«La gente de este tiempo es una gente perversa. Pide una señal, pero no se le dará más señal que la de Jonás. Pues, así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para la gente de este tiempo» (Lc 11, 29-30).
Madre nuestra: con toda razón Jesús reclamaba a la gente de su tiempo que no creyeran en Él. Ya habían visto sus milagros y escuchado su predicación. Lo vieron arrojar demonios. Confirmaba de muchas maneras que Él era el Mesías, el Salvador. Y seguían pidiendo señales…
Si no hay voluntad de creer no vendrá la conversión. Siempre se encontrarán excusas, esperando tiempos mejores.
Nos debería bastar leer y meditar con atención el Santo Evangelio para convencernos todos de que lo que debemos hacer es seguir los pasos del Maestro, quien se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, entregando hasta la última gota de su bendita sangre, para salvarnos.
Jesús ya hizo todo para abrirnos las puertas del cielo. A nosotros nos toca querer creer, y decidirnos a convertir nuestro corazón, tomar nuestra cruz de cada día renunciando a nosotros mismos, y seguirlo.
Sabemos, Madre, que contamos contigo para hacer una verdadera conversión. Ayúdanos preparándonos un camino seguro para llegar a Jesús.
Hijos míos: ¡conviértanse y crean en el Evangelio!
Miren que aún es tiempo. No anden buscando señales de los últimos tiempos para creer. No tienten al Señor.
Él la señal más grande de su amor les dio: a su Hijo único, que ha venido al mundo y se ha hecho hombre sin dejar de ser Dios.
Se ha humillado, expuesto en la cruz. Su cuerpo destrozado, para perdonar sus pecados, y poderlos convencer de que ya han sido salvados por Él.
Solo tienen que creer, solo tienen que querer, para que Él los lleve a su Paraíso.
La señal la pide Dios a cada uno de ustedes.
Señal de que verdaderamente creen es que deseen con todo su corazón dejar su vida de pecado, rechazar el mal, y hacer el bien.
Es la conversión de sus corazones, dejando toda idolatría, para adorar a un solo Dios verdadero.
Es creer en Jesucristo redentor, presente, vivo en la Eucaristía, que ha resucitado para darles vida.
No esperen señales en el cielo, guerras, terremotos, devastación en la tierra, para rogar a Dios.
Todo eso ya lo tienen. ¿Qué acaso no lo ven?
Nada solos pueden. Si aún respiran, si tienen vida, es por Él.
Crean que la señal prodigiosa que ustedes esperan ya les ha sido dada en la cruz.
Y crean que, si no se convierten, a pesar de que el mismo Dios se ha abajado para revelarse al mundo, se ha acercado a ustedes para hacerse alcanzable, ha manifestado su voluntad a través de su Palabra, se ha dado a conocer a través del Hijo –porque quien conoce al Hijo conoce al Padre–, y les ha dado al Espíritu Santo para que puedan llegar a Él; si aun así no se convierten, si aun así no creen en Él, crean entonces que al final habrá un juicio, y el Señor, aquel que los ama tanto, no será quien los condene: ustedes mismos ya se habrán condenado, porque no quisieron aceptar la salvación que Él les había dado.
No culpen al Señor de sus desgracias. Él es infinitamente bueno, compasivo y misericordioso. Ustedes son quienes pierden el camino. Y al no aceptar recibir la luz, viven en las tinieblas, dirigiéndose a la muerte, condenándose a ustedes mismos, porque desprecian la vida, la salvación, la gloria que el Señor tiene preparada para ustedes.
Hijos míos, crean que yo estoy aquí y soy su Madre.
Acérquense a mí, recen conmigo, bajo mi manto resguárdense.
Si ustedes creen en mí, yo los llevaré a Jesús para que crean en Él, para que lo amen, para que se conviertan y no sean condenados, sino salvados y glorificados con la gloria de Dios.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 33)