«Yo les aseguro: Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, dejará de recibir, en esta vida, el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna» (Mc 10, 29-30)
Madre mía, Reina de todos los santos: cuando se habla de renunciar al mundo es comprensible pensar que se trata de una exigencia para todos aquellos elegidos de Dios que tienen una vocación de entrega, para servirlo en la vida sacerdotal o religiosa. Pero todos sabemos que en la historia de la Iglesia ha habido hombres y mujeres santos, que también han hecho esa renuncia sin haber recibido una vocación especial de entrega a Dios.
El Señor nos dice a todos que el que quiera ser su discípulo debe renunciar a sí mismo, tomar su cruz, y seguirlo. Es la llamada universal a la santidad, que recibe todo bautizado. Todos debemos identificarnos con Cristo, vivir su vida.
Pero puede resultar difícil entender cómo puede vivir esa renuncia alguien que tiene vocación para buscar la santidad en medio del mundo, a través de su trabajo ordinario y de su vida de relación familiar y social.
Tú eres, Madre, un ejemplo maravilloso de quien supo vivir en santidad, igual que lo hicieron las santas mujeres que contigo acompañaban a Jesús, y tantos de los primeros cristianos, que conocieron la voluntad de Dios a través del Evangelio, lo escucharon, y lo pusieron en práctica.
Dime, Madre, cómo debe ser esa renuncia, por amor de Dios, que pide Jesús.
Hijo mío: renunciar al mundo, a todo, hasta a ti mismo; dejar padre, madre, casa, hijos, tierras, pertenencias, para seguir a Cristo, no es solo virtud para unos cuantos que han sido llamados a la vida religiosa o clerical.
Renunciar al mundo es virtud de aquel que desea alcanzar la santidad, y significa cumplir con perfección el primer mandamiento de la ley de Dios, el mandamiento que Cristo Jesús les enseñó a vivir en plenitud, el mandamiento del amor: “Amar a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo”.
A Dios se le ama muy por encima de uno mismo. Y todo aquel que cumpla su ley, que se desprenda de todo lo que le impide llegar a Él, que aligere su carga y viva en la verdad.
Vivirá en total libertad, con la alegría de recibir el ciento por uno que el Señor le da en esta vida, junto con persecuciones, con la esperanza de alcanzar la vida eterna.
Vive tú, hijo mío, con alegría, en medio de la tribulación. Recuerda que Cristo ha vencido al mundo, y así tengas muchas dificultades, te juzguen, te critiquen, te persigan, te difamen, te maldigan, permanece firme, permanece fiel, con tu mirada puesta en el cielo, haciendo lo que te manda Cristo, cumpliendo con tu deber, despojado de ti mismo, para que en ti no vivas tú, sino Él.
Esta es la vida en santidad en la que se vive constantemente la caridad, permaneciendo en oración, santificando tu trabajo, transformándolo en oración, construyendo el Reino de los cielos en la tierra trabajando sólo para Dios, quien es quien te gobierna, el Rey que rige tu corazón.
Absolutamente todo ser humano tiene la capacidad de vivir de esta manera, porque tiene la capacidad de amar, porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, para llegar a ser, por Cristo, con Él y en Él, como Dios, perfecto, santo, y glorificarlo eternamente en el Paraíso.
Pero si tú dejas de cumplir con tu deber cristiano, y dejas de obrar la caridad por hacer lo que te dicen tu padre, tu madre, tu hijo, tu hermano, o por poseer tierras y riquezas, no serás digno de seguir a Cristo, y te alejarás de Él.
Cuídate de las tentaciones, haz oración y penitencia, consagra tu vida a mi Inmaculado Corazón, y yo me encargaré de alejarte de las tentaciones, de que te desprendas de todo aquello que te ata al mundo, de sanar tus apegos, especialmente esos amores desordenados de los que depende tu corazón, de quitarte las falsas seguridades, de abrirte los ojos, para que, renunciando a todo, hasta a ti mismo, alcances la visión sobrenatural que te llevará al conocimiento de la verdad y a la verdadera libertad.
Encontrarás en Dios tu felicidad, la paz interior de tu corazón en esta vida, que te llenará de alegría, aun en medio de la tribulación, y que te abrirá las puertas del Paraíso, porque todo lo tendrás ganado al abandonarte totalmente en Cristo.
Entrégale tu voluntad a Dios, y Él hará contigo maravillas.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 24)