07/09/2024

Lc 9, 28-36

«Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes» (Lc 9, 28)

 

Madre nuestra: en muchas ocasiones Jesús se retiraba para hacer oración. El Santo Evangelio incluso menciona que se pasó noches enteras haciendo oración. Lo hacía, sobre todo, cuando debía tomar decisiones importantes en su vida.

Es comprensible que también invitara a sus discípulos a orar con Él. Como sucedió momentos antes de su pasión, en la oración en el Huerto. Y también cuando subió al monte Tabor, el día de su transfiguración.

El Señor tenía un trato continuo con el Padre y con el Espíritu Santo, porque, siendo Dios, mantiene una unidad perfecta con la Trinidad. Pero su naturaleza humana le impulsaba a dedicar también esos ratos de oración en la soledad y en el silencio.

Nosotros también tenemos un fuerte deseo de Dios en nuestra alma, pero puede suceder que nos cueste un poco encontrar tiempo para hacer oración de meditación, para reflexionar sobre la Palabra de Dios, y nos quedamos solo en decir oraciones vocales, sobre todo cuando acudimos a Dios para que nos ayude ante alguna necesidad.

Madre, tú eres maestra de oración. ¿Qué debemos hacer para que no falte en nuestro día un momento de esa bendita soledad en oración con Dios, para alimentar nuestra vida interior? Enséñanos.

 

Hijos míos: en el Monte Alto de la oración se transfigura tu Señor, para que lo conozcas tal cual es, y te revela su divinidad, pero también la necesidad de orar.

¡Qué importante es hacer oración!

Eso enseñan el Evangelio y la doctrina cristiana.

Hacer oración no es recitar palabras. Esos son rezos y alabanzas que, si provienen de un corazón lleno de amor, son agradables a Dios, lo glorifican.

Pero, además, debes orar, dedicar tiempo en soledad para hablar con tu Creador, para examinar tu conciencia frente a Él, con total disposición de ser transfigurado por Él, para exponer ante ti mismo tus errores, las intenciones de tu corazón, tus ofensas a Dios, tus dudas, y hasta los más pequeños rencores; para que pidas perdón, y te perfecciones.

Orar es abrir el corazón para dar y recibir la gracia y la misericordia de Dios. Recibirla primero, para poder dar, sirviendo a Dios como instrumento, con docilidad, dejándolo obrar a Él en el mundo, a través de ti.

Orar es escuchar la Palabra, reflexionarla, meditarla, desmenuzarla, paladearla, aplicarla a las circunstancias de tu vida, practicarla.

A través de la oración conoces cuál es para ti la voluntad de tu Señor. Le ofreces tu vida, Él la toma, y ya no vuelve a ser la misma. Se transforma en luz. Tanto brillas, que los demás se dan cuenta del cambio que hay en ti al ver tu rostro.

Orar le da a tu corazón paz, y transmites esa paz a los demás, tan sólo con tu mirada.

La oración es alimento espiritual, que transforma la aridez de tu desierto espiritual en un manantial de agua viva, en el que tu espíritu derrama alegría, abundancia y vida.

La oración no provoca sueño ni letargo. Eso es una tentación, es perder el tiempo, no es hablar con tu Señor. Es un descanso egoísta, que no produce beneficio alguno.

La verdadera oración te anima, despierta en ti la ilusión de un enamorado que va a encontrarse con su amado, provoca admiración en tu corazón al escucharlo.

El Señor te habla al corazón. Por eso la oración debe hacerse en soledad y en silencio, pidiendo mi compañía y la asistencia del Espíritu Santo, para obedecer a Dios Padre, que te dice: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escúchalo”.

La oración te asegura frutos abundantes para tu alma, crecimiento espiritual, y una vida plena, en la que reina el amor.

No tienes que aprender a hacer oración. Solo tienes que hacerte pequeño, como un niño. Acudir a tu Padre, y decirle: “Aquí estoy, Señor. ¿Para qué me has llamado?”

Y es el Hijo, tu Señor Jesucristo, quien te responderá y te dirá: “Mi Padre me ha enviado a buscarte, a dar la vida por ti para rescatarte, a llenarte de mi amor para perfeccionarte, y llevarte de vuelta a mi Padre”.

Te mostrará el camino, lo verás tal cual es, permanecerá contigo y tú con Él. Disipará tus dudas y tus miedos, y te dará los medios para transfigurar tu corazón al mundo y mostrarlo a Él tal cual es.

Oremos, hijo mío.

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 8)