05/09/2024

Mc 8, 11-13


«Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos» (Jn 15, 13).

 

Madre nuestra: es muy frecuente que los hombres traten el tema del amor y la amistad en sus conversaciones, en sus escritos, en las redes sociales, en las películas y series de entretenimiento, así como celebrarlos en sus fiestas y reuniones sociales.

Pero, desgraciadamente, no siempre se trata con corrección ese tema, y se olvidan las cualidades del auténtico amor, que son, por ejemplo, las que señala san Pablo en su carta a los Corintios: el amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no es presumido ni se envanece; no es grosero ni egoísta; no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites.

Y, por otra parte, hay quienes se quejan con Dios cuando las cosas no salen como se esperaban, reclamándole que no los ama verdaderamente, y lo retan pidiéndole señales de su infinito amor a cambio de su fe, olvidándose de que tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no pereza, sino que tenga vida eterna.

Madre del Amor hermoso: tú eres madre y maestra, modelo de entrega generosa: intercede por nosotros, y ayúdanos para saber amar a Dios y al prójimo con verdadero amor; y a ser fieles en las exigencias de ese amor, amando incondicionalmente.

 

Hijo mío: Jesús es el mejor de los amigos.

Su amistad se basa en el amor. Él es el amor. Y ante lo evidente, nadie puede dudar.

No es cuestionable lo que se ve, lo que es real, lo que se manifiesta abiertamente tanto, que se puede experimentar.

El amor de Dios es real. Tu misma esencia es el amor, porque fuiste creado por el Amor, para amar y ser amado.

No digas que eres un ser miserable e indigno, incapaz de aceptar ser por Dios mirado y amado.

A un hijo no se le ama por sus méritos, se le ama tan solo por ser hijo.

El amor de Dios por sus hijos es infinito, y tú eres hijo de Dios. No porque lo hayas merecido, no porque lo hayas ganado, sino porque Él te creó a su imagen y semejanza.

Y a pesar de que has sido como el hijo pródigo, Él ha enviado a su Hijo primogénito, Jesucristo, para rescatarte, para mostrarte el camino para que vuelvas al Padre.

Y el Hijo de Dios tanto te amó, que su vida por ti dio para pagar tu rescate, venciendo al demonio, que te tenía cautivo.

Derramando su preciosa sangre, para destruirlo, te liberó.

Dime, hijo, ¿acaso necesitas una señal más clara, una prueba más grande de amor?

Él es tu Dios, y Él puede seguir siendo el mismo Dios, y glorificarse a sí mismo sin ti. Sin embargo, Él quiere que tú seas feliz, quiere compartir su gloria contigo, porque te ama.

No ofendas más a Dios, no dudes de su amor, no pidas señales de su amistad ni pruebas de su poder.

Lo que se ve no se juzga. Eso dicen.

Pues bien, mira la cruz. Ahí está Él.

Siéntete halagado, porque tú, hijo mío, que eres tan solo un hombre indigno y pecador, que por ti solo nada has merecido, puedes decir que eres tan importante, tan grande para tu Padre Dios, que el mismo Dios ha muerto por ti y ha resucitado, como señal del amor que tiene para ti.

No lo molestes con tus preguntas necias. Antes bien, agradece su bondad correspondiendo a su amistad, manteniendo tu fidelidad, dejándote llenar de su misericordia, que te hace llegar a través de los sacramentos.

No seas incrédulo, sino creyente.

Cree en el amor de Dios, cree en su amistad, y alégrate, porque contigo se ha querido quedar.

Acércate y adóralo en la Eucaristía, y deja que el Amor te ame.

Entrégale tu corazón, abandónate en Él.

Él es un amigo fiel y nunca te fallará. Pero tú reconoce tu debilidad: eres capaz de fallarle una y mil veces más.

Por eso yo te aconsejo que no le entregues tú solo tu corazón. Dámelo a mí. Deja que yo se lo entregue, y yo me encargaré de que perseveres cumpliendo tus promesas de amor, y seas un amigo como Él, un amigo fiel para siempre.

Que mi amor de Madre te consiga la gracia que necesitas para amar, y dejarte amar.

 

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 57)