«¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor» (Lc 1, 42-45).
Madre nuestra: hay muchas maneras de imaginarse cómo fue aquella escena de la visitación que hiciste a tu prima Isabel. Pero lo que es común a todas, es que hubo un estallido de alegría cuando se saludaron, y la lengua no se pudo contener, derrochando bendiciones por tu presencia, y por la de tu hijo Jesús, a quien llevabas en tu seno. Alegría de la que se contagió también el Bautista nonato, quien saltó de gozo anunciando la presencia del Salvador.
Qué alegría nos da también ahora, a nosotros, cada vez que rezamos el Ave María, pronunciando en tu honor esas mismas palabras de Isabel, quien, llena del Espíritu Santo, anunció que se cumpliría todo cuanto te fue dicho de parte del Señor.
Tu prima te llamó dichosa por haber creído. Seguramente tenía muy presente lo que sucedió a su esposo Zacarías por no haber creído. Y es que esa es la gran diferencia: cuando uno tiene fe en Dios la vida entera es diferente. La fe nos lleva a ver la voluntad de Dios en todo, y nos da una fuerza especial para estar disponibles para trabajar a su servicio, lo cual produce en el alma una alegría que no se puede explicar.
Lo que sí entiende cualquiera es que si trabajas para alguien que es omnipotente, omnisciente, omnipresente, llevas todas las de ganar, porque estás completamente protegido, no te faltará nada, y Él te dará un premio, por tu trabajo, mucho más grande de lo que puedas imaginar. Desgraciadamente a veces es la soberbia del hombre la que le impide ver con claridad todo eso, y se pierde en sus egoístas intereses, que nunca le causarán la verdadera felicidad.
Siendo tú la elegida para ser la Madre del Salvador, la Reina del Universo, no dudaste en ir a servir a tu prima cuando te enteraste de su necesidad. Esa es la fórmula: la fe lleva al servicio, y el servicio a la dicha. Enséñanos, Madre, a poner por obra nuestra fe, sirviendo a los demás, especialmente a los más necesitados.
Hijo mío:
Dichoso tú, que has creído en el Hijo de Dios.
Dichoso seas, porque la Palabra vive en ti, y tú en Él.
La Palabra es la luz verdadera, Dios y hombre que el mundo vio nacer. Y tú, aún sin haberlo visto, has creído en Él.
El Señor se complace en los pequeños y sencillos como tú, en los que lo aman y desean hacer su voluntad.
Mi Corazón Inmaculado se llena de alegría al escucharte decir: “Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.
Esas son palabras inspiradas por el Espíritu Santo que el Señor envía a aquellos que lo aman y que reconocen a la esclava del Señor como Madre, la Virgen María.
Quienes a mi Corazón Inmaculado se consagran, se someten al yugo de la esclavitud divina. Se comprometen por herencia mía a servir al Señor todos los días de su vida, y yo me comprometo a acompañarlos, a estar a su lado, para que sean llenos del Espíritu Santo y exulten sus almas de alegría en la presencia del Hijo de Dios, fruto bendito de mi vientre, en el que, por Él, con Él, y en Él, son engendrados ustedes también, para ser hijos de Dios y de la Madre de Dios.
Dichoso seas, hijo mío, por creer en el poder de la oración, por acudir con ilusión todos los días, dejando tus quehaceres, tus deberes, tus pendientes, para escuchar la Palabra de Dios en el recinto santo para adorarlo, para bendecirlo, para glorificarlo, para alimentarte de Él en la Sagrada Eucaristía.
Y cuando no te es posible, en un personal recogimiento, en cualquier lugar, procuras un momento de soledad para hacer tu comunión espiritual, y el Señor te llena de su gracia, llena tu corazón de dicha, de gozo, de alegría.
Porque, quien verdaderamente cree en Él, no puede abstenerse ni un solo día de entrar en comunión con Él. Lo busca, lo encuentra, lo adora, lo ama, lo sirve, le presenta su ofrenda, le pide perdón, le agradece, le pide ayuda, y la gracia de Dios permanece en él.
¡Qué vacía es la vida de los que no creen!
¡Y qué llena de dicha es la vida de los creyentes!
Pero más llena de alegría es la vida de los que sirven a Dios poniendo en obras su fe, llevando la caridad a los más necesitados, haciendo obras de misericordia, haciendo apostolado.
Que tu dicha, hijo mío, sea perpetua. Yo pido para ti la gracia de la perseverancia en tu “sí”, para que el Señor, porque tú has creído, obre grandes cosas en ti.
El que todo lo puede se ha dignado a mirarte. Humíllate ante Él como un esclavo de su amor, y Él te llenará de su misericordia, hará arder tu corazón en el fuego de su amor, y, a través de ti, el mundo conocerá sus maravillas.
Cree que el Señor cumplirá todo lo que ha dicho.
Ten la seguridad de que te ha contado entre los suyos, entre aquellos a los que les ha prometido llevarlos a su paraíso.
¡Alégrate conmigo, hijo mío!
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 159)