«Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”. Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?” Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que tengas fe”» (Mc 5, 34-36).
Madre nuestra: sucede con frecuencia, en la vida de los hombres, que acudimos a Dios solamente cuando tenemos alguna grave necesidad. Si todo va bien se nos olvida que está a nuestro lado, pero, en cuanto aparece algún problema, alguna dificultad, una enfermedad grave, un problema económico, buscamos la ayuda de Dios para que se resuelva favorablemente.
Quizá es el recurso que tiene Dios para recordarnos que es nuestro Padre amoroso, que está esperando la correspondencia de sus hijos. Permite esas contrariedades para que miremos al cielo buscando alivio.
Así sucedía cuando aquellos enfermos buscaban a Jesús. Habían oído que tenía el poder para curar enfermos, y eso los movía a estar cerca para recibir la salud. Estaban tan seguros de ese poder, que muchos lo que querían era tan solo tocarlo, convencidos de que iban a sanar.
Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre. Sigue teniendo ese poder. Y se ha querido quedar con nosotros, sobre todo en los sacramentos, y de modo particular en la Sagrada Eucaristía. Podemos tocarlo, podemos alimentarnos de Él. Podemos sanar, de alma y de cuerpo, si tenemos fe.
Debemos creer en su poder, pero, sobre todo, debemos creer en su amor, porque es Él quien nos quiere sanar, porque nos ama.
¿Cómo podemos, Madre, tener una fe fuerte?
Hijo mío: ¿tienes fe?
Sé honesto contigo mismo, y descubre qué tan grande es tu fe.
¿Tan grande para creer que, con tan solo tocar a Cristo, una gran fuerza sanadora saldrá de Él, y te librará de tus sufrimientos?
Si tienes tanta fe, como tú piensas, entonces…
¿Por qué te angustias?
¿Por qué te preocupas?
¿Por qué te aflige esa enfermedad?
¿Por qué no vives con alegría, contagiando al mundo de tu felicidad?
¿Por qué no consigues las gracias que necesitan aquellos por quienes rezas?
¿Por qué la guerra en el mundo no cesa, si pides la paz?
Basta que tengas fe, y todo lo conseguirás.
Si tienes una fe tan grande, como tú crees…
¿Por qué no sientes alivio cuando tocas a tu Señor en la Eucaristía cada vez que comulgas?
¿Por qué, al recibirlo, pides y pides lo que tú crees que necesitas, con angustia y desesperación?
¿Qué acaso piensas que no te escucha tu Señor?
¿Qué acaso crees que es indiferente a tus ruegos, a tu necesidad, a tu miseria, a tu aflicción?
Yo te aconsejo, hijo mío, que tengas la humildad de reconocerte necesitado y falto de fe, y pidas a Dios la fe que te falta.
Si tuvieras esa fe de la que se maravilla tu Señor, vivirías tranquilo, tendría paz tu corazón. Le dirías lo que necesitas, intercederías por otros necesitados, y al mismo tiempo agradecerías, completamente seguro de que el Señor te ha escuchado y ya tiene ese asunto en sus manos.
No dudarías cuando las cosas no se resuelven en tu tiempo y a tu modo. Confiarías en la bondad de tu Señor y en su infinita sabiduría.
Le dirías:
“¡Señor, tú ya sabes lo que necesito!
¡Atiéndeme! ¡Suplicando estoy!
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Yo confío en que tú me darás siempre lo mejor.
¡Sáname, Señor!
Atiende al necesitado por quien suplico tu favor”.
Y después dormirías tranquilo, esperando a que el Señor te levante.
Hijo mío, vuelvo a preguntarte: ¿tienes fe?
Recuerda que es el Señor quien te da la fe, pero tú eres responsable de conservarla y fortalecerla, pidiendo la fe que te falta, haciendo oración, cumpliendo los mandamientos de la ley de Dios, recibiendo los sacramentos, escuchando la Palabra, y haciendo lo que tu Señor te dice.
Él desea que tengas una fe grande para que hagas sus obras. No tengas miedo, todo estará bien. El Señor está contigo y te dará lo que necesitas. Basta que tengas fe.
Yo quiero darte un consejo para alimentar tu fe.
Cree que Jesucristo, tu Señor, es el Hijo único de Dios todopoderoso, que es bondadoso, compasivo y misericordioso, y que te ama del mismo modo que ama a Jesucristo, como verdadero hijo.
Y si eso no bastara, siempre puedes acudir a mí.
No hay nada imposible para Dios, y Él no me niega nada.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 100)