«Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. María contestó: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”» (Lc 1, 28-31.38).
Madre nuestra: la escena del Santo Evangelio que hoy consideramos es tan importante, que la piedad cristiana la hace presente todos los días con la oración del Ángelus. Fue algo que cambió radicalmente la historia de la humanidad: la encarnación del Hijo de Dios, que viene a la tierra para salvarnos.
Era el evento esperado durante siglos por el pueblo elegido, pero que ese día pasó desapercibido a los ojos de los hombres, guardando esa alegría solo para ti, en la intimidad de tu corazón, hasta que llegara el tiempo de ser manifestada al pueblo de Dios.
La liturgia recoge una homilía de San Bernardo que reflejaría el sentir de la humanidad entera si hubiera presenciado la escena de la Anunciación. Él te dice, con humildad, en nombre de todos: «Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna».
Tú sabías muy bien, porque estás llena del Espíritu Santo, lo que implicaba decir “sí” al requerimiento divino. El día de la presentación del Niño en el Templo te lo confirmó el anciano Simeón: tu hijo iba a ser signo de contradicción, y a ti una espada te atravesaría el alma. Pero dijiste que sí, porque no querías hacer otra cosa que cumplir la voluntad de Dios, aunque implicara sacrificio.
Lo normal es que no se presente ante nosotros un ángel para decirnos qué quiere Dios. Hay una voluntad de Dios general para todos los hombres, y tenemos muchos medios para conocerla. Conviene cuidar nuestra formación doctrinal y espiritual. Pero también hay una voluntad de Dios particular, para la que se requiere que cuidemos nuestro trato con Dios, en la oración y en los sacramentos, y el Espíritu Santo se encargará de decirnos qué quiere Dios en particular. A nosotros nos toca ser muy dóciles y muy humildes, para obedecer, para decir “sí” (fiat!), como lo hiciste tú.
Qué importante es decir siempre “sí” al Señor, sobre todo si se trata de entregarle la vida, en cualquiera de las múltiples llamadas que hace el Espíritu Santo a los elegidos de Dios. Ayúdanos, Madre, a ser generosos.
Hijo mío: imagina qué sorpresa Dios te daría si de pronto un ángel te visitara.
¿Qué crees que sentirías? ¿Miedo? ¿Alegría?
¿Qué crees que te diría?
¿Qué mensaje de Dios te traería?
El Señor, en su infinita misericordia, un ángel a mi presencia envió, para comunicarme la buena nueva.
Su voluntad era que Madre de su único hijo yo fuera. Mi corazón se llenó de gozo, porque, desde niña, preparada para ser madre estaba. En mi corazón ese era mi deseo, esa era mi ilusión, pero yo no sabía cuáles eran los planes de Dios, y renuncié a mi deseo, porque yo sabía que su voluntad era que yo fuera toda de Él, entonces renuncié a mis deseos para ofrecerle mi virginidad perpetua.
¡Y cuál fue mi sorpresa! Mis planes no eran los mismos de Dios. Él tenía unos planes más grandes para mí, que no conocía yo: ser Madre de su único Hijo y permanecer siendo virgen.
Parecería una contradicción, pero en realidad es un milagro. Una acción del Espíritu Santo que manifiesta que es obra de Dios, y no de los hombres, la redención.
Yo dije “sí”, y después pregunté cómo sería esto, dispuesta a hacer en todo la voluntad de Dios, sabiendo perfectamente, en mi conciencia, que mi virginidad permanecería intacta, porque yo ya no me pertenecía, toda era de Dios.
Él había aceptado mi ofrenda, mi pureza, mi abandono, mi fidelidad, mi cuerpo, mi mente, mi alma. En el mundo estaba, pero no era del mundo.
Yo había sido a Él consagrada en el silencio de mi corazón, y yo sabía que había sido por Él aceptada, y jamás rechazada ni abandonada, jamás sería sometida a la voluntad de los hombres porque mi voluntad ya no era mía, yo era toda de Dios, y aun así, Él se dignó a darme la libertad de aceptar o rechazar su voluntad, que me fue revelada por su Palabra.
A través de la boca de un ángel me dijo: “llena eres de gracia”, y sorprendida por tales palabras, sintiéndome indigna, tan solo una esclava del Señor, dije “sí”, porque yo deseaba con todo mi corazón que se hiciera su voluntad en mí.
“Hágase, Señor, en mí, según tu palabra”, y la Palabra se encarnó en mí.
Imagina tu alegría si un ángel se dirigiera con esas palabras a ti. Pues yo te digo, hijo mío, Dios todopoderoso no te ha enviado un ángel, te ha enviado a la Palabra misma, te ha enviado a su Hijo Jesucristo, el Verbo encarnado, que la verdad te ha revelado.
La voluntad de Dios es clara para los que la fe han abrazado: cumplir sus mandamientos, acudir a la oración, dejarse llenar de la gracia del Espíritu Santo, renacer de lo alto para hacerse hijos de Dios, comportarse como verdaderos hijos de Dios, porque lo son.
El Señor ha venido al mundo, y Él mismo te habla a través del Evangelio. Escúchalo, porque, te aseguro, se cumplirá su Palabra hasta la última letra, y tú serás dichoso cuando hayas cumplido lo que Él te ha dicho, porque serás llevado a vivir con Él a su Paraíso.
Tú dijiste “sí” a través de la boca, no de un ángel, sino de tus padres, el día de tu Bautismo.
Tú dijiste “sí” el día de tu Primera comunión.
Tú dijiste “sí” el día de tu Confirmación.
Tú dijiste “sí” cada vez que has confesado tus pecados y has aceptado ser perdonado. Has recibido la gracia de Dios.
Cada persona dice “sí” a través de los sacramentos, tantas veces como puedan recibirlos. Ya sea que se unan en matrimonio, o reciban el don del sacerdocio, dicen “sí” a la voluntad de Dios.
Y quienes tienen la gracia de recibir la Unción de los enfermos, dicen “sí” para prepararse espiritualmente para ir al encuentro del Señor, y cumplir así su voluntad, que es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.
Tú dices “sí” cada día al renovar la gracia de tu Bautismo, cuando haces el bien y rechazas el mal.
Tú dices “sí” cuando adoras al Señor en la Eucaristía porque crees en Él y en que está presente. Es su Cuerpo, es su Sangre, es su Alma, es su Divinidad. Es Él realmente.
No necesitas que venga un ángel y se presente ante ti para saber cuál es la voluntad de Dios para ti. Te aseguro que, si haces oración pidiendo la luz del Espíritu Santo, te será dado, te llenará de su gracia y conocerás que eres por Dios tan amado, que ya desde ahora estás cumpliendo su voluntad, porque en tu corazón su Hijo Jesús ha sido engendrado.
Y si lo dejas actuar, será Él, y no tú, quien viva en ti. Y tú serás dichoso, te sentirás en paz y plenamente feliz.
Haz lo que el Señor te diga.
Dile “sí” todos los días de tu vida.
¡FIAT!
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 75)