«Jesús le dijo: “¿Quieres curarte?”. Le respondió el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua» (Jn 5, 6-7).
Madre nuestra: no resulta fácil entender cómo podía ser posible que aquel hombre paralítico pudiera estar tantos años enfermo y no hubiera nadie que le ayudara para meterse en la piscina cuando se agitaba el agua.
El Santo Evangelio no da más detalles de las circunstancias, pero llama la atención que nadie se haya compadecido de aquel hombre que ya llevaba 38 años enfermo. Como paralítico, estaba claro que necesitaba ayuda, no hacía falta pedirla.
Lo más seguro es que sí hubiera personas que le ayudaran para otras cosas, por su incapacidad, pero había que acercarse a él y preguntarle, como hizo Jesús, si quería curarse.
Así debemos ayudar a nuestro prójimo: en lo que realmente necesitan. Y debemos hacerlo con rectitud de intención, por amor de Dios, viendo a Jesús en la persona necesitada.
Y la gracia de Dios nos ayudará para sentirnos con mucha paz cada vez que hacemos una obra de misericordia, porque tenemos claro que hay más alegría en dar que en recibir. Eso nos enseñó Jesús.
Ayúdanos, Madre, a saber ayudar al prójimo cuando nos necesite.
Hijo mío: subir al monte alto de la oración es elevar tu alma para orar, y todas las cosas en tu corazón meditar.
Pero tú no puedes hacerlo solo, no sabes cómo. Eres como un maratonista paralítico, como un ave sin alas, como un navegante ciego, que no puede la luz del faro ver.
Pero yo estoy aquí. Ven conmigo, yo te ayudo. De mi mano siempre vas seguro.
Yo seré tus piernas para correr, yo seré tus alas para volar, yo seré el faro de luz que abrirá tus ojos para que puedas ver.
En la vida espiritual debes crecer y al cielo llegar. Pero no puedes hacer nada por ti mismo, porque nadie puede ir al Padre si no es por el Hijo, y nadie puede ir al Hijo si el Padre no lo atrae hacia Él. Yo te llevo al Hijo por voluntad del Padre. Él me ha enviado para atraerte a Él.
Piensa, busca en tu memoria, a ver si puedes contar cuántas veces has necesitado de alguien, has pedido y has recibido ayuda. No las puedes contar.
¿Acaso has podido sobrevivir tú solo en esta vida, empezando por tu madre, que en su vientre te llevó, te alimentó y la vida te dio?
Naciste pequeño, totalmente indefenso, sin poder valerte por ti mismo. Y fuiste cuidado, alimentado, protegido.
Y creciste custodiado, fuiste educado, aprendiste de otros mucho de lo que sabes hoy.
Te has enfermado y has sido por otros curado.
Has tenido dificultades y te han ayudado.
Cada día de tu vida, de alguien más, algo has necesitado.
La vida espiritual no es tan distinta a la vida ordinaria. Por eso debes vivir la unidad de vida y no separarlas.
La vida ordinaria debe ser asistida por la gracia extraordinaria de Dios, que es quien te da la vida.
Sin la gracia del Espíritu Santo no puedes ir al Hijo, y sin el Hijo no puedes ir al Padre.
El Espíritu Santo es el Esposo mío que me ha hecho ser medianera de todas las gracias. Me ha dado ese poder porque Él es el Consolador, Paráclito, Espíritu de amor, el Dador de vida, que sabe lo que por sus hijos es capaz de hacer una madre.
Y yo consigo para mis hijos las gracias que no le saben pedir, y que muchas veces no están dispuestos a recibir, especialmente cuando están caídos, cuando están enfermos, tristes, solos, deprimidos, abatidos, pero tienen la humildad de reconocerse hijos necesitados de la misericordia del Padre.
Yo les doy la gracia que necesitan para levantarse, para tomar su cruz y seguir a Jesús.
Aquel que se sienta débil y miserable, olvidado del mundo, y no encuentre a nadie que pueda ayudarle, que acuda a mí. Yo soy la portadora de luz que disipará sus tinieblas, llevándolo a los brazos de Jesús. Él es la luz del mundo.
Y ahora, hijo, piensa y trata de contar las veces que tú has acudido a ayudar a alguien.
¿Cuántas veces has hecho caridad? Una palabra de aliento, proveyendo alimento al hambriento, al enfermo medicamento, al ignorante sabiduría, al que se ha equivocado corrección, a un amigo un consejo, al desvalido protección, al triste consuelo.
Yo te aseguro que tampoco lo puedes contar. Tienes buen corazón. Para la caridad no hace falta la razón.
Y en esta meditación, en la que tu alma se ha elevado hasta llegar al cielo, porque ahí te he llevado yo, date cuenta de cómo se necesitan unos a otros, y es ahí en donde dan cumplimiento a la ley de Dios.
Amar al prójimo, como a ti mismo, es ayudarse mutuamente a caminar en esta vida para llegar a Dios. Es darse la oportunidad unos a otros de ser dignos, por derecho, a la misericordia de Dios, porque ayudarse unos a otros es obrar la misericordia, y está escrito que los misericordiosos recibirán misericordia.
Es Palabra de Dios, y Él siempre cumple sus promesas. No puede contradecirse a sí mismo.
Pero sumérgete en su bondad, penetra en su corazón. Abre los ojos y entiende qué sabio es el obrar de Dios. Él mismo, en el problema, en la dificultad, les da la solución: los hace necesitarse unos a otros, para que se ayuden, y tengan derecho, según su Palabra, de recibir su misericordia y su gracia.
Ahora, hijo mío, demos gracias a Dios.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 71)