«La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden» (Jn 14, 27)
Madre nuestra: ante la inminencia de su pasión y de su muerte, tu Hijo Jesucristo les deja la paz a sus discípulos y les dice que no se acobarden; y al atardecer del día de su resurrección, se les aparece y les da el saludo de la paz. Queda claro que la paz de Cristo no es la del mundo, que la busca en las cosas que producen sólo una felicidad pasajera.
Todos los hombres tenemos un deseo natural de tener paz, de ser felices. Y nos damos cuenta de que no hay verdadera paz en las cosas que se acaban. De modo que debemos aspirar sólo a la paz que viene de Dios. Es la paz del corazón que encuentra la verdad, que es Cristo, y que vive de fe, esperanza y caridad, fruto de una verdadera conversión.
El mundo necesita paz, todos los corazones necesitan paz. Reina de la paz, ayúdanos a convertirnos, y a darnos cuenta de que sólo seremos verdaderamente felices cuando nos decidamos a no serlo.
Hijos míos: la paz es un tesoro invaluable. Sólo aquel que tiene paz puede ser feliz. Y ¿qué acaso no está el hombre constantemente en la búsqueda de su felicidad?
Algunos la encuentran porque buscan en el lugar correcto, que es la vida espiritual. Otros la buscan toda su vida, y se lamentan al final por no haberla encontrado, por no haber nunca experimentado la verdadera felicidad.
Muchos creen haberla encontrado y viven engañados, porque pensaron que estaba en el poder, en el tener, en el hacer, en sus propios logros, y en lo material; pero un día descubren que nunca han conocido lo que es la felicidad. Era como un espejismo en medio de su desierto espiritual.
El que tiene paz en su corazón encuentra la verdadera felicidad en la libertad que le da el haber conocido la verdad, y haber creído en esa verdad, que es Cristo, el Hijo de Dios vivo.
La paz del corazón es haberlo conocido, haber renunciado a todo, y haberlo seguido.
Pero los corazones atribulados están inquietos, llenos de orgullo y ambición, de soberbia. Tienen un corazón de piedra, que procura la guerra provocando a los demás, porque, aunque tenga poder y riquezas, permanece en esa búsqueda insaciable de una felicidad pasajera, que es efímera y poco placentera, y no la encuentra suficientemente digna de él. Nada le es suficiente, porque su corazón de piedra no siente, se ha olvidado de amar, y el vacío que tiene con nada lo puede llenar.
¡CONVERSIÓN, CONVERSIÓN, CONVERSIÓN!
Esa es la solución que transforma el corazón endurecido en un corazón suave, que pueda amar: dejarse traspasar por la palabra de Dios, que es como espada de dos filos, y penetra hasta las entrañas, y descubre los sentimientos del corazón, expone las intenciones, y entonces se disipan las tinieblas, y puede ver la luz, abre los ojos y ve que el verdadero camino hacia la única felicidad es la fe, la esperanza y la caridad.
¡Si al menos esos amargados fueran solos a la guerra, y no hicieran daño a tanta gente inocente que desea la paz!
Pero el demonio es astuto, los aconseja bien para que hagan mucho mal. Y aquellos inocentes, que tenían una vida construida en el camino de la libertad, ven sus sueños truncados, sus hogares destruidos, un futuro incierto, y el miedo a la muerte se apodera de ellos, y les roba la paz.
¡CONVERSIÓN Y PENITENCIA!
Eso es lo que necesita un corazón atribulado para encontrar la paz.
Esa paz que viene de Dios y que nadie se puede robar, que persiste a pesar de la tribulación, de la dificultad, de la guerra, fruto de una verdadera entrega a Dios; que se consigue a través de la oración y se alimenta con el encuentro cara a cara con el Señor, cuando se acude a Él con el corazón humillado a pedir perdón, y de una vida plenamente eucarística, con la ayuda de la gracia transformante, proveniente de la misericordia de Dios.
Oración, hijo mío, conversión y penitencia. Ese es el camino a la verdadera felicidad.
Es así como se consigue en el mundo la paz.
Empieza en ti.
¡Muéstrate Madre, María!
(En el Monte Alto de la Oración, n. 12)