05/09/2024

Mc 1, 40-45


«Se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: sana!”» (Mc 1, 40-41)

 

Madre nuestra: aquel leproso había oído hablar de Jesús, y sabía de su poder para hacer milagros. No dudó en ir a buscarlo cuando se enteró de que estaba cerca, y no le importó el esfuerzo que eso suponía, ni el rechazo que fuera a sufrir por parte de los demás, porque era portador de una impureza legal. Pero tenía fe, mucha fe, y quería ser curado.

Con toda seguridad ya había acudido a Dios en su oración, pidiéndole que tuviera piedad de él. Y el Señor lo había escuchado, y por eso salió a buscarlo, porque lo amaba. Es lo mismo que hace Jesús, Buen Pastor, cuando busca al pecador, que está perdido, siente en su alma la lepra del pecado y quiere recuperar la paz.

Tú eres Madre de la salud, y no quieres que tus hijos estemos enfermos, ni del cuerpo ni del alma. Pero sabes que en el plan de Dios se contempla la enfermedad como una prueba, para reforzar nuestra visión sobrenatural, purificar nuestra alma uniéndonos a la cruz de Cristo, fortalecernos en la fe, en la humildad y en tantas otras virtudes. Y es ocasión también, para los demás, de vivir la caridad y las obras de misericordia cuando se trata de cuidar enfermos, viendo en cada uno de ellos a Jesús.

En Lourdes y en el Tepeyac has querido que sea patente tu intercesión poderosa por los enfermos, igual que en tantos otros lugares en donde te has mostrado Madre con tus hijos. Ayúdanos a darle sentido sobrenatural a la enfermedad, y te pedimos que socorras amorosamente a todos tus hijos enfermos, consolando a los afligidos y consiguiendo para ellos la salud.

***

Hijo mío: ¿quién es el hombre, para que Dios se fije en él?

La salud… ¡Qué importante es! Tanto, que el Señor viene del cielo a hacer milagros.

Él no ha venido a curar a los sanos, sino a los enfermos.

El hombre es la magna creación de Dios. Lo ha hecho a su imagen y semejanza. Pero lo ha creado imperfecto, para continuar su obra creadora –con la participación de cada uno–, y perfeccionarlo, para volverlo a Él.

La salud es manifestación de la perfección. La enfermedad es manifestación de la miseria de la humanidad, herida por el pecado original.

La enfermedad es una oportunidad para mirar al cielo y suplicar la compasión de Dios Padre y Creador, que mira a su creatura, se fija en su debilidad, y le causa tal ternura, que derrama su misericordia.

La vida de los santos muchas veces es probada con la enfermedad. Y la santidad les ayuda a toda prueba superar, porque el Señor siempre da la gracia. No es sordo a la voz de sus hijos, es todopoderoso, y a cada uno le da lo que le conviene para alcanzar la santidad.

Para ser perfectos deben volverse como niños. La enfermedad del cuerpo es un medio para que se hagan como niños, reconociendo su debilidad, su pequeñez, su impotencia ante la omnipotencia de Dios.

“Señor, si tú quieres, puedes curarme”. ¡Qué palabras tan llenas de sabiduría! Reconocen a Dios todopoderoso, y aceptan su voluntad. El Señor se compadece al escucharlas y concede, siempre concede lo que aquel que las profesa con fe necesita para alcanzar la perfección de su alma.

Algunos recibirán una completa curación para servir al Señor, dando testimonio, llevando la verdad a los incrédulos, propiciando conversiones para que muchos glorifiquen a Dios.

Otros recibirán paz en sus corazones, y fortaleza para perseverar en la fe y en la fidelidad –a pesar de la prueba–, y sus almas purificar, para ser dignos de ver al Señor cara a cara cuando llegue su hora.

Por tanto, hijos míos, no maldigan la enfermedad, bendigan a Dios, y pídanle con fe su curación. Valoren la salud. Que sea un medio para servir, alabar y adorar a Dios, y que tengan presente que la perfección se alcanza con la salud del alma.

Denle prioridad a su petición. Pidan perdón, hagan expiación, y permanezcan perseverantes en la oración. Así, junto con sus buenas obras, conseguirán que Dios los mire y les alcance la perfección.

Ofrezcan cada malestar, cada enfermedad, cada dificultad, cada preocupación y angustia, cada sacrificio, por la conversión y santificación de los sacerdotes de Cristo, intercediendo por ellos, para que el Señor le dé la salud a su pueblo, derramando su misericordia a través de ellos, cuando cumplan con perfección su ministerio.

Yo soy Madre, y no me gusta ver a mis hijos enfermos. Vengan a mí, reciban mi auxilio por cada uno de ustedes, para que el Señor les conceda la salud de alma y cuerpo.

Yo intercedo.

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 50)