«Jesús les dijo: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, solo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente. Luego se fue a enseñar en los pueblos vecinos» (Mc 6, 4-6).
Madre nuestra: eso de que nadie es profeta en su tierra se entiende bien, porque es entre los parientes, en la propia casa, en donde nos conocen mejor y son patentes nuestros defectos, nuestras limitaciones. De modo que, cuando se trata de dar ejemplo en ese ambiente, resulta un poco más difícil.
Pero sabemos que todo bautizado tiene el deber de hacer apostolado, de llevar la Palabra de Cristo a todos los ambientes, incluyendo en la propia casa, en donde no van a faltar las dificultades, como le sucedió a Jesús en Nazareth, entre sus paisanos. Y eso que estaban asombrados de su sabiduría y de su poder.
Además de seguir el ejemplo de Cristo, y el de tantos santos y santas que dieron su vida difundiendo el Evangelio, debemos tener muy presentes las palabras de Jesús, cuando llamó dichosos a los que son perseguidos por su causa, a los que son injuriados y perseguidos, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Y los comparó con los profetas que los precedieron. Hay que perseverar en las pruebas, confiando en que no nos faltará la gracia de Dios.
Y hay que tomar en cuenta que a la mayor parte de los bautizados los llama Dios para ser profetas en la vida ordinaria, en medio del mundo. El deber de hacer apostolado no es exclusivo de sacerdotes y religiosos, sino de todo cristiano, que tiene que ser sal y luz en todos los ambientes, siendo portador de Cristo.
Acompáñanos, Madre, en esta tarea apostólica, y danos tu consejo para vivir en plenitud nuestra vocación cristiana.
Hijo mío: un profeta es admirado y reconocido por muchos, menos por los de su propia casa.
Y eso es una falta de virtud de la naturaleza humana.
Es falta de fe, falta de caridad, falta de confianza, falta de esperanza de aquellos que no quieren creer que el Señor Dios todopoderoso ama a todos, pero busca y elige, para sus obras más grandes, a los ignorantes, a los más pequeños. No como alguien que se aprovecha de aquel que no sabe nada para utilizarlo para los fines que necesita, y luego dejarlo como estaba en medio de su ignorancia, sino como un padre que desea a sus hijos prepararlos, formarlos, educarlos, llenarlos de sabiduría, ayudarlos, animarlos, y darles todo lo que necesitan, para que alcancen la perfección.
Y les da la oportunidad de colaborar con Él, para que puedan aprender del mejor maestro, que es Él.
A ti, hijo mío, el Señor te ha elegido de entre muchos para invitarte a ser parte de sus colaboradores más cercanos, que son aquellos elegidos suyos que envía a llevar su mensaje a todas las naciones, y los ilumina con su luz, para que reciban la revelación de la verdad que tú has recibido ya, y como un buen cristiano, tienes el deber de transmitir, a través de la evangelización, con la Palabra de Dios y con tus obras.
No te preocupes por lo que digan de ti los demás, por las críticas, las burlas, las incomprensiones que has de pasar. Antes bien, ofrece todos tus sacrificios en silencio por aquellos que te juzgan, porque no saben lo que hacen, para que ellos también reciban la luz, conviertan sus corazones, y se enamoren, como tú, de Jesús.
Tal vez a ti no te escucharán. Tal vez a ti no te creerán. Tal vez contigo de acuerdo no estarán. Pero el Señor les enviará otro profeta como tú, que no sea aceptado en su propia casa, pero que los tuyos admirarán, reconocerán, escucharán, su sabiduría recibirán, y a él sí le creerán.
Por tanto, ten ánimo fuerte, sé valiente, sigue adelante. Si a la casa a la que vayas no encuentras paz, llévales tu paz. Y si no te reciben, la paz del Señor volverá contigo, para que la lleves a otro lugar.
Tú sigue adelante, nunca te detengas, busca constantemente perfeccionarte, dar ejemplo, para que otros hablen bien de tu familia, de tus parientes, de los de tu casa.
Tú llevarás el nombre de tus padres muy en alto. Jamás te avergüences de quién eres ni de dónde vienes.
Honra a tu padre, a tu madre, y a los de tu casa.
Esto es, hijo mío, vivir como profeta en la vida ordinaria, haciendo siempre el bien, llevando al mundo la sabiduría de Dios a través de su Palabra, y manifestando esa sabiduría que hay en ti a través del amor, viviendo heroicamente las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.
Si alguien no te recibe, haz el bien y sigue adelante.
¡Alégrate!, porque el Señor te ha elegido para santificarte en medio del mundo.
Y no te ha prometido una vida sin dificultades. Te ha prometido el Paraíso como destino final de tu vida, y te ha dado a su Madre como madre, para acompañarte, protegerte y auxiliarte.
Eso nos hace familia. Y yo, hijo mío, como profeta ya te he reconocido.
¡Ánimo, hijo mío! Yo voy contigo.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 170)