«Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!”. Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma» (Mc 4, 38-39).
Madre nuestra: es impresionante esa escena del santo Evangelio, cuando Jesús reprende al viento y al mar, y le obedecen. Es difícil imaginarse cómo puede sobrevenir una gran calma cuando estaban casi a punto de hundirse. No se daban cuenta los apóstoles de que iba a bordo de la barca el creador de cielos y tierra, el dueño de todo lo que existe.
A veces nosotros tampoco nos damos cuenta de eso, sobre todo cuando estamos en medio de una tormenta. Nos falta fe, porque, aunque sabemos que es el mismo Hijo de Dios quien está a nuestro lado, cumpliendo su promesa de que estará junto a nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, aun así tenemos miedo, y nos falta confianza en que el Señor no dejará que nos hundamos.
Ayúdanos, Madre, a reforzar nuestra fe, para sentirnos seguros dentro de la barca, abandonados en manos de Dios, quien es todopoderoso, Padre providente, además de que sabemos que tú estás siempre junto a tu Hijo, y nos llevarás a puerto seguro.
Hijo mío: Dios es Padre.
Jesucristo, tu Señor, y el Padre son uno.
Quien conoce al Hijo conoce al Padre.
Quien cree en Dios debe creer también en el Hijo de Dios.
Quien tiene fe debe confiar plenamente en el Hijo de Dios. Reconocer su poder, que es el poder de Dios.
Jesucristo no es solo un hombre, es también Dios: tiene corazón de hombre y es todopoderoso.
Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Quien está con Él permanece en el camino correcto, conoce la verdad y tiene vida.
Por Él fueron creadas todas las cosas, y la prueba está en que hasta el viento y el mar lo obedecen.
Jesucristo tiene entrañas de padre, cuida y protege a sus hijos.
Él es mediador entre Dios y los hombres. Por tanto, a través de Él es como la divina providencia llega a los hombres.
La barca en la que Él descansa, mientras navega conduciendo a sus hijos a Dios Padre, está en el cielo. Es un lugar seguro, a pesar de todo lo que pasa en el exterior, y que pareciera que pueden destruirla, inundarla y hundirla. En ella vive el Todopoderoso, que ha vencido al mundo, y el enemigo no tiene ningún poder sobre Él.
La barca es la Santa Iglesia, que Él ha creado para que, como vientre materno, sean los hijos de Dios gestados, formados, protegidos y alimentados, para que crezcan en estatura, en sabiduría y en gracia, para que nazcan a la vida eterna.
Es hacia puerto seguro, que es el Reino celestial, a donde navega la barca, y en ella todo aquel que tiene fe navega seguro, porque sabe que Cristo está con él.
Y, a pesar de las tormentas, de los vientos fuertes, de las tempestades, de las olas grandes, de los problemas, las tribulaciones, las enfermedades, las miserias, las carencias, no se aterrorizan y se van, sino que permanecen, conservando la paz, con la esperanza de que el Hijo de Dios está presente, y junto a Él nada malo le puede pasar.
Se acogen a su abrazo paternal, como un niño pequeño que sabe que puede dormir tranquilo, porque su Padre le da seguridad.
El sacerdote también es padre. Y junto a él sus hijos deben sentir seguridad.
Él es pastor, y su rebaño son sus hijos.
Reza tú por los sacerdotes, para que puedan dar la paz con el ejemplo de su perfecta configuración con Cristo, por la que, por Él, con Él y en Él, ellos son uno con Dios Padre, todopoderoso, creador de cielos y tierra, bondadoso, misericordioso, Padre protector y proveedor, que permanece con los brazos extendidos, esperando recibir a cada uno de sus hijos recién nacidos en su Patria celestial.
Un sacerdote configurado con Cristo debe dar esa seguridad, porque cree que el viento y el mar le obedecen.
Él puede calmar la tormenta, y llevar al mundo la paz.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 98)