LLEVAR LUZ AL MUNDO
EN EL MONTE ALTO DE LA ORACIÓN
Para reflexionar en el silencio interior
2 de febrero – Fiesta de la Presentación del Señor
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2, 29-32)
Madre nuestra: aunque tú conocías muy bien las profecías sobre tu Hijo Jesús, porque estabas llena del Espíritu Santo, no dejarías de asómbrate cada vez que confirmabas el plan de Dios con episodios como el que hoy celebramos.
Aquel hombre con gran emoción reconoció que sus ojos habían visto al Salvador, y dijo de Él que es la luz que alumbra a las naciones. Por eso esta fiesta se conoce popularmente como del día de la Candelaria. La liturgia de la Iglesia el día de hoy incluye la bendición de las velas al comenzar la Santa Misa, invocando al Señor con estas palabras: Dios nuestro, luz verdadera, autor y dador de la luz eterna, infunde en el corazón de tus fieles la claridad perpetua de tu luz, para que todos los que, en tu santo templo, son iluminados con el resplandor de estas luces, puedan llegar felizmente a la luz de tu gloria”.
Virgen de la Candelaria, ¿cómo puedo vivir con más responsabilidad esa maravillosa realidad de que Cristo, Luz del mundo, encendió en mi corazón su luz admirable al recibirme como miembro de su cuerpo, la Santa Iglesia Católica?
Hijo mío: hoy es la fiesta de la Luz. Adora al que es la Luz. Recibe la Luz. Es Cristo en tu corazón, para que seas portador de Luz y de esperanza para los que viven en tinieblas, porque aún no han dispuesto su corazón para recibir la admirable Luz.
Todo cristiano tiene el deber de ser instrumento para iluminar el mundo.
Debe dejarse encender con el fuego del amor de Cristo, conservar esa luz encendida, y llevarla a su comunidad y a todo lugar a donde pueda llegar.
Todo cristiano tiene el deber de evangelizar. Pero primero debe recibir la luz a través de la Palabra de Jesús, meditar todas las cosas en su corazón, examinar su conciencia, pidiendo al Espíritu Santo su asistencia y su luz, para saber discernir, dejándose el corazón herir, exponiendo sus intenciones, para que el Señor, que es signo de contradicción, las purifique y las perfeccione.
No puede ser portador de luz aquel que no tiene rectas intenciones. Por tanto, el brillo del cristiano depende de su virtud, de sus buenas intenciones, de su amor a Dios y al prójimo.
¡Cuánto desea mi Corazón Inmaculado ver a mis hijos brillar con la luz de Cristo!
¡Cuánto dolor hay en mi corazón cuando la espada que fue anunciada por el profeta Simeón atraviesa mi alma, por cada hijo pecador que ofende a Dios!
¡Cuánto desea el Señor alegrarse con mi Inmaculado Corazón triunfante, que no duela, que no sufra, sino que arda del amor de los hijos de Dios, reparándolo, transformándose en ofrendas de mis manos, para presentarlos al Señor!
Lucha, hijo mío, por el triunfo de mi Inmaculado Corazón, reparando el Sagrado Corazón de Cristo con tus buenas intenciones, con tus obras justas, con tu caridad y tus obras de misericordia para los más necesitados, con el brillo de la luz de Dios, que alumbra tu corazón, para que tú lleves su luz a todas las naciones.
¡Brilla, hijo mío, brilla! Recibe la luz de Cristo en tu corazón. Y no permitas que nadie la apague.
Defiende tu fe. Fortalece tu fe. Persevera en tu entrega. Dame todo lo que hay en tu corazón. Deja que yo me encargue de ti y de tus preocupaciones, y deja espacio para el amor, que es lo único que debe llenar tu corazón, para que puedas ser portador de luz y brillar, para iluminar el camino de los que viven en tinieblas, porque aún no conocen a Cristo.
Yo deseo llevarte ante el Padre y presentarte como el más fiel de mis hijos, como quien tiene en su corazón los mismos sentimientos de Cristo, para que te llene de la gracia de santidad, y seas, con Cristo, por Él y en Él, luz para el mundo, que brille en la eternidad del Paraíso. Tanto así te amo, hijo mío.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 10)