«‘Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos» (Lc 16, 24-25).
Madre nuestra: cuando meditamos en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro nos damos cuenta de que Jesús quería explicar de manera muy gráfica cómo le desagradan a Dios las faltas de caridad.
Queda claro que aquel hombre rico había ido al infierno como castigo por no haber atendido a Lázaro, cuya situación de necesidad era patente, contrastando con la abundancia de recursos del dueño de la casa. Hay que suponer que aquel hombre se daba cuenta, pero no le importaba hacer ese desprecio. Y también que el mendigo aceptaba con resignación el rechazo.
Aunque es verdad que en la vida de los hombres se han dado innumerables casos de personas e instituciones que han vivido y promovido las diversas obras de misericordia, atendiendo a todo tipo de personas necesitadas, también es cierto que a muchos otros les ha faltado la sensibilidad de compartir lo que han recibido, haciendo buenas obras por los demás.
Hay que reconocer que ante el sufrimiento ajeno la conciencia reclama hacer algo, no puede uno ser tan insensible. Pero hay que salir de la comodidad y la apatía para vivir seriamente la caridad con los demás, cumpliendo con exigencia el mandato de Jesucristo, y viéndolo siempre a Él en la persona del necesitado.
Madre del Amor Hermoso, enséñanos a vivir la caridad.
Hijo mío: todo bien viene de Dios. Si tú quieres hacer el bien, ven, acompáñame, vamos al monte alto de la oración.
Eleva tus ojos al cielo y abre tu corazón.
Pídele con insistencia a tu Señor la gracia para hacer el bien.
Pídele que fortalezca en ti la voluntad, el deseo, y la virtud de obrar la caridad perfecta.
Pídele la gracia que necesitas, para que tus ojos vean al prójimo necesitado.
Pídele que abra tus oídos, para que escuches sus gritos pidiendo auxilio.
Pídele que te dé un corazón compasivo y misericordioso como el suyo.
Pídele que te dé la generosidad para dar, y el valor que necesitas para desprenderte de lo tuyo y poner tus bienes a su servicio, para hacer llegar tu caridad a los demás, para que el Señor te mire y te transforme en instrumento de su misericordia.
Pídele al Señor que multiplique tus bienes, con la intención de compartirlos.
Yo pido para ti la gracia de ver en el prójimo a Cristo, especialmente en el más necesitado, en el más pobre, en el enfermo, en el pecador, en el preso, en el ignorante, en el moribundo, en el que sufre, en el que está triste, en el que está lejos y en el que está cerca.
Y yo te pido que pongas atención en el que toca a tu puerta y te muestra su necesidad, su dolor, las llagas del Crucificado, que expone ante ti, a veces con su silencio, a veces con su desesperación, a veces con súplicas y con humildad.
Pero otras veces te muestra esas llagas con los pecados que el Señor asumió en su propio cuerpo crucificado, y te ofenden, y te lastiman, y causan a tu corazón profundas heridas.
Ellos son los que necesitan más de ti: los que te persiguen, los que te acusan, los que no te comprenden, los que te maldicen, los que te juzgan, los que te difaman, los que te tratan con indiferencia, los que te engañan.
No tomes en cuenta sus pecados. Sé astuto, y date cuenta de que tienen el alma enferma y necesitan de tu misericordia. Tú tienes una gran riqueza en tu corazón. Compartiéndola es como se multiplica. Haciendo el bien es como haces la voluntad de Dios.
Si quieres hacer la caridad perfecta, pídele al Señor que llueva la gracia sobre buenos y malos, y como una fuerte lluvia, empape sus corazones áridos, y luego haga salir el sol sobre buenos y malos, para que brote en ellos la vida, por su misericordia.
Recibe esa gracia también para ti. Recuerda que todo lo que tienes es de Dios, que tú le has entregado tu corazón, que tú eres el mendigo que ha tocado a su puerta, y Él te ha abierto su Paraíso.
Si eres pobre, si eres rico, si tienes pocos bienes, o si vives en la abundancia, nada te llevarás cuando te llame a su presencia, sino la caridad con la que hayas vivido.
Preséntale al Señor un corazón enriquecido con sus tesoros, y pídele la gracia para administrarlos justamente.
Sé consciente, hijo mío, de que existe el cielo, y también existe el infierno. Pídele al Señor que te conceda el santo temor de Dios para que, aunque seas tentado por el diablo, no caigas en tentación y no lo ofendas con tu ambición de riquezas, con tu egoismo, porque el infierno es real, y ahí, hijo mío, aunque yo quiera ir a rescatar a mis hijos, no puedo llegar. Y yo los quiero a todos junto a mí para glorificar a Dios en la eternidad.
Yo te quiero a ti. Por eso te quiero enseñar el camino a la santidad, que es la caridad.
¿Y cuál es la caridad más grande que puedes hacer? Compartir lo más valioso que tienes, que es el conocimiento de la verdad, evangelizando para llevar a Cristo a los demás, y obrar la misericordia con los más necesitados.
Que ese sea tu apostolado, y tendrás un tesoro en el cielo.
Pero antes de obrar, debes orar. La oración dará como fruto en ti la riqueza de la caridad perfecta.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 68)