03/02/2025

MCM Mc 2, 23-28

TRANSFORMARSE EN MISERICORDIA

Meditando el Evangelio desde el Corazón de la Madre

(Fuente: Espada de Dos Filos III, n. 11)

«María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19) 

 

Evangelio según san Marcos: 2, 23-28

El Hijo del hombre también es dueño del sábado.

 

«Hijos míos: he venido a enseñarles lo que quiere decir ‘misericordia quiero y no sacrificios’, porque no han entendido el misterio de la cruz. Tienen miedo de participar, porque tienen un rechazo natural al sufrimiento. Pero sepan que todo sufrimiento es causado por el pecado, y todo pecado ha sido concentrado en mi Hijo crucificado.

Participar con Cristo es hacer sus obras. Unirse a la cruz no es sufrir, sino ayudar al que sufre; no es llorar, sino consolar al que llora, al que está triste; no es pasar hambre, sino alimentar; no es morir de sed, sino dar de beber; no es dar lástima, sino dar ejemplo heroico de santidad.

Quiero abrir sus ojos para que se den cuenta que el dueño de todo es Él. Él es dueño de la ley. No hay nadie más grande que Él, no hay nadie a quien deban obedecer, sino a aquel que los creó, que les dio la vida, que los amó primero. Él es el principio y el fin. Su misericordia es infinita.

Misericordia que salva, que redime, que sana, que libera, que transforma, que viste de fiesta, que da vida, que los lleva a la verdad en medio de un mundo de mentira, de esclavitud, de muerte.

Misericordia que Dios ha enviado al mundo, haciéndose en todo igual a los hombres, menos en el pecado, a través de su Hijo, para cubrir las miserias de los hombres, a través de un único y eterno sacrificio, que se renueva constantemente en cada misa, en cada consagración, uniendo el cielo con la tierra, aunque los hombres no lo merezcan, porque su misericordia es más grande que su justicia.

Yo soy Madre de misericordia. Recurran a la oración y a mis lágrimas para pedir misericordia. 

Cristo es la Misericordia misma. Ya todo lo hizo Él, y ya todo por su parte está consumado. 

Pero cada hombre debe consumar lo que, en su libertad, la misericordia de Dios le ha dejado como legado: su propia salvación, que se consuma cuando cada hombre dice sí, cuando acepta unirse en ese mismo sacrificio, para transformarse en misericordia, por Cristo, con Cristo y en Cristo, poniendo su fe en obras».