07/09/2024

Jn 15, 9-17

«Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor» (Jn 15, 9)

 

Madre nuestra: el Evangelio de San Juan recoge unas palabras de Jesús en la Última Cena, que se conocen como el “discurso de despedida”, cuando abre su Corazón sacerdotal ante sus discípulos, sabiendo que se quedarán especialmente grabadas en su memoria, debido al momento tan entrañable que estaban viviendo con Él, antes de su Pasión y muerte.

Además de instituir la Sagrada Eucaristía, ordenándolos sacerdotes de la Nueva Alianza, con el poder de confeccionar el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, sacramento de amor, les insiste en la importancia del mandamiento del amor, pidiéndoles que se amen los unos a los otros como Él los amó, hasta el extremo, entregando su vida para la salvación de todos.

Y les pide expresamente que permanezcan en su amor, dejándoles claro que la manera de hacerlo será cumpliendo sus mandamientos. Y a nosotros nos queda claro que si no los cumplimos estaríamos pecando, ofendiendo a Dios, lo cual hace imposible permanecer en su amor, porque solo permanecemos en su amor si tenemos el alma en gracia.

Ayúdanos, Madre, a ser buenos hijos de Dios, fieles a Jesús, cumpliendo sus mandamientos, correspondiendo generosamente a esa elección de amor que Él ha hecho de nosotros llamándonos amigos, para poder así alcanzar la alegría del cielo.

 

Hijo mío:

No eres tú quien elegiste ser hijo de Dios.

No eres tú quien eligió a Cristo como su Dios, Amo y Señor.

No eres tú quien decidió nacer, tener vida, tener fe, esperanza y amor.

Si tú amas a Cristo, es porque Él te amó primero.

Si tú existes, si tienes vida, es porque Él te creó. Él es la vida.

Si eres hijo de Dios, es porque Él te eligió.

Lo que a ti te toca, hijo, es agradecer al Señor por su bondad, por su amor, por su misericordia.

Si tú te salvas y vas al cielo, es porque Cristo te redimió muriendo en la cruz por ti.

La oportunidad de vivir eternamente en su Paraíso te dio. A ti te toca decir “sí”, y permanecer en su amor.

Ven, yo te enseñaré a permanecer en el amor de Dios.

Si tú cumples sus mandamientos, permanecerás en su amor.

El mandamiento más grande de la ley de Dios es amarlo por sobre todas las cosas y amar al prójimo como Cristo lo amó.

Permanecer en el amor es permanecer en el camino hacia la santidad, que es Cristo, perfeccionándote a ti mismo en la virtud, en el amor.

Permanecer en el amor de Cristo quiere decir serle fiel.

Aquel que lo traiciona es infiel.

Aquel que lo desobedece, aquel que no quiere creer en su Palabra y en quién es Él, ese es un infiel.

Aquel que busca ídolos, dioses falsos en quién creer, porque le conviene a su parecer, para no esforzarse ni portarse bien.

Hijo mío: tú tienes una conciencia iluminada por el Espíritu Santo.

Si tú te adentras en ti mismo, en tu corazón, en silencio, y haces oración abriéndole tu corazón al Señor con honestidad, con valor de decir la verdad, de reconocer tu debilidad, tu infidelidad…, tu conciencia te dirá qué es aquello que haz hecho mal, que te ha alejado del amor, que te ha sumergido en las tinieblas cuando rechazaste la luz –que es el cumplimiento de la Palabra de Dios–; cuando no cumpliste sus mandamientos; cuando faltaste al amor, a la caridad, y heriste el corazón de tu prójimo.

Entonces podrás tomar la decisión más importante en tu vida: acercarte al sacramento de la Reconciliación, acudir al confesionario, y ante un sacerdote –que es el mismo Cristo–, pedir perdón.

Él te estará esperando para perdonarte y te dirá: “No eres tú quien ha venido por tu cuenta, soy yo quien te ha traído a mí con la fuerza de mi amor. Permanece en mi amor”. Y llenará de alegría tu corazón, la misma alegría de su Corazón, porque tú eres un hijo de Dios que se había perdido y ha sido encontrado, que estaba muerto y ha vuelto a la vida.

Ser cristiano, católico comprometido con su fe, implica la responsabilidad de dar buen ejemplo a los demás, cumpliendo los mandamientos de Dios.

Acepta ser quien eres.

¡Alégrate! ¡Eres hijo del Todopoderoso!

Ven aquí, toma mi mano. Yo soy tu Madre del cielo. Yo te cuido y te protejo. Eres mi hijo. Te amo. No importa qué hayas hecho en el pasado.

Déjame llevarte como a un niño en mis brazos, y entregarte en el abrazo misericordioso del Padre de las manos de Jesús, heridas por los clavos de la cruz, con los que, por tus pecados, lo clavaste tú.

Pero Él todo por amor lo soporta. Ha muerto y ha resucitado. Ha vuelto por ti, te ha perdonado.

Permanece en su amor y serás con Él glorificado en esta vida, para que tú glorifiques al Padre con tu vida. La gloria de Cristo es el amor derramado en la cruz. Con esa gloria serás glorificado tú.

Para eso te ha elegido, para glorificar al Padre en ti y darte la vida eterna en la gloria, con los ángeles y los santos en su Paraíso.

Ama, hijo mío, con el amor con el que te ha amado y del que te ha llenado el Amor, que es Cristo, tu Dios, tu Amo, tu Señor, que ha querido ser tu amigo y llamarte hermano.

¡Aleluya!

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 104)