«Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció» (Lc 24, 30-31).
Madre nuestra: todos los pasajes del santo Evangelio que nos relatan lo sucedido después de la resurrección de Jesús son muy conmovedores, porque recogen escenas donde los discípulos y las santas mujeres se sorprenden gratamente, pero les cuesta mucho reconocer la realidad. Al mismo tiempo nos muestran el gran amor que el Señor les tenía, acudiendo cuanto antes a remediar su tristeza y llenar su alma de alegría.
El episodio que hoy consideramos, del encuentro del Señor con los discípulos de Emaús, es una gran catequesis. Hay quien lo ha explicado diciendo que fue la manera como san Lucas colaboró en la formación de los primeros cristianos, por inspiración del Espíritu Santo, para que entendieran mejor la Santa Misa.
Jesús les explica primero a aquellos discípulos las Escrituras –como ahora lo hace el sacerdote en su homilía–, y luego se muestra sin velos durante la fracción del pan, que es el nombre con que la primera comunidad cristiana le llamaba a la Santa Misa. Primero la liturgia de la Palabra y luego la liturgia eucarística.
Te pedimos, Madre, que intercedas por nosotros, para que también sintamos arder nuestro corazón cuando escuchamos las Escrituras, y para que sepamos reconocer siempre al Señor, no solo en la Palabra, sino también en el Pan vivo bajado del cielo, y en cada uno de nuestros hermanos, siendo con ellos fieles instrumentos de la misericordia de Dios.
Hijo mío: ven conmigo.
Vamos al encuentro de Cristo en la oración.
Medita el Evangelio en tu corazón.
Escúchalo. Es Él quien te habla. Jesucristo es la Palabra de Dios, el Verbo hecho carne que vino al mundo, pero el mundo no lo reconoció.
Fue crucificado y murió por el perdón de tus pecados, pero al tercer día resucitó.
Escucha su Palabra.
Es Él quien viene a tu encuentro en el camino.
Deja que arda de amor tu corazón.
Reconócelo en la predicación del sacerdote. Es la voz de Cristo. Pon atención.
Si en tu corazón hay disposición, Él te llenará de su don y de su paz.
Reconócelo en la consagración, cuando el sacerdote eleva la hostia. Es Cristo que viene a tu encuentro, transformado en alimento, para tu salvación. Recíbelo en cada Comunión, como lo recibí yo.
Pídeme ayuda, y yo te daré los sentimientos de mi Corazón Inmaculado, para que recibas dignamente a tu Señor.
Reconócelo en el altar, cuando el sacerdote parte el pan. Es Cristo resucitado. Es el Hijo de Dios que vive y reina por los siglos de los siglos. Es tu Señor sacramentado.
Abre tus ojos a la luz de la fe, para que puedas ver con visión sobrenatural. Es Él, que sale a tu encuentro en medio del mundo.
En el necesitado que te pide ayuda.
En el mendigo que te pide pan.
En el migrante que te pide un techo para descansar.
En el enfermo que te pide compañía.
En el preso que sufre la soledad.
En el que ha perdido el camino y necesita tus ojos para poder ver. Reconócelo en tu corazón, ahí está Él.
Permítele obrar su misericordia. Transfórmate en su fiel instrumento, para que otros lo reconozcan cuando escuchen tu voz, y reciban tu caridad.
Lleva al mundo tu testimonio de fe. Comunica la verdad: ¡Cristo ha resucitado! ¡Está vivo! ¡Ha venido a tu encuentro! Lo has experimentado en tu corazón. Te ha llenado de Él. Ha hecho arder tu corazón.
¡Alégrate, hijo mío!, porque Él ha venido a buscarte para darte vida eterna en su resurrección.
Medita la Palabra de Dios, que ha venido al mundo, y no volverá a Él vacía, sino que transformará tu corazón y te llevará con Él, porque ha venido para darte vida.
¡Alégrate! y agradece a Dios la misericordia que ha tenido contigo. Ha salido a tu encuentro en el camino, y se quedará contigo todos los días de tu vida, porque lo ha prometido.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 79)