«No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan» (Lc 5, 31-32).
Madre nuestra: es probable que a san Mateo le pasara lo mismo que a muchas personas que llevan una vida de pecado. Piensan que ya no tienen remedio. Que han cometido demasiadas faltas, y que ya no tienen perdón de Dios. No se imaginan que pueda haber una conversión radical de su vida, que hay muertos que pueden resucitar a una vida nueva.
Pero sabemos que Dios puede transformar un corazón de piedra en un corazón de carne, y que el más grande pecador puede llegar a ser un gran santo, si se levanta, si se convierte, si pide perdón a Dios, si vuelve a empezar, con un buen propósito de enmienda.
En el caso de Mateo, Jesús lo estaba llamando a una entrega de vida, lo estaba llamando a seguirlo como apóstol, y no solo a una conversión de su corazón. Y le sucedió lo mismo que a muchas personas que se convierten: les nace en el alma un deseo grande de corresponder a esa gracia, de entregar su vida en servicio de Dios y de las almas.
Sabemos, Madre, que todos necesitamos conversión: reconocer nuestras faltas y levantarnos. Ayúdanos a tomarnos en serio el camino de la santidad, a renunciar al pecado y llevar una vida nueva.
Hijo mío: la santidad es para todos.
Todos están llamados a la santidad. Por eso, todos están llamados a la conversión, indispensable para emprender el camino de la perfección.
Alégrate, porque el Señor ha venido a buscarte, porque el primer paso para la conversión es reconocerte pecador, indigno siervo del Señor. Solo así se sentará a tu mesa y cenará contigo, y tú con Él.
Escucha su llamado, te está esperando. Renuncia a tu vida de pecado, renueva tu alma, date la oportunidad de volver a empezar, de tener una vida santa, que te conduzca por el camino a la eternidad.
La puerta del cielo por Cristo ha sido abierta. Él te ama, créelo. Él es tu creador. Él te pensó, antes de crearte, en su corazón. Te dio la vida y la libertad para que tú elijas seguir destruyéndote, o comenzar a construir tu felicidad con Él.
Construye tu futuro renunciando a tu pasado, negándote a ti mismo, haciéndote último, para ponerlo primero a Él.
Toma tu cruz y síguelo. Te llevará al Paraíso. Te sostendrá en medio de la tribulación del mundo, y cantarás victoria en todo lo que emprendas, en todas tus batallas, en todas las dificultades. Irás delante de tus enemigos, porque Cristo ha vencido al mundo.
Alégrate de reconocer que has pecado contra Él.
Arrepiéntete, pide perdón, acércate, confiésate ante el sacerdote, que desaparece para que lo veas a Él, tu amigo, tu Señor, tu Hermano, tu Creador, tu Redentor, tu Salvador.
Te perdonará y le dará paz a tu corazón.
Recibirás al Espíritu Santo, que te acompañará para mostrarte el camino y no vuelvas a pecar.
Te dará la fuerza, te dará la gracia, como fruto de tu entrega.
Recibirás la alegría de saber que lo correcto es hacer el bien.
Seguir a Cristo es siempre una ganancia. No importa lo que hayas hecho. Él ya lo sabe. Está dispuesto a perdonarte. Después olvidará, aunque tú no puedas olvidar la misericordia que Él haya tenido contigo. Él te hará sentir limpio, puro, bueno. Convertirá tu corazón de piedra en corazón de carne, para que tengas sus mismos sentimientos y puedas tú mismo perdonarte.
¡Vuelve, hijo mío, a la vida!
No te quedes sentado llorando tu fracaso.
Ven a mi abrazo. Yo te llevaré al pie de la cruz, para que veas sufrir por tu pecado al que tanto te ha amado, que dio la vida por ti.
Mira, ya te ha perdonado. Solo espera que te levantes, pidas perdón y lo sigas. No para permanecer en la cruz con Él, sino para vivir con Él, porque el que ha muerto para que tú vivas ha resucitado, para que tú puedas tener verdadera vida en Él.
Pecador te concibió tu madre. El sacramento del Bautismo te renovó, te purificó. Pero ¡cuántas veces el demonio te buscó, te tentó!, y tú debilidad manchó tu corazón.
¡Conviértete!
Acepta los regalos de Dios, son para ti, porque, desde antes de nacer, Él te amó.
¡Ven!, te está esperando, para darte todo lo que necesitas para ser feliz.
Acércate y adóralo en la Eucaristía. Déjalo hablar a tu corazón. Escúchalo. Es el primer paso para reconocerte pecador.
Sentirás tu vergüenza cuando te llene de su amor.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 63)