05/09/2024

Mc 4, 26-34


«El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas» (Mc 4, 26-28).

 

Madre nuestra: las parábolas en las que Jesús habla de sembrar la semilla son muy gráficas –como todas sus enseñanzas–, para reconocer algo que está muy claro: debemos poner nosotros todo lo que está de nuestra parte para colaborar en la extensión del Reino de Dios, y Él se encargará de todo lo demás. Sin su gracia no habrá fruto, pero también quiere que participemos nosotros.

La experiencia la conocemos todos: vemos que crecen las plantas “sin que sepamos cómo”. A nosotros nos toca sembrar la semilla, y el resto lo hace Dios. Hay que confiar. Pero sin semilla no habrá planta.

Cada uno de nosotros tiene su propia misión en la tierra, pero hay algo que es común: queremos dar fruto. Que nuestro trabajo sea de provecho para los demás. Y un alma de fe lo que quiere es darle gloria a Dios sirviendo a sus hermanos, para presentarse ante Él cuando llegue el momento, con las manos llenas de buenas obras, como en la parábola de los talentos.

Un caso muy concreto es el de los formadores, que tienen la misión de sembrar en los corazones. Es una gran responsabilidad, porque se trata de formar a las almas para que sean buenos hijos de Dios. Es un dolor muy grande comprobar que a veces es el demonio que arrebata lo sembrado, como dice la parábola del sembrador con las semillas que caen en la vereda y se las llevan los pájaros.

Tú eres, Madre, nuestra esperanza. Enséñanos y ayúdanos a poner todo lo que nos corresponde para cumplir con la misión que Dios nos dio, confiando en que, si plantamos y regamos, el Señor dará el incremento.

 

Hijo mío: vamos al monte alto a orar, para que medites todas las cosas en tu corazón. Para que comprendas lo que debes hacer para cumplir la voluntad de Dios cada día, aplicando su Palabra a tu vida ordinaria, en medio del mundo, mientras caminas por el camino de la verdad, buscando la santidad.

Mi Hijo Jesucristo ha venido al mundo para salvar a la humanidad, y para mostrarles el camino de la verdad, que les da la libertad para seguirlo. Y para eso ha edificado el Reino de los Cielos en la tierra. Los ha llamado para que vivan en su Reino, participando con Él en la construcción y extensión del mismo, para ganar muchas almas para el cielo.

Y explica en parábolas, para que comprendan lo que quiere enseñar, con la misma ternura con que un padre le cuenta a su hijo pequeño una historia antes de dormir, para tranquilizarlo, para arrullarlo, para adentrarlo, a través de la imaginación, en una maravillosa aventura, y al mismo tiempo, enseñarle una lección.

El Reino de los Cielos se parece a aquel campo en el que el sembrador siembra la semilla, trabajando todos los días, labrando y preparando la tierra, para sembrar en tierra buena.

Es lo mismo que hacen los padres con sus hijos. Y el maestro con su discípulo prepara el corazón, la mente, la conciencia, con buenos hábitos, repitiendo cada día lo mismo, hasta que aprenda, hasta que se acostumbre y lo haga por sí mismo.

Los padres y los maestros se esmeran en enseñar cosas buenas, empeñándose en dar cada día una buena lección, en guiar por el camino correcto. Y hacen lo más que pueden, pero no siempre buenos resultados obtienen.

Y no se explican qué pasó: porqué los hijos o los discípulos desviaron el camino, qué es lo que hicieron mal, cuál fue su error.

Y se culpan a sí mismos, y se frustran, y se lamentan, y se entristecen, y se desesperan, porque dudan cuando no ven los resultados que esperan, en el tiempo y la forma que desean vivir en el Reino de Dios en la tierra. Y extender el Reino de Dios en la tierra no lo pueden hacer por sí mismos. Necesitan dejar a Dios actuar. Una vez que siembran la semilla no hay más que hacer que confiar y esperar.

Si la tierra está bien preparada y la semilla bien sembrada, a Dios le toca hacer llover, porque eso ningún hombre lo puede hacer.

Si cumples bien con tu misión, como padre, como maestro…

Si enseñaste bien la lección…

Si has hecho todo lo que has podido, para cumplir con tu deber…

Es tiempo, hijo mío, de que dejes a Dios hacer, para que envíe su gracia como lluvia que moje la tierra.

Y, aunque a ti te pareciera que nada sucede, que tus enseñanzas parecieran olvidadas, porque tus hijos o discípulos han desviado el camino, confía en que, aunque estés despierto o dormido, nada se detiene, hijo mío.

El Señor obra en cada uno de esos hijos. Y, si tienes fe, y no te preocupas, verás un día la semilla germinar y la planta crecer. Porque, te aseguro, no depende de ti la salvación de tus hijos o tus discípulos.

El Señor agradecerá tu colaboración. Hará llover, y a sus hijos hará crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. Confía en Él. Vive colaborando en la extensión de su Reino, y cosecharás abundante fruto para Dios, y esa será la ofrenda que, unida al sacrificio de Jesucristo en la cruz, te santificará.

Tu trabajo, tu cansancio, tu tenacidad, tu perseverancia, tu esfuerzo, tu entrega de vida, tu paciencia, tu constancia, todos tus sacrificios, tendrán una recompensa grande en el cielo.

Por tanto, vive con alegría, hijo mío. Disfruta la vida. Haz lo que debes. Reza, espera la gracia, y conserva siempre, y a pesar de todo, la esperanza.

Si crees todo esto, ven a mis brazos y descansa.

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 169)