«Llegó Jesús a Cafarnaúm y el sábado siguiente fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 21-22).
Madre nuestra: son innumerables las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, sobre todo en los últimos años, sobre el valor y la importancia que tiene la Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras, como una fuente para conocer ciertamente la verdad revelada por Dios, pero también como la voz del Espíritu Santo que habla al corazón de cada hombre, para que conozca cuáles son los planes de Dios para su vida personal.
Se entiende porqué las multitudes seguían a Jesús deseando escuchar sus palabras. El es el Verbo hecho carne, y habla con la autoridad de Dios, comunicando esas palabras de vida eterna que hacen arder el corazón y le dan fuerza para mantenerse en el camino, aprendiendo del Maestro y siguiéndolo a dondequiera que vaya.
El Santo Padre Francisco ha insistido al pueblo cristiano en que procuren llevar un libro del Evangelio en el bolsillo, para alimentarse cotidianamente de la Palabra de Dios. Siendo palabra viva, siempre tendrá algo nuevo que decirnos el Espíritu Santo, aunque sean pasajes muy conocidos. Pero también enseña la Iglesia que sus ministros son los que predican autorizadamente la Palabra de Dios.
Hay que acudir con buena disposición, abiertos a la gracia, a escuchar en las funciones sagradas la predicación de los sacerdotes. Es verdad que en algún caso se puede meter el juicio crítico cuando no agrada una homilía, pero es una pena que alguien juzgue humanamente y se pierda por eso el rico contenido de la Palabra de Dios, rechazando así la gracia que conlleva. Eso sucedía con aquellos escribas y fariseos que escuchaban a Jesús solo buscando un motivo para acusarle.
Tú recibiste aquel elogio del Señor cuando dijo que son bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. Y es que tu Hijo hablaba de ti, porque siempre procuraste estar atenta a sus palabras y meditar todo en tu corazón. Enséñanos.
Hijo mío: Jesús fue reconocido en el mundo como un gran maestro, por su Palabra llena de sabiduría y de autoridad.
Todo el que lo escuchaba, de Él aprendía, y se asombraba del poder que su Palabra ejercía en él y en cada uno de los que lo escuchaban.
Nadie hablaba como Él, pero, aun así, no todos lo reconocieron como el Mesías, el Hijo de Dios, el que es, el que era y el que habría de venir.
Y aun en estos tiempos es así.
La Palabra de Dios tiene el poder de transformar los corazones de los hombres, de perdonar los pecados, de expulsar demonios, de crear y recrear lo creado, de enseñar, de purificar, de destruir y edificar.
Pero no todos reconocen a Cristo Jesús, que se hace presente en la Palabra a través de la persona y predicación de los sacerdotes.
Ellos son y han sido configurados con Cristo, y han sido enviados con la misión de evangelizar al mundo.
Tienen el deber de enseñar. Y todo el pueblo debería acercarse a ellos y escuchar de su boca las maravillas de la Palabra viva de Dios, la sabiduría divina, y recibir la gracia transformante y santificante.
Pero muchas veces sus palabras son sometidas a juicios por los ignorantes, no con una recta intención, sino con prepotencia y soberbia, que les pudre el corazón, en lugar de beneficiarse con la Palabra.
Se les muere el alma de inanición, no aceptan la Palabra como alimento, desprecian la gracia de Dios.
Escuchen bien, hijos míos, pueblo de Dios: un sacerdote que predica la Palabra de Dios es digno de respeto y de admiración, aunque a veces no comprendan su sermón.
No culpen al sacerdote por su poca capacidad de comunicar o por su escasa formación. Antes bien, revisen la rectitud de la intención y la cerrazón de sus corazones, que están poco dispuestos a dejarse tocar por el poder de la Palabra de Dios que proviene de la boca de un hombre, porque ustedes no lo reconocen como el mismo Cristo que se presenta frente a ustedes, resucitado y glorioso, en la persona del sacerdote.
No ofendan a Dios juzgando, criticando, persiguiendo, calumniando, despreciando a un elegido suyo. No sea que, por no haberlo reconocido, Él no los reconozca a ustedes delante de su Padre.
Hasta los demonios lo reconocen y tiemblan de miedo. Saben que el sacerdote tiene el poder de Dios para expulsarlos y destruirlos a través de la Palabra.
Aprovechen las enseñanzas que el Señor les da de viva voz, y que siempre le hará bien al corazón de los hombres que escuchan los consejos y la predicación de los sacerdotes, hombres divinizados en Cristo, elegidos de Dios, configurados con la Palabra viva, que perdona, que justifica, que sana, que salva, y al pueblo de Dios enseña y santifica.
Oren por los sacerdotes, para que sean dóciles instrumentos de la misericordia de Dios, fieles predicadores de la Palabra.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 48)