«Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35).
Madre nuestra: los discípulos de Jesús habían estado discutiendo en el camino quién de ellos era el más importante. El Señor quiso dejarles una lección de humildad, diciéndoles que debían hacerse últimos, servidores de todos.
En otra ocasión les había dicho que para ser el mayor en el Reino de los Cielos hay que hacerse como niño. Y les dijo también que quien recibe a un niño en su nombre lo recibe a Él. Es decir, les estaba enseñando que debían seguir sus pasos, los pasos del Maestro, quien, siendo Dios, se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo.
Qué difícil es vivir la virtud de la humildad, hacerse pequeños, hacerse niños, sirviendo a los demás. Las heridas del pecado original nos llevan a querer ser primeros por motivos egoístas, despreciando a los demás, buscando solo la autocomplacencia. Y la experiencia es que eso no conduce a la felicidad, sino al contrario, a perder la paz, porque siempre se pretende más.
En cambio, el servicio a los demás produce muchas alegrías, muchas satisfacciones y, sobre todo, es lo que nos conduce al cielo, porque buscamos parecernos a Cristo, quien no vino a ser servido, sino a servir.
Además, si nos hacemos niños, acudiremos con más confianza a tu protección de madre, para que nos acojas en tus brazos y nos hagas descansar.
Enséñanos, Madre, a ser unos niños buenos.
Hijo mío.
Ven, toma mi mano. Camina conmigo como lo hace un niño acompañado de su madre.
En el mundo muchos se pierden queriendo ser los primeros. No se dan cuenta que el Señor les ha enseñado a ser los últimos, a hacerse humildes, a hacerse pequeños, como niños, porque de los niños es el Reino de los Cielos.
A los que son como niños el Señor los hace primeros, al compararlos con Él y con su Padre del cielo, cuando dice: “El que recibe a uno de estos niños, me recibe a mí y a aquel que me ha enviado”.
Jesús tiene alma de niño. Tiene la alegría de la inocencia. Tiene la ilusión, el deseo, la esperanza de llevar a todas las almas al cielo. Un deseo puro y sincero de su Corazón sagrado y tierno.
Pero no se lo toma como un juego, sino muy en serio. Del mismo modo que un niño aprende y asume una responsabilidad. Aquello en lo que cree se lo toma con mucha seriedad.
Dime tú, hijo mío:
¿Para qué quieres ser el primero?
¿A dónde quieres llegar?
¿Para qué quieres ser el más grande de todos?
¿Qué vas a ganar?
Procura humillar tu corazón, hacerte último, dejar que tus hermanos sean primeros.
Conviértete en el servidor de todos. Vive con alegría. No te preocupes, no te angusties.
Acércate a tu Señor y en Él confía.
Hazte como niño. Despréndete de todo lo que te abruma, lo que te hace envejecer. Esa vida de pecado y de placer en la que te complaces a ti mismo, pero nada te satisface, porque aquel que quiere ser primero en todo, siempre quiere más, nada es suficiente y nunca alcanza la felicidad.
Tú en cambio vive alegre, sé feliz.
Ten la seguridad de que tu Madre te cuida. Estoy aquí.
Ríe, juega. Cumple con tus deberes. Pero sueña, ten ilusiones, deseos de cielo. Y, te aseguro, llegarás, porque Jesús te ama y ese es su deseo: que vivas feliz en Él eternamente.
Y para eso vino a enseñarte a hacerte último en medio del mundo: para ser primero en el Reino de los Cielos.
Si quieres permanecer pequeño, último, como niño, y agradar a tu Señor, entrégate en mis brazos. Yo conseguiré para ti la gracia de la infancia espiritual, para que alcances en este mundo, y en el otro, la verdadera felicidad
Ven a mis brazos. Déjate por mí arrullar como lo hizo Jesús, que, siendo primero, se hizo último, se hizo niño de verdad, para dejarse por mí abrazar, y llenarme de su infinita y eterna felicidad.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 180)