«“Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?”. Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: “Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto”. Jesús le dijo: “¡María!” Ella se volvió y exclamó: “¡Rabuní!”, que en hebreo significa ‘maestro’» (Jn 20, 15-16).
Madre nuestra: era muy comprensible el llanto de la Magdalena. Había estado presente, junto a ti, al pie de la cruz, viendo morir a su Maestro, a quien había amado mucho, y ahora ni siquiera puede embalsamar su cuerpo muerto, cumpliendo ese piadoso deber.
Tu Hijo Jesús también la había amado mucho, con un amor de predilección, y no quería ver lágrimas de tristeza, sino convertirlas en lágrimas de alegría, al verlo resucitado. Quiso agradecerle, con su presencia, la valentía que tuvo en el Calvario, y apoyarse en ella para comunicar a sus discípulos la buena nueva de su resurrección. La hizo apóstol de apóstoles.
Llama la atención que el Señor necesite comunicadores de la buena nueva, pudiendo Él mismo hablar directamente al corazón de cada persona. Es pedagogía divina, porque le interesa sobre todo que cumplamos el mandamiento del amor, que cumplimos, entre otras cosas, compartiendo con los demás su mensaje de amor, que es Palabra viva.
¡Alégrate, Reina del cielo!, porque el que mereciste llevar en tu seno ha resucitado, ¡aleluya!, y compártenos tu alegría.
Hijo mío:
¿Por qué lloras?
¿Por qué estás triste?
¿De qué te preocupas?
¿De qué te angustias?
¡Alégrate!, y vive en la alegría del cristiano, que es Cristo resucitado.
Cree que Él está presente, está vivo verdaderamente en la Eucaristía. Ha muerto, pero ha resucitado.
Ha enterrado al hombre viejo y te ha renovado, te ha dado la vida con su resurrección, te escucha, te mira, te comprende y te atiende.
Enjuga tus lágrimas con sus caricias. Él te abraza, está aquí del mismo modo que tú estás aquí presente y esta es tu carne y tu sangre, tu alma, tu humanidad.
El Señor está presente. Es su Carne, es su Sangre, es su Alma, es su Divinidad, es alimento de vida, para que tú tengas vida en Él.
Por sus méritos te ha ganado la filiación divina. Su Padre es tu Padre y su Dios es tu Dios.
Desea con todo su Corazón Sagrado, de ti enamorado, que aceptes recibirlo y seas uno con Él.
Desea disipar tu tristeza, y transformarla en alegría.
Desea alejar toda nostalgia y toda duda, y en Él creas.
Desea que no te preocupes, que dejes el timón de tu barca en sus manos, para que Él te lleve a puerto seguro. Confía en Él.
Desea que pongas en Él toda tu esperanza y no te angusties, porque Él ha vencido al mundo, y tú, con Él, vas a vencer.
Cristo te ama, ha venido a dar su vida por ti para salvarte. Él desea que seas feliz, ha venido a revelarte que la verdadera y única felicidad está en Él.
Acepta su mensaje de amor y déjate transformar en su mensajero de buena nueva, para que lleves al mundo esperanza.
Escucha su Palabra, medítala en tu corazón. Deja que te transforme el alma y lleva al mundo su mensaje de amor.
¡Alégrate!, porque ha enviado a su Madre a buscarte. Aquí estoy.
Dime, hijo mío, ¿necesitas alguna otra cosa?
Recibe la alegría del resucitado y mi bendición.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 78)