07/09/2024

Jn 12, 20-33

SERVIR A CRISTO


«El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. El que me sirve será honrado por mi Padre» (Jn 12, 26).

 

Madre nuestra: Jesús tiene todo el derecho de pedirnos que nos entreguemos a su servicio, porque Él dio su vida por nosotros, y es el Rey del universo. Para nosotros es un honor poder servir a nuestro Rey, entregándole nuestra vida entera.

Esas palabras del santo Evangelio que hoy consideramos las dice Jesús en el contexto de que el grano de trigo debe morir para dar fruto. Y eso cuesta, pero vale la pena. Es lo que han hecho todos los santos, y de manera especial los mártires, que se sienten honrados por haber sido hallados dignos de sufrir por la causa de Cristo.

Quizá a nosotros el Señor no nos pida derramar la sangre por Él, pero sí debemos vivir un martirio de amor cada día, sirviéndolo a través del servicio al prójimo, como Él nos enseñó.

Nuestra vocación de cristianos es una llamada a la santidad y al apostolado, como exigencia clara del sacramento del bautismo. Y la doctrina de la Iglesia nos enseña a vivir nuestra vocación en medio del mundo. Hemos de aprender a vivirla, fortaleciendo la gracia de nuestra alma, a través de la oración y de los sacramentos.

Dinos, Madre, esclava del Señor, cómo debe ser ese servicio nuestro que espera Jesús.

 

Hijo mío: yo soy la sierva del Señor.

Glorifico a mi Dios por haberse fijado en la humillación de su esclava.

La humanidad entera glorifica a Dios a través del servicio a Cristo, sirviendo al prójimo, amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

Mi deseo es que comprendas y practiques estas cosas, para que renuncies a ti mismo y sigas a Cristo, para que donde esté Él estés tú, porque el siervo debe estar atento a las órdenes de su amo.

Tú eres el siervo. Tu amo es el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, tu redentor.

Yo deseo enseñarte a servir a Cristo, e invitarte a servirlo acompañándome.

Buscando a las ovejas perdidas.

Curando a las heridas, y conduciendo a las perdidas de vuelta a la casa del Padre.

Llevándolas a los brazos de Jesús, Buen Pastor, a través del apostolado, que es el servicio que de ti espera tu Señor.

Anunciando el Evangelio, hablando de Jesús, aprovechando todos los medios.

Con humildad, porque el discípulo no puede ser más que su maestro.

Con admiración, porque Él es tu modelo.

Con obediencia, porque Él es tu amo.

Con adoración, porque Él es tu Dios.

Pero, para servirlo, no basta hacer buenas obras de manera altruista. Debes hacer todo por amor de Dios. Servir al prójimo para servir a Cristo, dando la vida cada día, renunciando a ti mismo, muriendo al mundo para ser renovado, un hombre nuevo, transformado y purificado por la preciosa sangre del crucificado, a través de los sacramentos.

Así como una semilla plantada en la tierra debe morir para germinar, y crecer, y dar fruto, así tú, que has sido plantado en esta tierra, debes morir, renunciar a todo, despreciar el mundo y hasta a ti mismo, para renacer de lo alto a través del bautismo. Y después, con la gracia de Dios, crecer en estatura, en sabiduría y en gracia, en virtud, en renuncia, en abandono en Dios, en generosidad en tu entrega, dispuesto al servicio, para servir a tu Señor sirviendo a tus hermanos con el apostolado.

Pero, para dar un buen servicio a Dios, debes prepararte. Formarte no solo intelectualmente, sino, sobre todo, espiritualmente. Haciendo oración, practicando la ley de Dios, procurando seguir el consejo de un director espiritual que, con la gracia del Espíritu Santo, te sepa guiar, para que, a través de tus buenas obras y de tu disposición al servicio del Señor, glorifiques al Padre que está en el cielo, abierto a la gracia y a la acción del Espíritu Santo, para que el Hijo en ti glorifique al Padre.

Es así como se sirve a Dios, es así como se le entrega la vida.

Yo te doy un consejo, hijo mío: escucha a Jesús y haz lo que Él te diga. Te hablará al corazón si sabes escucharlo, en medio del silencio de tu oración.

Yo te acompaño. Yo te sirvo como Madre, y los ángeles enviados por Dios para servir a los hombres, y conducirlos a Él, me acompañan y te sirven. No porque tú lo merezcas, sino porque en ti yo veo a Cristo, y Él ha ganado para ti la dignidad de hijo.

Él, por ti, todo lo ha merecido, y merece también que tú te postres conmigo ante Él, y le digas: ¡yo sirvo al Rey!

 

 

¡Muéstrate Madre, María!