«Mientras Jesús se embarcaba, el endemoniado le suplicaba que lo admitiera en su compañía, pero él no se lo permitió y le dijo: “Vete a tu casa a vivir con tu familia y cuéntales lo misericordioso que ha sido el Señor contigo”» (Mc 5, 18-19).
Madre nuestra: es impresionante lo que nos cuenta el Santo Evangelio en el pasaje del endemoniado de Gerasa. No había cadenas que pudieran someterlo y se la pasaba gritando y golpeándose con piedras.
Cuando llegó Jesús, el endemoniado reconoció su divinidad y se sometió. Aquellos dos mil cerdos que se precipitaron en el acantilado nos hacen darnos una idea de la magnitud del daño que causan los demonios en el alma. Y también se confirma el poder de Dios, que puede someter a toda una legión de demonios.
Con toda razón aquel hombre le suplicaba a Jesús que lo admitiera en su compañía. Estaba muy agradecido con el favor, y quería entregarle su vida a Dios dejando todo. Pero el Señor tenía otros planes para él: acepta el agradecimiento, pero prefiere que le entregue su vida sirviéndolo en el ambiente de su familia, en donde también interesa compartir la misericordia que tuvo Dios con él.
Tenemos que reconocer que algo semejante debe ocurrir en la vida de todos los hombres. Gracias a la misericordia de Dios derramada en los sacramentos, sobre todo en el Bautismo y en la Reconciliación, el hombre pecador puede librarse de las cadenas del pecado, purificar su alma del mal provocado por el demonio, y recuperar la amistad con Dios. Y eso nos debe llevar a todos a entregarle nuestra vida en agradecimiento, dispuestos a contar al mundo lo misericordioso que ha sido Dios con nosotros.
¿Cómo podemos, Madre, agradecer convenientemente a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros?
Hijo mío: desde antes de nacer, desde que te estabas gestando en el vientre de tu madre, ya estabas condenado, porque fuiste concebido con la mancha del pecado original.
Pecador te concibió tu madre. Pecador naciste, y tu destino era la muerte. Pero el Señor Dios todopoderoso, que es tu Padre amoroso, envió a su único Hijo para rescatarte de la muerte, para liberarte del pecado, para salvarte, para darte vida, para afiliarte a Dios como verdadero hijo, por la gracia del Espíritu Santo, a través del sacramento del Bautismo, y te liberó de la legión de demonios que aprisionaban tu alma.
Te dio alma pura, como la mía, sin mancha ni arruga, y un corazón como el suyo, para que, teniendo los mismos sentimientos de Él, caminaras en libertad en medio del mundo, descubriendo la verdad, llenándote de la sabiduría divina, para volver a Dios, que es de donde has venido, porque Él te ha creado para Él.
Pero tu libertad, hijo mío, la has usado mal. No has sabido resistir a la tentación. Has pecado contra Dios, lo has ofendido, has sido malagradecido.
Tu debilidad te ha vencido. Te has puesto en tentación, para ser presa fácil del enemigo, que quiere devorarte.
El Señor ha muerto por ti para darte vida en su resurrección, y tú has elegido vivir cautivo del pecado, que te conduce a la muerte.
Pero el Señor, que todo lo sabe, que todo lo conoce, que todo lo puede, y que tanto te ama y no quiere perderte, te da otra oportunidad, y otra, y otra, y otra más.
Perdona tus pecados setenta veces siete.
Insistentemente te llama, para corregir tu camino, para que vivas en la verdad.
Te envía la ayuda de tu ángel de la guarda, para que no te pierdas, y para que, si te equivocas, te corrijas y vuelvas a Él.
Te libera de los demonios, una y otra vez, a través del sacramento de la Reconciliación, concediéndote la absolución de tus pecados, liberándote de la esclavitud, concediéndote libertad para amarlo, para seguirlo, o para rechazarlo y alejarte de Él.
Pero te conoce tan bien, que no te deja solo. Te ayuda, te da los medios, te da la gracia, para que puedas resistir ante el enemigo, sus tentaciones y acechanzas. Y te invita a que correspondas a su benevolencia, dando testimonio de su misericordia.
No te pide que lo dejes todo y que lo sigas, como hacen las personas elegidas para consagrarse a Él, dejando padre, madre, casa, tierras, hijos. A ti te pide que ahí, donde vives, en medio del mundo, con tu familia, lo des a conocer.
Para todo bautizado predicar la Palabra del Señor es un deber. Y tú, que eres consciente de las maravillas que ha hecho en ti, ve y comunica al mundo que el Señor ha dado la vida por ellos y por ti.
Anuncia la buena nueva del Evangelio, y recibe del Señor la experiencia cotidiana del encuentro con el amor, santificando tu vida, rezando, haciendo oración, poniendo tu fe por obra, pregonando la Palabra de Dios con alegría, y con la esperanza de que Él te librará de todo mal, y te hará alcanzar la vida eterna, como ciudadano de su Reino en su Paraíso.
El Señor ha sido muy bueno contigo.
Sé un hijo agradecido.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 99)