«Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente, que no los dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a buscarlo, pues decían que se había vuelto loco» (Mc 3, 20-21).
Madre nuestra: cómo habrás sufrido tú ante la incomprensión familiar, cuando juzgaron de loco a Jesús, ya que no podías revelarles el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Ellos no conocían los planes divinos y se extrañaban mucho de su comportamiento.
Qué pena que algo semejante siga sucediendo hoy en algunas familias cristianas, igual que ha sucedido a lo largo de toda la historia de la Iglesia: la oposición familiar a que uno de los suyos se entregue a Dios.
Cada caso es diferente, pero en todos debe haber mucho egoísmo: no quieren aceptar esa entrega porque les afecta a sus planes personales, o lo consideran un reproche a su falta de entrega, y terminan considerando que es una locura, que esa decisión es fruto de un trastorno mental.
Y en cierto modo tienen razón: es una locura. No se entiende que alguien esté dispuesto a dejar todo por amor al Reino de los Cielos, por amor a Dios, renunciando a las cosas de la tierra, para tomar la cruz de cada día y seguir a Jesús. Eso no tiene una explicación humana: solo se entiende con la gracia de Dios, viendo todo con visión sobrenatural, con mucha fe, seguros de que Dios no se deja ganar en generosidad, y premia con el ciento por uno en la tierra, y después la vida eterna.
Eso aplica para cualquiera de las múltiples maneras de entregarse a Dios, y no solo para la vida sacerdotal o consagrada. Se han abierto todos los caminos divinos de la tierra, de modo que hay en la Iglesia muchos laicos, hombres y mujeres, solteros y casados, de todos los ambientes, dispuestos a tomarse en serio su vocación cristiana, entregando su vida sirviendo a Dios y al prójimo, buscando la santidad en medio del mundo, de acuerdo a sus circunstancias personales. Y esa entrega también es una locura de amor divino.
Ayúdanos, Madre, a profundizar en esta locura que nos pide Dios a los cristianos, para no dejarnos llevar por los razonamientos humanos, que no pueden juzgar las cosas según la mente de Dios.
Hijo mío: ven conmigo, vamos a meditar todas las cosas en nuestro corazón a la luz del Evangelio.
Escucha, hijo mío, la Palabra del Señor, que te dice que, para parecerse a Cristo, hay que vivir como un loco enamorado de la verdad.
Un loco lleno de alegría, que para muchos es incomprensible, porque no es la alegría de quien disfruta de bienes y placeres, sino la alegría del que sirve, de aquel que ha descubierto su vocación, y a través de ella, sirve al prójimo, para hacer la voluntad de Dios evangelizando, llevando la misericordia al más necesitado, amando a Dios a través del amor y del servicio al prójimo.
Cualquiera que sea la vocación que el Espíritu Santo haya infundido en tu corazón, cuando la pones en práctica, la felicidad desborda tu alma, porque has encontrado tu lugar, porque te has encontrado a ti mismo, porque has entendido para qué has nacido, cuál es tu colaboración en el mundo para dejar huella, y los que te sigan reciban de ti beneficios.
Toda vocación la da el Señor para que cada uno se santifique de acuerdo a su condición, con los medios, con los dones, con las gracias que recibe de Dios, y así colaborar con Cristo en su misión de salvación, trabajando cada uno en sí mismo para perfeccionarse, para ser cada día mejor, entregándole su voluntad a Dios para que Él obre sus maravillas.
¡Cuánta pasión hay en el corazón de un hombre que ha encontrado su lugar en el mundo! Se entrega totalmente al servicio de los demás, olvidándose muchas veces de sí mismo, porque ha experimentado la felicidad, que es mayor en dar que en recibir.
A veces al hombre apasionado de sus ideales lo llaman loco. Tú descubre, en esa vocación a la que te llamó tu Señor para que lo sirvas en medio del mundo, la locura del amor divino, que te mueve a servir a Cristo sirviendo a los demás.
Y si bien en la vida ordinaria de ese servicio comúnmente se recibe un beneficio, porque todo trabajador tiene derecho a su salario, nunca te olvides de dar gracias a Dios –que es quien te da los medios, quien te da el don de tu vocación, quien infunde en ti la pasión de sentirte vivo–, porque toda gracia, hijo mío, viene de Dios.
El hombre que pone a Cristo en el centro de su vida vive la locura del divino amor, que se manifiesta cada día en su corazón cuando decide renunciar a sí mismo, para hacerlo todo por amor de Dios.
Y recuerda, hijo mío, que el apostolado es también parte de esa vocación. Ya seas soltero, casado, ingeniero, licenciado, médico, religioso, sacerdote, técnico, músico, obrero, pescador, político, evangelizador, padre, madre, maestro, consultor, artista, actriz o actor, empleado o director, empresario, asalariado, ama de casa, personal de servicio, constructor, enfermera, cuidador, cocinero, mesero, traductor, comunicador o cualquier otra profesión con la que vivas tu vocación, date la oportunidad de experimentar eso que haces con locura divina, invitando al Señor a ser parte de tu vida.
Encontrarás la verdadera felicidad y una inmensa alegría en el servicio a los demás, y en las labores de cada día. Tu corazón tendrá paz, porque sabrás que aquellos que te juzgan loco no te están ofendiendo, te están diciendo un piropo.
Vive, hijo mío, con un corazón enamorado de la vida, apasionado de llevar el amor de Dios a todo lugar a donde vas, y contagia de tu locura a los demás.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 166)