LA CRUZ QUE SANTIFICA
«Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna» (Jn 3)
Madre mía: Jesús habló muy claramente cuando dijo que para ser su discípulo había que renunciar a uno mismo, tomar la cruz y seguirlo. Y lo dijo cuando nadie se imaginaba que Él mismo iba a morir en una cruz, entregando su vida por nosotros.
No sabemos qué habrán entendido los discípulos cuando el Señor les hizo ver lo exigente que era la entrega que les pedía, pero sí se les quedaron grabadas sus palabras, y lo fueron entendiendo mejor después del sacrificio de Jesús en el Calvario y, sobre todo, cuando el Espíritu Santo les iba explicando todas las cosas.
Ahora sabemos que todo bautizado está llamado, a ser discípulo de Jesús, a tomarse en serio la vida cristiana, a alcanzar la santidad. Pero resulta difícil saber con claridad cuál es la cruz que quiere Dios para cada uno. Hay que hacer un buen discernimiento para tener claro el camino.
Ayúdanos, Madre, a amar la cruz de Jesús, y a aceptar bien la nuestra, siguiendo sus pasos, dispuestos a renunciar a todo lo que nos impida buscar seriamente la santidad.
Hijo mío: ven conmigo, vamos a adorar la cruz, la santa cruz, por la que Cristo ha redimido al mundo.
Contempla la cruz, madero inerte, que por la sangre de Cristo derramada en ella, se ha transformado en árbol de vida eterna.
El Señor te ha pedido que tomes tu cruz y lo sigas, para que seas su discípulo.
Todo hijo de Dios está llamado a ser discípulo de Cristo a través del apostolado, procurando una vida virtuosa para alcanzar la santidad, y debe unir su propia cruz a la cruz de su Señor Jesús, para ser con Él una sola ofrenda que glorifique al Padre.
Y tú, hijo mío, ¿sabes cuál es tu cruz, la cruz que el Señor te ha dado para hacer su voluntad?
Para saber cuál es la cruz que el Señor te da, debes discernirlo en conciencia, con la ayuda de tu director espiritual, para que no elijas una cruz a tu conveniencia –la que te acomoda, la cruz que tú piensas que debes cargar–; para que no elijas la cruz más ligera, sino la cruz de la verdad, que es descubrir qué es lo que el Señor quiere de ti:
– cuáles son los talentos que te dio para ponerlos a trabajar;
– cuál es la misión a la que Él te envió;
– cuál es el propósito de tu existencia;
– cuál es la voluntad de Dios para ti, cuando te pensó y te creó;
– cuál es tu vocación;
– cuáles son tus deberes, tus responsabilidades, tus propósitos, tu condición;
– cuál es tu disposición;
– cuáles son los medios que el Señor te ha dado para perfeccionarte;
– cuál es el apostolado que deberías hacer para santificarte;
– cuáles son las obras de misericordia que realizas;
– cómo piensas entregar tu vida a Dios, renunciando a ti mismo para servirlo.
Hay muchas pequeñas cruces en tu vida, pero una sola es la cruz que te santifica. Aquello que verdaderamente te cuesta, pero que llevas con alegría, porque a través de ella entregas tu vida, y el Señor con la paz de tu corazón te recompensa.
Toma esa cruz, por más pesada que sea.
Acéptala, ámala, llévala con dignidad.
Únela a la cruz de tu Señor.
Pide la gracia al Espíritu Santo, pide la fuerza. Te la dará.
Practica las virtudes en todo lo que haces, en todo lo que piensas, en todo lo que dices.
Ora y trabaja.
Transfórmate en ofrenda viva, haciendo todo por amor de Dios, y Él transformará tu muerte de cruz en vida de resurrección.
Adora la cruz de tu Señor, y pídele que te ayude a llevar la tuya, para que tu cruz y su cruz sean una santa cruz, por la que alcances la gloria eterna en su Paraíso.
La cruz de Cristo no es cruz de muerte, es cruz de vida, es cruz de amor, es cruz de alegría.
¡Muéstrate Madre, María!