07/09/2024

Jn 6, 35-40


«La voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo lo resucite en el último día» (Jn 6, 39-40).

 

 

Madre nuestra, Puerta del cielo: qué paz brindan al alma esas palabras de Jesús, cuando dice que el Padre quiere que todos los que crean en el Hijo tengan vida eterna. Y es que es muy diferente considerar la realidad de la muerte cuando se tiene fe y cuando no se tiene.

Ante la muerte de un ser querido consuela la esperanza de la resurrección, de poder vernos de nuevo en el cielo y gozar juntos, con Dios, en la vida eterna. Pero sin fe, sin esperanza, y sin amor, es difícil encontrar consuelo. El alma permanece triste.

Queda claro que hay que fortalecer la fe, y se puede hacer de distintas maneras. Una de ellas es meditando en la verdad de la resurrección de Jesús, a través de lo que se recoge en la Sagrada Escritura, y también acudiendo a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. Cristo está vivo, es el dueño de la vida y de la muerte. Y está presente entre nosotros, lo podemos ver y alimentarnos de Él, en la Sagrada Eucaristía.

Y la Iglesia nos enseña que nosotros, sus hijos, los que peregrinamos en esta vida, permanecemos unidos a todos los que están en el cielo, y también a las benditas ánimas del Purgatorio, a través de la Comunión de los Santos.

Ayúdanos, Madre, a reforzar nuestra fe, y a mantenernos en la alegría de la Pascua del Señor, Cristo vivo.

 

Hijo mío: ante la muerte de un ser querido, en medio de la tristeza, tan solo queda la fe, la esperanza y el amor.

Fe en Cristo y en la vida de su resurrección.

Esperanza de algún día volverlo a encontrar, aunque para eso deben morir primero. Pero, antes de morir, hay que seguir viviendo con el recuerdo, con el dolor del sufrimiento.

Amor que sostiene, que da la fuerza, que da la gracia, que da la paz, para la alegría volver a encontrar.

Aquellos que entierran a un ser querido, sin fe, cuánto dolor ha de ser.

Y si no tienen esperanza de volverlo a ver, cuánto sufren la despedida para siempre.

Y si no tienen fe, y no creen en Cristo, no tienen amor. Cristo es el amor. Y el que no tiene amor nada tiene.

Pero, para aquel que cree, que tiene fe y pone su esperanza en el Hijo de Dios y en sus promesas, tan solo le toma tiempo, aceptación y resignación, porque ama la voluntad de Dios y cree que Cristo, en obediencia a su Padre, lo resucitará en el último día. Y permanece en Cristo, porque en Él está la vida de los vivos y de los muertos. Solo en Cristo encuentra la vida eterna.

Ese es el consuelo de los que creen. Esa es la esperanza de los que tienen fe y que creen que Cristo está verdaderamente presente en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad, en presencia viva y real, en la Eucaristía. Saben que, por la misericordia de Dios, sus seres queridos muertos en Él, por Él y con Él, tienen verdadera vida. Y cuando comulgan con Cristo, comulgan con ellos también.

Reza, hijo mío, por los moribundos y por los difuntos. Ofrece indulgencias, y lleva la paz a los que se quedan cuando ellos se van.

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 83)