05/09/2024

Mc 3, 1-6


«Jesús les preguntó: “¿Qué es lo que está permitido hacer en sábado, el bien o el mal? ¿Se le puede salvar la vida a un hombre en sábado o hay que dejarlo morir?” Ellos se quedaron callados. Entonces, mirándolos con ira y con tristeza, porque no querían entender, le dijo al hombre: “Extiende tu mano”. La extendió, y su mano quedó sana» (Mc 3, 4-5).

 

Madre nuestra: la respuesta a lo que preguntaba Jesús era muy obvia: no solo está permitido hacer el bien en sábado, sino que conviene hacerlo. Y el mal nunca está permitido hacerlo. Llama la atención la rigidez de los fariseos que espiaban a Jesús, quienes de una manera absurda temían que se pudiera ofender a Dios, violando el sábado, cuando se trataba, más bien, de hacer una obra de caridad con el prójimo.

El evangelista menciona expresamente que el Señor miró con ira y tristeza a aquellos hombres porque no querían entender. No tenían la disposición de reconocer el amor infinito de Dios, que se manifestaba en Jesús sanando enfermos. Y es que, para un corazón egoísta, resulta un reproche ver las obras buenas de un alma generosa.

El amor al prójimo siempre será un desborde del amor a Dios que se lleva en el corazón. Si nosotros nos llenamos de ese amor, llevando a nuestra oración la vida y obra de Jesús, enviado por el Padre para nuestra salvación, entregando su vida por amor nuestro, sentiremos un deseo muy grande de corresponder, haciendo la caridad siempre.

Madre de Dios: intercede por nosotros para que nos mantengamos siempre llenos de Dios, y podamos así aprovechar mejor todas las oportunidades de vivir la caridad. Y enséñanos a ser generosos.

 

Hijo mío: el Señor, tu Dios, le ha dado un valor infinito a la humanidad: el valor de su sangre bendita y sagrada, hasta la última gota derramada.

Tanto así te ama, tanto así vales para Dios. Medita estas palabras en tu corazón y siente cómo la alegría y la paz de Dios inundan tu alma, y su amor desborda tu corazón.

Si te convences de esta verdad, jamás miedo o soledad sentirás. Tu inseguridad, tu angustia, tu desesperanza, tu tristeza, desaparecerán, porque al fin verás la realidad.

Tú eres un hijo de Dios. Él te engendró en su corazón. Él te creó para amarte, y te dio la capacidad de un alma digna, para que recibas su amor, y con ese amor lo ames.

Tienes un Padre bondadoso, amoroso, misericordioso, todopoderoso, que tiene un lugar preparado para ti, para sacarte de este mundo y llevarte con Él a su Paraíso, en donde no hay muerte, ni tristeza, ni soledad; en donde no hay peligro, miseria ni dificultad; en donde serás coronado de gloria y gozarás de una plena felicidad para toda la eternidad.

Jamás volverás a sufrir, jamás te preocuparás. En una eterna fiesta gozarás. Lo inimaginable, para tu limitada mente y tu finita imaginación, verás. Plenamente feliz serás. Nada, absolutamente nada te faltará.

El Señor ha venido por ti, te ha rescatado de las garras del enemigo, de la muerte te ha salvado. Con Él vives la vida del resucitado, en este mundo, al que Él ha sido enviado.

Porque, tanto ama Dios al mundo, que envió a su Hijo, para que todo aquel que crea en Él, y lo reciba, vaya al Padre.

Y no solo lo envió, sino que le permitió quedarse, para buscar a los que se han perdido, para encontrarlos, para sanar sus heridas llenándolos de su misericordia, convirtiendo sus corazones, dándoles nueva vida.

Acércate, hijo mío, al trono de la gracia. Adora a tu Señor presente en la Eucaristía.

Humíllate ante Él, pide perdón, muéstrale tus miserias, y déjate sanar por Él.

Recíbelo manifestándole tu amor, y Él corresponderá llenándote de su gracia.

Te sanará, para que extiendas tu mano y des testimonio de que estás sano, y así ayudes a los más necesitados, tendiéndoles la mano para que reciban, a través de ti, la misericordia del Señor, que los está esperando, para derramar los frutos abundantes de su cruz, y llenarlos y desbordarlos de su amor, de su gracia, de su salud.

Ten valor, hijo mío. No te avergüences de hacer obras buenas. Haz el bien siempre.

Aprovecha todas las oportunidades que tengas para hacer la caridad, porque el que está lleno de Dios no se puede callar, está siempre en movimiento, llevando la Palabra y el amor de Dios a todos los que Él tanto ama.

Y si te persiguieran por ser bueno, recuerda que te persiguen por su causa. Siéntete honrado de ser reconocido como un buen cristiano, un discípulo de Cristo tan amado, que no puede contener la caridad que se desborda de Él, porque el Señor no se ha dejado ganar en generosidad.

Siempre es momento y lugar para reconocer a Cristo en medio de los hombres, y el bien obrar en su nombre.

 

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 164)