«El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’» (Lc 15, 31-32)
Madre mía: llama mucho la atención, en la parábola del hijo pródigo, que aquel muchacho dejara la casa paterna –donde tenía todo lo que necesitaba para vivir–, buscando una supuesta libertad, como si el sometimiento a su padre –quien queda claro que lo amaba mucho–, lo estuviera esclavizando.
Podríamos pensar que tenía una visión muy equivocada del trabajo y de la honra que debía a sus padres. En vez de aprovecharlos para manifestar su amor, los sentía como un pesado yugo del que había que liberarse. Por eso decidió irse, aunque era consciente de que les partía a sus padres el corazón.
Desgraciadamente eso ha seguido sucediendo en la vida de los hombres, cuando en vez de aceptar y amar el yugo suave y la carga ligera de Cristo, se alejan de la casa paterna por el pecado, y terminan ‘muriéndose de hambre’, sin poder saciarse del abundante alimento que ofrece la vida de la gracia.
Yo quiero pensar en la madre del hijo pródigo, quien estaría rezando todo el tiempo, pidiendo a Dios por la vuelta de su hijo. Sus oraciones y sus lágrimas fueron aceptadas, consiguiendo esa gracia, y pudo de nuevo abrazar a su hijo.
Así tú, Madre del cielo, Refugio de los pecadores, también intercedes por la conversión de tus hijos. Consíguenos la humildad para reconocer nuestras faltas, y volver al Padre una y otra vez, cuando malgastamos nuestra heredad.
Hijos míos: Dios es Padre bondadoso, compasivo, amoroso, misericordioso. Él le ha dado un gran regalo a la humanidad: la filiación divina y su heredad.
Reconózcanse hijos de verdad, porque lo son.
Y en su bondad, en su amor y en su misericordia, Él les ha dado libertad para aceptar y conservar esa heredad, que es la vida eterna en el Paraíso.
Les ha dado la riqueza de la fe, la esperanza y la caridad, para que cumplan su divina voluntad.
Les ha dado a su Hijo, mi Hijo Jesucristo, para que crean en Él, para que aprendan de Él, para que lo sigan, para que acepten su sacrificio como medio de salvación, y reciban su auxilio a través de los sacramentos, para que puedan llegar al destino que les ha prometido, el camino de vuelta a casa, en donde los está esperando su abrazo misericordioso, la felicidad eterna en el Paraíso que tienen preparado para los que lo aman.
¡Qué gran fiesta hay en el cielo!
¡Cuánta alegría por cada pecador que se convierte!
Ojalá ustedes, hijos míos, los que me escuchen, sean motivo de la alegría del cielo.
Este es mi llamado a la conversión. Mediten todas estas cosas en su corazón.
¿Por qué siguen caminando perdidos, como ovejas sin pastor?
El Buen Pastor los llama y los reúne con Él.
¡Cristo está vivo!
Ha sido enviado por su Padre para morir y pagar por los pecados de ustedes, sus hijos, derramando su preciosa sangre hasta la última gota.
Pero ha resucitado, ha subido al cielo, a la derecha de su Padre está sentado. Y al mismo tiempo, en medio de ustedes se ha quedado en la Eucaristía.
Ese es el camino de vuelta a casa. El camino es Cristo, el camino es de cruz, una cruz a la que ustedes tienen acceso gratuitamente y a la que deben acudir voluntariamente a pedir perdón y a recibir la gracia redentora de la cruz. Se llama confesionario.
Hagan lo correcto, hijos míos.
Límpiense antes de recibir el alimento sagrado, que es Cristo vivo, y los está esperando.
Reciban el abrazo misericordioso del Padre.
Reconcíliense con Dios y fortalezcan su espíritu con el alimento que es pan bajado del cielo, para que sean dignos de recibir la heredad del Padre.
Recuerden que Jesús no vino a buscar a justos, sino a pecadores.
Déjense encontrar, conviertan sus corazones, no tengan miedo.
Decídanse a recibir la misericordia de Dios, que les está ofreciendo antes de su justicia.
Compórtense como verdaderos hijos de un Padre amoroso y todopoderoso.
Sean astutos, hijos míos. Ustedes son hijos de Dios. No los dejará perderse.
No sean necios. Ríndanse ante su amor. Reciban su poder para hacer las obras del Rey: los dones del Espíritu Santo.
No tienen nada que perder si se acercan a Él. No tengan miedo, yo los llevo de mi mano por camino seguro.
Vamos al confesionario, confiesen sus pecados y participen de la fiesta del cielo, gozando de la presencia del Rey en la tierra. Les aseguro que los llenará de alegría en esta vida y les dará la vida eterna, que es su heredad.
Yo los bendigo. Tengan valor, hijos míos.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 28)