su venida. No nos queramos acostumbrar. Rechacemos la rutina; que no es la venida del Señor como otras cosas o acontecimientos que esperamos, por importantes que sean. Nuestro Dios es único, incomparable aunque llegue al mundo como los demás hombres, aunque pocos le acojan y algunos incluso le marginen.

Nosotros, con ayuda de Santa María, queremos disponernos muy bien, para colmar a Jesús que viene al mundo en Navidad y continuamente a nuestra vida de todo nuestro cariño.

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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)

El cristiano y la alegría

El domingo de hoy está empapado del tema de la alegría. Las primeras palabras con las que nos recibió la liturgia, al comienzo de la misa, decían: “Alégrense siempre en el Señor; les repito, alégrense” (Ant. del inicio). No se trata de una alegría subjetiva, totalmente íntima y sentimental, que tan a menudo es simplemente excitación, sino de una alegría objetiva que se basa en realidades alegres en sí mismas, algo que ya existe y sólo espera entrar en nosotros. Ni siquiera se trata de una alegría individual o privada, sino de una alegría comunitaria; hoy somos exhortados a la alegría en tanto comunidad creyente.

Dios ha querido que la historia humana, tan llena de llanto y sufrimiento después del pecado (el “valle de lágrimas”) fuera acompañada de un anuncio de felicidad, como un hilo verde que atraviesa, de un extremo al otro, toda la Biblia. Un hilo bien visible porque se trata de un pueblo que, en medio de todos los demás pueblos sumergidos” en las tinieblas y en la sombra de la muerte”, es portador de una promesa de luz y alegría.

Antes de Jesús, este pueblo era Israel. En la primera lectura, escuchamos las palabras con que el profeta Sofonías recuerda al pueblo elegido su misión y trata de volver a despertar en él la esperanza y el coraje: ¡Grita de alegría, hija de Sión! ¡Aclama Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén!

En el salmo responsorial, a la voz de Sofonías se une la de Isaías: Mi fuerza y mi canto es el Señor: él ha sido mi salvación. Sacarán agua con alegría de los manantiales de la salvación... Griten regocijados y exulten, habitantes de Sión. El agua que el profeta invita a sacar de Dios es precisamente el agua de la alegría y la esperanza, la que aplaca la sed del corazón, no de la boca.

Después de la venida de Jesús, este pueblo que es signo de alegría entre las naciones y la comunidad cristiana que recibió el Evangelio, o sea la alegre noticia de Jesús está alrededor de Jesús. Por eso, el apóstol Pablo, en la segunda lectura, traslada a la comunidad cristiana el gran mandamiento de la alegría que antes los profetas habían dirigido a la hija de Sión: ¡Alégrense, hermanos!

Detengámonos en esta palabra. ¿Es una palabra vana, una expresión de énfasis veleidoso como tantas “estimulaciones” humanas o es, en cambio, palabra eficaz, palabra plena, como todas las palabras de Dios? Y si es plena, ¿plena en qué sentido?

Un gran poeta nuestro –Giaccomo Leopardi– dijo de manera insuperable esta verdad: que en la vida presente la única alegría posible y auténtica es la alegría de la espera, la alegría del sábado: “Día lleno de esperanza y alegría”: lleno de alegría precisamente porque está lleno de esperanza. La posesión bienes, en ésta nuestra vida –lo sabemos por experiencia– sólo genera fastidio e insatisfacción, porque cada bien finito resulta inferior a la expectativa; sólo la espera es generadora de alegría viva. Lo que cuenta y que nos hace sentir vivos no es la velocidad, sino la aceleración, o sea no lo que se tiene sino lo que se conquista.

Así es la alegría cristiana: alegría del sábado, que preanuncia el “gran domingo”, el “octavo día” como lo llamaban los Padres; alegría de Adviento, en el sentido litúrgico del término. Por eso, no vivimos solamente en la esperanza de la alegría sino en la alegría de la esperanza. Por eso digo que el vértice de todo discurso cristiano sobre la alegría tiene que ver con la primera epístola de Pedro, cuando dice: Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera... Por eso, ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente... se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria (1 Ped 1,3-4.6-8). Está todo lo necesario para comprender qué es la alegría cristiana: “la alegría indecible” del cristiano está hecha de una esperanza viva, basada en la resurrección de Cristo de entre los muertos y que tiene por objeto una herencia conservada en los cielos.

¿Realmente basta sólo la esperanza para vivir, concretamente, la experiencia de la alegría? ¡No! También hace falta la otra virtud teologal: la caridad, o sea, más existencialmente, el ser amados y amar. Cada ser –escribió Agustín– tiende, como por propio peso, hacia “su lugar”, o sea hacia el punto en que sabe que encontrará su descanso, su aquietamiento y su paz. La alegría consiste en tender hacia ese lugar. ¿Y cuál es para nosotros, criaturas racionales ese “lugar nuestro”? ¡Es Dios! ¿Cuál es el peso que nos hace tender a él? ¡El amor! “Mi peso es el amor: por él soy arrastrado dondequiera que sea arrastrado” (san Agustín, Confes, XIII,9). Cada uno es arrastrado por su propio deseo de amor (voluptas).

El amor es por eso el verdadero generador de la alegría, sobre todo el amor que se expresa en el deseo. Sólo quien es amado y ama sabe, en verdad, qué es la alegría. Por eso la Escritura dice que la alegría es fruto del Espíritu Santo (Gal. 5,22), que el reino de Dios es alegría en el Espíritu Santo (Rom. 14,17) y que los primeros discípulos quedaron llenos de alegría y del Espíritu Santo (Hech. 13,52). ¡Porque el Espíritu Santo es el Amor! No es nuevo en esta tarea; es su tarea ab aeterno en el seno de la Trinidad: “El inefable abrazo del Padre y su Imagen que es el Hijo no está exento de júbilo, amor y alegría. Hilario de Poitiers llamó a este afecto puro, este placer, esta felicidad, de una manera concisa, goce y en la Trinidad eso es el Espíritu Santo. No generado, es la suavidad del generante o del generado que inunda con su liberalidad y su inmensa abundancia a todas las creaturas según su capacidad” (San Agustín, Trin. VI, 10, 11). Desde ese alto horno, la suavidad del Espíritu Santo se vuelca sobre las creaturas que encuentran a Jesús; el Espíritu Santo es la estela de perfume que dejó atrás Jesús al pasar entre los hombres. Allí donde pasa –y es recibido– Jesús se difunde, pues, la alegría. “Dulce es el recuerdo de Jesús –canta un himno de la Iglesia– da al corazón las verdaderas alegrías –pero más que la miel y cualquier otra cosa– dulce es su presencia”. Por lo tanto, gozamos (se entiende, de gozo espiritual) en la medida en que estamos unidos a Jesús, porque la unión con Jesús hace entrar en nosotros al Espíritu Santo y el Espíritu Santo produce alegría, más aún, embriaguez: “la sobria embriaguez del Espíritu”.

Si ahora, después de estas elevaciones, volvemos a la lectura de Pablo, nos damos cuenta de que el Apóstol no se limita a darnos la orden de alegrarnos sino que indica también, de una manera muy concreta, cómo debe comportarse una comunidad de salvados que quiere dar testimonio de la alegría y hacerla creíble a los demás: Que su bondad sea visible a todos los hombres. La palabra griega que representamos con “bondad” significa todo un complejo de actitudes que van de la clemencia, a la capacidad de saber ceder y mostrarse amable, tolerante y amistoso. Es una experiencia humana que hemos tenido de alguna manera todos: la persona que se siente alegre y espera algo bello, es una persona buena, dulce con todos; no siente la necesidad de ofender, sabe relativizar toda, no es amarga, no es puntillas a saber perdonar y sabe pedir perdón; todos los que están a su alrededor se dan cuenta y dicen: ¡se le lee la alegría en los ojos! Su vida canta y brilla. También en el terreno espiritual, la alegría es luz; cuando Jesús dice a sus discípulos: Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes (Mt 5,16) es como si dijera: Su alegría debe brillar ante los hombres o: Su amor debe brillar ante los hombres. Prueben de ir por la calle o de subir a un tren canturreando interiormente el cántico religioso que más les guste; tarde o temprano, cuando menos lo piensen, a ustedes también les pasará, como me pasó a mí, que venga alguien y les diga: “¡Usted tiene una cara que hace creer en Dios!”

Por lo tanto, debemos ser amables, gentiles y buenos; a este aspecto humano de la caridad se refiere Pablo cuando escribe que la caridad es benigna, que no es envidiosa, no es puntillosa, no tiene en cuenta el perjuicio recibido y sabe disculpar todo (cf. 1 Cor 13,4-6). Es bien sabido, por el contrario, que la mayoría de las veces, son éstos precisamente los matices de la caridad que están ausentes en las personas “pías”. A menudo somos ásperos, puntillosos, severos, ilusionándonos quizás con la idea de que lo hacemos para defender los derechos de la verdad; no somos buenos con esa bondad que tanto conmovía a la gente en el Papa Juan. Si pensamos en lo que poseemos, en esta inmensa esperanza suplementaria que llevamos en nosotros, ¿cómo podemos tener el coraje de ser resentidos, de pelearnos por tonterías y tener pensamientos de venganza? La persona que consideramos mala, tal vez no sea, en realidad, más que una infeliz. Otra cosa que desentona en el cristiano y en la Iglesia es el victimismo: una Iglesia que, en lugar de expresar alegría, expresa sólo lamentaciones por los ataques que sufre, no es una “Iglesia confesante”, ¡es sólo una Iglesia litigante!

Hoy la palabra de Dios nos exhorta a hacernos diversos propósitos. No podemos ser felices solos; “alégrense” significa también: expandan alegría. No debemos esperar a estar perfectamente sanos o de buen humor para sonreírle a alguien; una sonrisa puede ser un pequeño gran don, una luz que se enciende, una ventana que se abre. El enemigo de la alegría no es el sufrimiento; es el egoísmo, la concentración en nosotros mismos, la ambición. El hombre replegado en sí mismo es un erizo que muestra solamente espinas, una casa cerrada, un castillo con los puentes levadizos levantados.

¿Podrá el mensajero –la Iglesia– salir de ese castillo y llevar a destino a las multitudes que esperan fuera del palacio el mensaje de esperanza y alegría que recibió de Dios? Tal vez alguno de ustedes conozca el cuento de F. Kafka al que me refiero. Es un cuento totalmente simbólico; habla de un rey que en su lecho de muerte hace arrodillar a su lado a un súbdito y le murmura al oído un mensaje para que lo lleve a alguien que lo espera lejos, fuera del palacio. Es tal la importancia que reviste para él que se lo hace repetir al oído. Luego lo despide. El mensajero emprende el camino. Pero la multitud que se agolpa alrededor de la cama y en las habitaciones es grande. Él empieza a hacer elucubraciones inútiles. Que si llegara a abrirse camino hasta la puerta, no lograría nada, porque estarían las escalinatas llenas de gente, y después los patios del palacio, después los otros patios y otras habitaciones y otros corredores...; que si llegara a la puerta exterior, no lograría nada: afuera se abre la ciudad residencial y nadie logró hasta el momento atravesarla, mucho menos con el mensaje de un muerto. Mientras tanto, lejos, alguien está sentado junto a la ventana cuando cae la tarde y sueña con ese mensaje que nunca llegará.

También a nosotros, nuestro Rey antes de morir nos confió un mensaje y nos lo repite ahora en esta liturgia en la que recordamos su muerte; es el mensaje que dice: No teman; no dejen caer los brazos de desesperación, alégrense, el Señor está cerca, ¡el Señor está! Más aún, –puesto que él mismo nos habla–: ¡Estoy cerca; estoy! Debemos salir del castillo; el castillo es, sí, nuestro egoísmo personal y nuestra mezquindad de ánimo, pero también puede ser algo más: la burocracia, el exceso de organización, la complicación del lenguaje, el enredo de las instituciones que hacen de la Iglesia, en su aspecto humano, en lugar de un hilo verde de esperanza y un signo de alegría entre las naciones, un castillo complicado que sofoca el mensaje.

A nosotros, pueblo profético, va dirigida ahora la exhortación de los profetas: Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, levántala sin temor; di a las ciudades de Judá: “¡Aquí está su Dios!” Ya llega el Señor con poder” (Is. 40,9-10). Sube alto, cristiano, tú que llevas el mensaje de la alegría; sube por sobre ti mismo, haz flotar en ti la alegría; no dejes caer de tu mano la antorcha, ¡porque hay tanta gente esperando en tu camino!

El mundo no creyente, o que ha perdido la fe, desconfía de nosotros en este terreno; nos dice, como decía a los hijos de Israel, en el tiempo de Isaías: ¡Que el Señor manifieste su gloria, así veremos la alegría de ustedes! (Is.66,5).

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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)

Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de Jesús Buen Pastor

– Adviento, camino que nos lleva a Dios

Hoy es tercer domingo de Adviento.

El Adviento no sólo revela la venida de Dios a nosotros, sino también indica el camino que nos lleva a Dios. De este camino precisamente nos habla la liturgia de hoy.

Éste es, ante todo, el camino del comportamiento según la conciencia.

Lo enseña Juan en la región del Jordán. Responde a las preguntas de los soldados, de los publicanos y de todas las multitudes de los hombres: “¿Qué debemos hacer?” (Lc 3,10).

Comportaos de manera justa. Cumplid concienzudamente vuestros deberes. Sabed dar de lo vuestro a los otros. Compartid lo que tenéis con los necesitados.

El camino hacia Dios es, sobre todo, camino de la conciencia y de la moral. Por este camino los mandamientos llevan al hombre.

Los que se convierten a este camino en las riberas del Jordán reciben el bautismo de penitencia.

Juan confiere este bautismo y, a la vez, anuncia la venida de Cristo que “bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16).

– Purificación del alma

El camino hacia Dios consiste no sólo en la observancia de los mandamientos, sino en una profunda purificación del alma de la adhesión al pecado, a la concupiscencia y a las pasiones.

Juan se sirve aquí de una imagen muy expresiva. Como el bieldo separa el trigo de la paja, así la gracia de Dios, actuando en el alma humana, la purifica de las inclinaciones malas, para que se convierta en espiga de trigo puro. Esta purificación a veces le cuesta al hombre; está unida con el dolor y el sufrimiento, pero es indispensable, dado que el alma debe conservar en sí lo que es noble, honesto y puro. La paja debe quemarse a fin de que quede el buen grano para hacer el pan.

Así enseña Juan en las orillas del Jordán.

Por otra parte, el Profeta Sofonías anima al hombre que tiene miedo de la potencia purificadora de Dios y de su gracia.

Habla en metáfora, dirigiéndose a Jerusalén: “No temas, Sión,/ no desfallezcan tus manos./ El Señor, tu Dios, en medio de ti/ es un guerrero que salva” (Sof 3,16-17).

El deseo de la salvación, o sea, de la vida en la gracia de Dios, debe superar el miedo con el que el hombre se defiende de la fuerza purificadora de Dios.

A medida que va cediendo el mal enraizado en el alma, y disminuyen las afecciones pecaminosas, Dios se acerca, y, juntamente con Él vienen al alma la alegría y la paz.

De esta alegría habla San Pablo en la Carta a los Filipenses: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres... El Señor está cerca” (Fil 4,4-5).

Cuando el alma se aleja del pecado, de las pasiones y de los vicios, Dios se acerca, y ella vive su Adviento, su venida, su presencia, su cercanía.

Esta cercanía se manifiesta en la oración: el hombre “expone” a Dios todas sus súplicas con confianza y permanece en “acción de gracias”.

La purificación del alma trae consigo también “la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio” (Fil 4,7).

Así es el camino hacia Dios y hacia la alegría y la paz interior, que el pecado y la concupiscencia no saben dar al hombre.

En este estado, el corazón humano canta con el Profeta Isaías: “El Señor es mi Dios y salvador;/ confiaré y no temeré,/ porque mi fuerza y mi poder es el Señor,/ Él fue mi salvación” (Is 12,2).

Estas palabras reflejan el estado del alma que vive en gracia de Dios.

– Las obras de Dios

Sin embargo, el camino hacia Dios no se agota en la sola alegría interior. El hombre desea acercarle también a los otros. Quiere que también ellos saquen agua “de las fuentes de la salvación” (Is 12,3). Se convierte, pues, en mensajero y apóstol del amor de Dios: “Dad gracias al Señor, invocad su nombre,/ contad a los pueblos sus hazañas./ Proclamad que su nombre es sublime” (Is 12,4).

El hombre, obediente a la gracia de Dios, descubre el mundo de las obras de Dios, que están ocultas a los ojos del pecador: “Tañed para el Señor,/ que hizo proezas,/ anunciadlas a toda la tierra” (Is 12,5).

El hombre, guiado por la gracia divina, desea también compartir con los otros la cercanía de Dios que él experimenta: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión:/ Qué grande en medio de ti el Santo de Israel” (Is 12,6).

(...) pues bien, quiero deciros, en nombre de Cristo: “No temas pequeño rebaño: porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino” (Lc 12,32). Tened conciencia humilde y valiente de lo que os ha donado el Padre. Que esa conciencia sea vuestra fuerza, vuestra luz y vuestra esperanza. Dad al mundo lo que el padre os ha dado: el reino de Dios.

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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

¿Qué debemos hacer? También nosotros deberíamos hacer esta pregunta en el umbral de la Navidad. Quienes escucharon la voz de Dios que llegaba a través del Bautista, sintieron cómo se reavivaba en sus corazones el fuego de la esperanza en el Mesías que estaba cubierto por las cenizas del olvido y se purificaban con el bautismo de penitencia que él impartía. Hay que limpiar fondos, porque el vino de más calidad, si se vierte en un recipiente con vinagre, se agría y se pierde. “Yo bautizo con agua; pero... Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.

El misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. “La Iglesia no puede prepararse (...) de otro modo, si no es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia” (Juan Pablo II).

¿Qué debemos hacer? Repartir con los que tienen menos que nosotros y no perjudicar a nadie, contesta en esencia el Bautista. En una palabra: acoger a ese Dios que sale a nuestro encuentro y que desea que le veamos en quienes nos rodean. De esta forma nos iremos identificando progresivamente con Jesucristo haciéndonos una sola cosa con Él.

Reflejar a Cristo en nuestro comportamiento es permitir que pase a través de nosotros ese Amor suyo lleno de solicitud por todos, viviendo atentos a sus esperanzas y temores, alegrías y penas, convicciones y dudas, prestando a quienes lo necesiten una ayuda material, un consejo, un consuelo, una palabra de aliento. “Si el fermento mezclado con la harina –dice S. Juan Crisóstomo– no transforma toda la masa, ¿acaso se trata de un fermento genuino? Y también, si acercando un perfume no esparce olor, ¿acaso llamaríamos a eso perfume? No digas: no puedo influir en los demás, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer... Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que no deje de dar luz un cristiano... Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara tan brillante”

Reflejar a Cristo en nuestra actuación es cultivar esa apertura de espíritu y grandeza de alma que sepa acoger a todos sin distinciones de ningún género; y, también, sin mostrar desdén ante las debilidades, injusticias y prejuicios de quienes tratamos. S. Francisco de Sales, comentando la parábola del hijo pródigo, dice: “Aunque el hijo volvió harapiento, sucio y maloliente por haber estado entre cerdos, su padre, sin embargo, lo abraza, lo besa amorosamente y llora sobre su hombro; porque era padre, y el corazón de los padres es tierno para el corazón de los hijos”.

S. Josemaría Escrivá decía, asimismo: Poneos siempre en las circunstancias de los demás, así veréis las cosas serenamente, no os disgustaréis nunca, o pocas veces, y comprenderéis, y llenaréis el mundo de caridad.

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Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«Estad siempre alegres en el Señor»

I. LA PALABRA DE DIOS

So 3, 14-18a: «El Señor se alegrará en ti»

Is 12, 2-3; 4-6: «Gritad jubilosos...»

Flp 4, 4-7: «El Señor está cerca»

Lc 3, 10-18: «¿Qué hemos de hacer?»

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Se alegre el corazón de los que buscan a Dios» (Sal 105, 3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha» (30).

«Sentado a la derecha del Padre y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los Sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia. Los Sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo» (1084).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«La verdadera alegría se encuentra donde dijo S. Pablo: En el Señor. Las demás cosas, aparte de ser mudables, no nos proporcionan tanto gozo que puedan impedir la tristeza ocasionada por otros avatares en cambio, el temor de Dios la produce indeficiente porque quien teme a Dios como se debe a la vez que teme confía en El y adquiere la fuente del placer y el manantial de toda la alegría» (S. Juan Crisóstomo, PG. 27, 179)

IV. SUGERENCIAS PARA EL ESTUDIO DE LA HOMILÍA

A. Apunte bíblico-litúrgico

El tema de la Palabra es la alegría por la presencia y acción de Jesucristo salvador en la historia humana: «Estad siempre alegres en el Señor». (Segunda lectura). «Regocíjate... grita de júbilo... alégrate y goza de todo corazón» (Primera lectura).

La causa de la alegría es el Señor. Su presencia es el anuncio de la Buena Noticia, gozosa noticia. «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo». «Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Evangelio). Bautismo que purifica, salva, santifica. Bautismo, es decir, la vida sacramental por la que Jesucristo está presente y actúa en la vida de los hombres.

B. Contenidos del Catecismo de la Iglesia Católica

La fe:

Acción de Cristo glorioso en la liturgia: 1084-1085.

... y en la oración: 2656-2658.

La respuesta:

Alegría y búsqueda de Dios: 30.

C. Otras sugerencias

Ovidio escribe en el destierro: «Nada puede hacerse sino llorar» (De tristitia). San Pablo, prisionero recomienda: «Estad siempre alegres en el Señor; de nuevo os digo, estad alegres». Dice también: «Sobreabundo de gozo en nuestra tribulación» (2 Co 7,4). Este vive de Cristo. Ovidio, no.

El discípulo de Jesucristo vive en comunión con El, que actúa en el misterio; cree y espera su venida final y definitiva. Sabe que, por la presencia y acción de Cristo, que nos acompaña, nuestra vida cristiana está penetrada de la vida nueva de Dios. Aquí está el secreto de la alegría del creyente.

En un mundo que cada día se torna más triste, el creyente debe velar para no esclavizarse por lo contingente, esforzarse por el cumplimiento del deber, la austeridad de su vida y la solidaridad con los hombres necesitados y presentar a Dios sus peticiones y acciones de gracias.

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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)

La alegría del Adviento.

– Adviento: tiempo de alegría y de esperanza. La alegría es estar cerca de Jesús; la tristeza, perderle.

I. La liturgia de la Misa de este domingo nos trae la recomendación repetida que hace San Pablo a los primeros cristianos de Filipos: Estad siempre alegres en el Señor; de nuevo os lo repito, alegraos. Y a continuación, el Apóstol da la razón fundamental de esta alegría profunda: el Señor está cerca.

Es también la alegría del Adviento y la de cada día: Jesús está muy cerca de nosotros. Está cada vez más cerca. Y San Pablo nos da también la clave para entender el origen de nuestras tristezas: nuestro alejamiento de Dios, por nuestros pecados o por la tibieza.

El Señor llega siempre a nosotros en la alegría y no en la aflicción. “Sus misterios son todos misterios de alegría; los misterios dolorosos los hemos provocado nosotros”.

Alégrate, llena de gracia, porque el Señor está contigo, le dice el Ángel a María. Es la proximidad de Dios la causa de la alegría en la Virgen. Y el Bautista, no nacido aún, manifestará su gozo en el seno de Isabel ante la proximidad del Mesías. Y a los pastores les dirá el Ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador... La Alegría es tener a Jesús, la tristeza es perderle.

La gente seguía al Señor y los niños se le acercaban (los niños no se acercan a las personas tristes), y todos se alegraban viendo las maravillas que hacía.

Después de los días de oscuridad que siguieron a la Pasión, Jesús resucitado se aparecerá a sus discípulos en diversas ocasiones. Y el Evangelista irá señalando una y otra vez que los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Ellos no olvidarán jamás aquellos encuentros en los que sus almas experimentaron un gozo indescriptible.

 Alegraos, nos dice hoy San Pablo. Y tenemos motivos suficientes. Es más, poseemos el único motivo: El Señor está cerca. Podemos aproximarnos a Él cuanto queramos. Dentro de pocos días habrá llegado la Navidad, nuestra fiesta, la de los cristianos, y la de la humanidad, que sin saberlo está buscando a Cristo. Llegará la Navidad y Dios nos espera alegres, como los pastores, como los Magos, como José y María.

Nosotros podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido, si no se han empañado nuestros ojos por la tibieza o la falta de generosidad. Cuando para encontrar la felicidad se ensayan otros caminos fuera del que lleva a Dios, al final sólo se halla infelicidad y tristeza. La experiencia de todos los que, de una forma o de otra, volvieron la cara hacia otro lado (donde no estaba Dios), ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay alegría verdadera. No puede haberla.

Encontrar a Cristo, y volverlo a encontrar, supone una alegría profunda siempre nueva.

– La alegría del cristiano. Su fundamento.

II. Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque vendrá nuestro Señor. En sus días florecerá la justicia y la paz.

El cristiano debe ser un hombre esencialmente alegre. Sin embargo, la nuestra no es una alegría cualquiera, es la alegría de Cristo, que trae la justicia y la paz, y sólo Él puede darla y conservarla, porque el mundo no posee su secreto.

La alegría del mundo la proporciona lo que enajena...; nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera, cuando logra desviar la mirada del mundo interior, que produce soledad porque es mirar al vacío. El cristiano lleva su gozo en sí mismo, porque encuentra a Dios en su alma en gracia. Esta es la fuente permanente de su alegría.

No nos es difícil imaginar a la Virgen, en estos días de Adviento, radiante de alegría con el Hijo de Dios en su seno.

La alegría del mundo es pobre y pasajera. La alegría del cristiano es profunda y capaz de subsistir en medio de las dificultades. Es compatible con el dolor, con la enfermedad, con los fracasos y las contradicciones. Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar, ha prometido el Señor. Nada ni nadie nos arrebatará esa paz gozosa, si no nos separamos de su fuente.

Tener la certeza de que Dios es nuestro Padre y quiere lo mejor para nosotros nos lleva a una confianza serena y alegre, también ante la dureza, en ocasiones, de lo inesperado. En esos momentos que un hombre sin fe consideraría como golpes fatales y sin sentido, el cristiano descubre al Señor y, con Él, un bien mucho más alto. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz. “¿Qué te pasa?”, nos pregunta. Y le miramos y ya no nos pasa nada. Junto a Él recuperamos la paz y la alegría.

Tendremos dificultades, como las han tenido todos los hombres; pero estas contrariedades grandes o pequeñas no nos quitan la alegría. La dificultad es algo ordinario con lo que debemos contar, y nuestra alegría no puede esperar épocas sin contrariedades, sin tentaciones y sin dolor. Es más, sin los obstáculos que encontramos en nuestra vida no habría posibilidad de crecer en las virtudes.

El fundamento de nuestra alegría debe ser firme. No se puede apoyar exclusivamente en cosas pasajeras: noticias agradables, salud, tranquilidad, desahogo económico para sacar la familia adelante, abundancia de medios materiales, etcétera, cosas todas buenas, si no están desligadas de Dios, pero por sí mismas insuficientes para proporcionarnos la verdadera alegría.

El Señor nos pide estar alegres siempre. Cada uno mire cómo edifica, que en cuanto al fundamento, nadie puede tener otro sino el que está puesto, Jesucristo. Sólo Él es capaz de sostenerlo todo en nuestra vida. No hay tristeza que Él no pueda curar: no temas, ten sólo fe, nos dice. Él cuenta con todas las situaciones por las que ha de pasar nuestra vida, y también con aquellas que son resultado de nuestra insensatez y de nuestra falta de santidad. Para todos tiene remedio.

En muchas ocasiones, como en este rato de oración, será necesario que nos dirijamos a Él en un diálogo íntimo y profundo ante el Sagrario; y que abramos nuestra alma en la Confesión, en la dirección espiritual personal. Allí encontraremos la fuente de la alegría; y nuestro agradecimiento se manifestará en mayor fe, en una crecida esperanza, que aleje toda tristeza, y en preocupación por los demás.

Dentro de poco, de muy poco, el que viene llegará. Espera, porque ha de llegar sin retrasarse, y con Él llega la paz y la alegría; con Jesús encontramos el sentido a nuestra vida.

– Llevar alegría a los demás. Es imprescindible en toda labor de apostolado.

III. Un alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados se han cometido a la sombra de la tristeza! Cuando el alma está alegre se vierte hacia afuera y es estímulo para los demás; la tristeza oscurece el ambiente y hace daño. La tristeza nace del egoísmo, de pensar en uno mismo con olvido de los demás, de la indolencia ante el trabajo, de la falta de mortificación, de la búsqueda de compensaciones, del descuido en el trato con Dios.

El olvido de uno mismo, el no andar excesivamente preocupados en las propias cosas es condición imprescindible para poder conocer a Cristo, objeto de nuestra alegría, y para poder servirle. Quien anda excesivamente preocupado de sí mismo difícilmente encontrará el gozo de la apertura hacia Dios y hacia los demás.

Y para alcanzar a Dios y crecer en la virtud debemos estar alegres.

Por otra parte, con el cumplimiento alegre de nuestros deberes podemos hacer mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a Dios. Recomendaba San Pablo a los primeros cristianos: Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. Y frecuentemente, para hacer la vida más amable a los demás, basta con esas pequeñas alegrías que, aunque de poco relieve, muestran con claridad que los consideramos y apreciamos: una sonrisa, una palabra cordial, un pequeño elogio, evitar tragedias por cosas de poca importancia que debemos dejar pasar y olvidar. Así contribuimos a hacer más llevadera la vida a las personas que nos rodean. Esa es una de las grandes misiones del cristiano: llevar alegría a un mundo que está triste porque se va alejando de Dios.

En muchas ocasiones el regato lleva a la fuente. Esas muestras de alegría conducirán a quienes nos tratan habitualmente a la fuente de toda alegría verdadera, a Cristo nuestro Señor.

Preparemos la Navidad junto a Santa María. Procuremos también prepararla en nuestro ambiente, fomentando un clima de paz cristiana, y brindemos muchas pequeñas alegrías y muestras de afecto a quienes nos rodean. Los hombres necesitan pruebas de que Cristo ha nacido en Belén, y pocas pruebas hay tan convincentes como la alegría habitual del cristiano, también cuando lleguen el dolor y las contradicciones. La Virgen las tuvo abundantes al llegar a Belén, cansada de tan largo viaje, y al no encontrar lugar digno donde naciera su Hijo; pero esos problemas no le hicieron perder la alegría de que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.

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Cardenal Jorge MEJÍA, Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. (Vaticano) (www.evangeli.net)

Viene el que es más fuerte que yo

 Hoy la Palabra de Dios nos presenta, en pleno Adviento, al Santo Precursor de Jesucristo: san Juan Bautista. Dios Padre dispuso preparar la venida, es decir, el Adviento, de su Hijo en nuestra carne, nacido de María Virgen, de muchos modos y de muchas maneras, como dice el principio de la Carta a los Hebreos (1,1). Los patriarcas, los profetas y los reyes prepararon la venida de Jesús.

Veamos sus dos genealogías, en los Evangelios de Mateo y Lucas. Él es hijo de Abraham y de David. Moisés, Isaías y Jeremías anunciaron su Adviento y describieron los rasgos de su misterio. Pero san Juan Bautista, como dice la liturgia (Prefacio de su fiesta), lo pudo indicar con el dedo, y le cupo –¡misteriosamente!– hacer el Bautismo del Señor. Fue el último testigo antes de la venida. Y lo fue con su vida, con su muerte y con su palabra. Su nacimiento es también anunciado, como el de Jesús, y es preparado, según el Evangelio de Lucas (caps. 1 y 2). Y su muerte de mártir, víctima de la debilidad de un rey y del odio de una mujer perversa, prepara también la de Jesús. Por eso, recibió él la extraordinaria alabanza del mismo Jesús que leemos en los Evangelios de Mateo y de Lucas (cf. Mt 11,11; Lc 7,28): «Entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan Bautista». Él, frente a esto, que no pudo ignorar, es un modelo de humildad: «No soy digno de desatarle la correa de sus sandalias» (Lc 3,16), nos dice hoy. Y, según san Juan (3,30): «Conviene que Él crezca y yo disminuya». 

Oigamos hoy su palabra, que nos exhorta a compartir lo que tenemos y a respetar la justicia y la dignidad de todos. Preparémonos así a recibir a Aquel que viene ahora para salvarnos, y vendrá de nuevo a «juzgar a los vivos y a los muertos».

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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís

Precursores de la salvación

«Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego»

Eso dice Juan el Bautista.

Bautismo, renovación, vida, pureza, gracia santificante con la cual se abre el cielo, para hacer a los hombres hijos de Dios.

Bautismo que une a los hijos en un solo pueblo santo de Dios.

Bautismo que regenera y hace nuevas todas las cosas.

Gracia que purifica al hombre para hacerlo digno de la unión con su Señor.

Bautismo que el mismo Cristo recibe, pero que no necesita, porque la pureza no puede ser purificada: la pureza es y Cristo es.

Pero que obedece a la voluntad del Padre, para hacerse en todo como los hombres, menos en el pecado, para abajarse completamente a la miseria del hombre.

Y, como signo de contradicción, el que recibe el Bautismo para el perdón de los pecados es el Cordero de Dios que quita los pecados de los hombres.

Una sola es la fe, una misma es la esperanza, y uno solo es el Bautismo.

Sacerdote: tú eres esa unión entre Dios y los hombres, tú eres quien consigue que, a través del poder de tus manos, el cielo se abra, para que el Espíritu Santo derrame su gracia y se escuche la voz de Dios, presentando al mundo a sus hijos que acaban de ser afiliados a él.

Bautismo con agua, que lava, que limpia, que quita toda mancha dando vida, porque es el agua de la vida, es el agua viva del manantial del Espíritu Santo, que renueva y que santifica.

Sacerdote: si tú no bautizas, ¿quién podrá ser hijo de Dios?; si tú no impartes los sacramentos ¿quién podrá transformar su alma para dignificarla y poder ser unida con Dios?

Tú eres el sacerdote que bautiza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que ata en el cielo, porque lo que ata en la tierra queda atado en el cielo.

Pero, si el sacerdote no ata nada en la tierra ¿qué quedará unido al cielo?

Sacerdote: eres tú el que continúa el camino de Jesús, el que cumple la voluntad de Dios impartiendo la misericordia de Dios a través de los sacramentos.

Sacerdote: si tú no bautizas ¿cómo llegará la misericordia de Dios a los hombres? Y, si la misericordia de Dios no es derramada a través de ti ¿cómo es que llegará la gracia de Dios a los hombres? Y si la gracia no llega, sacerdote, ¿quién se salvará?

En tus manos está el poder de hacer llegar la gracia y la misericordia de Dios a todos los rincones del mundo.

En tus manos está el poder de purificar las almas, para renovar los corazones de los hombres.

En tus manos, sacerdote, está el poder de cambiar al mundo, y de llevar a Cristo a todos los corazones.

Bautiza, sacerdote, a tu pueblo. Cumple la voluntad de tu Señor. Obedece y ejerce tu ministerio como Cristo te enseñó.

Devuélvele la pureza a esas creaturas inocentes que llevan la oscuridad en sus almas desde su nacimiento, porque están manchadas de un pecado que sus pequeñas manos no cometieron, pero un hombre y una mujer, por su desobediencia, trajeron el pecado al mundo; y a través de tus manos, sacerdote, le devuelves la pureza que, por la obediencia de un hombre y una mujer, regenera a las almas para salvarlas.

Tú eres, sacerdote, precursor de la salvación de cada alma que Dios envía al mundo, nacida de un vientre de mujer, que nace con mancha de pecado, porque ese vientre ha sido concebido desde un principio, manchado de pecado, porque vientre inmaculado y puro solo hay uno, y la pureza se ha engendrado y ha nacido de ese vientre sin mancha ni pecado, y por la obediencia de ese hombre y esa mujer has sido tú sacerdote bautizado con el Espíritu Santo, unido al Padre, por filiación divina, que te concede por heredad la vida.

Bautiza, sacerdote, porque tienes el poder en tus manos de hacer justicia.

No cometas, sacerdote, la injusticia de tu pereza, de tu tibieza y de tu resignación.

Sirve al pueblo de Dios, para que sea santo, llevándole la Buena Nueva de la salvación, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que sean todos hijos de Dios.

(Espada de Dos Filos I, n. 15)

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