«Tomando después un pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”» (Lc 22, 19).
Madre nuestra: nos unimos hoy con toda la Iglesia para celebrar una fiesta que nos alegra especialmente en “La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes”. Esta obra tuya de Maternidad Espiritual y Custodia de sacerdotes, que promueve entre todo tipo de personas realizar las catorce obras de misericordia en favor de tus hijos predilectos.
Puede suceder que los fieles en la Iglesia no se imaginan cómo es el día a día de un sacerdote, y la necesidad que tenemos no solamente de que recen por nosotros, sino también de que nos ayuden, en la medida de lo posible, con nuestras necesidades básicas, para poder llevar a cabo nuestro ministerio adecuadamente.
Gracias a Dios tenemos mucho trabajo. La mies es mucha y los trabajadores pocos. Es importante que podamos mantener vivo nuestro primer amor, esa ilusión con la que llegamos al sacerdocio, teniendo los mismos sentimientos que Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote tiene en su Corazón, sin que el cansancio y el exceso de trabajo nos agobie, evitando el riesgo de perder el sentido sobrenatural de nuestra vocación.
Todos los días Dios realiza milagros con nuestras manos, sobre todo cuando hacemos bajar del cielo a Jesús en la Santa Misa, o cuando perdonamos los pecados en su nombre en el sacramento de la Confesión. Predicamos la Palabra de vida y renunciamos a todo para que lleguen muchas almas al cielo.
Tú nos amas, Madre, especialmente, porque estamos configurados con tu Hijo Jesucristo, y ves a Él en cada uno de nosotros. Ayúdanos a todos en la Iglesia a corresponder fielmente a ese regalo de Dios que es el sacerdocio, que mantiene la presencia de Jesús en la tierra hasta el fin del mundo.
Hijo mío: celebramos una fiesta maravillosa.
Yo amo el sacerdocio de Cristo.
Amo a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, y lo amo en cada sacerdote.
Cuando los veo nacer en el altar, recién ungidos y ordenados, se enternece mi corazón tanto, y me maravilla tanto, como cuando vi nacer al Hijo de Dios, fruto bendito de mi vientre.
¡Cuánta emoción siento en mí, que vibra de gozo todo mi cuerpo cuando son revestidos por primera vez con los santos ornamentos, y cuando celebran su primera misa, y les tiembla la voz en su primera homilía!
Siento su emoción.
Algunos hasta las lágrimas de sus ojos brotan, sin poderlas contener. Casi ninguno lo puede creer.
Configurados están con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Son sacerdotes como Melquisedec.
Empieza la aventura.
Su primera confesión…
¡Administran los sacramentos con tanta ilusión!
Reciben los encargos de parte de sus obispos.
¡Se levantan por la mañana con tanto vigor, con tantas fuerzas, llenos de alegría para cumplir con su misión!
Y al pasar de los años, crecen espiritualmente, toman conciencia cada vez más de quiénes son.
Muchos de ellos perseveran. Se arrepienten y piden perdón cuando caen en tentación.
Encuentran oportunidad de crecimiento también en medio del error.
Piden ayuda acudiendo a la oración, y el Señor les concede las gracias que necesitan para continuar perfeccionando su humanidad.
Los perdona, los corrige, los ayuda, los acompaña, les brinda fielmente su amistad.
Intentan una y otra vez comprender las Escrituras.
Buscan formarse intelectualmente.
Viven la caridad, aman a la gente, y cada día aumenta su deseo de llevar más almas al cielo.
Se dejan acompañar por mí. Se resguardan bajo mi amparo maternal.
Imitan la vida y aprenden de las enseñanzas de los santos.
Hablan de Cristo en todo lugar y llevan su paz a donde van.
No pierden la alegría.
El mundo puede ver que el Espíritu Santo está con ellos, y que las gracias que ellos derraman los benefician.
Tienen gran devoción a la Sagrada Eucaristía. Son conscientes de que han sido ordenados para la Eucaristía.
Adoran el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Hacen sacrificios en silencio, y expiación por los pecados de aquellos a quienes confiesan y perdonan. Y ellos también piden perdón.
Frecuentan el sacramento de la Confesión.
Y luego los veo con los pies cansados. Aparecen unas cuantas canas, y los rostros se ven un poco arrugados, pero no desfigurados.
Algunas enfermedades los acosan, y todo lo soportan con paciencia.
Les urge terminar sus proyectos, como si sintieran que se les acaba el tiempo.
Buscan promover las vocaciones al sacerdocio. Sienten necesidad de que haya más obreros para trabajar en la mies del Señor y den su apoyo.
Los veo fatigados, pero satisfechos de cumplir con su deber.
Y entonces, deben luchar para perseverar.
Vienen nuevas generaciones. Cada vez comunicarse con los jóvenes es más difícil. Entonces se dan cuenta que deben usar el lenguaje del amor, que es universal, que siempre comunica con fidelidad lo que se quiere decir, que convence, que enseña, que es inmutable, que nunca pasa de moda, y que expresa la sabiduría adquirida a lo largo de los años de experiencias y de la gracia del Espíritu Santo.
¡Y luego los miro con tanta ternura! Y las lágrimas brotan de mis ojos con amor, con agradecimiento, al ver a mis sacerdotes ancianos, y muchos de ellos enfermos, rezando Rosarios, intentando celebrar cada día la misa como si fuera la última.
Algunos parecen del mundo olvidados, pero están, a pesar de todo, con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote configurados.
Viven agradecidos y con la ilusión de llegar un día al encuentro eterno con el amor.
Desean servir, y muchos deben permitir ser servidos.
Sin embargo, sus oraciones y sus bendiciones son muy valiosas. Consiguen para los fieles muchas conversiones.
Y luego los miro en su lecho de muerte pidiendo perdón, dando gracias a Dios por el don de la vida, abrazando su cruz, esperando la muerte con la esperanza de la resurrección y la vida eterna, que el Señor les ha prometido.
Y luego los miro entrando al cielo alabando y glorificando a Dios, y mi corazón goza con ellos. Y juntos glorificamos a Dios, intercediendo por aquellos sacerdotes que han perdido el camino, para que vuelvan y cumplan la voluntad de Dios, para que valoren su sacerdocio, tomando conciencia de que no hay más grande don.
Estos son mis sacerdotes santos que alegran mi corazón.
Bendito y alabado sea JESUCRISTO, y cada sacerdote, configurado con Él, SUMO Y ETERNO SACERDOTE.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 92)