«Cuando habían avanzado unos cinco o seis kilómetros, vieron a Jesús caminando sobre las aguas, acercándose a la barca, y se asustaron. Pero él les dijo: “Soy yo, no tengan miedo”» (Jn 6, 19-20).
Madre nuestra: el santo Evangelio dice, en la escena que hoy consideramos, que soplaba un viento fuerte y las aguas del lago se iban encrespando. Es comprensible que se sienta miedo en esas circunstancias, ante la impotencia para recuperar del mar la calma.
Los discípulos vieron a Jesús caminando sobre las aguas y pensaron que era un fantasma. El miedo les afectaba sobre cómo percibir la realidad. El Señor tiene que tranquilizarlos diciéndoles que era Él.
Así puede pasar en la vida de los hombres, cuando están afectados por las tormentas y vientos fuertes, sobre todo en el ámbito de su conciencia. Dejarse llevar por las malas pasiones, cayendo en una vida de pecado, es lo que causa una falta de paz interior, por no poder ver a Dios, sumidos en la oscuridad producida por la falta de gracia.
Ayúdanos, Madre, a convertirnos. A reconocer siempre a Jesús, sobre todo cuando necesitamos la gracia de los sacramentos. Que no tengamos miedo de acudir al sacramento del perdón, para recuperar la paz del corazón, llegando a puerto seguro.
Hijo mío: ven conmigo. Te llevaré a Jesús.
Te está esperando en el confesionario, y te dice: “No tengas miedo, soy Yo”.
Acércate, hijo mío.
Él quiere sanar tu corazón. Desea escucharte y perdonarte.
Él desea que encuentres la reconciliación con Dios.
Él desea encontrarse contigo.
Supera tu vergüenza, y dile que has pecado contra Él.
Cuéntale tus sentimientos. Él es tu amigo, te va a comprender.
Pídele perdón. Duélete de haberlo ofendido.
Pídele ayuda para no volver a pecar.
Pídele la gracia que necesitas para mantenerte en el camino sin tropezar.
Pídele la gracia de la conversión de tu corazón, para que te conduzca a la santidad.
Ve. Ahí está Él. Te está esperando.
No pierdas la oportunidad que el Señor te da de tocarlo a través de los sacramentos.
Haz la penitencia que te manda el sacerdote, y camina al encuentro del Señor que viene a buscarte. Que te cuida, te protege, y que está contigo todos los días de tu vida, en medio de tus problemas y dificultades, de tus miedos e inseguridades, de los tiempos adversos, de un mundo lleno de tentaciones y mentiras, de engaños, de peligros.
Abre los ojos y lo verás caminar sobre las aguas, venciendo y dominando todas las leyes de la naturaleza, porque todo por Él ha sido creado. No es pan, no es un fantasma, no es una ilusión, no es fruto de tu imaginación: es Él, Cristo vivo en la Eucaristía.
Reconócelo. Cree en Él. Ha venido a salvarte del mar embravecido de tus malas pasiones, de tus contradicciones, de tus desvíos, de tus errores, de tu oscuridad, para llevarte a puerto seguro, para que vivas en Él y en la alegría de haberlo conocido, de haber creído en Él.
¡Ámalo!
¡Adóralo!
¡Alábalo!
Es tu Señor. Al que han crucificado y ha resucitado.
Nunca solo vas a estar. Siempre está contigo. Aquí se quiso quedar.
Dios ha puesto todas las cosas en sus manos, y a sus enemigos bajo sus pies. No tienes nada que temer.
Confía en Él. Síguelo. Él es el camino que te llevará a la vida eterna en el Paraíso.
Yo estoy aquí para ayudarte, para auxiliarte, para cuidarte, para llevarte a Jesús.
Tú eres mi hijo. Yo soy tu Madre ¿De qué te preocupas?
Mi deseo es abrazarte, interceder por ti ante Dios Padre, para que envíe a su Santo Espíritu sobre ti, por Cristo, con Él y en Él.
Lo que necesites te daré. Confía en mí. Confía en ti. Confía en Él.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 81)