13/09/2024

Jn 6, 60-69


«Jesús les dijo a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?”. Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (Jn 6, 67-69).

 

Madre nuestra: cuando tu Hijo Jesús pronunció el discurso del Pan de Vida en la sinagoga de Cafarnaúm, dijo que su Carne es comida y su Sangre es bebida.

Sus propios discípulos reaccionaron diciendo que ese modo de hablar era intolerable, y muchos de ellos se echaron para atrás. Por eso Jesús le pregunta a los Doce si ellos también lo iban a dejar.

Y es que el Señor no iba a cambiar una sola letra de su discurso. La verdad de su presencia real en la Sagrada Eucaristía era de suma importancia para la predicación del Evangelio, así que prefería que lo dejaran sus colaboradores más cercanos antes que modificar esa verdad.

Nosotros también hemos de reaccionar como lo hicieron los Doce: reconociendo, con humildad, que Jesús tiene palabras de vida eterna. Debemos aceptar la verdad del Evangelio, de acuerdo a la fiel interpretación de la Iglesia, aunque alguna vez no la entendamos o nos cueste especialmente vivirla.

Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso se ha revelado, para que conozcamos hasta sus más profundos misterios, porque serán el camino de nuestra salvación.

Madre nuestra, Maestra de humildad, enséñanos a acoger bien la Palabra de tu Hijo, y a estar dispuestos a ponerla siempre en práctica, siendo muy dóciles al Magisterio de la Santa Iglesia.

 

Hijo mío: Jesús es un amigo fiel.

Su Palabra es espíritu y vida.

Escucha su Palabra en el Evangelio, y haz lo que Él te diga.

Él te dice que debes comer su Carne y beber su Sangre.

Cree en la Eucaristía. Es Él. Póstrate ante Él y adóralo.

Él es verdadero alimento y verdadera bebida de salvación.

Él te ama, su vida por ti dio en la cruz, tus pecados perdonó.

Él sufrió para que tú goces de una vida eterna cuando mueras y Él te resucite con Él.

El Señor está vivo, ha resucitado, y contigo se ha quedado como pan divino. Cree.

No lo traiciones con tus infidelidades. No dudes de Él.

Acepta que aquel que Dios envió al mundo para rescatarte, para salvarte, y rescatar y salvar a toda la humanidad, es su único Hijo; es Dios todopoderoso hecho hombre; y el mismo que resucitó y al cielo subió baja del cielo en cada transubstanciación, de las manos de los sacerdotes, que, al consagrar el vino y el pan, reciben del cielo el alimento, para que tu espíritu tenga vida.

No puedes verlo con el rostro y el cuerpo de un hombre, como lo verás en el cielo, pero cree que es el mismo, con una apariencia diferente. ¿Y qué acaso la apariencia de los hombres, niños, jóvenes, ancianos, mujeres de todas las razas son iguales?

Y sin embargo crees que existen, porque los ves.

Mira a tu Señor. A Él también lo puedes ver. Y así como un enamorado desea besar a su amada, al Señor, que es el amor, a besos te lo puedes comer.

Créelo, recíbelo, llénate de Él. Te está esperando. Él tiene palabras de vida eterna, con las que te alimentas también.

Si tú crees, y lo adoras, y hablas de Él, otros creerán también. No te averguences de mostrarle al mundo el amor y la fidelidad a tu Señor. Permite que ellos vean la integridad de tu persona exponiendo tu corazón, en el que vive y reina Cristo Buen Pastor.

Agradece a tu Señor que nunca te abandona, que ha dejado a sus ovejas para venir a buscarte, porque estabas perdido y Él te ha encontrado, porque estabas enfermo y Él te ha sanado, tu corazón ha convertido, en un hombre nuevo te ha transformado.

Rechaza todo pensamiento de duda. No ofendas a tu Redentor. Sé fiel a tu Dios, el único Dios verdadero; por quien se vive y quien te bendice, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, un solo Dios, misterio divino de amor.

El amigo que es fiel nunca abandona. A pesar de que no comprenda algunas palabras de su amigo, permanece, no lo traiciona.

El Señor cuenta contigo, con tu fidelidad a su amistad.

Cree, porque su Palabra es la verdad.

 

 

¡Muéstrate Madre, María!

 

 

 

(En el Monte Alto de la Oración, n. 176)