«Lo que sí mancha al hombre es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7, 20-23).
Madre nuestra: las muchedumbres que acudían a escuchar a Jesús lo hacían con gusto –reconociendo que nadie había hablado antes como Él–, aunque muchas veces les hablaba fuerte, reprochándoles su mal comportamiento y la necesidad de convertirse, para salvarse.
Es lo mismo que hicieron san Juan Bautista y todos los profetas, y ahora lo hacen todos los que predican la Palabra de Dios, cumpliendo el mandato de Cristo. El pueblo de Dios sigue escuchando ese mensaje, y es que el alma pide siempre tener paz, y en el fondo reconoce que debe evitar los pecados y hacer el bien.
Por tanto, todos reconocemos la importancia de formar bien la conciencia, para no equivocarnos a la hora de juzgar sobre la oportunidad de hacer o no hacer alguna cosa. Necesitamos asegurar que acudimos a buenos formadores, que garanticen contar con la ciencia conveniente y una total fidelidad a la ley de Dios.
Un criterio de garantía es tener fidelidad a las enseñanzas del Romano Pontífice y de todo el Magisterio de la Iglesia. También dan seguridad los escritos de los santos, que nos transmiten fielmente lo que recibimos de las fuentes de la Revelación: la Sagrada Escritura y la Tradición.
Los obispos y sacerdotes son responsables de asegurar a todos los fieles la formación de su conciencia, cuidando vivir esa fidelidad. Intercede, Madre, ante Dios, para que podamos contar con suficientes pastores que nos guíen convenientemente, que haya en la Iglesia muchos y muy santos obispos y sacerdotes.
Madre purísima: ¿qué debo hacer para tener siempre un alma pura?
Hijo mío: ven conmigo. Vamos a meditar y a reflexionar lo que el Señor te quiere decir al corazón a través de su Palabra.
Eso se llama “hacer oración”, pidiendo primero al Espíritu Santo su gracia, su luz, su don, disponiendo tu corazón para que el Señor te llene de su amor y de su misericordia.
El Señor te dice que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo.
Nada de lo que está fuera, de lo exterior, sino lo que sale de dentro de tu corazón es lo que mancha tu alma, y Él te pide que lo entiendas, que lo comprendas.
Medítalo y dime: ¿entiendes qué quiere decir esto?
El Señor mira tu corazón. Él desea que tengas un alma pura, que tengas buenas intenciones, y todo lo que salga de ti sea bueno.
Que no culpes a otros por tus pecados y tus errores.
Que no pongas pretextos del mal ambiente que influye en ti.
Que no justifiques tus malos actos, tus malos pensamientos, tus malas palabras, tus faltas de caridad, porque en el mundo todos viven igual; porque es la única manera de ser aceptado por los demás; porque te dejas llevar; porque está de moda portarse mal…
Nada, hijo mío, de lo que hay fuera de tu corazón, te hace pecar, sino lo que tú consientas en tu corazón, lo que haces sabiendo que está mal, o lo que dejas de hacer por comodidad.
No quieras a Dios engañar, es imposible. Él puede ver lo que hay en tu conciencia, el estado de tu alma, las intenciones de tu corazón. Él es el único capaz de juzgarte con justicia.
Pero tú tienes la capacidad de examinarte a ti mismo con la ayuda de Dios, y darte cuenta de las condiciones en las que tu corazón se encuentra.
Y si tú verdaderamente deseas ser feliz, si te amas a ti mismo, sé honesto contigo mismo, purifica tu corazón, reconcíliate con Cristo, pídele perdón en el sacramento de la confesión. Y una vez que hayas sido absuelto, dale gracias a Dios y comienza de nuevo, esta vez cuidando y protegiendo tu corazón, evitando los malos pensamientos, haciendo siempre el bien, obrando la caridad, pidiendo al Señor la gracia para no pecar.
Y si de tu corazón salieran otra vez esas malas intenciones, esos malos pensamientos, esas malas acciones, acércate a Cristo, presente en la persona del sacerdote, con el corazón contrito y humillado, que el Señor no desprecia.
Pero cuida de no ponerte en tentación. Y no culpes a otros, o al mundo, o a los demonios, de tu suciedad. Asume tu responsabilidad, porque nadie peca si no es por propia y libre voluntad. Purifica tu corazón, vive en fidelidad a Dios.
Encontrarás que en ti está tu felicidad, porque en ti vive Cristo, que manifiesta su alegría llenándote de felicidad, cuando entiendes todo esto, pides perdón, pides ayuda, y lo dejas obrar en ti, porque es Él a través de su sangre derramada en la cruz, quien limpia de toda mancha tu corazón, te purifica, te da la fuerza y el valor, a través de su gracia, para permanecer en su amor.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 172)