«De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar» (Mc 1, 35).
Madre nuestra: en el santo Evangelio aparece varias veces que Jesús se retiraba para hacer oración. Sobre todo, lo hacía antes de emprender alguna misión especial o tomar decisiones importantes, como sucedió al comenzar su vida pública, antes de su pasión y muerte, cuando eligió a sus apóstoles…
Cuesta entender que Jesús necesitara hacer oración, siendo Dios, pero, cuando lo leemos en el Evangelio, nos damos cuenta de que es verdadero hombre, y su alma sacerdotal necesitaba ese trato íntimo con el Padre y con el Espíritu Santo para discernir su misión y para comprender bien la voluntad de Dios.
Muchas veces habrás visto tú a tu Hijo Jesús hacer oración, y muchas veces lo acompañabas, porque tú también necesitabas luces divinas para cumplir bien con tu vocación de Madre del Salvador.
Nos damos cuenta de que la oración es el motor para seguir a Cristo haciendo sus obras. Él nos toma de la mano y nos levanta para servirlo y servir a los demás, por amor de Dios.
Ayúdanos, Madre, a cuidar nuestra vida de oración.
Hijos míos:
¡Qué necesario es acudir a la oración en soledad, tal y como Jesús les enseñó!
Él mismo dio ejemplo de cuán necesario es retirarse y orar para conocer la voluntad de Dios.
Él mismo, siendo Dios, acudía a la oración para discernir su misión, para comprender la voluntad de su Padre con la ayuda del Espíritu Santo.
Él, que curó a tantos enfermos, que los sanó de diversas enfermedades de sus cuerpos, que expulsó demonios liberando a las almas cautivas por el pecado, que fue reconocido y alabado por sus milagros, y tanta gente que creía en Él daba testimonio de su poder, aun sin saber en realidad quién era Él, pues aún la verdad no se les había revelado, oró y confirmó que no solo para hacer milagros había sido enviado, sino para predicar su Palabra y revelar la verdad a todos los pueblos, a todas las gentes, para sanarles completamente cuerpo, alma y mente.
Todo aquel que tome la mano extendida de Jesús y sea levantado, debe servirle, evangelizando a todos los que aún no lo han conocido, y a los que creen conocerlo, pero en realidad no han comprendido toda la verdad que se les ha revelado.
Imitar a Cristo es vivir como vivió Él en medio del mundo.
Es llevar su Palabra y su misericordia a los demás.
Es servir a Dios, sirviendo al prójimo por amor a Dios y por amor al prójimo.
Es hacer sus obras, pero, antes de actuar, orar y discernir la divina voluntad, para no dejarse engañar por la flaqueza de la humanidad.
Todo aquel que se quiera santificar, que haga oración en primer lugar, que pida perdón, y que lleve su fe a la acción.
Solo es santo aquel que reconoce a Cristo y lo imita para parecerse a Él, para ser como Él y no pretender poder llegar a ser más que Él, porque el discípulo no es más que su maestro, pero aprende de su maestro, y con su ayuda puede llegar a ser perfecto, como Él.
Orar en soledad, invocando la presencia del Espíritu Santo, para hablar cara a cara con Cristo, en la intimidad, para recibir la gracia del conocimiento de la verdad, que es la voluntad del Padre, y cumplirla, ese es el camino a la santidad, esa es la salud que el Señor les ha venido a traer.
No se conformen con suplicar milagros para sanar sus cuerpos. Pidan su curación total, la purificación de sus corazones, para que alcancen en Cristo la santidad que les conseguirá la eterna salud y felicidad en el Paraíso.
Y aquel que no vea la mano extendida de Cristo, que tome la mía. Yo siempre los llevo a Jesús.
Por eso me llaman Madre de la Salud.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 49)