ACOMPAÑAR A MARÍA
Meditando el Evangelio desde el Corazón de la Madre
(Fuente: Espada de Dos Filos II, n. 45)
«María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19)
VIERNES SANTO
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 19, 1-16
Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.
«Hijos míos: reciban el don de la fortaleza y acompáñenme; oremos al Padre suplicando misericordia. Vamos al encuentro de mi Hijo, para fortalecer su voluntad, para alentar su entrega, entregándonos con Él, mientras extiende los brazos, soportando el dolor en cada golpe de cada martillazo, mientras su carne es traspasada y desgarrada, y su sangre brota sin parar, vistiendo la desnudez de su humanidad con la sangre de su divinidad, y su carne y su sangre es exaltada en la cruz, mientras Dios es humillado hasta la muerte.
Y yo permanezco aquí, totalmente humillada, pero fuerte, al pie de la cruz de mi Hijo, diciendo sí, mientras ustedes me acompañan y dicen sí, contemplándolo totalmente entregado, destrozado, muerto; su costado abierto y su corazón expuesto, y las súplicas de su Madre escuchadas y atendidas, derramadas en un mar de sangre y agua viva, que brota del corazón de Dios, que es misericordia.
Ahora miren la cruz, sin Él, sin nada, vacía. Adoren la cruz, que lo sostuvo para redimir al mundo. Amen la cruz, que era madero inerte, y que con su muerte es ahora un árbol de Vida. Abracen la cruz, que abrazó Él para abrazar al mundo y hacerse suyo, y hacerlo suyo. Únanse a la cruz de salvación, que es fuente de vida, fuente de amor y fuente de la eterna alegría. Miren su cuerpo en mis brazos, destrozado, ya sin sangre, sin Él, sin nada, vacío. Compadezcan mi sufrimiento y mi dolor. Miren el cuerpo muerto de mi Hijo en mis brazos, marcado por el pecado de los hombres. Miren mi contrariedad, recordando el anuncio del ángel del Señor, la felicidad al recibir el don más grande, la encarnación del Verbo, el Hijo de Dios, hecho carne de mi carne y sangre de mi sangre.
Y ahora aquí estoy yo, con el fruto bendito de mi vientre en los brazos, sin vida, porque la entregó en manos de los que le quitaron la vida, para recuperarla de nuevo para ellos. La soledad me destroza el alma, pero me queda la fe, la esperanza y la caridad. De estas, la caridad es la más grande. Pero por la fe creo y uno mi voluntad a la de Dios. Por la esperanza creo y espero su resurrección. Por la caridad acojo a todos mis hijos a los que, por uno, me entregó, para reunirlos en mi abrazo maternal hasta que vuelva.
Miren cómo se llevan su cuerpo a esa cama de piedra, oscura y fría. Miren el sepulcro de piedra y mírenlo a Él, envuelto en un lienzo, en el que parece solo el cuerpo de un hombre, pero es el cuerpo del Hijo de Dios, y es Dios y es hombre. Miren cómo cierran la puerta y me dejan afuera, sola, sin Él. Miren cómo todos se van. Acompáñenme, consuélenme, unan sus lágrimas con las mías, compartan conmigo el dolor y el sufrimiento de mi corazón, y nunca me abandonen.
Mi Hijo Jesús entregó su espíritu en las manos de su Padre, totalmente abandonado a su confianza, para enseñarles a ustedes a hacer lo mismo: a entregarle su voluntad a aquel que los ha creado, y que tanto los ha amado, que les dio a su único Hijo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
El Señor duerme en la paz de la esperanza en su resurrección, pero no los ha dejado solos. Él, que ha derramado su sangre hasta la última gota, les ha dado todo, hasta su vida. Él les da mi compañía. Aquí tienen a su Madre».