«Jesús les contestó: “¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”» (Mc 7, 6-8).
Madre nuestra: la doctrina de la Iglesia nos enseña que hay una ley escrita en el corazón de todos los hombres, independientemente de cuáles sean sus creencias, que nos ayuda a saber distinguir lo que está bien y lo que está mal, de acuerdo a la ley divina.
Pero también sabemos que, desgraciadamente, el pecado original causó un desorden en el alma, que dificulta a cada hombre obrar en orden a la ley divina. Por eso Dios tuvo que dejarnos también escritos los mandamientos, a los que Jesús les dio plenitud con la Nueva Ley.
Dice san Pablo: «cuando quiero hacer el bien, me encuentro con el mal. Y aunque en lo más íntimo de mi ser me agrada la ley de Dios, percibo en mi cuerpo una tendencia contraria a mi razón, que me esclaviza a la ley del pecado, que está en mi cuerpo. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, esclavo de la muerte?».
Eso es lo que les reclama Jesús a los escribas y fariseos, llamándoles “hipócritas”, porque honraban a Dios con los labios, pero no con el corazón. Se aferraban a leyes humanas que no respetaban la ley divina.
Y eso sigue sucediendo actualmente. Es una pena cuando nos enteramos de que en tantos lugares del mundo se aprueban leyes que ofenden gravemente a Dios. En la historia de la Iglesia ha habido muchos mártires que entregan su vida a Dios defendiendo aquello que dijo san Pedro: «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».
¿Qué nos aconsejas, Madre, para amar más a Dios y obrar siempre de acuerdo a los preceptos divinos, sin dejarnos llevar por nuestros caprichos o intereses desordenados?
Hijo mío: ven, vamos a meditar todas las cosas en el corazón.
Oremos a Dios pidiendo la gracia del Espíritu Santo para que ilumine tu corazón.
Y el don del entendimiento, para que sea de provecho para tu alma esta meditación.
Escucha la Palabra del Señor que le dice “hipócritas” a quienes imponen la ley de acuerdo a su conveniencia y a su tradición, y se olvidan de la caridad, que es, en cualquier ley, esencial, porque las leyes deben regir el buen comportamiento de los hombres para lograr un orden, y nunca para hacer un daño o una injusticia.
Pero las leyes de los hombres no son perfectas como las leyes divinas, y ningún hombre debería imponer una ley ni cumplirla si va en contra de la ley divina.
He ahí el fundamento de la moralidad.
Mi Hijo Jesucristo no vino al mundo a abolir la ley de Dios, que es perfecta desde siempre y para siempre. Él vino a darle plenitud en el amor, para que todos comprendan que la ley de Dios se rige en base al amor divino.
No es una ley rígida que tiene como fin imponer un castigo, sino una ley que expresa la sabiduría de Dios, hacia quien se ordenan todas las cosas, todos los pensamientos, las intenciones de los corazones, la voluntad, la virtud, los deseos, los anhelos, todo trabajo, todo quehacer, todo sentimiento, todo acto, todo sacrificio.
La ley de Dios se basa en el amor.
Dios es amor.
La caridad es la manifestación del amor a través de las obras, y el que no tiene caridad, hijo mío, nada tiene.
Pero el que tiene caridad y obra en orden a la ley divina, se santifica y a Dios glorifica.
En el mundo hay muchas y distintas culturas. Incluso en una misma comunidad cada familia tiene maneras distintas de actuar, costumbres de la propia familia. Y aun en una misma familia no todos piensan igual.
Para obrar la caridad con el prójimo, el respeto deben procurar. Aceptar al otro como es, con sus costumbres y tradiciones, con sus gustos y preferencias, con su forma de ser y de pensar, y nunca juzgar.
Pero tú, de acuerdo a tus convicciones, a tu fe, a tu religión, a tus virtudes, a tus costumbres, en congruencia debes obrar. Decir lo que piensas, hacer lo que dices, permaneciendo en fidelidad a aquel por quien tú vives, Dios creador, Padre y Señor tuyo.
Y para que no te arriesgues a que te llame “hipócrita”, procura corregir con caridad a aquel que sabes que se equivoca.
Hay una diferencia muy grande entre el respeto y la indiferencia. El respeto implica dar a conocer la verdad con prudencia, sin imponer, sin obligar, dando testimonio de tu fe y de la verdad que te ha sido revelada, a través de tus actos de amor y de misericordia.
La única ley que a ti te rige es la ley de Dios. Conócela.
También es hipócrita el que peca de ignorancia culpable. Procura formarte, no cierres los ojos ante lo inevitable, que es tu encuentro cara a cara con el Señor en tu juicio particular, al que nunca nadie ha llegado tarde, porque depende solo de Dios.
Nadie sabe ni el día ni la hora. Prepárate y vive la caridad todos los días de tu vida, porque al final, sin importar cuál sea tu ley, serás juzgado en el amor. No por cuánto hiciste ni cómo lo hiciste, sino por cuánto amaste a Dios y al prójimo.
La ley de Dios son diez mandamientos, y todos ellos están cimentados y ordenados hacia el amor, por el que fuiste creado.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 171)