07/09/2024

Jn 6, 22-29


«No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre; porque a este, el Padre Dios lo ha marcado con su sello» (Jn 6, 27).

 

Madre nuestra: en el momento en que Jesús dio ese discurso del “Pan de Vida”, era prácticamente imposible entender el significado de aquellas misteriosas palabras. Hablaba de un alimento que dura para la vida eterna.

Y después, dijo que su carne es comida y su sangre es bebida. ¿Quién podía entender eso? Pensaron que Jesús se había vuelto loco.

Pero ahora, después de la venida del Espíritu Santo, con toda la doctrina de la Iglesia sobre la Sagrada Eucaristía, y con tantos y tantos escritos maravillosos de los santos y de otros autores espirituales, podemos captar un poco más, sin entender todo, porque es un misterio, la maravillosa verdad de la presencia real de Jesucristo bajo las especies sacramentales. Agradecemos a Dios tan enorme regalo.

Jesús había prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Y lo ha cumplido maravillosamente, de diversas maneras, pero sobre todo por su presencia real en la Eucaristía, lo cual permite que nos acerquemos también a Él, no solo para adorarlo y abrirle nuestra alma, sino para recibirlo cuando comulgamos. Se entiende muy bien que la Iglesia haya establecido como un mandamiento comulgar por lo menos una vez al año, con las debidas disposiciones. Y es que Jesús dijo que si no comemos la carne del Hijo del hombre no tendremos vida en nosotros.

Madre: tú fuiste la primera adoradora de Jesús. Enséñanos a aprovechar muy bien su presencia entre nosotros, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, y rindiéndole el debido culto ante su presencia en la Sagrada Eucaristía.

 

Hijo mío: ven a contemplar conmigo a Jesús vivo en la Eucaristía.

Adoremos.

Cree que el Señor está presente realmente y substancialmente. Es Él. El mismo que Dios envió al mundo para dar la vida por ti, crucificado para perdonar tus pecados, para salvarte, pagando por ti tu rescate con el valor infinito de su preciosa sangre.

Ese es el valor que tiene tu vida para Dios, aunque no lo mereces, aunque seas tan solo un ser miserable, indigno y pecador.

Tú eres la creación de Dios. Por el sacrificio de su Hijo Jesucristo te renovó. Y ahora tienes la dignidad de hijo de Dios. Ese es el infinito valor que el Señor le dio a tu vida. Lo único que te pide es que creas en Jesucristo, su único Hijo, a quien Él envió.

Participa, hijo mío, en la obra de Dios. Cree en Jesucristo. Búscalo, para que lo encuentres, para que lo ames, para que lo sigas, para que te salves.

Acércate a los sacramentos. Recibe el perdón haciendo una buena confesión, y luego ven y aliméntate del pan de vida, que sacia, que sana, que salva, que es Eucaristía.

Cree y glorifica al Señor con tu vida, santificando tu trabajo de cada día. Todas tus labores ofrécelas en el altar. Conviértete en ofrenda viva.

Escucha la Palabra del Señor y haz lo que Él te diga. Encontrarás respuestas aplicando la Palabra a tu vida. Respuestas que fortalecerán tu fe cuando descubras que el Señor te escucha y te da lo que necesitas, aun antes de que se lo pidas.

Solo debes poner atención y trabajar, no por el pan que se acaba, sino por el pan que es alimento para la vida eterna, ofreciendo tus pensamientos, tus palabras, tus acciones, tu trabajo, tu descanso, tus penas, tus alegrías, tus sufrimientos, tus gozos, todo en el altar, para unirlo al vino y al pan, fruto del trabajo de los hombres, para que sea transformado, por el poder que Cristo ha puesto en las manos del sacerdote, en alimento de vida eterna, en Él mismo, Cristo Eucaristía.

Cree, hijo mío. Pon en obra tu fe, y tu corazón se llenará de alegría, porque el Señor te concederá la gracia que necesitas para santificar tu vida.

Cuenta con mi intercesión de Madre.

Pídele al Señor la fe que te falta, y permanece en la disposición de recibirla.

Quiere creer, y creerás en la verdad que te hará libre, y por la que eternamente vivirás.

Que esta contemplación y adoración sacie tu sed de Dios.

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 82)