«El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’» (Lc 18, 13)
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Madre nuestra: cuesta mucho reconocer las propias faltas, porque la soberbia nos impide verlas con claridad, y es muy fácil encontrar justificaciones a nuestro mal comportamiento.
Al mismo tiempo, sobrevaloramos nuestros aciertos, atribuyéndonos el mérito, sin reconocer que todo lo hemos recibido de Dios, y podríamos decir, con el Evangelio, que “somos unos siervos inútiles, que solo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer”.
Qué importante es la virtud de la humildad, para poder tener el alma tranquila, reconociendo nuestros pecados y pidiendo perdón, sabiendo que Dios es misericordioso. Nos dejó el sacramento de la penitencia para humillarnos ante Él, y así recibir la gracia para limpiar nuestra alma, y para tener la ayuda necesaria para no volver a pecar.
No debería costarnos reconocer nuestros pecados, porque Dios ya lo sabe todo, pero debemos de luchar contra el orgullo, que a veces nos ciega. Debemos hacer todos los días un buen examen de conciencia, pidiendo luces al Espíritu Santo, para ver con claridad y para llamar a las cosas por su nombre.
Reina de la humildad, ayúdame a ser transparente cuando acudo al sacerdote para confesarme, y pueda así recibir la paz de Dios.
Hijo mío: ven conmigo, vamos a subir al monte alto de la oración.
Cierra tus ojos del cuerpo y abre los ojos de tu alma, para que puedas contemplar. Y en esta contemplación, humíllate ante tu Señor, expón ante ti mismo el estado de tu alma, mirando el cuerpo flagelado, torturado, crucificado, de tu Señor.
Contempla la cruz, duélete de tus pecados, de tus ofensas, tangibles en las heridas de Jesús en la cruz, y pide perdón.
Abre tu corazón y avergüénzate, reconociéndote tan sólo un hombre indigno y pecador, necesitado de la misericordia de Dios.
Él es tu Creador, Él es tu Amo y Señor, Él es tu Dios, Él es tu Padre, Él es tu hermano, Él es tu amigo.
Pide al Espíritu Santo la gracia para hacer una buena confesión, y acude al confesionario, que es como el monte Calvario, en donde el Señor derrama su sangre para limpiarte, para purificarte, para sanarte, y hacerte digno de Él y de su Paraíso.
Todos los días dedica un momento para la reflexión. Examina tu conciencia. Busca en lo más profundo de tu corazón, y encuentra tus errores, tus ofensas; qué pensamientos, qué palabras, qué acciones, qué faltas, qué omisiones son la causa de tu imperfección, y pide la ayuda para corregirte; y proponte acudir al sacramento de la reconciliación.
No dejes pasar mucho tiempo, porque toda pequeña falta te aleja de la amistad con tu Señor. Una falta te lleva a cometer otra, y otra, y sin darte cuenta cómo, haces el mal que no quieres, y no haces el bien que quieres.
Humíllate ante Dios. Sirve a tus hermanos, reconociéndolos superiores a ti mismo. Mira en ellos a Cristo. Haz caridad. Compórtate en congruencia con tu fe. Vive de acuerdo al Evangelio. Cumple los mandamientos de la ley de Dios. Vive el perfecto amor, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
Y si ya lo haces, y consideras que eres un hombre íntegro, casi perfecto, porque luchas cada día por no ofender a tu Señor, y crees que no necesitas confesión, yo te aconsejo, hijo mío, que te vistas de sayal y cubras tu cabeza con cenizas, en señal de expiación y penitencia, porque te invade la soberbia.
Ten cuidado, porque es el más peligroso de los pecados. Pecador te concibió tu madre. Pecador te amó hasta el extremo el Hijo de Dios, que dio su vida por ti, muriendo en la cruz para justificarte, para salvarte.
Su misericordia es eterna. Él conoce tus debilidades, todo lo ve, todo lo sabe. Y, aun así, Él desea engrandecerte, al cielo quiere llevarte, convidarte del banquete celestial, darte vida eterna, glorificarte. Desea llenarte de felicidad.
El Señor solo sabe amarte, no te puede odiar. Él es paciente y espera a que tú te decidas y te quieras humillar, reconociendo tu necesidad de su perdón y de su misericordia.
Cada día recita la oración del “Yo pecador”, y pide perdón. Te ayudará a conocerte, y te dará la humildad de acercarte a pedir perdón, para ser digno de recibir el Cuerpo y la Sangre de tu Señor resucitado, en la Eucaristía, para que seas en Él transformado, un pecador convertido en santo, en Cristo vivo; entonces serás enaltecido.
Hijo mío: el sacramento de la confesión es un regalo de Dios. Recíbelo, aprovéchalo, agradécelo. Deja que tu alma reciba tan grande beneficio.
Acude a mí, yo te ayudo. El Señor siempre está contigo.
Mi alma glorifica al Señor, mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque miró la humillación de su esclava, sin pecado concebida, y, aun así, recibí gracias inmerecidas, considerándome sierva indigna de tan grandes maravillas.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 37)